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jueves, 23 de septiembre de 2021

La máquina Magritte, exposición en el museo Thyssen

Las memorias de un santo
Las memorias de un santo

Vaya por delante que Magritte es uno de mis pintores favoritos. La explicación es sencalla: me encontré con su obra cuando mi afición por el arte "contemporáneo" se estaba consolidando, espoleada por una serie mítica, The Shock of the New. En aquel tiempo, a mediados de los ochenta del siglo pasado tuve la oportunidad de ver una serie de exposiciones que me marcaron: las Cezanne y  Monet del antiguo MEAC, antecesor del MNCARS, y las Ernst y Magritte de la Juan March. De ahí quizás que esta nueva retrospectiva del Thyssen, dedicada al surrealista belga, me parezca no llegar al nivel de la de hace casi cuarenta años. Los lazos sentimentales, los recuerdos embellecidos, pesan demasiado.

Pero vayamos por partes. A pesar de mi admiración por Magritte, es innegable que se trata de un pintor mediocre en los aspectos técnicos. Sabe pintar objetos reconocibles, pero no hay que esperar alardes ni florituras en su plasmación. Lo que lo distingue y lo coloca entre los grandes es otro aspecto: su capacidad para crear enigmas visuales que se tornan automáticamente en iconos. Hay pinturas de Magritte que se conocen antes de haberlas visto, tal es la difusión que sus invenciones han tenido en la cultura popular.  

Creaciones, además, que no se limitan a un exiguo puñado de aciertos, siempre repetidos. Si la exposición se llama La máquina Magritte es porque este pintor surrealista no paraba de crear nuevas paradojas visuales, las desarrollaba en infinitas variaciones, para luego injertarlas las unas en las otras. De ahí que ninguna exposición de Magritte parezca la misma, aunque sea que inevitable que se repitan obras, o que siempre se queden imágenes icónicas fuera.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Las ocasiones perdidas

On 23 September 1927, one of the greatest of the silent-era German films, Berlin, Symphony of the City, premiered in Berlin. Directed by Walter Ruthman, the film, through a montage of images, captures the speed and disorientation, and, at the same time, the regimentation and order, of the Weimar city. It opens with a train approaching Berlin, and the film viewer feels as if he or she is sitting on it, peering out the window as the rural landscape melts into the outskirts of the city and, finally, into the density of buildings that defines the metropolis.Slowly the city comes awake, and Ruttman tracks the parallel movements of people, animals, and machines as the day unfolds. Workers, businessmen, schoolchildren, female office workers, males machine operators- the full diversity of urban life is depicted in the film. The movement of life are matched by the engines of industry that start up slowly, reach their rapid pace, and slow down again for lunch. But who is directing whom? Are the machines running human life, or are humans running the machine? It is not totally clear, but the film conveys more than a hint of the condition of alienation, of lives that have now lost their autonomy and free will. At the same time, Ruttrman's directions plays on the wonder and beauty of industrial production. The regular rhythm of a machine's pistons is juxtaposed with repeating architectural forms, much as Moholy-Nagy's shot from the radio tower depicts the grid patterns of the structure. Berlin, Symphony of the City, was not much acclaimed or viewed in its day. Today we can see it as an artistic masterpiece, a celebration of the modern metropolis, with its pace and density and diversity, which, at least at some points, evinces its own kind of beauty -and a worrisome meditation on the power of the machine.

Eric D. Weitz. Weimar Germany, Promise and Tragedy

El 23 de septiembre de 1927, se estrenó en Berlín uno de los mejores films alemanes del periodo mudo: Berlín, sinfonía de una gran ciudad. Dirigido por Walter Ruthman, la película usa el montaje para reflejar la velocidad y desorientación de una ciudad de la república de Weimatr, al tiempo que su orden y regimentalización. Se abre con un tren acercándose a Berlin, de manera que el espectador se siente como si estuviera en él, contemplando por la ventana como el paisaje rural se transforma en las afueras de la ciudad y, al fin, en la densa aglomeración de edificios que define una metrópolis. Poco a poco, la ciudad despierta y Ruttman compara los movimientos paralelos de la gente, los animales y las máquinas a medida que el día avanza. Trabajadores, hombres de negocios, escolares, oficinistas femeninas, operarios masculinos: toda la diversidad de la vida urbana se recoge en el film. Los movimientos de la vida tienen su correspondencia en los de las máquinas industriales que comienzan pausadamente, alcanzan su régimen de trabajo y vuelven a ralentizarse a la hora de comer. Pero, ¿quién gobierna a quién? ¿Dirigen los hombres a las máquinas o las máquinas a lo hombres? No está del todo claro, pero el film va más allá de insinuar las condiciones de alienación de unas vidas que han perdido su autonomía y libre albedrío. Al mismo tiempo, Ruttman coquetea con la maravilla y la belleza de la producción industrial. El ritmo mecánico de los pistones de una máquina se yuxtapone con la repetición de formas arquitectónicas, al igual que la fotografía de Moholy-Nagy de una antena de radiodifusión revela la trama geométrica de su estructura. Berlín, sinfonía de una gran ciudad, no fue muy celebrada, ni siquiera vista, en su época. Hoy se puede considerar como una obra maestra, un homenaje a la metrópolis moderna, con su cadencia, densidad y diversidad, que, al menos en ocasiones, crea su propia belleza -así como una meditación preocupada sobre el poder de la máquina.

Un error muy común -incluso entre los aficionados a la historia de ese periodo- es estudiar la República de Weimar sólo en función de lo que vendría después: el Nazismo. Limitarse a ello supone hacerle un feo a un periodo que inauguró el primer periodo democrático pleno en la historia alemana, comparable a la Segunda República española en ese sentido. Un modelo, para lo bueno y para la malo, para las refundaciones que tendrían lugar tras la caída de los regímenes fascistas. Además, Weimar supone el cénit de la cultura alemana, tanto en los aspectos científicos y filosóficos, como en los literarios y artísticos. La primacía de Alemania dentro de Europa, que había comenzado a despuntar a finales del siglo XVIII  y se consolidó en el siglo XIX, era indiscutible en las primeras décadas del siglo XX, a pesar de la derrota del proyecto expansivo guillermino en la Primera Guerra Mundial. Si se quería estar a la última en los años 20, había que hablar alemán.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Pervivencias en el presente

Robert Rauschenberg, Litografía de la serie Stoned Moon


 En el Caixaforum madrileño han coincidido dos muestras que comparten un mismo defecto: anunciarse con títulos equívocos. No es algo inusual en el panorama expositivo y se debe, es obvio, a meras estrategias de mercado. No hay nada mejor que adjuntar el adjetivo impresionista, surrealista o pop -o en su defecto, el de un artista de renombre- para tener asegurados llenos diarios, aunque luego en realidad la exposición vaya por otros derroteros muy distintos. Esta separación entre nombre y contenido no quiere decir que esas muestras sean malas, ni mucho menos. He visitado ya muchas con cebo que luego, cuando descubrías su tesis real, se revelaban excepcionales.

En el caso de El sueño americano, del Pop a la actualidad, el gancho está en la referencia al Pop-Art, que en un aficionado medio se asocia de inmediato con Andy Warhol. Sin embargo -por suerte, iba a añadir- el Pop Art es mucho más que este artista y su Factory. En mi opinión, Warhol siempre fue bastante conformista y pronto se encasilló en unas cuantas formulas que hacen referencia a iconos de la cultura popular. Esto explicaría su gran éxito, ya que sus obras son reconocibles al instante, son bastante accessibles y apelan a símbolos compartidos por todos. O al menos por las generaciones de 1960 a 1980. Por el contrario, otros artistas del mismo movimiento, como Rauschenberg, se embarcaron en una búsqueda formal continua, al tiempo que sus referencias eran mucho más sutiles.

viernes, 27 de diciembre de 2019

Sin poderse permitir el descanso

Francisco de Goya, Desgracias aceacidas en el tendido de la plaza de Madrid © Museo del Prado

Como deben ya saber, el Museo del Prado cierra la celebración de su centenario con una exposición-mamuth dedicada a los dibujos de Goya. En ella se han incluido todos sus dibujos conservados en el museo, casi sin excepción, abarcando bocetos, diseños, borradores, apuntes, dibujos preparatorios, sucesivas pruebas de impresión, grabados finales, etc, etc. De hecho, es tan exhaustiva que se puede decir que ése es su mayor defecto, puesto que acaba por toparse con diferentes limites: los de espacio, reproducibilidad y resistencia humana.

Por poner un ejemplo. Una buena cantidad de la obra gráfica de Goya son dibujos preparatorios y pruebas de impresión para sus series de grabados. En esos casos es muy interesante, casi esencial, acompañar esos ensayos del resultado final, como se hizo, hace ya muchos años, en la muestra de Los caprichos realizada por la Real Academia de Bellas Artes. Sólo así se puede apreciar su trabajo creativo de Goya, además de comparar las múltiples diferencias y correcciones entre las sucesivas versiones. Cambios no sólo debidos al perfeccionamiento de la concepción inicial o al descubrimiento de nuevas posibilidades compositivas, sino a la imposibilidad de traducir de forma directa las idiosincracias de una técnica, la del dibujo a lapiz o pluma, en otra bien distinto, la del aguafuerte. Por desgracia, esa posibilidad de análisis se hurta al visitante de  muestra, salvo ocasiones muy contadas,  como con el grabado de la Tauromaquia incluido al comienzo.

miércoles, 1 de mayo de 2019

La sororidad de las melancólicas (y III)

Perdóname mi silencio tan involuntario que no debería llamarlo «mío». Tu sabes qué nos pasa cuando nos pasa unadostrescuatrocinco cosas que nos pasan y se quedan y tienen formas circulares, prisiones, laberintos, conflictos, y todos al unísono como una cajita de música en el cerebro que de repente mana un coral de lobos que ululan entre insecto ponzoñosos y plantas andófobas.

Carta de Alejandra Pizarnik a Antonio Fernández Molina del 8/VI/1970

En la entrada anterior, les comentaba como me había adentrado en la lectura de los diarios de Alejandra Pizarnik en busca de respuestas a un doble enigma: el suyo y el mío. Lo único que había encontrado era una nueva constatación de la cercanía de nuestras personalidades, hermanadas por esa melancolía paralizante que nos separa, nos torna ausentes, del resto del mundo. Sin embargo, les señalaba también como, a partir de su retorno de París a Buenos Aires en 1964, las entradas en el diario se iban haciendo cada vez más escasas y ralas, funcionales y opacas, refractarias, sin dejar apenas traslucir ese remolino sin escapatoria que acabó desembocando en su suicidio. Pareciera que su necesidad de hablar, de comunicarse, se hubiera volcado en exclusiva en su poesía, plena en imágenes ásperas y desoladoras.

domingo, 14 de abril de 2019

La sororidad de las melancólicas (y I)

cuidado con las palabras
                                       (dijo)
tienen filo
                te cortarán la lengua
cuidado
             te hundirán en la cárcel
cuidado


             no despertar a las palabras
acuéstate en las arenas negras
y que el mar te entierre
y que los cuervos se suiciden en tus ojos cerrados
cuídate
            no tientes a los ángeles de las vocales
no atraigas frases
                            poemas
                                         versos
no tienes nada que decir
nada que defender
sueña sueña que no estás aquí
que ya te has ido
que todo ha terminado


Alejandra Pizarnik 

Cuando se llega a cierta edad, se suele caer en la falsa impresión de que ya se conoce todo. No que se haya leído todo, cosa imposible de por sí, sino que el pasado está cartografiado por completo. Se cree saber a dónde se debe ir y a dónde no, a dónde merece la pena y a dónde no se hallará nada de provecho. Sin embargo, cada vez que recaigo en ese autoengaño, siempre hay algo que viene a revelarme su falsedad. De ordinario, en forma de artistas cuya biografía se superpone en el tiempo a la mía, pero de los que jamás había oído hablar, a pesar de ser mis coetáneos. En esta ocasión, en la obra poética de Alejandra Pizárnik, muerta cuando yo era apenas un infante, y que he venido a descubrir, literalmente, ayer mismo, atraído por las ediciones de sus obras que venía encontrándome en las librerías, por un vago e informe recuerdo de haber oído, sin saber dónde, que su obra merecía la pena. Incluso que era esencial.
Mi lectura de su obra, de su poesía, de sus diarios, de su prosa y cartas, ha venido a confirmar ese presentimiento y ha sido, además, un viaje de (re)descubrimiento. En gran medida, porque al punto me di cuenta de que ella pertenecía a esa sororidad de las melancólicas, internacional y difusa, cuyos miembros no se conocen entre sí, pero se reconocen al instante, y a cuya rama masculina creo pertenecer. Membresía que, en su caso, se extendía a otra sociedad aún más exclusiva, la de las poetisas suicidas, con la cual, asímismo, me siento estrechamente relacionado. Por miedo a seguir ese mismo camino en algún momento.

sábado, 23 de marzo de 2019

Los aledaños

Cuadro de Suzanne Valadon
Les confieso que iba con cierta aprensión a la muestra Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre, que se acaba de abrir en el Caixaforum madrileño. Me preguntaba que a santo de qué era necesaria otra exposición sobre este artista, cuando hacía poco habíamos tenido la comparación Lautrec-Picasso en la Thysssen, además de la dedicada a su faceta de cartelista, en la Fundación Canal. 

Pues bien, me he llevado una agradabílisima sorpresa. La alusión a Lautrec, en el título de la muestra, no es más que un gancho para atraer al público, puesto que la exposición va de otra cosa. En concreto, del rico ambiente cultural del París de las décadas de 1890-1890, en donde cabarets, cafés cantantes y salones de baile, se convirtieron en centros de efervescencia artística, donde se daban cita las figuras de la vanguardia. Zonas de diversión que se concentraban en el barrio de Montmartre, que además constituía la morada de esos artistas bohemios que acabaron por ser recordados, admirados e imitados por las vanguardias posteriores, mientras que los  pintores archicondecorados de la academia caían en el olvido.

Sin embargo, tampoco va de esos artistas postimpresionistas, ni de los muchos movimientos en que éstos se cismaban. Aunque nombres conocidos aparecen una y otra vez, entre ellos el de Lautrec, la exposición se da el gusto - y nos lo da a los espectadores - de perderse por los aledaños, por callejuelas y vías secundarias. Mostrándonos, en su vagar sin rumbo, fenómenos casi desconocidos para el gran público, pero que éste es capaz de comprender al instante, puesto que son asimilables a fenómenos contemporáneos. Más aun en un tiempo, como el nuestro, donde los niveles, barreras y clasificaciones entre las artes se han difuminado por completo.

domingo, 24 de febrero de 2019

Los mojigatos

Thérèse soñando
Esta semana se ha inaugurado en el Museo Thyssen una muestra monográfica dedicada al pintor francés, de origen polaco, Balthus. A pesar de todas las alharacas con que ha sido anunciada, me temo que se queda corta, sin llegar, por mucha diferencia, al nivel de la exhaustiva exposición que le dedicó el MNCARS hace veinte años. En parte por el menor número de obras que se pueden contemplar - la visita se acaba casi enseguida, algo habitual en la Thyssen desde que terminaron las colaboraciones con la Fundación Cajamadrid, por suicidio de ésta -, pero en especial porque se ha colado mucha morralla, sea en forma de obras de juventud, sea en las de de clara decadencia.

Sin embargo, esto sería disculpable. Lo que no se puede tolerar es que la Thyssen y, en su estela, todos los medios, nos intenten vender la muestra como el escándalo del año. Como si un pedófilo confeso y contumaz nos invitase a compartir sus fantasías más turbias y sórdida. Actuando todos al estilo de esas viejas pacatas que se tapan la mano para no contemplar espectáculos ultrajantes, pero que dejan una rendija abierta para no perderse el más mínimo detalle. Escándalo que supongo el Thyssen quiere utilizar para hacer caja, algo que conseguirá por descontado, pero que sólo dejará tras de sí un buen número de visitantes desconcertados y defraudados. En ninguna parte llegaron a hallar la ciénaga de depravación que les habían prometido, sino un pintor extraño, pleno en enigmas irresolubles, de colores apagados y que además reproduce "mal" el cuerpo humano, deformando sus proporciones y haciendo caso omiso de la leyes de la perspectiva.

jueves, 21 de febrero de 2019

Con ojos nuevos


Un comentario previo, antes de hablarles de la exposición Man Ray: Objetos de ensueño, recién abierta en la fundación Canal de Isabel II. Cuando, ingenuo de mí, esta misma semana se me ocurrió publicar algunas fotos de Man Ray en Tumblr, esa plataforma procedió a censurarlas de forma fulminante. No es que fuera demasiado explíticas ni escandalosas, apenas unos cuantos desnudos que además, pasados por el tratamiento surrealista propio de este fotógrafo, quedaban alejados y vaciados de cualquier posible atisbo de excitación sexual, mucho menos de pornografía. Pero ya saben el grado de puritanismo, pacatería y mogigatería al que estamos llegando en esta sociedad. Tumblr, por ejemplo, prohíbe los desnudos, salvo si se apela a excepción artística, pero claro, esa frontera no está bien definida, aparte de ser absurda, de forma que el desnudo pintado o dibujado suele pasar sin problemas, mientras que el fotografiado es prohibido. Aunque esté firmado por una artista de tanta categoría como Man Ray.

Dejemos esto a un lado. Si son aficionados a la historia del arte -o de la fotografía-  el nombre de Man Ray no les será desconocido. No hay exposición centrada en el surrealismo donde no aparezca alguna de sus obras e incluso hemos podido disfrutar de alguna monográfica suya, como la organizada por el Reina Sofia en 1999. Una muestra, además, con un interés especial, puesto que en ella se ilustraban los métodos de trabajo ocultos detrás de sus obras más significativas. No ya el sacar múltiples copias de la misma escena, hasta dar la mejor versión como hacen la mayoría de los fotógrafos, sino el uso continuo del reencuadre una vez revelado, de manera que se extrajese de una foto anodina, ese gesto, esa postura, ese chispazo que lo tornaba único, nunca visto, deslumbrante y revelador. Una práctica muy discutida, puesto que para muchos fotógrafos supone pervertir la verdad que se supone asociada a la instantánea fotográfica.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Busquedas/identidades

Quel Amor, Dorothea Channing

Una consideraciones antes de comentar la exposición de Dorothea Tanning - Detrás de la puerta invisible, otra puerta, es el subtítulo -, abierta en el MNCARS. En estos últimos tiempos, coincidiendo con el auge del feminismo, se está procediendo a rescatar a muchas artistas femeninas del olvido en que se hallaban sumidas. Injusto olvido, añado, puesto que bastantes de ellas tienen poco que envidiar a sus contemporáneos masculinos. E incluso aunque no fuera aí, no puedo imaginarme mayor alegría, para cualquier aficionado al arte, que descubrir nuevos nombres, enfrentarse a nuevas experiencias. Encontrar, en definitiva otras visiones que rompan los diques en los que nos hemos aconstumbrado a embalsar a nuestras afinidades artísticas. Tanto más importante cuanto más viejo se va siendo, como es mi caso, y esa sensibilidad embota, dejando su lugar al hastío y la indiferencia, incluso ante los grandes maestros.

Queda mucho por hacer, no obstante. Entre otras, cosa la revisión completa del canón, para decidir quien, de entre los grandes nombres masculinos, debe ceder su lugar a los grandes nombres femeninos. Así ha ocurrido, por ejemplo, con Artemisia Gentileschi, cuyo lugar en el panteón artístico del XVII es, al fin, innegable e inatacable. Y no por las circunstancias biográficas que rodearon su trayectoria, sino por su propia valía. Asímismo, en lo que se refiere a la historia del surrealismo, cada vez es más frecuente encontrar en sus exposiciones toda una constelación de nombres femeninos, que supieron adaptar el movimiento a su propia sensibilidad y preocupaciones, sin deberles nada a sus coetáneos masculinos. Tanto más chocante cuanto el surrealismo, en su vertiente masculina, era refractario a la presencia creadora de la mujer, reducida a musa y objeto del deseo, pero nunca considerada como protagonista.  Por ello, en larga y longeva injusticia, las artistas surrealistas quedaron ocultas tras la sombra de sus colegas masculinos, apenas atisbadas como modelos, citadas como amantes.

Así, a las listas del surrealismo se han añadido nombres como Dora Maar, Kay Sage, Meret Oppenheim, Leonora Carrington, Remedios Varó y tantas y tantas otras. De obra más que interesante y que resulta difícil de concebir por qué han permanecido tanto tiempo en la penumbra, aparte de por lo obvio. 

Y entre ellas, Dorothea Channing

sábado, 19 de mayo de 2018

De espejos para adentro

Herbert Bayer
Fui a ver la muestra Duchamp, Magritte, Dalí, abierta en el remozado palacio de Gaviria, con cierta aprensión. Las muestras anteriores tenían mucho de anzuelo para turistas, buscando sin ningún rebozo la invocación de nombres con predicamento popular para hacer caja con la cultura. Así, la muestra inaugural se centró en un artista como Escher, de obra un tanto a trasmano de las corrientes principales del siglo XX, cuya fama popular se basa un puñado de paradojas visuales. Aunque, en justicia, haya que reconocer que las muestras de ese artista siempre han intentado indagar en la parte de su obra que va más allá de la mera ilustración de problemas matemáticos, que señala a un dibujante/grabador de gran interés y evidente destreza. La segunda muestra, que no vi, era la enésima reivindicación de Mucha, cuyo crédito se debe, me da la impresión, a ofrecer un tipo de belleza codificada y previsible, agradable y accesible, una vulgarización de la Belle Epoque alejada de los aspectos más polémicos y contestatarios de este tiempo artistico. Terreno fertil, por tanto, para una nostalgia que ni siquiera tiene, como justificación, una excusa vital.

Con esos antecedentes, me esperaba lo peor de este potpourri surrealista. Sin embargo, salí entusiasmado, lamentando no haber dedicado más tiempo y atención a las obras expuestas. La razón principal de mi cambio de opinión es que, a pesar de lo que promete, en la muestra apenas hay Dalís o Magrittes, las supuestas vedettes de la muestra, pero sí un casi todo Duchamp, del que sólo falta Le grand verre para ser completo. Esto ya me tocó en el coranzoncito, puesto que una de las primeras muestra que vi, y que contribuyeron a que mi afición  por el arte germinase, fue precisamente una integral Duchamp en la antigua sede de la Caixa. Y claro, si Duchamp es el auténtico foco de atracción esto significa que la muestra va a incluir mucho Dadá, mucho fotomontaje y collage, y muchas figuras secundarias del movimiento, pero no por ello menos interesantes. Añadase además la inclusión de un buen puñado de mujeres - sí, también las hubo en el surrealismo - como Cahun, Tanning, Carringtonm, Deren o Sage, o que la mayoría de las obras son muy poco vistas, propiedad de un museo tan lejano de nuestro ámbito como del de Tel-Aviv, y se tendrá un combinado perfecto. La mezcla justa para convertir esta muestra en una de las obligatorias del año.