miércoles, 3 de noviembre de 2021
Exposición Ad Reinhard, El arte es el arte y todo lo demás es todo lo demás, en la fundación Juan March
viernes, 7 de mayo de 2021
La sociedad del espectáculo (II)
Tras la La Societé du Spectacle (La sociedad del espectáculo 1973), Guy Debord armó/compuso otro largometraje: In girum imus nocte et consumimur igni (Vagamos en la noche y somos consumidos por el fuego) de 1978, siguiendo el mismo método de detournement visual que caracterizaba la obra anterior. Se trata, por tanto, de una continuación de las tesis de la película anterior, casi una Sociedad del espectáculo 2, pero al mismo tiempo supone un giro radical con respecto a su hermana. Dos tercios de su metraje son unas memorias personales, con todo lo que eso conlleva: nostalgia, amargura, derrota.
Quizás Debord no lo viera así en su tiempo, pero el paso del tiempo ha llevado a primer plano esos aspectos. Basta considerar que In girum es apenas un año anterior a la llegada al poder de Margaret Tatcher. Diez años después del 68 esa oleada revolucionaria parecía haberse agotado en sus propias contradicciones, tanto en occidente como en los países del bloque comunista, . En su lugar, a fines de la década de los setenta echo a andar la contrarevolución neoliberal, que no sólo derrotó, diez años más tarde, a su enemigo soviético, sino que ha terminado por erigirse en ideología alternativa. En palabras de su fundadora: «No hay alternativa».
Esa resaca, tras la fiesta del 68, es visible en el primer tercio, el más político, el ensayo visual de Debord. En ella se constata la victoria de la Sociedad del Espectáculo, en términos que entonces eran nuevos, casi heréticos para la ortodoxia izquierdista, pero que ahora han devenido auténticos lugares comunes. Para triunfar, este modo capitalista contemporáneo ha conseguido recabar el apoyo de amplios sectores de la sociedad, incluso de aquéllos que se ven perjudicados por sus políticas. El truco, como bien señala Debord, estriba en hacer creer a asalariados y clases medias bajas que ellos pertenecen también a la élite. Es decir, que los pocos lujos que se permiten -ya sea turismo masificado, coche familiar, vivienda con un mínimo de comodidades o, en nuestro presente, internet con streaming- les colocan al nivel de los poderosos. Las medidas que les favorezcan a éstos últimos, por tanto, beneficiarán también a los desfavorecidos, aun cuando esto sea una contradicción, en idea y realidad.
Esta conclusión es más cierta en la actualidad que en tiempos de Debord, lo que nos lleva a la raíz del problema, además de explicar el giro de la película en los dos tercios siguientes. No parece que haya una manera de revertir esa situación, imposibilidad que empezaba a hacerse evidente a finales de los años setenta y que ahora se ha tornado en una verdad incontrovertible. Si, por tanto, el cambio es imposible -o sólo se habrá de obrar en un futuro incierto que ninguno veremos- ¿qué sentido tiene esbozar, planear, medidas de combate que no podrán llevarse a la práctica? ¿O que en el caso de hacerlo ser revelarán hueras, conduciendo a un fracaso cuya gloria no eliminará nada de su amargura? Es por ello que Debord vuelve la vista a una Arcadia Felix, la de su juventud: un París que aún no se había convertido en decorado donde los turistas se aburren, sino que era una ciudad viva, habitada. Rebosante en tensiones y conflictos, por ello mismo humana y digna de ser vivida.
Es allí, en la década de los cincuenta y sesenta, donde Debord realiza su labor, a caballo entre la Internacional Letrista y la Internacional Situacionista. En sus vagabundeos artísticos se entrecruzan el antiguo concepto de la bohemia artística y la militancia política radical. No es de extrañar, por tanto, que el modo en que Debord ilustra ese tiempo sea con imágenes heroicas, extraódas de películas clásicas y de cómics populares. Esas referencias redundan en un símbolo común: el del grupo de camaradas, al margen de la sociedad, que son capaces de hacer temblar sus fundamentos. Sin importar que el resultado sea victorioso o no -de hecho, siempre terminará en derrota-, porque lo importante es servir de ejemplo, convertirse en leyenda para los que habrán de venir después. Aquéllos que, en ese futuro indeterminado, habrán de hacerlo realidad. Idea que puede parecer descabellada, pero que no está muy lejos de ese sentimiento que imbuye todo nuestro cine comercial y popular: la revolución obrada por unos pocos, frente a los que el poder del estado, la tradición y las instituciones son impotentes.
Esperanza futura, orgullo por lo conseguido en el pasado - aunque desembocase en derrota- que no disimulan una evidente amargura. Debord se siente ya viejo, superado por los acontecimientos, destinado a un exilio interior y exterior, a un anonimato que al mismo tiempo ansía y rechaza. Como los viejos luchadores -los de las películas y cómics que pueblan su filme - sólo le queda ya sentarse a esperar la muerte, rodeado de los marchitos laureles de sus glorias pasadas.
lunes, 3 de mayo de 2021
Explosiones de color
Acaba de abrirse, en el Museo Thyssen, una amplia retrospectiva de la pintora norteamericana Georgia O'Keefe. No es la primera vez que se puede disfrutar de la obra de esta artista -hace casi veinte años hubo una muestra similar en la Fundación Juan March-, e incluso gran parte de las pinturas que se exponen ahora son las mismas que en ocasiones ocasiones. No obstante, más allá de coincidencias y repeticiones, estas exposiciones siempre han buscado disipar el estereotipo que suele asociar con ella: el de pintora de flores gigantescas de subtexto sexual.
Aunque ese tipo de cuadros ocupan un lugar central en la exposición -de manera literal-, la muestra se expande en otras direcciones, temáticas y cronológicas. O'Keefe fue paisajista, tanto urbana como rural, además de adentrarse en terrenos que podríamos calificar de místicos y metafísicos. En realidad, el rasgo que unifica su obra es el de hallarse siempre al borde de la abstracción. Aunque podamos identificar los motivos representados, hasta el extremo de determinar su situación geográfica, incluso desde dónde fueron pintadas, sus creacciones habitan una tierra de nadie a mitad de camino entre el sueño y la vigilia. La realidad ha sido deformada, simplificada, idealizada, de manera que termina por desmaterializarse, convertiéndose en puerta de acceso hacia un mundo paralelo que queda envuelto en la penumbra.
sábado, 1 de mayo de 2021
La sociedad del espectáculo (I)
domingo, 21 de febrero de 2021
Pasados/Presentes
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Tomoko Yoneda, fotografía de la serie Kimusa |
En la Fundación Mapfre madrileña han coincidido dos exposiciones muy distintas -una de fotografía contemporánea, la otra de pintura de las vanguardias históricas-, que, no obstante, acaban por armonizar de manera inesperada. ¿La razón? Que ambas constituyen el resultado de sendas obsesiones estéticas. La fotógrafa Tomoko Yoneda busca encontrar las escasas huellas del pasado histórico en un presente anodino, desligado ya de esos hechos, mientras que el pintor Alexéi von Jawlenski plasmaba un mismo tema una y otra vez, hasta borrar todas las conexiones figurativas que pudiesen ligar su pintura con la realidad.
La historia, como les apuntaba, es central en la fotografía de Tomoko Yoneda. Una y otra vez, parte a lugares de gran resonancia, como las playas de Normandía, para retratarlos en su estado actual. Sin embargo, siguiendo el ejemplo del desembarco en el día D, esto no significa que su obra sea un traveloge, un itinerario en el que se vayan marcando los hitos -búnkeres, cementerios, monumentos-, consagrados en el relato histórico. Sus fotos, por el contrario, tienen como tema escenas y paisajes anodinos, indistinguibles de otros similares en cualquier lugar del mundo. Lo único que los diferencia es que sabemos, gracias al título de la fotografía, lo que ocurrió allí, en ese lugar banal, muchos años atrás, en un tiempo que ya no es el nuestro.
De ese pasado sólo quedan fantasmas, conocidos e ignotos, que el espectador se esfuerza por invocar, muchas veces sin resultado. Por ejemplo, en fotografías como la que abre esta entrada, perteneciente a la serie Kimusa. Kimusa era un antiguo hospital que, tras la guerra de Correa, fue utilizado como centro de detención y tortura por la dictadura surcoreana de Sygman Ree. Con el tiempo fue reconvertido en museo, momento que Yoneda escoge para fotografiarlo, en unas instantáneas planas y claustrofóbicas que buscan evocar los horrores que allí sucedieron, las personas que allí sufrieron. ¿Sin éxito? Sí y no, puesto que aunque ya no queden huellas de ese pasado tétrico, el sólo hecho saber el secreto que ocultan las vuelve inquietantes. Tanto, que ya nos será imposible habitar en esos espacios.
¿Hay retorno posible al pasado? No, ya no existe, está muerto y ha sido borrado por completo, de manera que cualquier recreación no pasan de garabato. Mentiras toscas, útiles para no perder la conexión con esos hechos que, como muertos vivientes, siguen atormentando nuestro presente. Porque aunque nos esforcemos en eliminarlo, en pensar que nuestros pecados ya no ejercen influencia alguno en nosotros, siguen ahí, en esa realidad paralela, tan real como la tangible, que conforma nuestra memoria y nuestros pensamiento.
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Alexei von Jawlensky, Variación |
Esa obsesión por intentar plasmar lo invisible -o una realidad superior que apenas llegamos a vislumbrar- es común con la obra de Alexei Jawlensky. Jawlensky es un pintor expresionista, afincado en la Alemania de primeros del siglo XX, cuya gran fama está reñida con su exiguo periodo de gloria: apenas una década, en el entorno de 1920, desde que descubrió su estilo característico hasta que su habilidad técnica se vio coartada por una artrosis degenerativa. De hecho, esa cumbre de su obra se reduce a una serie de variaciones sobre dos temas: el paisaje rural que contemplaba desde su retiro en suiza y las llamadas cabezas místicas o de salvador.
Esta concentración temporal y temática de la producción de Jawlensky trabaja en contra de la exposición de la Mapfre. No por su concepción expositiva, que busca correctamente trazar la evolución de este artista desde sus inicios, sino porque cuando se llega a sus obras más famosas es casi al final de la exposición. Se tarda demasiado en culminar, consecuencia de que Jawlensky fue un pintor al que le costó mucho encontrarse a su mismo, y cuando se hace, la exposición termina de manera abrupta. Pasadas las grandes series ya citadas, las pocas obras que quedan son mediocres, imbuidas de la enfermedad que fue minando la pericia técnica de Jawlensky.
Sin embargo, ese breve segmento final, apenas un chispazo entre dos eriales, justifica el cariño que algunos tenemos por este pintor. Es asombroso, en su Variaciones, comprobar como una curva en un camino, sin belleza propia ni rasgos distintivos, se convierte en un motor de experimentación constante. Roza la abstracción completa, aunque Jawlensky no se atreva a desprenderse de las últimas ataduras figurativas. Por su parte, en los rostros místicos/de salvador, se reduce la faz humana a un conjunto mínimo de rasgos, los justos para hacerlo reconocible, que se representan con una paleta distinta en cada versión. Con colores antinaturales, disonantes incluso, pero que nunca llegan a chirriar
Un único motivo, infinitas versiones, de variedad inagotable, en las que sumergirse sin experimentar jamás canasancio.
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Alexei von Jawlensky, Rostro místico |
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sábado, 12 de diciembre de 2020
Algo completamente nuevo
Me resulta difícil encontrar reproches a la exposición Mondrian y De Stijl que se puede visitar en el MNCARS madrileño, más con las dificultades sobrevenidas con la pandemia. No sólo recorre la trayectoria de un pintor esencial en la historia de las vanguardias y la modernidad, como fue el holandés Piet Mondrian, sino que nos permite apreciar las diferencias y semejanzas con ese conglomerado de artistas que fue Der Stijl: distintas aproximaciones al problema de la abstracción, aunque todas en la dirección del geometrismo y la racionalidad. Si eso, el único pero que se le podría señalar es la ausencia de la virtud central de otra exposición de hace ya un cuarto de siglo: la Kandinski/Mondrian, dos caminos hacia la abstracción, realizada por la Fundación La Caixa.
En aquella ocasión, la tesis que vertebraba esa muestra era ilustrar cómo ambos artistas, en torno a la fecha de 1910, habían descubierto y transitado hacia la abstracción. La cuestión no es baladí, puesto que la gran revolución de la década de 1900 fue precisamente la irrupción de la pintura abstracta en una tradición cultural, como la europea, que desde 1400 había adoptado como rasgo distintivo la representación veraz de la realidad. Ese cambio sin retorno no fue producto de la inspiración repentina de un artista genial, identificado de ordinario con Kandinski, sino que involucró a muchos otras artistas del periodo 1890-1910, De manera recurrente, las posibilidades abiertas por su evolución artística les llevaron a una disyuntiva crucial: romper con todo asomo de figuración o retroceder y elegir un nuevo camino.
domingo, 13 de octubre de 2019
Maestros y discípulos/Antecesores y sucesores
martes, 25 de junio de 2019
Las olvidadas
sábado, 1 de junio de 2019
Por otros medios
domingo, 21 de abril de 2019
Como los niños
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Ejemplo de los juguetes educativos propuesto y diseñados por Friedrich Fröbel |
miércoles, 13 de febrero de 2019
Las vías interrumpidas
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Poesía Zaum |
martes, 23 de octubre de 2018
Retornos, encuentros, tópicos
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Theo van Rysselberghe |