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jueves, 18 de noviembre de 2021

Francisco Veiga, El desequilibrio como orden

Desde Occidente se contemplaba la situación en Rusia con creciente preocupación. La economía se deterioraba por momentos, el descontento social era unánime. Los sueldos no se cobraban durante meses  y cuando eran abonados ya no servían para hacer frente a la subida de los precios. La delincuencia aumentó, se expandió por todos los ámbitos de la sociedad. Las costumbres ya conocidas durante los últimos tiempos de la Unión Soviética (el trueque a base de los productos substraídos en la propia empresa, los sobornos) se convirtieron en práctica común y corriente. Pero se asoció con el uso de la violencia y la aparición de mafias cada vez más organizadas. Rusia amenazó con transformarse en un gigantesco bazar donde todo se podía comprar y vender. Desde Occidente se consideraba cada vez más seriamente la posibilidad de que eso incluyera no sólo armas convencionales -algo muy extendido por entonces-, sino tráfico de armas atómicas y componentes asociados a las mismas o a su fabricación, incluidos los científicos y técnicos que las habían creado y mantenido. O crisis derivadas de fallos fatales en las instalaciones nucleares.

Francisco Veiga, El desequilibrio como orden, una historia de las postguerra fría.

En entradas anteriores ya les había comentado otro libro de Francisco Veiga, del titulado La fábrica de la fronteras, centrado en las guerras  de secesión yugoeslavas de las década de 1990. Aunque no coincido del todo con algunas de sus conclusiones -la autoría de ciertos hechos luctuosos-, es un análisis brillante de esa década convulsa, tanto por su detalle como por ayudar a disolver los errores que la propaganda de entonces inculcó en quienes vivimos en esa época. Pueden imaginarse el interés que me despertó saber que había escrito un estudio de igual calidad sobre los años posteriores a la guerra fría, de 1990 a 2012

Y aquí se hace necesario un inciso. Hace muchos, muchos años, en los noventa del pasado siglo, ya había leído otro libro de este autor: La paz simulada, escrito en colaboración con Enrique da Cal y Ángel Ugarte. Obra centrada en la Guerra fría que devoré con fruición, ya que, como sabrán, mi adolescencia había transcurrido en los años ochenta, durante los últimos coletazos de ese conflicto, cuando parecía que, a la mínima, habrían de empezar a llover pepinos nucleares. No ocurrió así, por suerte, así que, durante los noventa, me obsesione con comprar libros dedicados a ese periodo: obras que me ayudasen a comprender el porqué de esa locura. Sin embargo, con el tiempo, ese periodo que me marcó de manera indeleble ha devenido historia antigua, de la que aburre a los escolares. Ahora, pasados 30 años, es necesario descubrir qué ocurrió en la posguerra de ese conflicto, en este tiempo de neoliberalismo triunfante.

viernes, 7 de mayo de 2021

La sociedad del espectáculo (II)

Tras la La Societé du Spectacle (La sociedad del espectáculo 1973), Guy Debord armó/compuso otro largometraje: In girum imus nocte et consumimur igni (Vagamos en la noche y somos consumidos por el fuego) de 1978, siguiendo el mismo método de detournement visual que caracterizaba la obra anterior. Se trata, por tanto, de una continuación de las tesis de la película anterior, casi una Sociedad del espectáculo 2, pero al mismo tiempo supone un giro radical con respecto a su hermana. Dos tercios de su metraje son unas memorias personales, con todo lo que eso conlleva: nostalgia, amargura, derrota. 

Quizás Debord no lo viera así en su tiempo, pero el paso del tiempo ha llevado a primer plano esos aspectos. Basta considerar que In girum es apenas un año anterior a la llegada al poder de Margaret Tatcher. Diez años después del 68 esa oleada revolucionaria parecía haberse agotado en sus propias contradicciones, tanto en occidente como en los países del bloque comunista, . En su lugar, a fines de la década de los setenta echo a andar la contrarevolución neoliberal, que no sólo derrotó, diez años más tarde, a su enemigo soviético, sino que ha terminado por erigirse en ideología alternativa. En palabras de su fundadora: «No hay alternativa».

Esa resaca, tras la fiesta del 68, es visible en el primer tercio, el más político, el ensayo visual de Debord. En ella se constata la victoria de la Sociedad del Espectáculo, en términos que entonces eran nuevos, casi heréticos para la ortodoxia izquierdista, pero que ahora han devenido auténticos lugares comunes. Para triunfar, este modo capitalista contemporáneo ha conseguido recabar el apoyo de amplios sectores de la sociedad, incluso de aquéllos que se ven perjudicados por sus políticas. El truco, como bien señala Debord, estriba en hacer creer a asalariados y clases medias bajas que ellos pertenecen también a la élite. Es decir, que los pocos lujos que se permiten -ya sea turismo masificado, coche familiar, vivienda con un mínimo de comodidades o, en nuestro presente, internet con streaming- les colocan al nivel de los poderosos. Las medidas que les favorezcan a éstos últimos, por tanto, beneficiarán también a los desfavorecidos, aun cuando esto sea una contradicción, en idea y realidad.

Esta conclusión es más cierta en la actualidad que en tiempos de Debord, lo que nos lleva a la raíz del problema, además de explicar el giro de la película en los dos tercios siguientes. No parece que haya una manera de revertir esa situación, imposibilidad que empezaba a hacerse evidente a finales de los años setenta y que ahora se ha tornado en una verdad incontrovertible. Si, por tanto, el cambio es imposible -o sólo se habrá de obrar en un futuro incierto que ninguno veremos- ¿qué sentido tiene esbozar, planear, medidas de combate que no podrán llevarse a la práctica? ¿O que en el caso de hacerlo ser revelarán hueras, conduciendo a un fracaso cuya gloria no eliminará nada de su amargura? Es por ello que Debord vuelve la vista a una Arcadia Felix, la de su juventud: un París que aún no se había convertido en decorado donde los turistas se aburren, sino que era una ciudad viva, habitada. Rebosante en tensiones y  conflictos, por ello mismo humana y digna de ser vivida.

Es allí, en la década de los cincuenta y sesenta, donde Debord realiza su labor, a caballo entre la Internacional Letrista y la Internacional Situacionista. En sus vagabundeos artísticos se entrecruzan el antiguo concepto de la bohemia artística y la militancia política radical. No es de extrañar, por tanto, que el modo en que Debord ilustra ese tiempo sea con imágenes heroicas, extraódas de películas clásicas y de cómics populares. Esas referencias redundan en un símbolo común: el del grupo de camaradas, al margen de la sociedad, que son capaces de hacer temblar sus fundamentos. Sin importar que el resultado sea victorioso o no -de hecho, siempre terminará en derrota-, porque lo importante es servir de ejemplo, convertirse en leyenda para los que habrán de venir después. Aquéllos que, en ese futuro indeterminado, habrán de hacerlo realidad. Idea que puede parecer descabellada, pero que no está muy lejos de ese sentimiento que imbuye todo nuestro cine comercial y popular: la revolución obrada por unos pocos, frente a los que el poder del estado, la tradición y las instituciones son impotentes.

Esperanza futura, orgullo por lo conseguido en el pasado - aunque desembocase en derrota- que no disimulan una evidente amargura. Debord se siente ya viejo, superado por los acontecimientos, destinado a un exilio interior y exterior, a un anonimato que al mismo tiempo ansía y rechaza. Como los viejos luchadores -los de las películas y cómics que pueblan su filme - sólo le queda ya sentarse a esperar la muerte, rodeado de los marchitos laureles de sus glorias pasadas.

sábado, 27 de febrero de 2021

Tornando tus utopías económicas en desastres sociales (y IV)

Es particularmente llamativo constatar que las divisiones electorales introducidas por los conflictos identitarios tienen hoy una dimensión similar a ambos lados del Atlántico. En los EE.UU. la separación entre el voto por los demócratas entre las minorías latinas y negras, con respecto a la mayoría blanca, alcanza aproximadamente los 40 puntos, ya desde hace medio siglo, y apenas varía si se toman en cuenta otros indicadores personales. En Francia, ya habíamos constatado que la separación del voto por los partidos de izquierda (ellos mismos en proceso de redefinición) entre los electores de religión musulmana y el resto se situaba en esos mismo 40 puntos, desde hace ya varios decenios, y sólo disminuye ligeramente si se tienen en cuenta las características socio-económicas de unos y de otros. Se trata, en ambos casos, de un efecto de una amplitud masiva, mucho más importante que la diferencia de voto entre el 10% de los electores con los títulos o ingresos más elevados y el 90% de los menos elevados, que en ambos países está en torno al 10-20%. En los EE.UU. se constata que los electores negros votan, elección tras elección desde los años 60, en un 90% por el partido demócrata (y apenas un 10% por el republicano). En Francia, los electores musulmanes votan, elección tras elección desde el comienzo de la década de 1990, en un 90% por los partidos de izquierda (y a penas un 10% por los partidos de derecha y extrema derecha)

Thomas Piketty. Capital e ideología.

He estado tentado de dejar de lado esta serie de comentarios sobre el interesante -y revelador- libro de Piketty sobre como se han ido entrelazando ideología y economía a lo largo de la historia, en especial desde el punto de vista de la desigualdad  y la política fiscal. No obstante, mis  someros comentarios -y mi falta de formación económica- creo que no aportan mucho a una lectura detenida del libro, ni siquiera como medio de alentar a hacerlo. Aun así, me sabía mal interrumpir mis anotaciones justo cuando se produjo la quiebra del sistema socialdemócrata, durante la década de 1980.

Como recordarán, este sistema se inició ya hacia 1900, aunque no alcanzó su plenitud hasta la segunda mitad de la década de 1940. Sus fundamentos eran una fuerte presión impositiva de carácter progresivo, que llegaba al 70-90% para las rentas más altas, si bien no se extendía al capital y la propiedad. En su época dorada, de 1950 a 1980, este sistema se conjugó con una fuerte reducción de las desigualdades y unas tasas de crecimiento fuertes, que han llevado a bautizarlas como los Glorious Thirty (Los treinta gloriosos). Con el ascenso del neoliberalismo en 1980 -y su corolario de neoconservadurismo- el modelo socialdemócrata comenzó a retroceder, en especial en los países del antiguo bloque comunista: en unos pocos años pasaron de ser sistemas fuertemente estatalizados a transformarse en epígonos del liberalismo radical estadounidenses. En muchas ocasiones superando a su maestro. Se iniciaba así la época de la globalización, que Piketty prefiere llamar hipercapitalismo.

sábado, 13 de febrero de 2021

Tornando tus utopías económicas en desastres sociales (y I)

 

Hace unos meses, dediqué varias entradas a comentar Le capital au XXIième siècle (El capital en el siglo XXI) de Thomas Picketty. Si recuerdan, el motor de ese libro eran gráficas como la ilustrada arriba. En ellas se podía comprobar que el mundo, durante las primeras décadas del siglo XXI, había vuelto a a niveles de desigualdad económica similares a los de 1900. Una fracción cada vez más reducida de la población -la décima o centésima parte correspondiente a los ingresos más altos -acumulaba un porcentaje cada vez mayor de los ingresos nacionales. Más del 45% durante la primera década del siglo en los EE.UU., en comparación con menos de un 35% en los llamados Glorious Thirties. Durante esas tres décadas, posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se produjo el Baby Boom, la economía de Occidente crecía con cifras de dos dígitos, al tiempo que la consideración de clase media se extendía a trabajadores que, en otros tiempos, hubieran formado parte del proletariado industrial y agrícola.

No obstante, Le capital au XXIième siècle era, ante todo, un libro técnico de economía. Árido y denso, con una larga introducción de conceptos, indicadores y fórmulas sin la cual el lego no podría orientarse a través de sus tesis. Además, de ese estudio no se seguía una propuesta de acción, sino una mera constatación: ese enconamiento reciente de las desigualdades tenía una clara fecha fundacional:1980. Coincidía con el surgimiento de la contrarrevolución conservadora, la aceptación por parte de la élite política de las teorías de Milton Friedman y el relajamiento de normativas, restricciones y presión impositiva. En contra de los fundamentos del estado de bienestar de posguerra, que realizaba una distribución de la riqueza vía impuestos progresivos elevados, se intentaba sacar partido al llamado Trickle down: si se se dejaba intocada la riqueza de los adinerados, todos nos beneficiaríamos, puesto que sus gastos e inversiones dinamizarían la economía.