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sábado, 19 de febrero de 2011

Banality

Old Painting, Hans Peter Feldmann

Tengo la mala costumbre de pasarme de muy tarde en tarde por el Sofidú (MNCARS  en terminología oficial) lo cual provoca que muchas de sus exposiciones las vea en extremo. La razón de este descuido es que por alguna razón este museo no suele publicar su muestrario de exposiciones en los periódicos y mi vagancia habitual me impide consultar su página web, a pesar de que sé perfectamente de que el hecho de tratarse de un museo de arte contemporáneo sin colección propia, le lleva a abordar disciplinas poco habituales, como el cine y montar muestras temporales más que interesantes, en las que se ilustran los caminos del arte (o de eso que aún llamamos arte) en los últimos decenios, una labor de actualización que todo aficionado debe llevar al día.

El caso es que dos de las exposiciones aún abiertas están en su última semana y, para mayor inri, son de aquellas que no debe uno perderse. La primera es la del cineasta experimental patrio, Val del Omar, una de las figuras más importantes y más olvidades de nuestro cine y a la que dedicaré una entrada en exclusiva cuando vuelva a ver su cortos, dentro de unas semanas, mientras que la otra es del artista postmoderno Hans Peter Feldmann, perfecto ejemplo de lo lejos que se encuentra la práctica del arte de lo que era el paradigma cuando yo me aficione a su disfrute, ese modernismo/formalismo que glosara tan bien Robert Hughes en The Shock of The New, que ya fuera objeto de una larga serie de entradas en este su blog.

Mi primera impresión al visitar la exposición es gran parte del placer que experimentaba se debía a algo tan trivial como saber el chiste. Uno de tantos rasgos que sirven para definir el postmodernismo, es que este movimiento es consciente de la muerte del arte, o mejor dicho de que no hay un límite que separe lo belleza de lo feo, lo importante de los intrascendente, de forma que gran parte de sus esfuerzos se destinan a constatar ese hecho, lo cual nos lleva al segundo rasgo característico, que al ser el postmodernismo un movimiento eminentemente literario, sus obras en las artes plásticas, se limitan a la ilustración de un concepto, que debe poder ser leído por el espectador, disfrazado y distorsionado en mayor o menor medida, y  renunciando  por tanto a cualquier tipo de valores formales o estéticos, los cuales no pueden ser perseguidos al haberse desvanecido el concepto de belleza.

De esta manera, Feldmann juega con nuestras percepciones e ideas preconcebidas, al colocar sobre pedestales objetos completamente banales, la quincallería, los objetos de consumo que se tiran al poco de comprarlos, para destruir la sacralidad que atribuimos al arte y a los recintos que lo albergan (de ahí el apelativo irónico de todas sus exposiciones). Esta postura ideológica llega, en mi opinión, a su máxima expresión el las llamadas Wunderkammer, unas vitrinas extráñamente similares a las de un museo arqueológico y en las que se guardan, perfectamente ordenadas, toda clase de objetos banales y pasados de moda, como si se quisiera mostrar al espectador que no seremos recordados por los supuestos logros de los que tanto nos enorgullecemos, sino por la basura que hemos dejado atrás.


Otra vertiente importantísima de Feldmann  y del postmodernismo, es la descontextualización de los objetos, ya sea la imagen artística del pasado a la que se aplican los criterios sociales del presente, como es el caso de la imagen que encabeza esta entrada, en la que se ha protegido la identidad de la Venus de Urbino, ocultando sus ojos,o bien exponiendo en lugar preferente los objetos más banales, tal y como se hace con los tesoros del pasado. Así, las fotos individuales de los integrantes de la selección de fútbol alemana, son ampliadas, encuadradas y colocadas para que recuerden a los apostolados de la pintura del renacimiento y barroco, en una doble labor de zapa de los idolos presentes y pasados.

Sin embargo, no es posible evitar, una vez visitada la exposición, que a lo largo de sus salas, Feldmann se limita a ilustrar una y otra vez una única idea, la de la imposibilidad de separar arte de no arte, fealdad de belleza... lo cual consituye su mayor debilidad, ya que no deja de ser un concepto viejo y completamente agotado, surgido en los años 60 con el pop y los nuevos realismos, y que por tanto no constituye ninguna novedad o avance en la práctica artística.

Lo cual es, por cierto, otro rasgo postmoderno, ya que para los artistas de este movimiento el progreso ya no existe y la única posibilidad existente es la de repetir lo pasado, con la ironía y el desapego que otorga el conocer la historia por entero.



lunes, 10 de enero de 2011

Modernity's Elegy/The Shock of the New (y X)

Dos Puntualizaciones.

La primera es que el análisis de los capítulos de esta magnífica serie de principios de los 80 se acabó en la entrada anterior. Lo que viene es de mi propia cosecha, así que notarán la caída de calidad. Si no se sienten con ganas, les recomendaría que viesen la serie, que corre por esas internets de dios en un ripeo de los DVD que se editaron hace ya una década, y si no que adquieran el libro de Robert Hughes también titulado The Shock of the New, donde realiza el mismo análisis del formalismo/modernismo que en la serie, sólo que un poco más de ecuanimidad, equilibrio y serenidad, corrigiendo algunos juicios apresurados del pase televisivo, o lo que es lo mismo observando este movimiento algunas décadas tras su fin, como algo perteneciente al pasado y que, en cierta manera, ya no nos afecta.

La segunda puntualización, si han continuado leyendo, se debe a mis propias carencias. A mediados de los 80 acabó mi educación generalista y comenzó mi especialización, en otras partes que pase de la escuela superior a la universidad, para seguir una carrera técnica. Aunque mi pasión por lo que podríamos llamar "las artes" ha continuado, digamos que el marco teórico sobre el que he seguido trabajando es el que recibí en ese tiempo. Una base que aunque haya sido modificada, corregida y ampliada en el mucho tiempo que he dedicado a estos intereses míos, no puede por menos que resentirse de vacíos, huecos y múltiples desconocimientos en todo lo posterior a 1970. Por poner un ejemplo, en 1980 los escolares españoles aún no nos habíamos enterado de que había sucedido un algo llamado postmodernismo, a pesar de que sus bases filosóficas habían sido puestas en la década anterior.


Como ya he dicho, esta ignorancia de lo que estaba sucediendo en el mundo, unida a la herencia de una dictadura que había considerado el arte modernista como lo opuesto a las esencias patrias, puede explicar porque para muchas de las personas de mi generación estas serie tuvo el carácter de revelación. Por primera vez se nos explicaba, de una manera clara y convincente el significado e importancia de ese arte de nuestro tiempo, contemporáneo, como se le llamaba entonces, y que nosotros sólo habíamos experimentado hasta ese instante con apelativos despreciativos, arte de niños, decadente, tan próximos a los usados por los nazis para referirse al entartete Kunst. Sin embargo, en esta euforia del descubrimiento, se nos había pasado el fuerte tono elegíaco del documental, de revisión y valoración de los logros y los errores de un estilo artístico, tan meta, como renacimiento y barroco, cuyo tiempo ya se había terminado, cuyas vías estaban ya agotadas, y que debía dejar paso a algo nuevo, que nadie era capaz de prever.

¿Y qué ha sido ese algo nuevo? Aquí, hablando desde mi más absoluta ignorancia es necesario hacer dos puntualizaciones, incompletas y restringidas.

La primera es que un documental de estas características sería imposible de realizar hoy en día. No es ya que cada capítulo dure 58 minutos, sin dejar espacio a la publicidad, lo cual lo restringiría al ámbito de escasas emisoras (la BBC y poco más, porque la patrias no estaría por la velocidad). No, lo que realmente hace imposible repetir este producto, como muestra el hecho de que no se haya reeditado en DVD, es el hecho de que vivimos en un ambiente cultural soft frente al hard de hace unas décadas. Dicho de otra manera, para que uds lo entiendan, cuando ahora cierto canal patrio presume de ser un canal cultural, lo hace porque emite a las cuatro de la tarde un documental de animalitos. Cuando en los setenta y ochenta reinaba la televisión educativa, eso significaba acostarse con Renoir y levantarse con Mizoguchi, para entre medias haber emitido varios debates con temas tan acuciantes como las subidas de precios en la baja edad media húngara.

Entonces y sólo entonces, a lo mejor recibía el apelativo de cultural.

Por supuesto, esta relajación de los estándares no es sino uno de las consecuencias del modernismo, al cuestionarse en los sesenta el propio concepto del arte, qué debía ser considerado como arte y que no, que luego sería adoptado y amplificado por el postmodernismo, en su persecución de un arte consciente de sí mismo, que se sabe afectado e influido por multitud de fenómenos, incluido los artísticos, y no intenta ocultarlos, sino que llama la atención sobre ellos, más importantes que la propia obra final. En sí, esta pregunta sobre qué es arte y que no lo es, fue una conquista positiva, puesto que abolió la división en artes menores y mayores, o entre gran arte y arte popular, permitiendo que fuera posible disfrutar sin excusas de manifestaciones que antes se consideraban como poco dignas, véase el caso de la ilustración, la animación o el cómic. Sin embargo, ha producido un fuerte rebote indeseable, en el sentido de un orgullo del ignorante, por el cual cualquiera puede permitirse enmendar la plana a cualquiera, mientras que el despliegue de conocimientos en una disciplina, especialmente si se refiere a lo que podemos llamar el núcleo duro, es acogido con hostilidad y desprecio, a menos que se temple con la aprobación del subproducto cultural que en ese momento esté de moda... y qué será ensalzado convenientemente por el estamento crítico.

Pero claro, esto tampoco es nada nuevo, y todas las épocas han conocido sus modas y sus timadores. Al fin y al cabo, el cuento del traje nuevo del emperador no se inventó ayer.

Pero por concluir ¿Qué ha sido del arte en estas décadas? Hemos hablado de la victoria del postmodernismo, de como el arte se ha vuelto consciente de sí mismo, de forma que lo que realmente importa es, como digo, señalar las influencias que se están utilizando, las citas, para llamarlo de alguna manera, y la manera en que se utilizan. No obstante, el modernismo ha sido un movimiento eminentemente literario e incluso la filosofía que le presto su andamiaje conceptual tiene la fuerte tendencia de reducir todas las manifestaciones humanas a lenguajes y narraciones. Esto ha provocado que su traducción a las artes plásticas haya sido bastante impura, dando lugar a que bajo su paraguas se agrupen multitud de fenómenos que sólo tienen de postmodernistas su amodernidad, pero al mismo tiempo ha dado paso a un fenómeno que Hughes no había previsto, la vuelta del arte a considerarse como un medio de discurso.

Porque en cierta medida, todo artista actual no aspira a investigar la forma, sino que es un artista conceptual, alguien que antes que nada, busca transmitir un mensaje, por muy oculto o disociado del producto final que esté. Lástima que no se haya revelado falsa también la otra prediccióm de Hughes, la de que el arte de nuestro tiempo ya no podía ser subversivo, puesto que la mayoría de las obras de estos artistas la única reacción que encuentran es la de la indiferencia.

A menos que, claro está, sus obras sean directamente pornográficas, con lo que aparecerán en primera plana de todas las publicaciones, para que el personal lo disfrute amagando todo tipo de remilgos, esquilmen recursos públicos, para escándalo del coro de ultraliberales, o ataquen a alguna religión en peligro, provocando la ira de algún grupo de fanáticos, más o menos dispuesto a tomarse la venganza por su mano.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of the New (y IX): The Future that Was

City, Complex1, Michael Heizer

Tenía pensado escribir esta entrada el sábado de la semana pasada, pero una serie de imprevistos (cansancio personal, compromisos navideños, eventos de empresa y, para rematar, una baja médica) me impidieron cumplir con mi propósito y dieron al traste con el ritmo de publicación de este blog durante la semana pasada.

Aquí estamos de nuevo, no obstante, y vamos a aprovechar para comentar el último capítulo de la serie The Shock of the New, en la que Robert Hughes analizaba el arte del siglo XX. En ese último capítulo, titulado muy certeramente, The Future that Was, es uno de los más polémicos de la serie, entonces y ahora, ya que en ellos se aborda la agonía y muerte del modernismo en los años 70, una apreciación que entonces podría resultar sorprendente, especialmente en países como España donde ni nos habíamos enterado de su existencia, pero que ahora, treinta años más tarde, es una certeza, cuando ha sido substituido y reemplezado por un conjunto de fenónemos y respuestas que solemos llamar colectivamente postmodernismo, a falta de un término mejor.

Antes de proseguir, una puntualización. Cuando hablo de "agonía y muerte" me refiero  al estilo o acúmulo de estilos que llamamos modernismo. No estoy hablando, por supuesto, de la muerte del arte, que ha sufrido una metarmorfosis completa en los últimos decenios, volviendo obsoletos casi la práctica totalidad de los criterios que lo habían gobernado el siglo anterior a 1880, de tal forma que en mi opinión, la fecha de 1980 no es el fin del ciclo comenzado en 1880 sino del comenzado en 1400. Una conclusión que puede parecer extrema, pero que baso (aunque no sé que pensaría Hughes de esto) en que el modernismo siempre se definió, para bien o para mal, por su oposición frente al arte anterior, del cual fue desmontando cada uno de sus presupuestos (la belleza hacía 1950, el concepto de arte hacia 1960), entablando con él arte anterior una extraña relacion de amor y odio, que es inexistente en nuestro tiempo, al cual no le importa el pasado y no lo considera como capaz de influir en el presente.

Un brave new world, en definitiva, que se piensa surgido de sí mismo, sin deber nada a nadie, completo y único.

Pero volvamos al documental. Como he dicho, en él, se narra la agonía y muerte del modernismo, encarnado paradigmáticamente en la vanguardia, ese conjunto de artistas siempre dispuestos a poner en tela de juicio los criterios del presente, sacudir los cimientos del arte, provocando una reacción airada y polémica. Sin embargo, como muy atinadamente señala Hughes, uno de los nuevos fenómenos del arte de los 70, es precisamente el Land Art, un arte que a pesar de sus desmesuradas proporcionas (como el inmenso proyecto de Heizer, City, en medio del desierto de Nevada), busca ocultarse del público, hacerse remoto e inalcanzable, intentando que sólo se acerquen a él los que verdaderamente lo deseen, y no las hordas de turistas que los invaden, semejantes a peregrinos medievales visitando las reliquias sagradas, para así conseguir que el tiempo dedicado al objeto y la intensidad de la experiencia se asemejen al de aquellos tiempos en los que el arte importaba y levantaba pasiones.



National Gallery of Art, Washington
Quizás con ese párrafo bastaría para completar esta entrada, simplemente porque eso fue lo que sucedió, que de repente, la vanguardia o lo que se proponía como vanguardia perdió completamente su mordiente y comenzó a ser contemplado como algo más, sin relevancia alguna, sin capacidad para influir en la sociedad o provocar una reacción, como había sucedido en el pasado.

Un síntoma o quizás una razón de esta banalización y trivialización de la vanguardia está en la aparición del museo de Arte Moderno. Un espacio que como bien señala Hugues, se convierte en el almacén donde se guarda la historia de esa vanguardia, reducido ya a objeto del pasado, y donde todas sus contradicciones, sus aristas, sus preguntas, su novedad y polémica, son limadas y borradas, al convertirse en el arte de nuestro tiempo, ése que debemos admirar, amar y apreciar necesariamente, pero que al igual que ocurría con los museos de arte clásico, acaban convirtiéndose en tumbas del arte, donde éste se halla prisionero y en los que sus visitantes vagan sin saber a donde ir, sólo porque se les ha dicho que deben hacer.

Un brave new world, donde se llega al máximo absurdo de que al final el propio museo, el edificio, acaba siendo más importante que la colección de arte que alberga, la cual se relega a las salas secundarias, como en la National Gallery de Art de Washington, parece no tener un lugar propio en el propio edificio que debería albergarlo, como ocurre en el Gugenheim de Bilbao, o simplemente, permanece oculta por razones misteriosas, como es el caso del Centro Pompidou de Paris. Una desconfianza en el arte moderno, a pesar de ser sus custodios y haberse encarnado en edificios de corte imposible, que lleva a que la misión del museo ya no sea albergar o transmitir esa memoria del arte moderno, como inicialmente se pensó, sino a organizar espectáculos sin relación alguna con su contenido, que sirvan para atraer las multitudes que sufraguen su coste.

Centre Pompidou, Paris

¿Exagerado? Puede. O quizás como en tantos casos, el hecho de vivir en una época determinada nos impide ver los defectos que portamos y exhibimos como si fueran marcas de belleza. Aún así, Hugues nos recuerda otra serie de fenómenos que son inegables y que llevan a ese fin de estilo, o en mi opinión, a ese final de ciclo cultura.

Por un lado, la propia pérdida del papel del arte como consciencia de la sociedad o en términos más generales, como medio de discurso para la transmisión de ideas. O mejor dicho, de como las formas tradicionales del arte, pintura y escultura, ya no son los medios en los que la sociedad busca ilustrarse acerca de como es o como debería ser, mientras que en el pasado, esos eran los medios preferentes. O por decirlo de otra manera, no es que el arte no tenga nada que decir, sino que nadie le escucha.

Un estado de cosas relacionado estrechamente con el hecho de que el arte no es que se piense para ser expuesto en un museo, al igual que antaño lo era para el templo, el palacio o la mansión burguesa, sino que necesita el museo como único lugar en el que puede manifestarse y ser apreciado, ya que fuera de él, no sería objeto de ninguna mirada, al ser indistinguible de los objetos y formas cotidianas o el síntoma visible de conductas alienadas. O por decirlo en las propias palabras de Hughes, no es ya que al arte se le acuse de poder ser hecho por niños, es que el arte del presente (el presente de Hughes, obviamente) no podría ser realizado por niños, ya que a ellos mismos les parecería ridículo.

No obstante, los dos fenómenos anteriores no son sino un síntoma de un arte que ha pérdido su público. Un público masivo, como en el pasado, en que se utilizaba como medio de comunicación y propaganda, o restringido a una clase social, la burguesía, que tiene la educación para entenderlo, de ahí que el arte de las vanguardias históricas siempre beba del pasado, y el dinero para comprado. Un arte, por tanto, que ya no tiene el poder de escandalizar a nadie, porque no importa a nadie, ni de provocar airadas reacciones, puesto que no puede cambiar nada.

Excepto cuando entra en la ecuación el dinero que se ha utilizado en su elaboración y entonces se critica que tanto o cuanto se haya gastado en esas majaderías. De repente, el arte no es algo extra, suplementario, inútil por naturaleza, que sirva para nuestro placer espiritual o como acicate intelectual. Ahora el arte es una mercancía más y su valor está estrechamente ligado a su precio, de forma que, como bien señala Hughes, ya no es posible mirar a las obras del pasado de forma inocente, sino que siempre interferirá la última cotización alcanzada en el mercado, que es la que le otorga su puesto en la jerarquía del arte...y que sirve de baremo para todos esos visitantes de los templos/museos que deben justificarse de alguna manera que lo que han visto vale la pena.

Lightning Field, Walter de Maria

¿Entonces qué? Podría pensarse que la conclusión es extramadamente pesimista, que hacia 1980, Hughes no sólo había señalado la muerte del modernismo, sino la muerte del arte.

Nada más lejos. Porque la única profecía que puede hacerse es que todas las profecías estarán equivocadas. Y si algo curiosamente destacó al arte modernista es que fue realizado por solitarios, que a pesar de todo, no era un arte dedicado a la masa o realizado por la masa, sino un canal personal entre artista y espectador, por muy disparatadas o extremadas que fueran sus creaciones.

O lo que es lo mismo que no importaba el tamaño del público al que fuera dirigido o el valor que alcanzase, mientras alguien se sintiese emocionado, sobrecogido al verlo, fuera por la razón que fuera, pudiésemos racionalizarlo de alguna manera u otra.

Lo cual podría explicar muchas de las manifestaciones de ese modernismo agonizante de los 70, que recoge Hughes, en este episodio, como el Land Art, el Body Art, los Happenings, el OpArt que buscaban romper esos impedimentos, esas perversiones y círculos viciosos comentados anteriormente, para devolvernos esa experiencia pura y renovada, como la de antaño.

Y es por eso que el arte sobrevivirá a estilos y movimientos, pase lo que pase...

sábado, 4 de diciembre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of the New (VIII): Culture as Nature

Robert Rauschenberg, Anagram

En la reseña del capítulo anterior de The Shock of the New, la mítica serie de los 80 de Robert Hughes sobre el formalismo/modernismo, dos conclusiones habían quedado implícitas. La primera, que la vanguardia ya no era un asunto europeo, sino que el centro de la modernidad se había trasladado a los EEUU, en consonancia con la importancia política y económica de ese país. La segunda y más importante era que en su empeño por demoler los dogmas que habían gobernado el arte europeo desde el 1400, el expresionismo abstracto de los 50 había acabado con la dualidad arte-belleza, o lo que es lo mismo, el arte no necesitaba ser bello para recibir la calificación de arte.

El siguiente paso, que ocuparía la década de la 60 era fácilmente previsible, aunque nadie reparara en ello hasta verlo expuesto y aunque ciertos  movimientos, como el Dadá, y ciertos artistas, como Duchamp y Schwitters, ya lo habían anticipado. Muy brevemente, el secreto a gritos que el Pop revelaría en esa década es que el concepto de arte era un concepto huero y vacio, en concreto, que cualquier objeto, cualquier manifestación podía ser arte, sin que esa calificación supusiera un marchamo de nobleza o calidad.

Jasper Johns, Target and Cast

Para poder entender el porqué de esa revolución, esa última vuelta de tuerca en la historia del modernismo/formalismo, que junto con el concepto de arte acabaría allí también su recorrido. Hughes nos invita a realizar una reflexión histórica, tan sencilla y al mismo tiempo tan crucial, como darse cuenta de que el entorno en el que todos nosotros hemos crecido y desarrollamos nuestra vida diaria, es completamente distinta al de nuestros antepasados del siglo XIX. Ellos vivían aún en un mundo campesino y rural, donde la ciudad era una excepción y la naturaleza una norma. Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos y la ciudad es nuestro paisaje.

Un paisaje vital que conlleva unas consecuencias no menos importantes, ya que frente al silencio, el ritmo pausado, la escasez de estñimulos y el tiempo para examinarlos y asimilarlos, nuestra sociedad se caracteriza por una multiplicidad de fuentes de información, siempre en funcionamiento, de flujo constante y en continua competencia, de manera que lo importante puede y queda ahogado por lo banal, mientras que el contenido se reduce a la orden que pueda ser captada al instante, tornando la imagen en signo, que no requiera esfuerzo de estudio ni de decodificación.

Un tiempo, un modo de ver y de experimentar que se resumen en la TV, cuya principal características, signo también de nuestros tiempos, no es su contenido ni si calidad, sino la capacidad de cambiar de canal, tornando la realidad en montaje y yuxtaposición, al alcance de cualquier individuo... como habían soñado los modernistas de principios del siglo XX.

Andy Warhol, Campell Soup

En el campo del arte, esta metamorfosis de la experiencia vital supuso que al arte le había salido un competidor. Una fuente completamente distinta de  los canales habituales, el artista en su estudio, que era capaz de producir símbolos e imágenes a mayor velocidad de lo que podría conseguir cualquier pintor en solitario, y propagarla a lo largo y ancho del mundo, haciéndola visibles ante toda la humanidad.

¿Cómo reaccionó el arte frente a este nuevo mundo? Adaptándose, asimilando lo cotidiano, reproduciendo la experiencia visible de los contemporáneos, como siempre había hecho en el pasado. Así, Rauschenberg introdujo la basura en el espacio artística, eligiéndola como ejemplo paradigmático y testimonio perfecto de la realidad social de su tiempo. Johns tomo los símbolos reconocidos por todos, como la bandera de los EEUU o una diana, y los vacío del contenido simplemente transfiriéndolos a otro soporte y exhibiéndolos en lugar distino, mientras que artistas como Warhol hicieron visible el absurdo de nuestra sociedad de consumo, quizás sin ser consciente plenamente de ello, puesto como la posesión de objetos producidos en cadena, cada uno idéntico a millares de otros, debería seguirse un experiencia personal única e irrepetible.

Los hubo, como Lichtenstein, que tomaron las producciones culturales populares, las destinadas a ser consumidas en el momento y enseguida arrojadas al vertedero y las transplataron al sancta sanctorum del museo, en un ejercicio mezcla de ironía frente a los tiempos y profunda admiración. Por último, artistas como Oldenburg tomaron los objetos cotidianos, aquellos producidos en masa, banales y en cuya existencia apenas reparamos, para modificar sus proporciones, su textura y sus materiales, transformándolos en presencias inquietantes, aviso de la fragilidad de nuestra realidad.

Roy Lichtenstein , Now, Mes Petits

¿Y qué quedo de todo esto? Una puñado de grandes nombres que añadir a la lista del siglo, un buen numero de obras maestra, lo que parecía ser una resurrección del arte en la vía que había marcado el modernismo/formalismo en ese siglo de aciertos y victorias que va de 1880 a 1980. Sin embargo, y a pesar de este balance positivo, una conclusión completamente negativo, ya que el objetivo principal, el de un arte que pudiera resistir la comparación con los productos populares en su mismo ámbito no se consiguió.

Inevitablemente, el arte contemporáneo se fue convirtiendo poco a poco en un producto producido para los museos de arte contemporáneo y que sólo tenía sentido en el espacio del museo. Un arte que, al contrario, que el producido en siglos pasados e incluso durante la mayor parte de la vida del modernismo/formalismo, si fuera expuesto en la calle no atraería mirada alguna ni sería, por supuesto, apreciado.

Claes Oldenburg, Cloth Pin

Sic transit gloria modernitatis

sábado, 27 de noviembre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of the New (VII): The View From the Edge

Caspar David Friedrich, Monje a la orilla del mar
En primer lugar, disculpas por no haber acudido el sábado pasado a la cita semanal, pero la situación y la vida se están complicando y no tenía yo la cabeza para arduas tareas intelectuales.

Pero volviendo a lo que interesa, en este capítulo de la mítica serie The Shock of the New, Robert Hughes vuelva invocar el romanticismo como una de las fuentes esenciales de la modernidad, por mucho que los modernos intentaran apartarse de ella. Si en una entrega anterior la relación era con el surrealismo, al mostrar el gusto del siglo XIX por el misterio, lo irracional y lo malsano, en este caso la relación es con el expresionismo, ya que los románticos no veían la naturaleza, con ojos objetivos, intentando por tanto reproducir lo que estaban viendo con mayor o menor exactitud, sino que el paisaje visto se hallaba teñido por el estado anímico del artista, reflejando sus conflictos interiores, lo cual podría traducirse en el tópico de "estoy triste, luego llueve", o intentaba expresar una realidad superior subyacente, la idea de un Dios o de una Madre Naturaleza, elaborando complejas construcciones alegóricas, como es el caso de los cuadros de Caspar David Friedrich.



Edward Munch, Melancolía

Es a caballo de los siglos XIX y XX, entre el postimpresionismo y lo que llamamos ya propiamente expresionismo, cuando la modernidad se apropia de ese sentimiento romántico, con artistas de la categoría de Van Gogh, Munch, Ensor, Kirchber y Die Brücke, Kokotscha o Bacon. Lo primero que distingue a estos artistas de sus progenitores románticos es, por supuesto, su ruptura con cualquier resto de representación realista. Ni color ni forma deben ni pueden corresponderse con la naturaleza, sino que están sometidos a la necesidad del artista, a esa expresión que intenta plasmar, ya sea de índole religiosa, políticia o personal, pero en cualquier caso, siempre profundamente pesimista.

No obstante, quizás no sea este el aporte más importante de los expresionistas, se considerasen así o no. Lo realmente crucial es que al final muchos de sus cuadros acababan por subsituir a la realidad que tomaban como base. Lo queramos o no, la Provenza que ha quedado en la mentalidad colectiva es la orgía de color de los cuadros de Van Gogh, así como el Berín de 1900 es el paisaje de prostitusas angulosas talladas en madera de Kirchner o Noruega son las imágenes ondulantes, casi pintadas en humo, de Edward Munch.

Pero aún se puede ir más lejos, ya que esta personalización y apropiación de la realidad, hasta convertirla en un trasunto del alma del artista conduce directamente a la negación de la realidad, ya que hay tantas visiones como personas partículares y lo que para unos pueda parecer la prueba de la grandeza divina, como es el caso de David Friedrich, para otros puede parecer simplemente una pila de carne que se pudre al sol, como es el caso de Bacon.




Fosas comunes en Bergen Belsen
Por otra parte, ese pesimismo inherente al expresionismo implica que el descontento del artista con el mundo en el que le ha tocado vivir (otra reminiscencia romántica) y al mismo tiempo el deseo de transformarlo (rasgo eminentemente modernista) utilizando las armas del arte. Como bien señala Hughes, ese mandamiento modernista expiró en 1945, con el descubrimiento de los campos de concentración nazis. No sólo porque el arte vangüardista hubiera sido incapaz de evitar la llegada de los totalitarismo, sino porque ninguna pintura podría igualar el impacto de las fotografías tomadas en situ, ni transmitir el sufrimiento de las víctimas.

No obstante, ese sentimiento romántico de la naturaleza había concebido otra rama del modernismo unas décadas antes. Una corriente que, paradoja sobre paradoja, mediante esa observación subjetiva de la naturaleza, esta vez desprovista de contenido político e intentando alcanzar esa realidad más allá de las apariencias, acabaría desembocando en la abstracción pura.



Paul Klee, Highways and Byways
 Curiosamente, gran parte de estos pintores abstractos coincidirían antes de la primera guerra mundial en el grupo artístico Der Blaue Reiter, en el que figurarían personalidad como Franz Marc, Paul Klee o Vasili Kandinski. Si bien sus carreras divergerían pronto, siendo el caso más terrible el de Marc muerto en 1916 en la batalla de Verdún, todos partirían de la observación de la naturaleza, y de un uso expresionista del color y la forma, para desembocar en una forma u otra de abstracción, completa como en el caso de Kandinsiki, o infantil y jugetona como fue en el caso de Klee.

En el caso de esta corriente, el trauma de la guerra mundial no termino con sus posibilidades, sino que como indica Hughes, se transplantó a los Estados Unidos, en forma de expresionismo abstracto, donde pintores como Pollock o Rothko, partiendo no sólo de la herencia vanguardista europea, sino de mito de los inmensos espacios abiertos de América, crearon lo que sería el primer movimiento artístico americano importante de la historia del arte y señalaron el final de Europa como centro principal y único.

No obstante, a pesar de su importancia y sus logros, Hughes nos señala como el triunfo del expresionismo abstracto fue también el final de esa corriente nacida del romanticismo, ya que en su búsqueda por plasmar la realidad como reflejo del mundo interior del artista, se acabó simplemente representando el absoluto de los absolutos.


El Vacio



Mark Rothko: Rothko Chapel
Y llegado allí, ya no queda camino alguno que seguir.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of The New (VI): The Threshold of Liberty

Giorgio de Chirico, Misterio y Melancolía de una Calle
La entrada de esta semana dedicada a The Shock of New, la mítica seríe sobre la historia del arte realizada por Robert Hughes en los primeros 80, se centra en exclusiva sobre el surrealismo, y la mejor razón para esa distinción es simplemente que el surrealismo es un movimiento artístico distinto a los demás.

¿Por qué digo esto, que puede parecer cuando menos una exageración? Por explicarlo de manera sencilla, el surrealismo, más que el cubismo o el expresionismo, aunque no tanto como el impresionismo, ha calado profundamente en la consciencia popular, de forma que pocos movimientos pueden presumir de tener un adjetivo que se use en el lenguaje corriente, como es el caso de surrealista. Incluso en el mundo del arte, y más de medio siglo de la disolución del movimiento, activo las décadas de los veinte y los 30, existen artistas que se siguen calificando así mismo en mayor o menor medida como surrealistas, mientras que es imposible encontrar un impresionista o un cubista, por no hablar de otros ismos menores.

Para Hughes, el motivo de esta permanencia en la alta y la baja cultura, se debe a qué el surrealismo encarnó una corriente subterránea y clandestina de la cultura europea, no sólo en lo estético, sino en lo político, aquella que persigue la libertad absoluta, condicionada únicamente por la voluntad de la persona,  opuesta a todo tipo de autoridad, sacerdote, jefe, militar, y que se coloca fuera de la estructura social, tornándose enemigo mortal de sus propios orígenes. Una postura que en política se aproxima al anarquismo y es que atacada tanto por derechas como izquierdas, ya que para los antiguos movimientos marxistas era errática, falta de objetivos y estructuras.

De la misma manera, esta postura fuerza a que en el mundo del arte arte el surrealismo se revele completamente distinto al resto de ismos  contemporáneos, ya que mientras estos buscan cristalizar en un estilo, con unos objetivos definidos y una gramática fijada, cuando el surrealismo huye de todo significado temático y de uniformidad estética (olvidemos por ahora las bulas, encíclicas y excomuniones  emitidas por el autoproclamado Papá del surrealismo, André Breton), provocando que la etiqueta de surrealismo acaba por reunir a una constelación de artistas de estilos tan dispares, que sólo el hecho de la existencia de esa etiqueta aplicada a ellos, nos haga pensar en que realmente tiene algo en común.

Es esta cualidad de penúltima aparición de un rasgo subterráneo de la cultura europea la que provoca la búsqueda de protosurrealistas por doquier que realizara los teóricos de este movimiento, y que Hughes dedique buena parte del capítulo a hablar de artistas y fenómenos que no pertenecen estrictamente a este movimiento, ya que es imposible entenderlo sin abrir el campo de visión al máximo. La conexión más chocante para muchos quizás sea la que se realiza con aquello que llamamos el 68, pero como muy bien señala el crítico austrialiano, el impulso que agitó social y políticamente la cultura occidental en esa fecha es el mismo que animaba a los surrealistas del periodo de entreguerras, el alcanzar la libertad absoluta, mostrar las corrientes ocultas de la naturaleza humana y demoler todas las ataduras que nosotros nos habíamos creado.

Le Palais du Facteur Cheval

Otras referencias son más claras, como es la conexión romanticismo/surrealismo. O como tras la racionalidad del siglo XIX, anidó una incómoda y malsana obsesión con la muerte y la obscuridad, con las fuerzas, tanto humanas como naturales, a las que el progreso y la ciencia eran incapaces de domesticar o doblegar. Una larga lista de influencias y protosurrealistas, que se extiende desde la literatura, encarnada en el divino Marques, y su idea de que sólo podremos conocernos a nosotros mismos si nos atrevemos a apurar todas las posibilidades, o las asociaciones inesperadas y prohibidas, del Marques de Lautremont y sus cantos de Maldororor, pasando por el delirio arquitectonico de un Gaudi, en el que la piedra, la forma y la estructura parecen licuarse y fundirse, o la tumba/panteón que construyo por sí solo el cartero Cheval, pastiche sublime de todas las arquitecturas; hasta llegar a los terrenos de la pintura, con los Naïf y los sueños exóticos e imposibles del Aduanero Rousseau, o los paisajes urbanos vacíos y amenazantes de Giorgo de Chirico.

¿Y propiamente surrealistas? Por supuesto, Max Ernst y sus collages, donde lo imposible se hacía posible, tan turbadores como el primer día, aunque como dice Hughes se haya perdido su cercanía, perdidas las referencias originales en el pasado. Miró y su progresiva metamorofosis de la realidad, rayana al final de la vida en la abstacción, pero siempre con el pulso de uno de los mejores coloristas del siglo. Dali y su circo, pictórico hasta 1940 y después, como Hughes admitiera más tarde, prefigurando el postmodernismo que habría de suceder a la modernidad en arte. Y por supuesto, Magritte, con su facilidad para crear paradojas, destruyendo con los métodos más sencillos y simples nuestras convicciones más acendradas sobre lo vemos y experimentamos.


René Magritte, La Llave de los Campos

¿Y qué queda del movimiento? Poco y ese poco ha sido desde hace mucho deglutido y asimilado por la publicidad, previa extirpación de su aguijón, de forma que se convierta en una herramienta más para vendernos aquello que no necesitamos, mientras que el adjetivo popular ha acabado por ser un sinónimo de extraño, chocante o sorprendente, sin ninguna relación con la experiencia personal liberadora que deberían provocar los objetos creados por este movimiento.

¿Derrota, entonces? Sí, pero como Hughes se ocupa de recordarnos, si ayer el poltergeist familiar se dedicó a montar ruido en la cocina, mañana quizás lo haga en el salón.

Quedan avisados.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of the New (y V): Trouble in Utopia

Edificio Seagram, New York, Mies van der Rohe
En mi revisión de la mítica serie The Shock of the New, realizada por Robert Hughes,sobre el modernismo/formalismo que dominó la cultura occidental de 1880 a 1980, le ha tocado el turno a uno de los capítulos más polémicos, el dedicado a la arquitectura moderna, y más concretamente a lo que se llamó Estilo Internacional.

Más que ninguna otra manifestación del arte del siglo XX, las caracterísitcas que definen el Estilo internacional son conocidas por casi cualquiera de los habitantes de este planeta,incluso aquellas personas legas en arquitectura o que simplemente desconozcan el término. La razón es muy simple, dado el crecimiento de la población en el siglo pasado y el no menos acelerado desarrollo urbano, la mayoría de los edificios públicos y de las viviendas que ocupamos se han construido en ese estilo, de características tan definidas y simples que pueden resumirse en un par de frases: utilización de una estructura de acero o cemento armado que permite liberar de cualquier función estructural, convirtiendo la planta en libre y permitiendo abrir cualquier tipo de vanos, por muy amplios que sean en su cerramiento.

En resumen, el prisma de cristal  y acero,que se puede hallar en cualquier centro financiero de una gran urbe, epitomizado en el edificio Seagram que construyera Mies van der Rohe tras la guerra mundial, y en una escala de menores ambiciones estéticas, cualquiera de los bloques de apartamentos de una ciudad dormitorio, iguales los unos a los otros y sin personalidad alguna.

Hay que dejar claro que Hughes no niega que estos edificios tengan belleza, como no puede negarlo nadie que tenga un poco de sensibilidad. Las obras maestras de Mies van der Rohe, Le Corbusier o Gropius, cuyas carreras se analizan en este episodio, o incluso proyectos tan polémicos como las ciudades de nueva planta de  Chandrigarh o Brasilia, son, como muy bien indica, comparables a las obras maestras del renacimiento o el Barroco. El problema estriba en una latente hipocresia en sus planteamientos y en un desastre total a la hora de sus resultados, aunque sin revisar el libro del mismo título que escribiera tiempo después Hughes no puedo confirmar si su opinión se ha matizado o atenuado con el tiempo, una vez desvanecidos los conflictos y enfrentamientos que en 1980 aún estaban muy vivos.

Chandrigarh, India, Le Corbusier

La hipocresía de la que hablo, y disculpen si la expresión es un tanto fuerte, pero es la que mejor representa la contradicción fundamental que anida en el Estilo Internacional se expresa en que esta es una arquitectura que busca reformar las sociedad, pero que se olvida de los seres humanos que la componen. Como bien se indica en el documental, la arquitectura del siglo XIX había sido una arquitectura de los poderosos, de óperas, teatros, parlamentos, estaciones, por y para los centros ceremoniales de las ciudades, pero no había existido una arquitectura para el común de las gentes, provocando la aparición del suburbio, las zonas de casas baratas y en perpetuo estado de ruina, donde se hacinaban los obreros que la revolución industrial necesitaba.

Los fundadores del Estilo Internacional, Mies, Gropius, Le Corbusier (y sus antecesores futuristas, como Sant'Elio) se propusieron solucionar este este estado de cosas, creando una ciudad moderna y orientada al futuro, que contase con amplias avenidas para un tráfico creciente y en cuyas construcciones los habitantes pudieran encontrar todo lo que necesitasen. Una arquitectura racional, basada en las matemáticas y la planificación, mediante la cual se crease un nuevo habitat, ordenado y científico, que provocase una auténtica revolución social y personal.

Hasta ahí todo muy bien, pero el problema, ese Trouble in Utopia, al que hace referencia el título original, es que estos grandes arquitectos, esas mentes privilegiadas, nunca pensaron en las personas que deberían habitar esos espacios, de manera que su proyectos suelen acabar siendo esculturas visitables, visualemente hermosas, pero en las que es imposible vivir, o espacios platónicos puros, reservados a los medios de transporte modernos, pero completamente inhóspitos para el ser humano, ya que o bien no tiene medio de acceder a ellos o no tiene qué hacer en ellos, al no haberse previsto sus actividades cotidianas

Esto lleva invariablemente a que esos proyectos puros y abstractos de los arquitectos del estilo internacional acaben siendo traicionados por los seres humanos a los que estaba destinados y a los cuales debían reformar, el desastre al que hacía referencia, el cual se expresa de dos maneras, mediante una transformación del edificio por parte de los habitantes, durante la cual todos los elementos aborrecidos por sus creadores, como el desorden, la decoración, la incoherencia, la asimetría y la personalización , vuelven a invadirlo al igual que la vegetación con las antiguas construcciones, o bien son abandonados por completo, reducidos al rango de ruinas contemporéneos, yesterday's science-fiction, como muy bien lo define Hughes.

Brasilia, Brasil, Oscar Niemeyer

sábado, 30 de octubre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of the New (IV): The Landscape of Pleasure

Matisse, Interior con Violin

En este capítulo Hughes retoma en cierta manera el tema con el que concluyó el primer episodio, el shock y ruptura que supuso la primera guerra mundial para la modernidad temprana y como se tradujo en lo que se llama el Appel à l'ordre, un cierto abandono de las formas y posturas más extremas para retornar al pasado y al clasicismo.

Sin embargo, el crítico australiano nunca llama a este fenómeno con este nombre, sino que lo circunscribe en un ámbito más amplio, el de uno de los mitos de la cultura occidental desde el renacimiento y que, curiosamente, fue también heredado por los vangüardistas del XX, especialmente en la década de los XX. Se trata por supuesto del mito de la antigüedad clásica, entendido como una arcadia féliz, libre de dolor e incertidumbre, pleno de felicidad y serenidad, donde la humanidad dichosa se entregaba al amor, a la danza y al placer. Un mito con unas coordenadas geográficas muy precisas, el Mediterráneo, al cual peregrinarían en un momento u otro de su carrera todos los artistas de esa primera vangüardia.

Una utopia que a pesar de su cercanía temporal y de la inmensa influencia que ha tenido sobre la cultura occidental, nos parece ahora extremadamente lejana y pasada de moda, perteneciente a un pasado tan irrecuperable como el jardín del Eden. Como muy bien señala Hughes, la quiebra de ese mito se produjo en la segunda guerra mundial, con Auschwitz e Hiroshima, cuando la naturaleza humana se reveló como esencialmente malvada, y más tarde en los 60, cuando el turismo invadió el mediterráneo y la arcadia soñada se convirtió en parque temático.

Un nueva mentalidad, desengañada y descarnada, que se ha convertido en la nuestra, por mucho que queramos negarla, y de la cual es signo perfecto nuestra concepción del amor, no como placer o sensualidad, sino esencialmente como violencia y sumisión.

Sin embargo, aún quedan restos de esa concepción antigua, del mundo como paraíso, del amor como placer, y una de las más importantes es la permanente pasión del público por los impresionistas, aunque el mundo que describen poco tiene que ver con el nuestro. La explicación de Hughes no puede ser más interesante y certera. Si bien la representación del placer había sido una constante de la pintura occidental desde el renacimiento, su disfrute se hallaba reservado a las clases superiores y a una ritualización que debía tener lugar en ciertos ámbitos. Lo que los impresionistas proponen y que nos resulta tan atractivo, es la democratización del placer, al cual cualquier persona puede acceder y que puede ser alcanzado asímismo en cualquier lugar, durante la mera existencia cotidiana.

En alrededor de 1880, cuando el movimiento entre en crisis, cuando se puede datar los inicios del modernismo/formalismo que constituye el tema de esta sería. Su iniciador, por llamarlo de alguna manera aunque sea una clara exageración es Seurat con su puntillismo. Como se indica en el documental Seurat es una personalidad ambigua, por una parte sus temas son los de la diversión y el placer cotidiano, pero su tratamiento es monumental y clásico, propio la pintura sacra y de historia . Dicho así, podría haber resultado ser un pintor conservador, pero lo que le hace un modernista primera es el hecho de que en el la forma, el tratamiento del tema es lo esencial, al obligarnos a ver como está pintado el cuadro, las decisiones técnicas tomadas y no el tema que lo motiva.

El segundo pintor es Monet,  alguien que como bien se indica en el documental si hubiera muerto en 1800 seguiría siendo considerado como el impresionista por excelencia, pero que se las arreglo para, en su vejez, superar a sus contemporáneos y conseguir ser todavía un pintor más esencial. Un viraje que se produjo cuando el pintor se retiró a su arcadia privada, el jardín de Giverny, donde sin interferencias externas, sin zozobras e incertidumbres, se dedicó a pintar durante decenios un único tema, la superficie bidimensional de sus estanques, semejante a un lienzo. donde se reflejaban las nubes del cielo y las plantas del jardín.

Aún  no hemos llegado al núcleo duro de la modernidad y Hughes se permite otra parada. Se trata esta vez de Cezzane, uno más de estos pintores del fin del siglo XIX que se apartaron del mundo para depurar y destilar su arte. En soledad, incomprendido, considerado como un abuelo cascarrabias, se dedicó una y otra vez a pintar el paisaje de esa región del sur de Francia a la que todos identificaban con la Arcadia ideal del mito cultura al que se refiere el documental. Una labor inacabable en la que Cezzane intentó reflejar una y otra vez una realidad que sabía incapaz de ser representada y a la que sólo lograba acercarse por medio de continuas correcciones, de pequeñas aproximaciones que siempre desenbocaban en frustración.

Y para cerrar esta introducción, Hughes la termina con Gaugin, el artista símbolo de esa huida de un mundo moderno y demasiado civilizado, en busca de un paraíso habitado por el hombre natural, aún inocente, y en su caso encarnado en Tahiti. Una búsqueda destinada al fracaso, ya que el paraíso había sido ya destruido por occidente y sus antiguos habitantes habían perdido hasta el recuerdo de su antigua felicidad. Un paraíso que Gaugin se empeña en resucitar una y otra vez, creando en sus cuadros aquello que nunca existió, y sobre todo, liberando el color de cualquier atadura realista.

Esa sería la enseñanza que recogerían los Fauves, ese falso movimiento que en realidad fue una conjunción de temperamento. el hecho de que para representar el paraíso no valían los colores vistos, sino aquellos soñados elegidos. En el más famoso de todos ellos, Matisse, el color llega a tener tal potencia, la forma le está tan subordinada que el paraíso se muestra como sueño e imposible, aunque todos los lugares representados en sus cuadros sean reales y se puedan visitar. Un paraíso que en Matisse deja de ser un lugar al aire libre al cual se puede viajar, sino que se transfigura en refugio privado, en la habitación de hotel, al abrigo de toda incomodidad desde la cual se puede observar el mundo sin ser visto.

Privacidad y comodidad que tienen su mejor exponente en Bonnard, el pintor de los pequeños placeres, de los interiores acogedores, narrados con una monumentalidad soprendente y al mismo tiempo con una evanescencia tal que parecen disolverse ante nuestros propios ojos. Un paraíso imposible, por tanto, al igual que los retratos de su mujer, puesto que la belleza clásica, eternamente joven que allí se nos muestra, no era más que una tirana que amargó la vida del pintor, con su claro consentimiento, digámoslo todo, y su cuerpo, no el correspondiente al del tiempo del cuadro, sino el de treinta años atrás. Tan artificial como todo los paraísos.


Quedan para concluir, los dos grandes del cubismo, atrapados por esa appel à l'ordre de la que hablaba al principio. Un Braque tratando de recuperar en sus bodegones la serenidad y el equilibrio clásico que había destruido al crear el cubismo, en una evolución más que interesante pero poco o nada conocida. Un Picasso, en fin, que trata de plasmar el mito soñado en toda su extensión, representando una vez más, quizás la última, esa humanidad  soñada cuya única preocupación es entregarse al amor, disfrutar de la existencia.

Nuevamente Matisse. De nuevo un pintor, como Monet,  que en su vejez es capaz de revolucionar el arte y tranformarse en un artista aún mejor, puesto que con sus recortables, los famosos collages que construía con papel charol, consiguió un imposible, esculpir el color, pintar con el volumen.

Y aquí acaba todo, porque ya no hay Arcadias con las que soñar, ni Mediterráneos a los que viajar, y cualquier intento de resucitarlos, nacerá ya muerto,  mientras que seguir los pasos de estos pintores no podrá pasar de copia, en el mejor de los casos.

sábado, 16 de octubre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of the New (III): The Powers that Be

Hanna Nöch, la Domadora



En el segundo episodio de The Shock of the New, titulado The Powers that Be (los poderes fácticos, en traducción española), Robert Huges se las arregla para hacernos transitar del arte de la libertad absoluta al arte de la tiranía también absoluta, en una de esas asociaciones libres que hacen tan sugerente este análisis del modernismo/formalismo.

El capítulo se inicia en el mismo punto en que terminó el anterior, con la inmensa catástrofe de la primera guerra mundial y el encuentro de la cultura europea con el asesinato masivo e industrializado, para cuya representación artística eran inválidos todos los métodos y procedimientos anteriores, basados en una concepción personalizada,heróica, patriótica y romántica de la guerra, completamente opuesta a la muerte anónima, estadísitica y deshumanizada que conllevaba la guerra industrial. Una guerra que aniquiló a toda una generación, matando a buena parte de los artistas que habían encabezado las vanguardias de primeros de siglo, derrochando un enorme capital humano que nunca llegó a florecer, y marcando a los supervivientes y a toda la cultura europea con un fondo de pesimismo, desconfianza y rebeldía que aún hoy continúa siendo el ideal artístico por antonomasia.

Esa rechazo por todo lo anterior daría lugar a uno de los movimientos de menor duración en la historia de las vangüardias, pero uno de los pocos, junto al surrealismo que sigue apareciendo aquí y allá, en figuras aisladas y cuya impronta sigue sintiéndose presente. Se trató de Dadá, creado por exiliados que huían de la guerra en la neutral Suiza, y que se proponía una vuelta a la inocencia, mediante la negación de toda racionalidad e intencionalidad, promoviendo la espontainedad, el absurdo o el azar. Una tarea de creación no artística, en la que destacarían personalidades tan importantes como Hans Arp, Max Ernst y el siempre ubicuo Marcel Duchamp, con sus famosísimos ready-made.

Acabada la guerra el centro de Dadá se trasladaría a Berlín y allí sufriría una importante trasnformación al convertirse en un movimiento con un fuerte transfondo político que perseguía la subversión política mediante la revolución, atacando a todos aquellos, militares, industriales, autoridades varias, que habían provocado la catástrofe de la guerra. Sería el tiempo de Otto Dix, Hanna Höch (de quien he incluido un collage) o George Grosz, los cuales utilizarían las técnicas del expresionismo y el absurdo del dadá para intentar derribar el estado de cosas de la república de Weimar, fundada sobre la represión de la revolución marxista que siguió a la guerra.

Es aquí cuando el documental da uno de sus quiebros. En 1980 Berlín, el Berlín del Dadá, era una ciudad dividida por la guerra fría, en cuyo lado oriental cualquier artista que hubiera intentado seguir las huellas del dadaísmo habría sido implacablemente perseguido por el régimen comunista. Sin embargo, sesenta años antes se había producido una de las grandes ocasiones del modernismo europeo, la década escasa en que el naciente régimen soviético promovió ese tipo de arte como su arte y lo utilizó como arma para cambiar la sociedad.

Fue el tiempo de artistas como Naúm Gabo  (al cual oímos hablar con la pasión propia de un adolescente), El Lissitzki, Vladimir Tatlin o Alexander Rodchenko, artistas que intentaron crear un arte moderno para las masas, abstracto y simbólico hasta la médula, pero que fuera accesible y asequible para cualquiera, Un tiempo que aún sigue asombrando por la audacia y la radicalidad de sus propuestas y ambiciones, pero que tendría un final trágico, puesto que la ascensión de Stalin haría oficial un arte cuyo único objetivo fuera cantar las alabanzas del poder y cuya rigor acabaría con la muerte, la humillación o la autotraición de todos esos artístas que creyeron poder unir la tierra con los cielos.

De la libertad a la tiranía. Del arte de vanguardía, libre de toda dependencia, al arte como propaganda, sometido a los designios del poder. Un arte político, pero no el sentido del Dadá berlinés o del Constructivismo soviético, sino en la peor de sus acepciones,  que busca adoctrinar a la población y no liberarla. Unos productos artísticos que eran iguales e indistinguibles entre los diferentes totalitarismos, siendo iguales en la Rusia estalinista que en la Alemania Nazi, siempre al servicio del ideal, nunca pensando en la persona, hasta alcanzar su grado último de megalomanía en los proyectos  arquitectónicos que Albert Speer, también entrevistado en el programa, donde incluso el líder supremo era eclipsado por el gigantismo de sus edificios y la persona era forzada a sentir un sentimiento de opresión y terror ante la escala de esas construcciones, para que su individualidad se disolviera en la de la masa.

Un estilo totalitario que por un lado daría lugar a la Roma de cartón piedra de la Italia musoliniana, pero que por otro lada sigue aún muy vivo en nuestros días, tantos años tras la desaparición de los fascismos, en tantos proyectos a mayor gloria de las grandes corporaciones o de las aún mayores burocracias, donde el individuo es aplastado por unos edificios que proclaman el poder absoluto de aquellos entes que los han mandado construir.

A brave new world, donde nadie cree ya que el arte pueda cambiar el mundo, como creyeron dadaístas berlineses o constructivistas rusos, pero en el que ese desengaño no deja de ser una gran pérdidad, como bien nos recuerda Hughes.

sábado, 9 de octubre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of The New (II): The Mechanical Paradise


Si hubiera que resumir en un para de palabras las diferencias entre la modernidad y la posmodernidad, bastaría con decir que la primera es optimista mientras que la segunda es pesimista. Por así decirlo, el marco intelectual que surgió con la ilustración y que hemos creído válido hasta ayer mismo creía firmemente que la razón humana ayudada por la ciencia sería capaz de encontrar la solución a los problemas del mundo y que dado el tiempo suficiente, junto con la voluntad apropiada, la sociedad sería capaz de progresar a niveles mayores de justicia, libertad, bienestar y riqueza. La  Weltansachauung del postmodernismo es completamente opuesta, la ciencia no más que mito y es imposible alcanzar un conocimiento sobre la realidad puesto que esta nos es otra cosa que ilusión, un constructo creado por nosotros mismos, con lo cual todas las sociedades son iguales en el sentido de que no es posible construir una jerarquía de calidad, al no existir ningún punto de referencia válido.

Con esta breve aclaración conceptual, podría pensarse que el modernismo/formalismo artístico es fundamentalmente antimoderno, al constituir una de sus armas principales la puesta en tela de juicio y la destrucción inmisericorde de los valores y conceptos de la sociedad en la que surge, pero esta visión no sería otra cosa que un craso error. Si algo distingue al arte modernista es precisamente su calidad de revolucionario en el sentido de acelerar la transformación de la sociedad por todos los medios posibles, hasta alcanzar ese nivel superior que en el fondo es el objetivo del pensamiento moderno, por lo que en realidad la diferencia realmente estriba en los métodos, reformistas en un caso, rupturistas en otro.

El primer capítulo de The Shock Of the New, la mítica sería de Robert Hughes sobre el arte del siglo XX, resume bien claramente esta estrecha conexión entre los dos modernismos, realizando un paralelo entre el ritmo acelerado de innovación técnica en la última década del siglo XIX y la primera del XX, simbolizados por el automóvil y el avión, y los múltiples ismos que se apretujan en el corto periodo de 1905 a 1910, Cubismo y Futurismo, empecinados en crear un arte de nuestro tiempo que permitiese representar la velocidad, la máquina, el vértigo del cambio constante, la multiplicidad de manifestaciones, aparentemente contradictorias, que constituyen el núcleo de la vie moderne, utilizando nuevas formas y metodos que nada tienen que ver con las del pasado.

Así, nos cuanta como Cezzane abandona el propósito renacentista de ofrecer una visión racional del mundo, ligada a la perspectiva cónica y por tanto única y con un único punto de vista, por una aproximación en la que el artista de muestra incapaz de captar por entero esa realidad múltiple y donde la pintura deja traslucir sus dudas y titubeos sobre como representar la realidad del mundo. Un camino que será continuado por los cubistas, los quasi gemelos pictóricos Braque y Picasso, Gris, Delaunay o Léger, plasmando en la superficie bidimensional del lienzo la realidad poliédrica y multidimensional del mundo que les rodea, llegando casi hasta la abstracción, punto en el que todos dieron media vuelta temerosos de abandonar la figuración por entero.

Una vía en la que los Futuristas pretendieron batirles como los agents provocateurs por excelencia, propugnando la eliminación de todo el arte existente y la elevación de la máquina como canon de  belleza y de la guerra como máxima expresión de la cultura humana (extraño o no tan extraño que todos estos artistas acabasen como propagandistas del fascismo, bueno, al menos los que no murieron en la primera guerra mundial), pero cuya máxima aportación, más allá del ruido con el que acompañaron sus perfomances, fue el de la resolución de uno de los problemas fundacionales de la pintura, el de la representación de la cultura, en él cual se ayudaron, paradójicamente, de otro arte novísimo, el de la fotografía, que desde su creación se había revelado como el peor enemigo de la pintura.

Sin embargo, como nos indica Hughes hubo dos artistas que llegaron un poco más lejos, al incluir la máquina en sus propias obras y utilizarla de forma irónica para representar al ser humano en general, y la sexualidad en partícula. Uno fue Francis Picabia, con sus elaboradísimos diseños de máquinas dedicadas a la cópula, demostrando el absurdo de cualquier concepción romántica del amor, mientras que el otro fue el ubícuo Marcel Duchamp, con su Great Glass, la supuesta maqueta de una máquina imposible, destinada a la fecundación de la novia por sus pretendientes, en la que ninguna de las partes consigue su objetivo y se limitan repetir sin término la misma actividad, para obtener únicamente frustración.

Por supuesto, como ya indiqué en la entrada anterior, el documental de Hughes aunque recorrido por un profundo amor por el arte que describe es ante todo una visión desengañada sobre ese arte que ya empezaba a dejar de ser actual y mucho menos revolucionario. El despertar, el fin a ese prodigioso inicio de siglo, sería causado por esas propias máquinas que los modernos idolatraban. La primera guerra mundial desataría todo el poder destructivo de la técnica moderna, acabando con un buen número de los artistas de vangüardia y destruyendo los ideales de aquellos que sobrevivieron, provocando un efecto de retroceso que se conoce como L'appel à l'ordre, una vuelta al clacisismo como intento de reparar el destrozo producido por el conflicto y del que muchos se creían responsables.

Pero por supuesto, esto es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

sábado, 2 de octubre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of The new (y I): Intro

Die Erwartung, Richard Ölze

Como había adelantado en entradas anteriores, durante las últimas semanas he estado revisando una de las series que me marcó en mi juventud, hasta el punto que no mentiría demasiado si dijera que a ello le debo mi pasión por el arte, al menos por el arte que en esos tiempos se llamaba "contemporáneo" y que ahora tenderíamos a englobar con la etiqueta modernista/formalista, correspondiente de forma muy burda a lo creado por la cultura occidental ente 1880 y 1980.

Se trata de la archifamosa serie (y libro) The Shock of the New, realizada por el crítico de arte Robert Hughes, justo a principios de los 80, cuando el modernismo estaba a punto de dejar de ser el arte de nuestro tiempo, substituido por el postmodernismo teorizado en los 70. Sólo  por ese detalle la serie es de una importancia capital, ya que la revisión y evaluación que se realiza de un siglo de arte no supone una celebración de sus triunfos, sino una profunda crítica de su fracaso y, en muchas ocasiones, una emocionada elegía, la constatación de un tiempo pasado, de un modo de sentir y concebir el arte que ya no tenía sentido y que nunca volvería a repetirse.

Es este asppecto de cierre, de ajuste de cuentas con un pasado que parecía glorioso el que destaca más en este visionado mío de madurez, pasados más de veinte años, cuando tantos de mis sueños, por no decir todos, se han desvanecido, junto con la fuerza y las ilusiones para conseguirlos. La pregunta que me hacía cuando la veía es como una serie como está, tan crítica y desengañada, consiguió ganarme para la causa del arte moderno. La primera razón es, por supuesto, la habilidad de Hughes en su lección de arte. Oírlo es un placer, no sólo por el absoluto conocimiento del tema, capaz de mostrarnos el significado, la importancia, las relaciones e influencias de cada obra mostrada, sino especialemente porque en su discurso no hay nada que sobre. Cada palabra, cada frase es esencial, perfectamente apropiada para la tesis que quiere demostrar y el momento en que se aplica, sin permitirse ninguna concesión ni vulgarización, suponiendo que el público al que se dirige esta lo suficientemente preparado para seguirle... o al menos, como era mi caso hace veinte años, tiene el interés necesario para superar cualquier obstáculo.

Un punto de partida que dice mucho de la televisión de aquellos años, la tan denostada televisión educativa de los 70 y primeros 80, y muy poco de la de nuestros días, que parece rivalizar en atenuar sus propuestas y buscar el mínimo común denominador, enorgulleciéndose de ello, entre el aplauso de espectadores y críticos. Si no me creen, piensen que esta obra no se emitió en España a altas horas de la madrugada, sino a mediodía justo después del telediario, cuando la mayoría de las cadenas emiten ahora sus seriales venezolanos, sus programas de cotilleo o, las que se dicen "cultas", sus documentales de animalitos.

Pero volviendo a lo que estaba diciendo, la auténtica razón de que una elegía de la modernidad me sirviera de acicate para comprenderla, se halla en la situación política de España en ese tiempo. Como es sabido, los totalitarismos de los años 30, tanto de izquierdas como de derechas, la consideraron como uno de los enemigos a combatir. Mientras que el resto de Europa la segunda guerra mundial salvo al modernismo in extremis como tantas otras cosas, la dictadura de franco siguió viva durante 30 años más, con su negativa a aceptar todo lo que no se correspondiese con las esencias 30. Eso significó que mientras en todo occidente el modernismo/formalismo había acabado por convertirse en el arte del siglo, permitiendo que nuevas generaciones se rebelasen contra él en busca de nuevas alternativas, en España seguía siendo rechazado y despreciado, su conocimiento vetado al común de los aficionados.

Así, en una extraña paradoja del destino, el arte del siglo XX nunca llegó a ser considerado como propio por los españoles, sin que en estas tierras llegase a fructificar una escuela moderna propia hasta los años 50, excepto los expatriados que figuraron en el foco parisino. En otro giro aún más irónico, del que no sé hasta que punto fueron conscientes (y disfrutaron) las autoridades del franquismo, la mayoría de la población seguía viendo el arte moderno como garabatos de niño y considerando como el único tipo válido de arte al figurativo. Tan fuerte llegaría a ser esta impronta, que muchos años más tarde, un movimiento de extrema izquierda del norte de este país (ya saben cual) llegaría a oponerse a la construcción de una sucursal del museo Gugenheim neoyorquino, al considerar que atentaba contra sus esencias, en palabras que cualquier funcionario franquista hubiera firmado complacido.

Teniendo en cuenta este contexto, es fácil comprender porque ese documental elegíaco me fascino en esa media y cómo no fue capaz de darme cuenta de su tono crítico hasta ayer mismo. Simplemente sirvió para disipar mi ignorancia, para mostrarme el camino a regiones completamente desconocidas, dotándome de los medios para entenderlas y apreciarlas, para convencerme de que ése era el modo de concebir y crear el arte.

Eso basto para emocionarme y basta para hacerlo ahora, aunque como digo, ese documental fuera en realidad la marca, el punto final, de un siglo de gloria en la cultura europea, y ahora, en el mejor de los casos, en este tiempo de desapego postmoderno, en el que todo es válido y nada es valiosa, las pretensiones y ambiciones de esos artistas nos provoquen una sonrisa irónica.

Or is it not?