martes, 26 de noviembre de 2019

Esperando a que tiren la bomba (y III)



En esta seríe sobre el cine y la amenaza de una guerra termonuclear, les había hablado ya de una película de animación y de un documental, testimonios ambos de la locura y el absurdo de la guerra fría. Sin embargo, a pesar de su calidad y pertinencia, puede que el documento más aterrador no sea una película de ficción o un documental, sino un film real. Real no el sentido de ser registro de unos hechos concretos, filmado in situ cuando se desarrollaban, sino porque contenía la postura oficial de un gobierno, el británico, frente al peligro de la guerra nuclear. O mejor dicho, de lo que estaban dispuestos a revelar a su población.

Se trata de Protect and Survive, una serie de cortos divulgativos de finales de los años setenta, que no estaban destinados a ser emitidos y de hecho nunca lo fueron. Sólo debían emitirse cuando un ataque nuclear contra el Reino Unido pareciera probable en un plazo de 72 horas. Su objetivo era tranquilizar a la población, mostrando como el gobierno tenía ya todo preparado para la protección de la ciudadanía. Siguiendo una lista de instrucciones sencillas, utilizando materiales corrientes al alcance de cualquiera, adoptando unas mínimas precauciones, era posible sobrevivir a una explosión nuclear. No sólo un puñado de afortunados, sino la mayoría de la población y junto con ellos, el estado, listo para ocuparse al punto del bienestar los supervivientes y devolver al Reino Unido al nivel de vida de antes de la guerra.

domingo, 24 de noviembre de 2019

El mundo en una cuartilla

Adolf Wölfli

La Casa Encendida me pilla un poco a trasmano de mi circuito habitual de exposiciones, pero siempre que la he visitado me he encontrado con muestras muy, pero que muy importante. En esta ocasión, se trataba de una muestra, parca en obras, pero no en artistas y profundidad, de nombre El ojo eléctrico, sobre lo que se conoce como arte brut o arte marginal. Ambos apelativos -así, sin contexto-, pueden despistar al espectador -¿Arte en bruto? ¿Sin desbastar? ¿Marginal? ¿Con respecto a qué centro?-, además de prestarse a confusión, con otras manifestaciones artísticas no oficiales, como el graffiti o el arte naïf, además de ocultar el origen de esa clasificación, para evitar rechazo o discriminación.

Por ser más claro. El arte naïf, por ejemplo, identifica el arte de pintores aficionados, sin formación y con claras carencias técnicas, lo que no evita que consigan elevarse, por su imaginación, su audacia y poder evocador, al rango de los grandes, ya sean éstos académicos o experimentales. Caso clásico y prototípico: el aduanero Rousseau. El arte marginal, asímismo, tenía en origen una connotación muy precisa. Se trata del arte realizado por enfermos mentales, que por su complejidad obsesiva alcanzaba una perfección de maestro, a lo que solía unirse una clarividencia alucinatoria, reveladora de mundos desconocidos, paralelos a nuestra realidad y en estrecho contacto con ella.

viernes, 22 de noviembre de 2019

El desgarro de lo pasado

Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.


Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.


                                                      Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.


Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
–invocando un pasado que jamás existió–


para creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse. 


Jaime Gil de Biedma, Aunque sea un instante, de la compilación Las personas del verbo

Una pregunta muy frecuente, cuando se habla del sistema educativo, es la de qué hay que enseñar a los niños, de entre todo el conocimiento existente. Por supuesto, esa pregunta nunca se plantea de modo abstracto, sino con un objetivo muy concreto: qué se debe aprender para estar preparados para el mundo actual. El problema -y lo que hace que esta cuestión no admita respuestas sencillas,. incluso resulte estéril- no es el qué enseñar, sino qué consideramos el mundo actual. el de ahora o el de un futuro aún por ser definido. La educación, desde que se entra en el colegio hasta que se consigue un título universitario, bien puede abarcar más de 20 años, un periodo en el que pueden producirse infinidad de revoluciones tecnológicas. Por que se hagan una idea, yo comencé a estudiar en una sociedad en que el ordenador, el móvil y la Internet no existían e incluso, en ciertos aspectos, eran  inimaginables. Sólo comenzaron a ser una realidad, al alcance de todos, cuando me gradué en 1990, pero aún entonces estaban reservados para unos pocos privilegiados. Hubo de pasar una década para que fueran de uso común, y aún otra más para llegar a este mundo de redes sociales, smartphones, conectividad continua y desaparición de la privacidad.

¿A qué esta introducción? Pues simplemente a que lo aprendemos en la escuela no es más que un adelanto, recayendo sobre el estudiante la responsabilidad de mantenerse al día, seguir profundizando y ampliando sus conocimientos. Por concretar, acercándome al tema literario de esta entrada, cuando en mis manuales escolares de 1980 se hablaba de la literatura de la segunda mitad del siglo XX, la exposición quedaba limitada a largas listas de nombres, simples enumeraciones en las que sólo de muy tarde se destacaba algún autor o novela aislado, quedando el resto sin resaltar. Se evitaba cualquier juicio de valor, cualquier amago de jerarquía, que era imposible de construir en aquel instante, aún demasiado cercano a los hechos. Rafael Sánchez Ferlosio, por ejemplo, sólo era citado de pasada como autor de El Jarama, de manera que he tenido que esperar hasta ayer, sin exagerar, para enterarme de que es un prosista excelso, quizás el mejor de la postguerra. Gil de Biedma, por otra parte, quedaba oculto, enterrado, entre lo que se llamaban por aquel entonces novísimos, una etiqueta que tanto servía para un roto como para un descosido. 

sábado, 16 de noviembre de 2019

Lo visto/lo pintado

Marina de Gustave Le Gray
En la fundación Thyssen madrileña lleva ya unas cuantas semanas abierta una muestra de título Los impresionistas y la fotografía. Dejando a un lado la manía de esa institución por meter a los impresionistas hasta en la sopa, lo cierto es que en ella se aborda un tema muy interesante: las relaciones entre dos artes, pintura y fotografía, que competían por un mismo espacio, el visual, en el imaginario del espectador del siglo XIX. El tema se complica aún más si consideramos que en el último tercio de ese siglo, el arte más vieja de las dos, la pintura, va a experimentar una revolución estética, comparable a la del quatrocento; mientras que la fotografía, recién inventada, no va a encontrar un lenguaje propio hasta casi 1900, cuando consigue liberarse de referencias pictóricas o reinterpretarlas al modo vanguardista.

Ese cruce de relaciones, influencias, investigaciones e innovaciones lleva a un problema similar al de la gallina y el huevo: ¿qué arte influyó en cuál? ¿La pintura en la fotografía o la fotografía en la pintura? Se suele considerar que la fotografía fagocitó gran parte del campo comercial de la pintura, en especial cuando consiguió ser reproducible. Aún así, casi desde su invención en 1830, facilitó que miembros de la burguesía media y baja, sin recursos para contratar un pintor -o tiempo para las largas sesiones de posado que exigía las primeras fotografías- pudieran hacerse con un retrato de familia o del patriarca. Asímismo, el mundo entero, cualquier región y cultura, podía ser traído a esos mismos salones acomodados, sin tener que depender de la veracidad y fidelidad de un dibujante. Como resultado, la pintura tuvo que buscar otros horizontes estéticos para afrontar esa competencia, lo que llevó a la sacudida impresionista y la larga cadena de ismos que le siguieron en la década de 1880.

viernes, 15 de noviembre de 2019

A tientas, sin conformarse nunca

Antorcha en mano, como un centinela,
la noche se pasea por la ciudad dormida.
En las casas de luces fabulosas,
todos reparten besos de buenas noches.

Entre quejas y a oscuras suenan las bajantes,
por las gotas de lluvia encantadoras.
La tenue luz de las farolas
se desliza en lejanos y empedrados pasajes.

Una hermosa mano abre una puerta suavemente,
corre por la calle el brillo de unos ojos febriles.
No hay luz en la avenida, no resuenan los pasos
de los transeúntes en lo oscuro, detrás de las fachadas.

El viento aparece en el camino, desnudo y perfumado,
La lluvia extiende su cuerpo en el vestíbulo.
En la mudez de la casa sus alientos se enredan
y cantan inspirados, emocionados, estremecidos…

En el camino de la noche, los ojos se posan, expectantes.
Clama el arroyo: “¿Quién es su amado?”.
Las ramas de los árboles susurran al oído:
“Me temo que aquí, entre los presentes,
no está su amado”.

La calle está apagada, no retumba en lo oscuro
el paso de ningún caminante tras el muro.
Surcando los cielos, con ánimo abatido,
la nube se transforma en una gris columna de humo.

¿Para quién reirá la magia de sus ojos?
¿En qué labios sus labios buscarán los besos?
¿Qué melena desenredarán sus manos?
¿A quién, en la intimidad, ya borracho,
le contará sus cuentos?

¿Por qué me empeño en este tantear a oscuras?
¿Por qué despierta espero, una vez y otra vez, su llegada?
¿Acaso algún amor ha perdurado en el pecho de un hombre?
No… no volverá conmigo. Nunca.

Un rostro se pierde en las tinieblas.
El viento da un portazo.
Un muerto, en el fondo de su tumba,
de la esperanza mundanal, de la absurda esperanza
se carcajea.

Forugh Farrojzad, Muro, Un cuento en la noche.

Les he hablado ya, en multitud de ocasiones, de la profunda impresión que me produjo encontrarme con la poesía de Forugh Farrojzad. Se ha convertido en uno de mis poetas favoritos, sin discusión, a la misma altura y sin tener que deberle nada a cualquier de sus colegas masculinos -de ahí que haya hablado de poetas y no poetisas, para recalcar esa igualdad-. No es de extrañar, por tanto, que cuando vi un volumen de sus poesías completas me hiciera con él al instante. Para, acto seguido, ponerlo en lo alto de la pila de libros para leer.

¿Qué me ha aportado la lectura de estas poesías completas? Dada su muerte prematura, su obra poética no es muy extensa, apenas alcanzando lo que podría ser una novela de tamaño medio. Dadas las alturas a las que se elevaron  sus dos últimos libros -Otro Nacimiento, de 1964, y el póstumo Tengamos fe en el comienzo de la estación del frío, de 1975-, podría temerse que los anteriores -Cautiva., de 1955, El muro, de 1956 y Rebelión de 1959- fueran mucho menores, apenas ejercicios preparatorios para su florecimiento posterior. No es así, por suerte. Algunos de los mejores poemas de Farrojzad -o de los que resuenan con más fuerza en el lector- se encuentran en esa obra temprana.

¿Por qué es así? En cierta manera, podría decirse que debía ser así. Salvo excepciones -los poetas épicos-, la lírica es una tarea que sólo puede acometerse cuando se es joven. Se necesita una mente agil y fresca, capaz de relacionar contrarios lingüísticos que hagan saltar arcos voltaicos entre ellos. Abrir, en definitiva nuevas vías semánticas en las que nadie había pensado antes, pero que nos parecen evidentes e incontestables, una vez creadas. Es preciso además, contar con ese ímpetu y esa fe que sólo confiere la juventud, para quien nada es imposible,puesto que todo puede ser creado al instante con sólo invocarlo. Fuerza, seguridad y confianza tan difícil de conjurar en la edad madura, cuando las derrotas, las frustraciones y los desencantos se han ido acumulando uno sobre otro, aplastándonos bajo su peso.

Virtudes, fortalezas, dones, que son imprescindibles en una poesía de combate como la de Farrojzad. No en el sentido de una lucha por un nuevo sistema político -aunque bastante hay de eso-, que tornase la poesía prosaica y utilitaria, prematuramente envejecida, una vez que las aspiraciones sociales se modificasen. Si algo posee la lírica de Farrojzad es  su carácter personal, de estar anclado en una cultura, una ascendencia y una vivencia propias e intransferibles, lo que no impide que se reflejen en sus poemas, tornándose tema esencial, los muchos impedimentos políticos y sociales que encuentra en su camino. Impidiendo que ame en libertad, hable con su propia voz, actúe a su capricho. Sin que nadie le dicte cómo, o la censure, reprima o constriña. 

Hay, en consecuencia, un dolor desgarrador en toda la poesía de Farrojzad. Esas limitaciones impuestas a su vida -por ser mujer, por ser poetisa, por ir a la contra de religión, tradición y convencionalismos sociales-  imbuyen toda su poesía, gravitan en cada verso. Su peso abruma cada aspecto de su vida, cada decisión y cada pensamiento, tiñendo y condicionando como la poetisa la contempla, como la expresa en sus poemas. Sólo así se comprenden los nombres negativos, angostos y agobiantes, de sus primeros libros, Cautiva y El muro, o que el tercero se titule  simplemente Rebelión. Así, sin tapujos y componendas. Farrojzad no puede vivir como se le exige, como se le dicta y ordena, no por mero capricho transgresor, sino porque doblegarse, someterse, claudicar, supone renunciar a su humanidad. A ser según su naturaleza, a sentir el mundo de manera personak, a vivir de manera plena.

Y sin embargo, a pesar de esa rebelión, de su clamor contra la opresión -religiosa y social-, de desgarrarse ante nuestro ojos, no puede negar su cultura y su tradición. Mejor dicho, aunque su lenguaje es eminentemente moderno, trufado de los hallazgos del expresionismo y del surrealismo, sus imágenes nos remiten -como ocurría en nuestros poetas del 27- a todo el pasado literario de su lengua, a esas grandes glorias cuya lectura es esencial, como si fueran mantillo, para que pueda florecer un gran poeta.

Por eso su voz, en casi milagrosa mezcla, es a la vez antigua y moderna. Arrebatada por los torbellinos de la experimentación, hacia casi hacerse incomprensible, pero al mismo tiempo con la sonoridad, la calma, el equilibrio de los clásicos.

De quienes que no pertenecen a un tiempo en concreto, sino a todos ellos, sin que importe tampoco la edad de sus lectores.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Todo acto es, en esencia, político

Jörg Immendorf, Para traer el orden a Alemania
Como viene siendo habitual, el MNCARS sigue obsequiándonos con sus exploraciones en el arte post-1945. Una época que es, a partes iguales, desconocida y despreciada por el público, ya que en ella se acabaron por demoler los últimos dogmas de la experiencia estética occidental: la belleza y el propio concepto de arte. Durante el periodo que media entre 1960 y 1990, se destruyó, asímismo, la propia modernidad de la que habían surgido esas conclusiones, para dar paso a la ambigua postmodernidad en la que nos hallamos sumidos. Una época que fue también de profunda crisis ideológica, cuando pareció que el sistema capitalista estaba dando sus últimas boqueadas para dejar paso a la utopia marxista, pero que llevó en realidad al resultado opuesto, el derrumbamiento del socialismo real y el triunfo de un neoliberalismo devorador y despiadado.

No es extraño que en esas tres décadas se produjera un resurgimiento del arte político, en forma de doble oposición. Primero, reivindicando un arte figurativo, inteligible para el espectador, que le llevase a la acción, permitiendo escapar del autismo y la impotencia política en que se había enclaustrado la abstracción triunfante. Segundo, adoptando formas de contestación -casi subversión- de clara raigambre anarquista, en conflicto y combate con otro tipo de arte político, el de los países comunistas, loa indisimulada de conquistas inexistentes. En ese contexto se desarrolla la obra de los dos artistas cuya trayectoria se esboza en sendas muestras del MNCARS: el alemán Jörg Immendorf y la frances Delphine Seirig.  

Dos personalidades a quienes que ya conocía, sin saberlo. Así que ya se pueden suponer mi doble (agradable) sorpresa