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Cristine, Andrew Wyeth |
Más de una vez me he quejado de la política interesada de algunas instituciones culturales, como la Thyssen, que no hacen más que apelar al impresionismo del XIX y a los (neo/hiper/foto)realismos del XX como valores seguros con los que atraer multitudes a sus recintos. Sin embargo, a pesar de mis objeciones a estas estrategias comerciales, hay que reconocerles que de vez en cuando nos traen sorpresas muy agradables. En concreto, y en esta primavera, dos. Por una parte, la exposición Realistas de Madrid, de la que ya les he hablado, ha permitido conocer a la mitad olvidada de ese grupo, a pintoras como María Moreno, Isabel Quintanilla o Amalia Avia, que poco tienen que envidiar a sus colegas masculinos, mucho más conocidos.
El otro afortunado encuentro ha sido con la obra de dos pintores realistas americanos de la segunda mitad del siglo XX, Andrew y Jamie Wyeth. Padre e hijo, respectivamente. Una exposición mucho menos visitada que la de los realistas madrileños - el nombre de Antonio López sigue tirando mucho entre el público - pero que resulta casi más interesante que aquella. En primer lugar, porque se trata de dos pintores poco conocidos para el público hispano; pero sobre todo, porque vienen a demostrar lo equivocadas que son las etiquetas de realistas, incluso las de hiperrealistas, que se aplican a estos pintores españoles y americanos.
Evidentemente, tanto Andrew como Jamie, más Andrew que Jamie en realidad, son pintores plenamente realistas. Mejor dicho, son pintores figurativos, en el sentido de que toman la representación cabal y precisa de la realidad como punto de partida de su producción artística, sin que eso sea motivo ni objeción para ser menos formalista, excéntrico o incluso vanguardista. Andrew, el padre de los Wyeth, por ejemplo, parece un pintor plenamente clásico, casi decimonónico. Sin embargo, cuando se observa con atención su obra, se descubren una serie de características que no acaban de cuadra con nuestra idea habitual de realismo, tan deformada por los prefijos hiper y foto.
Señalaba que Andrew Wyeth parece un pintor decimonónico, pero esta relación estilística no se establece con la escuela francesa, ni mucho menos con los pintores pompiers que alababan el gusto de los burgueses, sino que estaría más cercana del territorio sentimental de los prerrafaelistas. No porque detrás de sus obras se encuentre un símbolo, un misterio trascendente, que confiriera auténtico significado e importancia al cuadro, sino porque sus luces son frías y su trazo de miniaturista, detalles que junto con sus encuadres inusuales imbuen a sus cuadros de un desasosiego, de una inquietud difícil de definir, pero fascinante en esa misma indeterminación.
De hecho, la auténtica referencia, los auténticos maestros que sigue Andrew Wyeth, se hallan muchos siglos más atrás, entre los primitivos holandeses del siglo XV, con los que comparte ese mismo sentido de maravilla, de descubrimiento repentino del mundo a través de su representación veraz en el lienzo. Una comparación cierta y precisa, pero también falsa y engañosa, porque aunque Andrew parezca en ocasiones discípulo directo de los Eyck o de Weyden, su técnica pictórica es muy distinta, semejante a la de un Tiziano nórdico, frío, ensoñador y romántico. Sus pinturas, si se observan de cerca, no dependen de un dibujo preciso, sino del color y sus manchas, de la ilusión visual que surge de aplicar una base uniforme de pigmento, para sobre ella disponer, a veces de forma aleatoria como si fuera un impresionista abstracto, sombras y brillos.
Que al conjuntarse en el lienzo, al mezclarse en el lienzo, crean esa ilusión de la realidad.
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Seven Deadly Sins, Anger, Jamie Wyeth |
Muy distinta, y al mismo tiempo, muy similar, es la pintura de su hijo Jamie Wyeth. El también es un pintor figurativo, pero a la precisión casi notarial de su padre, basada en los primitivos flamencos, el opone un estilo más abocetado y libre. Un desarreglo - o al menos una renuncia a la representación completamente fidedigna - que podría confundirse con el impresionismo, pero que en realidad apela a otros pintores flamencos, a los expresionistas que surgieron en esas tierras a finales del siglo XIX y cuyo mejor ejemplo es Ensor.
Ocurre así que si Andrew es un pintor decididamente clásico, Jamie es un pintor de la modernidad - del Modern Movement, en esa expresión anglosajona tan difícil de traducir al castellano - si sólo por que su mirada sobre la realidad es profundamente irónica, desconfiada y desapegada. Una ironía que no sólo le lleva a cultivar un realismo que poco tiene de hiperreal o fotográfico - y que en muchos aspectos es completamente opuesto y contrario al de su padre - sino que le lleva a adentrarse, como ya les he apuntado, en los terrenos del expresionismo satírico, e incluso del surrealismo. Las personas, por tanto, en sus cuadros acaban asemejándose a espectros cuyas actividades se reducen a rituales esterotipados sin sentido alguno, ambientadas en escenarios discordantes y absurdos. A veces incluso, claramente infernales.
En ocasiones esa distorsión del hombre y de su entorno puede producir un efecto de rechazo, de repulsión en el espectador, que la encuentra irreconciliable con la supuesta serenidad y sosiego que se esperaría de un pintor realista. Sin embargo, en sus mejores obras ese mismo realismo irónico sirve de subrayado necesario a un contenido que sin él aparecería plano, irrelevante, anticuado y por ello mismo pretencioso. Ese es el caso de la serie The Seven Deadly Sins (Los siete pecados capitales), una realaboración (post)moderna de ese tema religioso medieval, donde los protagonistas no son seres humanos, sino gaviotas.
Un claro distanciamiento - extrañamiento - que paradójicamente sirve para que ese tema tan lejano a nuestra sensibilidad - que haya pecados y que estos sean mortales - se torne actual, cercano y necesario. En parte por la ironía con la que ha sido tratado el tema, en parte por la técnica pictórica utilizada, libre y atrevida, pero sobre todo porque con esa distorsión del tema original y de su plasmación habitual, apela a las tradiciones de la fábula clásica.
La que traslada los conflictos humanos al mundo animal para realizar una sátira sin piedad sobre las conductas humanas, sobre nuestra estupidez, ignorancia, orgullo y endiosamiento.