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martes, 16 de julio de 2019

El pasado y el presente, la misma cosa (III)

- Una revolución no es una bullanga romántica, ni un cadalso. ¿Qué fruto promete al pueblo español el castigo de su Reína? ¿Le concede libertades? ¿Establece el reinado de la justicia? Vuestra Capeta, ajusticiada, es un episodio para figuras de cera. Carlos Estuardo, Luis Capeto, María Antonienta, una cabeza más, las cabezas de todos los tiranos no son un concepto revolucionario ni una filosofía política. Las nuevas revoluciones no son contra los reyes, sino contra la burguesía. Una revolución es como el soplo del espíritu eterno, que no destruye y no suprime sino por ser fuente de toda vida. La pasión de la destrucción es una pasión creadora. Urge educar al pueblo, imbuirle el sentimiento de la dignidad humana. 
Enrojeció Salvoechea.
- ¡Para que no grite vivan las cadenas!

Ramón María del Valle Inclán, Baza de espadas.

Es difícil adivinar como habría quedado el ciclo completo de El Ruedo Ibérico. Por lo que se sabe, Valle Inclán planeaba narrar entero el sexenio revolucionario (1868-1876), pero sólo llegó a culminar tres novelas y un par de narraciones secundarias, que llegaban hasta el estallido de la revolución de Septiembre y la batalla de Alcolea. En tres novelas para condensar seis meses de 1868, mientras que seis años enteros tenían que ser embutidos en sendas nuevas entregas. Quizás habría terminado siguiendo el camino de su odiado Galdos, quien en la sexta y última serie de los episodios nacionales, derivó a una forma quasi experimental, en la que la realidad histórica se diluía en extrañas alegorías. Con Clío, la musa de la historia, vagabundeando por la península ibérica, por encima y por debajo de su superficie

No llegaremos a saberlo nunca, incluso cabe la posibilidad de que Vallé hubiese abandonado el empeño. La última entrega, Baza de espadas, se publicó en 1932, y ella misma quedo inconclusa, sin que el escritor intentase abordar su continuación - fuera de esos fragmentos dispersos que mencionaba - en los cuatro años que le quedaban de vida. Lo que sí sabemos es que la visión amarga, desengañada y vitriólica con la que Valle contemplaba la historia reciente española se mantenía incólume. Como ya se apuntaba en la novela precedente, los espadones y almirantes implicados en la confabulación antiborbónica marchaban hacía la revuelta a regañadientes, arrastrando los pies. Nada les repugnaba más que tratar con la chusma revolucionaria, de apoyo indispensable para el triunfo del pronunciamiento, pero a la que hubieran preferido dispersar de una fusilada. Por el contrario, cualquier guiño por parte de la corona y la camarilla les habría devuelto al redil como por ensalmo. Bien satisfechos y contentos.

miércoles, 10 de julio de 2019

El pasado y el presente, la misma cosa (II)

Solana del Maestre, famosa por sus mostos y mantenimientos, se halla sobre los confines de La Mancha con Sierra Morena. Antañazo, como rezan allí los viejos, estuvo vinculado a una encomienda de Alcántara: Hogañazo, las olivas, piaras y rebaños del término se reparten entre dos casas de nobleza antigua y un beato arrepentido, comprador de bienes eclesiásticos, en los días de Mendizábal. Solana del Maestre, en la llanura fulgurante y reseca, es un ancho villar de moros renegado, y sus fiestas, un alarde berebere. - Pólvora y hartazgo, vino y puñaladas. - En aquellas ferias, con los calores, las calles eran bocanas de lumbre, y un agobio del aire con polvo de trillas y moscas tabaneras. Los negros charros, los gitanos escuetos, el haldudo mujerío con vistosos pañuelos portugueses, adquirían en aquel ambiente una luminosidad agresiva. Entre acecinados pastores de zurrón y montera, trotaban piños de cabras, escandiendo el baladro de las esquilas con un hálito agreste. Iban las piaras tardas y gruñidoras en una tolva: Ringlas de mulos movían con desgarbo las cruces anqueras, y no faltaban trifulcas de arrieros al contorno de los ornajos, por las rinconadas de paradores y mesones. Los vastos zaguanes rebosaban de gente aquel año subversivo de 1868. El cartel de ferias, bronco de rojos y gualdas, anunciaba veintitrés vaquillas de capea y cuatro novillos de muerte.

Ramón María del Valle Inclán, Viva mi dueño.

En la entrada anterior, les comentaba mi desacuerdo con la clasificación de Valle Inclán como uno de los integrantes de la generación del 98. Poco hay en él de la idolización de una Castilla austera y ascética, tan propia de un Unamuno o un Azorín.  Casi nada del uso natural del lenguaje, libre de refinamientos y florituras, casi oído en la calle, de un Machado o un Baroja. El estilo de Valle Inclán siguió siempre anclado en un preciosismo modernista, cercano al arte por el arte, esa manera poética de Rubén Dario - y de simbolistas y parnasianos franceses - en que el poema deviene joya tallada con primor, valioso en sí mismo, sin conexión con una realidad a la que vuelve la espalda.

Sin embargo, Valle Inclán supo darle la vuelta a ese esmaltado lingüistico para convertirlo en una arma con la que atacar y demoler un orden, político y estético, al que aborrecía: el de la restauración borbónica de 1875. Su conocimiento del lenguaje, de sus muchos registros y variedades locales, es tan preciso que le permite acertar con el nombre exacto, calificándolo luego con el adjetivo justo, para lo que describe o narra. El resultado es una concisión narrativa de rara intensidad y precisión, que le hermana con un escritor, como Baroja, que está en sus antípodas estéticas. Ambos son capaces de describir un lugar en un párrafo, caracterizar a un personaje en un par de réplicas, narrar un incidente entero en dos páginas escasas. Sus novelas, por tanto, marchan a una cadencia vivísima, saltando de un episodio a otro, con el lector siempre a punto de perder el resuello.

martes, 2 de julio de 2019

El pasado y el presente, la misma cosa (I)

¡Unos hartazgo, y otros tan poco, que una vuelta de las nubes basta a dejarlo sin pan y sin techo! ¡Si es más que justicia rebajarle a los ricos sus caudales! ¡Tanto vituperio sobre los caballistas, y callar la boca para el mal ejemplo del que corrompe su hacienda en el bateo de vino, baraja y mujeres! ¿Y esto no es más escarnio que tentarle las onzas a un malvado usurero que las tiene enterradas?  No les faltaba razón a los compadres cuando decían que las leyes las sacan los ricos, sin otra mira que sus prosperidades. El viejo pardo, por el hilo de sus cavilaciones y recelos, deducía el  monstruo de una revolución social. En aquella hora española, el pueblo labraba ese concepto, desde los latifundios alcarreños a la Sierra Penibética.

Ramón María del Valle Inclán, La corte de los milagros

No les voy a ocultar mi profunda admiración por Valle Inclán, cuya figura me parece que se agiganta a medida que pasa el tiempo. Entre los muchos escritores que forman esa generación que se dio en llamar del 98 - adscripciciones que me parecen forzadas y ....... - él me parece el más internacional de todos. No en el sentido de que sea el que mejor se puede vender a sensibilidades extrañas - como ocurre con García Lorca - sino por ser el que mejor conectó con lo que se estaba cocinando en la vanguardia europea de primeros del siglo XX. 

Sus esperpentos teatrales, por ejemplo, resisten la comparación con el distanciamiento Brechtiano e incluso adelantan ciertos dejes del futuro teatro del absurdo. Esa modernidad, en sintonía con Europa, le convierte en una excepción dentro del teatro español, incluso hasta mediados del siglo XX, Singularidad que se ha mantenido hasta el presente, cuando sus obras, a pesar de la dificultad lingüística que puedan suponer, son de una actualidad pasmosa. En gran medida, porque las divisiones, trincheras y bandos de tiempos de Alfonso XIII, ésas que llevaron al desgarro de la Guerra Civil, han vuelto a revivir como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto. Efecto zombie del que tiene la culpa la cisura histórica del franquismo, pesadilla de la que no acabamos de despertar, mucho menos olvidar.