Matisse, Interior con Violin |
En este capítulo Hughes retoma en cierta manera el tema con el que concluyó el primer episodio, el shock y ruptura que supuso la primera guerra mundial para la modernidad temprana y como se tradujo en lo que se llama el Appel à l'ordre, un cierto abandono de las formas y posturas más extremas para retornar al pasado y al clasicismo.
Sin embargo, el crítico australiano nunca llama a este fenómeno con este nombre, sino que lo circunscribe en un ámbito más amplio, el de uno de los mitos de la cultura occidental desde el renacimiento y que, curiosamente, fue también heredado por los vangüardistas del XX, especialmente en la década de los XX. Se trata por supuesto del mito de la antigüedad clásica, entendido como una arcadia féliz, libre de dolor e incertidumbre, pleno de felicidad y serenidad, donde la humanidad dichosa se entregaba al amor, a la danza y al placer. Un mito con unas coordenadas geográficas muy precisas, el Mediterráneo, al cual peregrinarían en un momento u otro de su carrera todos los artistas de esa primera vangüardia.
Una utopia que a pesar de su cercanía temporal y de la inmensa influencia que ha tenido sobre la cultura occidental, nos parece ahora extremadamente lejana y pasada de moda, perteneciente a un pasado tan irrecuperable como el jardín del Eden. Como muy bien señala Hughes, la quiebra de ese mito se produjo en la segunda guerra mundial, con Auschwitz e Hiroshima, cuando la naturaleza humana se reveló como esencialmente malvada, y más tarde en los 60, cuando el turismo invadió el mediterráneo y la arcadia soñada se convirtió en parque temático.
Un nueva mentalidad, desengañada y descarnada, que se ha convertido en la nuestra, por mucho que queramos negarla, y de la cual es signo perfecto nuestra concepción del amor, no como placer o sensualidad, sino esencialmente como violencia y sumisión.
Sin embargo, aún quedan restos de esa concepción antigua, del mundo como paraíso, del amor como placer, y una de las más importantes es la permanente pasión del público por los impresionistas, aunque el mundo que describen poco tiene que ver con el nuestro. La explicación de Hughes no puede ser más interesante y certera. Si bien la representación del placer había sido una constante de la pintura occidental desde el renacimiento, su disfrute se hallaba reservado a las clases superiores y a una ritualización que debía tener lugar en ciertos ámbitos. Lo que los impresionistas proponen y que nos resulta tan atractivo, es la democratización del placer, al cual cualquier persona puede acceder y que puede ser alcanzado asímismo en cualquier lugar, durante la mera existencia cotidiana.
En alrededor de 1880, cuando el movimiento entre en crisis, cuando se puede datar los inicios del modernismo/formalismo que constituye el tema de esta sería. Su iniciador, por llamarlo de alguna manera aunque sea una clara exageración es Seurat con su puntillismo. Como se indica en el documental Seurat es una personalidad ambigua, por una parte sus temas son los de la diversión y el placer cotidiano, pero su tratamiento es monumental y clásico, propio la pintura sacra y de historia . Dicho así, podría haber resultado ser un pintor conservador, pero lo que le hace un modernista primera es el hecho de que en el la forma, el tratamiento del tema es lo esencial, al obligarnos a ver como está pintado el cuadro, las decisiones técnicas tomadas y no el tema que lo motiva.
El segundo pintor es Monet, alguien que como bien se indica en el documental si hubiera muerto en 1800 seguiría siendo considerado como el impresionista por excelencia, pero que se las arreglo para, en su vejez, superar a sus contemporáneos y conseguir ser todavía un pintor más esencial. Un viraje que se produjo cuando el pintor se retiró a su arcadia privada, el jardín de Giverny, donde sin interferencias externas, sin zozobras e incertidumbres, se dedicó a pintar durante decenios un único tema, la superficie bidimensional de sus estanques, semejante a un lienzo. donde se reflejaban las nubes del cielo y las plantas del jardín.
Aún no hemos llegado al núcleo duro de la modernidad y Hughes se permite otra parada. Se trata esta vez de Cezzane, uno más de estos pintores del fin del siglo XIX que se apartaron del mundo para depurar y destilar su arte. En soledad, incomprendido, considerado como un abuelo cascarrabias, se dedicó una y otra vez a pintar el paisaje de esa región del sur de Francia a la que todos identificaban con la Arcadia ideal del mito cultura al que se refiere el documental. Una labor inacabable en la que Cezzane intentó reflejar una y otra vez una realidad que sabía incapaz de ser representada y a la que sólo lograba acercarse por medio de continuas correcciones, de pequeñas aproximaciones que siempre desenbocaban en frustración.
Y para cerrar esta introducción, Hughes la termina con Gaugin, el artista símbolo de esa huida de un mundo moderno y demasiado civilizado, en busca de un paraíso habitado por el hombre natural, aún inocente, y en su caso encarnado en Tahiti. Una búsqueda destinada al fracaso, ya que el paraíso había sido ya destruido por occidente y sus antiguos habitantes habían perdido hasta el recuerdo de su antigua felicidad. Un paraíso que Gaugin se empeña en resucitar una y otra vez, creando en sus cuadros aquello que nunca existió, y sobre todo, liberando el color de cualquier atadura realista.
Esa sería la enseñanza que recogerían los Fauves, ese falso movimiento que en realidad fue una conjunción de temperamento. el hecho de que para representar el paraíso no valían los colores vistos, sino aquellos soñados elegidos. En el más famoso de todos ellos, Matisse, el color llega a tener tal potencia, la forma le está tan subordinada que el paraíso se muestra como sueño e imposible, aunque todos los lugares representados en sus cuadros sean reales y se puedan visitar. Un paraíso que en Matisse deja de ser un lugar al aire libre al cual se puede viajar, sino que se transfigura en refugio privado, en la habitación de hotel, al abrigo de toda incomodidad desde la cual se puede observar el mundo sin ser visto.
Privacidad y comodidad que tienen su mejor exponente en Bonnard, el pintor de los pequeños placeres, de los interiores acogedores, narrados con una monumentalidad soprendente y al mismo tiempo con una evanescencia tal que parecen disolverse ante nuestros propios ojos. Un paraíso imposible, por tanto, al igual que los retratos de su mujer, puesto que la belleza clásica, eternamente joven que allí se nos muestra, no era más que una tirana que amargó la vida del pintor, con su claro consentimiento, digámoslo todo, y su cuerpo, no el correspondiente al del tiempo del cuadro, sino el de treinta años atrás. Tan artificial como todo los paraísos.
Quedan para concluir, los dos grandes del cubismo, atrapados por esa appel à l'ordre de la que hablaba al principio. Un Braque tratando de recuperar en sus bodegones la serenidad y el equilibrio clásico que había destruido al crear el cubismo, en una evolución más que interesante pero poco o nada conocida. Un Picasso, en fin, que trata de plasmar el mito soñado en toda su extensión, representando una vez más, quizás la última, esa humanidad soñada cuya única preocupación es entregarse al amor, disfrutar de la existencia.
Nuevamente Matisse. De nuevo un pintor, como Monet, que en su vejez es capaz de revolucionar el arte y tranformarse en un artista aún mejor, puesto que con sus recortables, los famosos collages que construía con papel charol, consiguió un imposible, esculpir el color, pintar con el volumen.
Y aquí acaba todo, porque ya no hay Arcadias con las que soñar, ni Mediterráneos a los que viajar, y cualquier intento de resucitarlos, nacerá ya muerto, mientras que seguir los pasos de estos pintores no podrá pasar de copia, en el mejor de los casos.
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