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viernes, 7 de mayo de 2021

La sociedad del espectáculo (II)

Tras la La Societé du Spectacle (La sociedad del espectáculo 1973), Guy Debord armó/compuso otro largometraje: In girum imus nocte et consumimur igni (Vagamos en la noche y somos consumidos por el fuego) de 1978, siguiendo el mismo método de detournement visual que caracterizaba la obra anterior. Se trata, por tanto, de una continuación de las tesis de la película anterior, casi una Sociedad del espectáculo 2, pero al mismo tiempo supone un giro radical con respecto a su hermana. Dos tercios de su metraje son unas memorias personales, con todo lo que eso conlleva: nostalgia, amargura, derrota. 

Quizás Debord no lo viera así en su tiempo, pero el paso del tiempo ha llevado a primer plano esos aspectos. Basta considerar que In girum es apenas un año anterior a la llegada al poder de Margaret Tatcher. Diez años después del 68 esa oleada revolucionaria parecía haberse agotado en sus propias contradicciones, tanto en occidente como en los países del bloque comunista, . En su lugar, a fines de la década de los setenta echo a andar la contrarevolución neoliberal, que no sólo derrotó, diez años más tarde, a su enemigo soviético, sino que ha terminado por erigirse en ideología alternativa. En palabras de su fundadora: «No hay alternativa».

Esa resaca, tras la fiesta del 68, es visible en el primer tercio, el más político, el ensayo visual de Debord. En ella se constata la victoria de la Sociedad del Espectáculo, en términos que entonces eran nuevos, casi heréticos para la ortodoxia izquierdista, pero que ahora han devenido auténticos lugares comunes. Para triunfar, este modo capitalista contemporáneo ha conseguido recabar el apoyo de amplios sectores de la sociedad, incluso de aquéllos que se ven perjudicados por sus políticas. El truco, como bien señala Debord, estriba en hacer creer a asalariados y clases medias bajas que ellos pertenecen también a la élite. Es decir, que los pocos lujos que se permiten -ya sea turismo masificado, coche familiar, vivienda con un mínimo de comodidades o, en nuestro presente, internet con streaming- les colocan al nivel de los poderosos. Las medidas que les favorezcan a éstos últimos, por tanto, beneficiarán también a los desfavorecidos, aun cuando esto sea una contradicción, en idea y realidad.

Esta conclusión es más cierta en la actualidad que en tiempos de Debord, lo que nos lleva a la raíz del problema, además de explicar el giro de la película en los dos tercios siguientes. No parece que haya una manera de revertir esa situación, imposibilidad que empezaba a hacerse evidente a finales de los años setenta y que ahora se ha tornado en una verdad incontrovertible. Si, por tanto, el cambio es imposible -o sólo se habrá de obrar en un futuro incierto que ninguno veremos- ¿qué sentido tiene esbozar, planear, medidas de combate que no podrán llevarse a la práctica? ¿O que en el caso de hacerlo ser revelarán hueras, conduciendo a un fracaso cuya gloria no eliminará nada de su amargura? Es por ello que Debord vuelve la vista a una Arcadia Felix, la de su juventud: un París que aún no se había convertido en decorado donde los turistas se aburren, sino que era una ciudad viva, habitada. Rebosante en tensiones y  conflictos, por ello mismo humana y digna de ser vivida.

Es allí, en la década de los cincuenta y sesenta, donde Debord realiza su labor, a caballo entre la Internacional Letrista y la Internacional Situacionista. En sus vagabundeos artísticos se entrecruzan el antiguo concepto de la bohemia artística y la militancia política radical. No es de extrañar, por tanto, que el modo en que Debord ilustra ese tiempo sea con imágenes heroicas, extraódas de películas clásicas y de cómics populares. Esas referencias redundan en un símbolo común: el del grupo de camaradas, al margen de la sociedad, que son capaces de hacer temblar sus fundamentos. Sin importar que el resultado sea victorioso o no -de hecho, siempre terminará en derrota-, porque lo importante es servir de ejemplo, convertirse en leyenda para los que habrán de venir después. Aquéllos que, en ese futuro indeterminado, habrán de hacerlo realidad. Idea que puede parecer descabellada, pero que no está muy lejos de ese sentimiento que imbuye todo nuestro cine comercial y popular: la revolución obrada por unos pocos, frente a los que el poder del estado, la tradición y las instituciones son impotentes.

Esperanza futura, orgullo por lo conseguido en el pasado - aunque desembocase en derrota- que no disimulan una evidente amargura. Debord se siente ya viejo, superado por los acontecimientos, destinado a un exilio interior y exterior, a un anonimato que al mismo tiempo ansía y rechaza. Como los viejos luchadores -los de las películas y cómics que pueblan su filme - sólo le queda ya sentarse a esperar la muerte, rodeado de los marchitos laureles de sus glorias pasadas.

domingo, 21 de marzo de 2021

Sobrevivir

Hace unos meses les comenté el film de animación Les Hirondelles de Kaboul (Las golondrinas de Kabul, 2019, Éléa Gobbé-Mévellec y Zabou Breitman), película ambientada en tiempos del régimen talibán en Afganistán. A pesar de que me pareció una obra magnífica, pasó sin pena ni gloria por la cartelera, destino del que ya me quejé bastante en la entrada correspondiente. Mejor suerte corrió, unos años antes, otra película sobre el mismo periodo histórico:The Breadwinner (El pan de la guerra, 2017), dirigida por Nora Twoney. Esta diferencia en apreciación no tiene que ver sus calidades respectivas -ambas son obras muy notables-, sino más bien con la nacionalidad de la producción y el público al que va dirigida. The Breadwinner es un film hablado en inglés,  accesible directamente al público anglosajón, mientras que Les Hirondelles de Kaboul es francesa. Tampoco hay que olvider que Twoney fue codirectora, junto con Tomm Moore, de una película de gran fama: The Secret of Kells (El secreto de Kells, 2009), lo que hizo que esta nueva obra se esperase con mayor anticipación.

¿De qué trata The Breadwinner? Su narración transcurre al final del régimen talibán, justo antes del ataque de los EE.UU que lo derribó en 2001. Este hecho, sin embargo, es anecdótico en la trama y sólo surge de forma secundaria al final de la cinta, como catalizador dramático. El tema principal, al igual que Les Hirondelles de Kaboul, es el fanatismo integrista de los talibanes, que construyeron una dictadura teocrática sobre un país devastado tras más de dos décadas de guerra ininterrumpida. Una opresión que afectaba en especial a las mujeres, como ocurre con las tres protagonistas: una madre y sus dos hijas, que tras que su marido es detenido por los talibanes, se ven reducidas al nivel de parias. Sin poder salir a la calle, ya que no tienen un hombre que las acompañe, no pueden comprar comida, encontrar un trabajo o comunicarse con sus familiares. La única solución que encuentran es que la hija menor, todavía impúber, se corte el pelo y finja ser un niño.

El relato, no obstante, no se limita a ilustrar la maldad de los talibanes. Su régimen autoritario, cruel con todos los afganos, pero en especial con las mujeres, es más una amenaza constante, una tormenta que amenaza descargar, con toda su violencia, sobre las mujeres protagonistas. La película no es, por tanto, un rosario de atrocidades que acabe por desensibilizar al espectador, aunque éstas aparezcan a intervalos regulares. Esto estallidos de violencia suelen ocurrir fuera de plano y en ellos es  tan  importante la víctima como la constatación de que ese régimen despiados corrompe todo lo que toca. Convirtiendo, por ejemplo, a jóvenes casi niños en torturadores consumados, sólo porque así se lo dictan ideales sacrosantos y se les da acceso a un poder omnímodo. Les resulta, por tanto, casi imposible resistir la tentación de usarlo.

La historia, en realidad, es una de resistencia contra la obsesión destructiva talibán. Supervivencia personal y de los seres queridos, buscando por todos los medios esos resquicios que permitan escurrirse a la vigilancia y la represión de los fanáticos. Vivir un día más, volver a casa con comida, burlar a la autoridad, se convierte en una victoria, no menos resonante por muy callada y clandestina que sea. Combate que no sólo se restringe a los aspectos físicos, sino que se extiende al plano intelectual. Frente a la apisonadora ideológica talibán, empeñada en purificar el Islam y los musulmanes, eliminado todo lo tradicional que no responde a un ideal imaginado y falso, la protagonista, hija de un profesor, lucha a su manera, humilde e imperfecta, por reivindicar otro Afganistán: uno más tolerante, sabio y culto, en donde se cultivase la ciencia y las artes. En forma del cuento que narra a su hermano pequeño, tejido a lo largo de todo el metraje, contrapunto y refugio al horror en el que se halla sumida.

Realismo y fantasía se van alternando así durante toda la película, transiciones que serían muy arriesgadas en una película de imagen real, donde sonarían a falsas. En animación, sin embargo, resultan naturales, la idealización intrínseca a todo dibujo, a pesar del realismo con que se quiera plasmar, como es el caso, reduce el salto entre lo real y lo soñado, los torna vasos comunicantes. Así, una vez cruzado el umbral es sencillo -y lícito- entregarse a las florituras estéticas. Entre ellas, la capacidad de la animación para hacer visible los conceptos abstractos o resumier complejos procesos históricos en un par de símbolos. Sin perder, en el proceso, nada de su impacto emocional.