La semana pasada pude acercarme por el Reina Sofía, donde coincidían tres exposiciones muy interesantes. Por desgracia, la que más me llamó la atención, dedicada al argentini León Ferrari, estaba en sus últimos días, así que no podré revisarla de nuevo. No quiere decir que las otras dos, centradas en la figura de la artista sueca Charlotte Johannesson y el arte marroquí de 1950 a 2022, fueran de menor calidad, sólo que la de Ferrari fue la que más me impresionó. Lástima que, dadas las circunstancias, no se haya sacado catálogo que sirva de referencia y recuerdo
Comenzando por el artista argentino. La bondadosa crueldad lo describe como un creador eminentemente político, cuya acción en ese campo lleva, por necesidad, al escándalo y la censura. Tanto más cuanto que sus tiros van dirigidos hacia la religión, aún pieza central en la vida social de los países latinoamericanos. Cualquier crítica, cualquier asomo de sátira, es tomado allí como un ataque contra la fe, como blasfemia, propiciando reacciones violentas que poco difiere de las de los islamistas radicales. Por ejemplo, entre quienes promovieron una campaña contra una de las exposiciones de Ferrari se hallaba el actual Papa Francisco, quien presume ahora de posiciones progresistas... y es atacado por ello por la carcundia.
Han coincidido, en el MNCARS, dos muestras de artistas españoles contemporáneos. Por un lado, la titulada D'Apres y dedicada al pintor Miguel Ángel Campano, quien apenas tuvo tiempo de colaborar en ella antes de su muerte hace dos años. Por otro, Abandonar la escritura, que se centra en la figura del poeta experimental Ignacio Gómez de Liaño, aún vivo y que no se muerde la lengua a la hora de defender ciertas opciones políticas muy recientes y no menos despreciables. Vaya por delante, que he visto ambas exposiciones con cierto apresuramiento, a pesar del interés de su contenido, así que, por desgracia, mis comentarios no van a pasar de superficiales y estereotipados.
Con claridad, Campano se inscribe en la larga y caudalosa corriente de la pintura abstracta, ya centenaria. Incluso, a primera vista, se le podría encuadrar con los informalismos que surgieron, un tanto a destiempo, a finales de los cincuenta en la España de la dictadura, si no fuera porque Campano pertenece una generación posterior, la que desarrollaría su obra en tiempos de la transición y la democracia. Una época, no se olvide, que presencia la quiebra de la modernidad y su disolución en el posmodernismo de los ochenta, por lo que cualquier intento de perseverar en la abstracción - o en cualquiera de los dejes modernos- por fuerza debería parecer anticuado. Una mirada hacia un pasado que comenzaba a ser historia, de ésa que permanece cogiendo polvo en los manuales especializados.
Hay que reconocer que Campano, en su larga trayectoria, no se limitó a encontrar una fórmula reconocible que pudiese rentabilizar con facilidad. Su obra se caracteriza por una elogiable experimentación, en la que abundan los vuelcos completos, los bruscos virajes. Tan radicales que se podría confundir esta exposición monográfica con una colectiva, en la que se hubiese ilustrado una época y un estilo artístico describiendo un sistema solar de pintores, con sus influencias y referencias. No obstante, a pesar del afán renovador de Campano, sus pinturas pueden clasificarse en dos ramas bien diferenciadas de la abstracción: la colorista, a la que volvería una y otra vez, que remitiría tanto al primer Kandinski como a los autores más dinámicos del informalismo de los cincuenta, enfrentad un geometrismo monocromático de acabado tosco y áspero, no tanto al estilo de la Bauhaus y sus reencarnaciones de posguerra, pero sí con claras referencias a Malevich y a los supermantistas.
Dos opciones entre las que prefiero la colorista, quizás por aparecerme más musical y menos cerebral.
Respecto a Liaño, su obra se inscribe en la exploración de un problema que la modernidad no supo resolver y que la posmodernidad adoptaría como uno de sus rasgos definitorios. Hacia los sesenta del pasado siglo quedó claro que las divisiones entre las artes se habían convertido en corsés, que limitaban la expresividad del artista y el impacto sobre los espectadores. Nació así el concepto de artes extendidas, que buscaba romper esas barreras entre técnicas y formatos, con el objetivo de rescatar el arte de unos museos que habían devenido templos sacrosantos, cuando no mausoleos inaccesibles. Lugares en los que el carácter sagrado de lo expuesto imposibilitaba cualquier otra reacción que no fuera la de sumisión, humillación y adoración. Sin dudas y sin fisuras.
Esa reacción no era nueva, puesto que su primera expresión había tenido lugar con el Dadá de 1910, del cual estos artistas se proclamaban herederos y admiradores. La diferencia es que sólo en los años sesenta pasó a formar parte de la corriente principal de la creación artística, mientras que las categorías tradicionales se tornaban caducas, por mucho que hubieran vertebrado hasta entonces las vanguardias. Así, la poesía, que es el campo que cultiva Gómez de Liaño, busca escapar de las páginas de los libros e invadir la vida cotidiana, ya sea en forma de manifiestos en video -que ahora youtube permite alcanzar una difusión masiva-, instalaciones en que las frases se convierten en paisajes, juegos que utilizan el azar y la arquitectura para generar poemas de forma aleatoria -y supuestamente de variedad infinita-. o esculturas-paradoja donde el temblor del poema se materializa en objeto visible.
¿Funciona? Es discutible y ese es su mayor fracaso. Si se pretendía que el arte de vanguardia llegase e influyese a amplios sectores de la población, en especial los que no tienen tiempo o inclinación para apreciarlo, el experimento se ha cerrado con un fiasco. Este arte extendido/expandido, diseñado para la calle, concebido para la participación de todos, ha devenido otro prisionero más de los museos de arte contemporáneo a los que tanto detestaba. Una curiosidad ante la que desfilan escasos curiosos, que no ocultan su desinterés y aburrimiento.
Un arte para nuevas élites, como el antiguo. Como mucho para quienes conocen la broma.
Como viene siendo habitual, el MNCARS sigue obsequiándonos con sus exploraciones en el arte post-1945. Una época que es, a partes iguales, desconocida y despreciada por el público, ya que en ella se acabaron por demoler los últimos dogmas de la experiencia estética occidental: la belleza y el propio concepto de arte. Durante el periodo que media entre 1960 y 1990, se destruyó, asímismo, la propia modernidad de la que habían surgido esas conclusiones, para dar paso a la ambigua postmodernidad en la que nos hallamos sumidos. Una época que fue también de profunda crisis ideológica, cuando pareció que el sistema capitalista estaba dando sus últimas boqueadas para dejar paso a la utopia marxista, pero que llevó en realidad al resultado opuesto, el derrumbamiento del socialismo real y el triunfo de un neoliberalismo devorador y despiadado.
No es extraño que en esas tres décadas se produjera un resurgimiento del arte político, en forma de doble oposición. Primero, reivindicando un arte figurativo, inteligible para el espectador, que le llevase a la acción, permitiendo escapar del autismo y la impotencia política en que se había enclaustrado la abstracción triunfante. Segundo, adoptando formas de contestación -casi subversión- de clara raigambre anarquista, en conflicto y combate con otro tipo de arte político, el de los países comunistas, loa indisimulada de conquistas inexistentes. En ese contexto se desarrolla la obra de los dos artistas cuya trayectoria se esboza en sendas muestras del MNCARS: el alemán Jörg Immendorf y la frances Delphine Seirig.
Dos personalidades a quienes que ya conocía, sin saberlo. Así que ya se pueden suponer mi doble (agradable) sorpresa
Si se trata de ser "meta", creo que pocas instituciones saben hacerlo tan bien como la Juan March. Si al comienzo de su andadura, durante la transición, se volcó en traer a Madrid la obra de los grandes de la vanguardia -lo que los anglosajones denominan Modern Movement-, desde hace unos años está enfrascada en salirse de ese marco, apartándose o elevándose del mismo, para que el cambio de perspectiva nos permita comprender mejor los cambios, mutaciones y revoluciones del arte del siglo pasado. O dicho de otra manera, para hacer justicia, de manera que no olvidemos ni hagamos de menos las muchas vías laterales -que no secundarias- en las que abunda la modernidad.
En este caso, Genealogías del Arte, la nueva muestra de la March, parte de otra exposición, la organizada para el MOMA por Alfred H. Barr en 1936, con el título Cubism and Abstract Art (Cubismo y Abstracción). Lo importante de aquella muestra mítica es que el frontispicio de su catálogo era un diagrama que buscaba dar una explicación, clara y concisa, pedagógica y divulgativa, de las múltiples filiaciones y progenituras que habían dado a lugar a la vanguardia, arte contemporáneo o modernidad, como se guste. Un metaestilo que abarca casi todo el siglo XX y parte del XIX, del mismo orden que el Renacimiento o el Barroco, y que en aquéllos días de 1930 aún era una obra en construcción. Una normativa en redacción, un proyecto en marcha que se pretendía único, inclusivo y absoluto -lo que no pertenecía a él, no existía, sencillamente-, para seguir evolucionando en una ascensión sin término. Como de hecho ocurrió hasta 1980, cuando las contradicciones del propio movimiento dejaron paso al ámbito caótico que llamamos postmodernismo, a falta de una etiqueta mejor.
¿Qué mundo era éste? ¿En qué locura inmóvil y extraña me había tocado vivir? ¿Sobreviviría lo suficiente como para encontrar una respuesta? ¿Para dar con la salida? ¿Llegaría a entender alguna vez, desde el centro de mi soledad, este artefacto de otros mundos que es mi vida? Y de repente allí, en la sala vacía, concreta, con su mesa cubierta con una tela roja, con su armario para los cuadernos, con sus cuadros manchados por los excrementos de las moscas, me invadió un espanto que no había sentido ni en mis sueños más terroríficos. No era miedo a la muerte, ni al sufrimiento, ni a las enfermedades terribles, ni a la extinción de los soles, sino el pánico a la idea de que no lo entendería, de que mi vida no ha sido lo suficientemente larga ni mi mente lo suficientemente buena para entender. Que de hecho ya me han enviado todas las señales y que no he sabido leerlas. Que también yo me pudriré en vano, junto con todos mis pecados y mi estupidez y mi desconocimiento, mientras que la apretada, intrincada, abrumadora adivinanza del mundo perdurará, natural como la respiración, simple como el amor, y se derramará en la nada, virginal e irresoluta.
Mircea Cartarescu, Solenoide.
Uno de tantos problemas de envejecer es el embotamiento de la sensibilidad. Al final, de tanto leer, empieza a darte igual todo, acabas minusvalorando y despreciando cualquier novedad, sólo por ser nueva. Se llega así a un doble error. El primero, la idealización de ese pasado, el de tu juventud ansiosa y expectante, cuando cualquier nueva novela, cualquier nueva película, cualquier nueva música, te tomaba por asalto, te demolía, arrasaba y dejaba exhausto. Ceguera ante las carencias de un tiempo que ya no será -y que nunca fue como ese recuerdo-, que se ve empeorado por un segundo error: le desprecio a lo que los jóvenes de ahora disfrutan y aman. Considerarlo de antemano, sin haberlo probado, como menor, indigno, despreciable. Pérdida de tiempo, mero entretenimiento y juguete, cuando habrá, con toda seguridad, de convertirse en nuevo canon. Si no ahora, cuando ya estés muerto.
¿A cuento de qué esta jeremiada? Pues que a veces, solo en muy raras veces, en estos páramos próximos al desierto de la vejez, se siente uno como antaño. Se tiembla ante un descubrimiento que se conoce definitivo, portador de un antes y un después, miliario en la vida de lector. Exagero, lo sé. Pero esto es lo que me ha pasado con Solenoide, de Mircea Cartarescu. Una novela de 800 páginas que he devorado en una semana, sintiéndome obligado a leerla en cualquier momento libre que encontraba, olvidándome -¡al fin!- de Internetes, móviles, series efímeras intercambiables. En definitiva, de cualquier cometiempos en los los que abunda nuestra contemporaneidad. Una obra, en fin, que habría permanecido desconocida para mí -mi vista sólo contempla el pasado-, si no fuera por este blog, de lectura siempre estimulante, dado a poner los puntos sobre las íes. Labor muy necesaria en un tiempo en que todo son admiraciones incondicionales, acompañados por odios productos de fes inquebrantables.
Vale, muy buena introducción, quizás un tanto larga, pero es hora de ir al grano: ¿de qué va Solenoide? Pues se trata de una comida de tarro -así, dicho de manera vulgar-, como no recuerdo haber leído en décadas. Un auténtico OVNI en el panorama literario contemporáneo, cercano a otras pajas mentales posmodernas, de ésas que tanto abundan y con las que tanto nos regodeamos, pero que, a diferencia de ellas, cuenta con una estructura de cemento armado, sobre la que se asienta un edificio literario en apariencia imposible, un castillo de naipes de una solidez a prueba de terremotos y tempestades. Escrito, además, de manera maravillosa, con ese instinto y seguridad que denotan un escritor de raza: esos que consiguen hacerte ver, como si estuviese ante tus ojos, como si fuera real, racional, lógico y necesario, lo que en en manos de un escritor menos hábil, considerarías inverosímil y absurdo. Ridículo y risible.
Se acaba de abrir, en el MNCARS, una retrospectiva dedicada a Rogelio López Cuenca, artista conceptual español, cuya obra se extiende a caballo del siglo XX y el XXI. Como ya sabrán, el arte conceptual rehuye los aspectos estéticos del arte, que se consideran secundarios, incluso prescindibles, para centrarse en los político-ideológicos. Lo importante es el mensaje, al que se supeditan todos los elementos, sin que esto quiera decir que se conforme con ser panfleto o manifiesto. Lo que se intenta, normalmente, es crear una paradoja visual que ponga en tela de juicio la convicciones, tenidas por inconmovibles, de nuestra sociedad. Sólo así, con la denuncia de sus contradicciones, evidentes y al mismo tiempo invisibles, es posible articular una solución a nuestros problemas, emprender el camino que lleva a ella, de ordinario vedado por esas mentiras convenientes.
No obstante, todo arte conceptual se enfrenta a un grave riesgo: tornarse críptico, autista, como la abstracción intelectual contra la que se rebeló. Extraño destino para un modo que es eminentemente político, pero que en demasiados casos acaba siendo contemplado con indiferencia por el mismo público al que quiere incitar a la acción. Nadie ha compartido la broma con el espectador, para quien los objetos representados, resiginificados, no adquieren otro sentido que el que les es propio, sin apuntar al verdadero blanco deseado por el artista. No es así en el caso de López Cuenca, cuyas puyas son claras y certeras, al menos para un español, o por extensión un europeo, de estas últimas décadas.
L'existence d'un tel lien entre gauche et postmodernisme constitue a première vue un sérieux paradoxe. Durant la majeure partie des deux dernières siècles, la gauche s'est identifiée à la lutte de la science contre l'obscurantisme: elle a cru que la pensée rationnelle et l'analyse objective des réalités naturelles e sociales étaient des outils essentielles pour combattre les mystifications propagées pour ceux que détiennent le pouvoir, tout en étant par ailleurs intrinsèquement désirables. Mais durant ces vingt dernières années, un bon nombre d'intellectuelles de gauche, surtout aux États-Unis se sont détournes de cet héritage des Lumières et ont adhéré a un forme ou outre de relativisme cognitif. C'est sur les causes de cet détournement historique que nous nous interrogeons.
Jean Bricmont, Alan Sokal, Imposturas Intelectuales.
La existencia de ese vínculo entre la izquierda y el postmodernismo constituye, a primera vista, una importante paradoja. Durante la mayor parte de los dos últimos siglos, la izquierda se ha identificado con la lucha de la ciencia contra el obscurantismo: ha creído que el pensamiento racional y el análisis objetivo de la realidad natural y social eran herramientas esenciales para combatir los engaños propagados por quienes detentaban el poder, siendo estas herramientas, por otra parte, intrínsicamente deseables. Sin embargo, durante los últimos veinte años (el libro fue escrito a finales de la década de 1990) una buena parte de los intelectuales de izquierda, en especial en los Estados Unidos, se han apartado de la herencia de la ilustración y se han adherido a un modo u otro de relativismo intelectual. Las causas de esta separación es sobre las que nos planteamos nuestro análisis.
Al leer este libro, me sorprendió el descubrir lo próximo que estaba de las posiciones de sus autores. No era algo inesperado. Yo también, como ellos, había recibido una sólida formación científica, que aun hoy condiciona la manera en que contemplo la realidad. Por otra parte, cuando se produjo mi alineamiento político, era aún tiempo de socialismos científicos, ésos que creían que el paraíso futuro habría de obrarse mediante las herramientas de la razón y el conocimiento. Descubriendo las leyes que regían el mundo para transformarlas en nuestro beneficio, no sólo en lo que se refería a nuestro bienestar material, sino también en los aspectos sociales y morales. Pueden imaginar, por tanto, mi desconfianza, casi repulsión, hacia el relativismo postmoderno, para el que todo es igual de válido y razonable, incluida la opresión, siempre que la ejerzan los que llamamos nuestros. Aunque, a fin de cuentas, de esa enfermedad adolecía también la izquierda "seria" e "ilustrada" de décadas anteriores, tan pronta en justificar los crímenes de sus afines.
Pero vayamos por partes. A los autores del libro no les movió ningún tipo de cruzada política, sino su disgusto hacia lo que, alegaban, era voluntario esfuerzo por obscurecer la expresión en ciertas ramas de las humanidades y las ciencias sociales. Las contagiadas, precisamente, por los nuevos aires del postmodernismo. Nieblas y cortinas de humo que en el mejor de los casos lo que ocultaban era el vacío, las naderias y la indigencia de su proponente, mientras que en otros eran disfraz para adelantar ideas dañinas. Para demostrarlo, como si se tratara de una broma de estudiantes, decidieron presentar a una prestigiosa revista un artículo que no era otra cosa que una colección de absurdos, escritos con la jerga de la disciplina atacada. Para su sorpresa, el artículo fue publicado e incluso recibió críticas elogiosas... Hasta que se descubrió el engaño, claro.
Wir alle verfügen ja über die ganz besonders eigentümliche Gabe, eventuell mit einmal hinfällig zu sein, mit anderen Worten, in Bezug auf die Kräfte, die Gesundheit plötzlich zu verlieren, und ich bin der Meinung, wir alle sollten mit dieser Möglichkeit zu rechnen. « Unkraut verdirbt nicht », ist so ein hergebrachtes, gleichsam altehrwürdiges Sprichwort, mit dessen Erwähnung ich selbstverständlich nicht sehr viel, womöglich überhaupt nichts gesagt haben will. Dieses Sprichwort ist mir nur soeben eingefallen. Was ich beifügen sollen, ist dieses: Eine Bürgersfrau, so wurde mir hintergebracht, habe sich über mich da und da erkundigt und bezüglich meines Charakters und meines Benehmens die Befriedigendste Auskunft eingeheimst oder erhalten. Die Benachrichtigung dieses ganz geringfügigen Auskunftseinholungsmomentes hat mich gefreut, ich gestehe es offen. Ich bin also in den Augen von Leuten, in deren Gesellschaft oder in deren Nähe ich Zeitweise lebte, d.h. Zeit verschwendete und verbrachte, einer, mit dem sich umgehen lässt. « In Ihren Bücher » so sagte mir ein hochgeachteter Herr Verleger, « lebt etwas in gewisser Hinsicht zu Rosiges, Fröhliches, was Ihnen mancher Leser übelnehmen kann, worauf Sie sich gefasst machen wollen »
Robert Walser. Microgramas
Todos nosotros disponemos de una virtud característica completamente especial, de tarde en tarde ser débiles por una vez. En otras palabras, en relación a nuestras fuerzas, perder repentinamente la salud, y soy de la opinión que todos debemos contar con esa posibilidad. « Mala hierba nunca muere » es un dicho tan antiguo y digno, y al mismo tiempo tan tradicion, que yo, con esa expresión no tengo mucho que decir, en general quizás nada. Este refrán sólo me ha venido a la mente. Lo que quiero añadir es esto: La esposa de un burgués, así se me dijo en secreto, se ha interesado, aquí y allá, por mí y en relación a mi carácter y mi comportamiento ha procurado conseguir y obtener información, la más satisfactoria. La notificación de ese ínfimo momento de recolección de información me ha llenado de alegría, lo confieso abiertamente. Estoy por tanto en boca de las gentes, de cuya sociedad formo parte o en cuya contemporaneidad vivo, es decir, soy uno al que evitan aquellos con los que malgasto y paso el tiempo. « En sus libros » me dijo un respetado editor « habita algo demasiado alegre, de color de rosa, que algunos lectores pueden tomarse a mal y por ello guardarle rencor »
Con demasiada lentitud voy avanzando en la lectura de los microgramas de Robert Walser. No porque me disgusten, ya saben que este escritor suizo es uno de mis favoritos, sino por su dificultad. Provocada en gran parte por el estado de oxidación de mi alemán, cada vez más deteriorado, pero también por las circunstancias que rodean a la composición de esa sección de la obra Walseriana y su carácter de experimento sin concesiones. Más allá de una modernidad literaria que aún no había agotado sus posibilidades, rayano en el postmodernismoposterior, mucho antes de que ese termino aún existiese.
Le aviso con antelación, para que no se me asusten: A mí, Andy Warhol me aburre.
No es porque no me guste el Pop Art. Al contrario. Dos artistas por los que siento gran admiración son Robert Rauschenberg y Richard Hamilton. Sus obras me parecen plenas de significado, pertinentes en su visión ácida de un siglo en el que sólo importa la publicidad y la comercialidad, el aparentar y el saber venderse al mejor precio. Sin contar con que ambos consumieron sus carreras en buscarse a sí mismos, proceso en el que se reinventaron varias veces. Con mayor o menor fortuna, cierto, pero siempre buscando en ese riesgo la fuente de su creatividad. De su integridad, podemos decir.
Warhol por el contrario me parece un artista que encontró una fórmula, al principio de su carrera, y ahí se quedó, repitiéndola hasta el hastío y la irrelevancia, copiándose a sí mismo sin reparos ni vergüenza. Impresión que no se ha visto contradicha durante mi visita, esta mañana, a la muestra que se acaba de abrir en el CaixaForum Madrileno, de nombre Warhol: El arte mecánico. Todo lo contrario, más bien se ha visto reformada y confirmada. Aún más por su conjunción con la exposición sobre Chirico que se puede ver en el mismo edificio, ya que este pintor es otro artista cuya obra se quedó congelada en un estilo muy particular. Mejor dicho, que no supo evolucionar, de manera que sus cuadros sólo me gustan cuando se retoma a su modo antigo, casi autoplagiándose.
Me podrán decir que ahí precisamente está la gracia. Que el descubrimiento de la serie infinita, unida a la eliminación de todo significado intera, fuera del de reproducción de iconos popularwes, es una conquista estética de primera categoría. Especialmente apropiada, incluso más que en los sesenta, para un tiempo como el nuestro, donde cualguier intento de gradación, de categorización de lo importante frente a lo intranscendente desde un punto de vista estético, se ha vuelto estéril. Es más, se mira con sospecha, bien como intento de imposición, bien como ejercicio de presunción. Y les tendré que dar la razón. Porque Warhol es una de las personalidades decisivas en el arte occidental de la segunda mitad del siglo XX. Aunque no nos guste. Ni él, ni el mundo en que nos vemos forzados a habitar.
Recuerdo un libro que preparé para un inspector extraordinario y plenipotenciario. Cada página estaba coloreada con un tono distinto. Lo recuerdo presentando la primera hoja, sin duda ante los funcionarios inferiores, una página con sólo dos sellos triangulares. Los guardas de las puertas abrían los pernos a regañadientes. Y luego, con un leve giro, mostraba la segunda hoja, en verde, ahora frente a los rígidos funcionarios. Luego, en la mesa del cuartel de guardia arrojaba la tercera y cuarta página, de un blanco deslumbrante, con el gran sello redondo, rojo sangre. Lo miraban atentamente, temblando, y saludaban mientras el hombre avanzaba hasta la puerta principal, donde estaba el Guardián General de las Puertas, que un momento antes permanecía inaccesible, metido en un uniforme bellamente adornado con gotas de oro, en ese momento empapado en sudor por el celo oficial puesto en la tarea, y el sonido de la cerradura abriéndose y mezclándose con el tintineo de las medallas sobre su pecho. Y el anciano es una imagen militar, alzando su brillante espada, honrando no a la persona que cruza el umbral sino al documento que el emisario lleva en mano. ¡Que delicia el pensamiento de ese trasiego maravilloso de los salvoconductos, esas crecientes dosis de "poder perfectamente legal"! ¡Ni las escenas de batallas de Sienkiewicz, ni ningún rugido de cañones podrían igualar jamás el murmullo de los Cupones de Poder colocados sobre la mesa gris entre los muros grises del castillo! No puedo llegar a comprender la magia oculta en el Gran Sello, pues en su centro reposa el mismísimo Signo Secreto, esto es, un "código sin clave", lo que significa que quien lo lleva tiene que ser un emisario del Innombrable.
Stanislaw Lem, El castillo alto.
Ya sabrán de mi profunda admiración por Stanislaw Lem. Le considero como uno de los grandes de la literatura del siglo XX, opinión que no está más extendida, me temo, debido a su catalogación como autor de ciencia ficción. Un genero en el que pueden encuadrarse la mayoría de sus obras, pero en el que encaja mal, dada su tendencia a sobrepasarlo y transcenderlo. De hecho, siempre fue una presencia excéntrica en ese mundo, alejado de la tendencia al travestismo que lastra la mayor parte de la ciencia-ficción occidental, a la que que criticó sin piedad. Antes incluso de la decadencia reciente del género, que poco a poco ha ido derivando en fantasía con toques tecnológicos o space-opera que recicla el género de aventuras.
Por el contrario, Lem siempre perteneció a la sección más "dura" del genero, aquélla que pretendía desarrollar los problemas morales y sociales que se suponía acarrearían los avances tecnológicos, intentando plasmarlos con lógica férrea y una coherencia no menos sólida. Las obras de Lem, por tanto, siempre pueden reescribirse como ensayos filosóficos puros - una de sus obras más importantes, Summa Technologia, es precisamente esto -, cuya peripecias narrativas son la ilustración de esos dilemas y de las consecuencias que de ellos derivarían. De ahí, precisamente, surge el mayor defecto de la obra de Lem, la debilidad de sus personajes, meros vehículos para el desarrollo de sus tesis, pero esto se ve compensado por dos virtudes esenciales. Primero, sus dotes para inventar mundos complejos, laberínticos y aún así coherentes, cuyos detalles es capaz de describir con intensidad casi obsesiva, hasta hacerlos plausibles. Hasta conseguir, en definitiva, que podamos verlos. El segundo, ser capaz de seguir el desarrollo lógico de sus postulados hasta el propio absurdo, sin permitirse trampas ni traiciones, sino resaltando y remachando las contradicciones en ellos ocultos.
Especialmente aquéllas que no somos capaces de ver. O no queremos.
Ya sabrán de mi admiración por la política de exposiciones del MNCARS. Desde hace ya por lo menos una década, se ha embarcado en trazar la historia del arte occidental de 1950 hasta el presente, un tiempo que, en la memoria del aficionado, suele quedar bastante borroso, cuando no confuso. Fuera de algunos hitos esenciales, el expresionismo abstracto de Pollock y Rothko, o el pop de Warhol y Rauschenber, el resto suele quedar reducido a un batiburrilo de fenómenos contradictorios que no llegan a emular los logros de la vanguardia plena. Aquella que dominó Europa de 1880 a 1940, que fue combatida por los totalitarismos de izquierda y de derecha, y que ahora ha adoptado los ropajes de un nuevo clasicismo. Otra nueva síntesis, por tanto, frente a la del renacimiento y el barroco.
Sin embargo, esa aparente caída en la calidad - y repercusión - del arte contemporáneo es sólo ilusoria, como bien viene demostrando el MNCARS en sus exposiciones. En concreto, durante este verano, con cuatro muestras que voy a tener que comentar muy superficialmente, a pesar de su importancia. La más relevante, por su cercanía, es la dedicada al NSK, Neue Slovenische Kunst o Nuevo Arte Esloveno, cooperativa artística fundada en ese país en los años 80 y formada por tres facciones, Laibach, grupo de rock industrial cercano al punk, IRWIN centrado en las artes plásticas y SNST (Teatro de las hermanas de Escipión Násica), en las artes escénicas y que luego se reencarnó en el Teatro Cosmocinético Piloto Rojo y el en Gabinete Cosmocinético Noordung.
Otros historiadores adoptan el punto de vista opuesto al de la gran discontinuidad. destacando el hecho de que gran parte de los aspectos más característicos de nuestra época se originaron, en ocasiones de forma totalmente súbita, en los decenios anteriores a 1914. Buscan esas raíces y anticipaciones de nuestra época, que son evidentes. En la política, los partidos socialistas, que ocupan los gobiernos o son la primera fuerza de oposición en casi todos los estados de la Europa occidental, son producto del período que se extiende entre 1875 y 1914, al igual que una rama de la familia socialista, los partidos comunistas, que gobiernan los regímenes de la Europa oriental.* Otro tanto ocurre respecto al sistema de elección de los gobiernos mediante elección democrática, respecto a los modernos partidos de masas y los sindicatos obreros organizados a nivel nacional, así como con la legislación social. Bajo el nombre de modernismo, la vanguardia de ese período protagonizó la mayor parte de la elevada producción cultural del siglo xx. Incluso ahora, cuando algunas vanguardias u otras escuelas no aceptan ya esa tradición, todavía se definen utilizando los mismos términos de lo que rechazan {posmodernismo). Mientras tanto, la cultura de la vida cotidiana está dominada todavía por tres innovaciones que se produjeron en ese período: la industria de la publicidad en su forma moderna, los periódicos o revistas modernos de circulación masiva y (directamente o a través de la televisión) el cince Es cierto que la ciencia y la tecnología han recorrido un largo camino desde 1875-1914, pero en el campo científico existe una evidente continuidad entre a época de Planck. Einstein y el joven Niels Bohr y el momento actual. En cuanto a la tecnología, los automóviles de gasolina y los ingenios voladores que aparecieron por primera vez en la historia en el período que estudiamos, dominan todavía nuestros paisajes y ciudades. La comunicación telefónica y radiofónica inventada en ese período se ha perfeccionado, pero no ha sido superada. Es posible que los últimos decenios del siglo xx no encajen ya en el marco establecido antes de 1914, marco que, sin embargo, es válido todavía a efectos de orientación.
La Era del Capital, 1875-1914, Eric Hobsbawn
Si fuera historiador, creo que me alinearía del lado de esos otros historiadores que menciona Hobsbawn en la última entrega de su trilogía sobre el siglo XIX. Sé que es casi un dogma definir el siglo XIX como un siglo largo, que comenzaría en algún año de la década de 1780 y concluiría con el inicio de la Primera Guerra Mundial en el siglo XX. Sin embargo, excepto en lo que se refiere a la aparición del totalitarismo como categoría política tras esa guerra y el comienzo de la era atómica a finales del siguiente conflicto mundial, soy de la opinión que las ideas que gobernaron el siglo XX tuvieron su origen en las décadas anteriores a 1894. En concreto, a partir de 1880 - 1900 como muy tarde - y con reprecusiones en todos los aspectos políticos, científicos, culturales y artísticos.
Unas fechas a las que deberíamos retrotraer el inicio del siglo XX, quedando 1914 (o 1917, si lo prefieren) como punto de no retorno de esa metamorfosis
Ciertos fotógrafos gozan de una extraña fama . Los conocemos sin saber sus nombres, porque algunas de sus imágenes se han vuelto auténticos iconos pop, reproducidas hasta la saciedad. Son reconocibles por todos, forman parte de la memoria colectiva contemporánea, pero se han desligado de la persona que los hizo, sin que quede en esas imágenes nada del carácter del artista, ni de su carrera posterior. Reducidos ambos a esa imagen y ese momento.
La lista de fotógrafos borrados por una de sus obras sería interminable. Del beso de Robert Doisneau al Miliciano de Robert Capa, pasando por el retrato del Ché de Alberto Korda. Es también el caso de Philippe Halsman, de quien se puede visitar una amplia retrospectiva en el Caixaforum madrileño, cuya figura ha quedado reducida en ese recuerdo popular a una famosa fotografía de Salvador Dali. Ésa en que aparece pintando en una ingravidez insólita, rodeado por gatos voladores y corrientes de agua que se retuercen como cuerdas.
Sin embargo, más importante que ese eclipse forzado, es el hecho de que Halsman, como Dali, pertenece a un tipo de artista moderno lindante con la postmodernidad: aquél que va a utilizar las formas de la vanguardia de manera empresarial. No como oposición y revuelta contra un orden y una normativa, ya sean políticas y estéticas, derivando en un apartamiento orgulloso, al mismo tiempo elitista y comprometido; sino modificando y adaptando esas formas vanguardistas de manera que sean aceptables por el gran púbico. Fácilmente comercializables y de beneficio asegurado.
Falso anuncio de falsa venta por falsa quiebra del falso Museo de Arte Moderno creado por Marcel Broodthaers
Mientras que algunas instituciones, como la Thyssen o la fundación Mapfre, parecen competir en ver quién trae más impresionistas a sus salas, otras, afortunadamente, intentan ir un poco más allá, ofreciendo nuevas visiones y experiencias a quienes, como yo, no pasan de aficionados con interés. De una de estas exposiciones distintas, y por ello mismo imprescindibles, ya le hablé hace un par de semanas, con ocasión de la muestra de Arte Sonoro que se puede visitar en la Juan March.Otra no menos interesante y no menos esencial, es la que se ha abierto en el Reina Sofía, dedicada al artista belga Marcel Broodthaers.
Desde un punto de vista clásico, incluso para los admiradores de unas vanguardias históricas domesticadas ya hace mucho, Broodthaers puede parecer un artista plástico inclasificable e incómodo. Uno de tantos que se dedica a crear obras opacas. crípticas, cuyas claves sólo las conoce él, nadie más. En ese sentido, su primer rasgo discordante es que se trata de un creador que convirtió un fracaso inicial personal, completo y casi definitivo, en un triunfo deslumbrante.
Su primera vocación fue la de escritor, en concreto, de poeta, de cuya frustración habría de surgir un tipo de arte que se regodeaba y gozaba en las mismas derrotas que había sufrido. Esa caída inicial tiene fecha y es fácil de trazar, ya que cuando uno de los libros de poesía de Broodthaers no llegó a venderse, él artista procedió a una destrucción ritual de los ejemplares devueltos. Sin arredrarse, ni desanimarse, tachó las líneas de sus poemas, cubrió las páginas con láminas de madera, e incluso sumergió ejemplares enteros en cemento.
Lo que no se había querido leer, ahora sería ilegible para siempre. Con esa acción, esos versos fallidos eran dotados de significado, se transmutaban en una nueva categoría artística. Única y plena.
Si se analiza el nuevo estilo se halla en él ciertas tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende: 1º, a la deshumanización del arte; 2º, a evitar las formas vivas; 3º, a hacer que la obra de arte no sea, sino obra de arte; 4º, a considerar el arte como juego, y nada más; 5º, a una esencial ironía; 6º, a eludir toda falsedad, y, por tanto, a una escrupulosa realización. En fin, 7º, el arte, según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna.
José Ortega y Gasset, La deshumanización del arte.
Es un hecho innegable que todo español de cierta edad, sea de izquierdas o de derechas, ha caído en cierto momento bajo el hechizo del pensamiento orteguiano. Yo mismo, durante mi adolescencia, devoré libro tras libro de este filosofo y recuerdo que sus palabras me parecían la verdad revelada. Estaba yo, es cierto, en ese periodo vital en que uno descubre el amplio e inacabable mundo del pensamiento, pero cuando aún cree equivocadamente que los pensadores no se contradicen entre sí, que todos los libros en realidad narran la misma verdad, sólo que en diferentes formas y manifestaciones.
Con el tiempo pierde uno ese entusiasmo y esa fe juvenil. No sé si para bien o para mal, pero se vuelve uno escéptico, desengañado, desconfiado, cambios que no benefician a la apreciación de nuestros amores de juventud. A algunos, les perdonamos sus flagrantes errores, sus claros patinazos, y seguimos amándoles, aunque sea a regañadientes. Otros se tornan intragables, enfadosos, hasta un punto que casi debemos obligarnos a terminar su lectura, por mero rigor y respeto, en vez de arrojarlos a un rincón. Siendo menos dramático, a relegarlos a un rincón de la biblioteca, de donde no volveremos a sacarlos.
Así me ha ocurrido con Ortega, cuyo pensamiento cada vez me parece más caduco, irrelevante para nuestro desquiciado presente. Mejor dicho, acertado en sus diagnósticos, que aún podrían ser válidos a pesar del tiempo transcurrido, pero errado sin remedio en su tratamiento y curación, que se reduce a unas cuantas vaguedades ingeniosas de mínima aplicación práctica.
Dentro de esos diagnósticos certeros que se traducen en inoperancia, el ensayo de 1925, La deshumanización del arte, ocupa un lugar especial dentro de la literatura y el pensamiento hispano, al lado de España Invertebrada y La rebelión de las masas. De hecho ha tenido una influencia muy superior a su breve extensión y ha servido tanto para definir el arte moderno en nuestro ámbito cultural, caracterizado por esa deshumanización del título, como para de ser utilizado para su defensa y su rechazo.
Lástima que, leído ahora, cercano el siglo de su publicación y cuando la modernidad hace ya mucho que murió, este ensayo dé la impresión de haber sido escrito por alguien muy sabio y muy sensato que no llegó a enterarse muy bien de qué iba la fiesta.
Habiéndose disuelto así las dos formaciones opuestas, el Abad dio una orden y Salomón empezó a poner la mesa, Santiago y Andrés trajeron un fardo de heno, Adán se colocó en el centro, Eva se reclinó sobre una hoja, Caín entró arrastrando un arado, Abel vino con un cubo para ordeñar a Brunello, Noé hizo una entrada triunfal remando en el arca., Abraham se sentó debajo de un árbol, Isaac se echó sobre el altar de oro de la iglesia, Moisés se acurrucó sobre una piedra, Daniel apareció sobre un estrado fúnebre del brazo de Malaquías, Tobías se tendió sobre un lecho, José se arrojó desde un hoyo, Benjamín se acostó sobre un saco, y además, pero en este punto la visión se hacía confusa, David se puso de pie sobre un montículo., Juan en la tierra, Faraón en la arena (por supuesto, dije para mí, pero ¿por qué?), Lázaro en la mesa, Jesús al borde del pozo, Zaqueo en las ramas del árbol, Mateo sobre un escabel, Raab sobre la estopa, Ruth sobre la paja, Tecla sobre el alfeizar de la ventana (mientras por fuera aparecía el rostro pálido de Adelmo para avisarle que también podía caerse al fondo del barranco), Susana en el huerto, Judas entre las tumbas, Pedro en la cátedra, Santiago en una red, Elías en una silla de montar, Raquel sobre un lío. Y Pablo apostol, deponiendo la espada, escuchaba la queja de Esaú, mientras Job gemía en el estiércol y acudían a ayudarlo Rebeca, con una túnica, Judith, con una manta, Agar, con una mortaja, y algunos novicios traían un gran caldero humeante desde el que saltaba Venancio de Salvemec, todo rojo, y empezaba a repartir morcillas de cerdo.
Umberto Eco, El nombre de la rosa.
Mi relación con esta famosa novela ha sido una historia de desencuentros. Mi primer contacto con ella fue a través de la versión cinematográfica que en 1986 dirigió Jean-Jacques Annaud. Esta adaptación me pareció bastante bien trabada, fluida y efectiva, tanto, que cuando leí finalmente la novela, no me gusto en absoluto. La veía demasiado aficionada a las digresiones intempestivas, propias de un sabelotodo que quería mostrarcuánto sabía y con cuánta profundidad, sin que quedase lugar a dudas. Quedó por tanto arrumbada a la categoría de éxitos inexplicables, que pronto desaparecerían de la memoria colectiva en cuanto se pasase la fiebre que habían provocado
Mucho ha llovido desde entonces y hemos pasado a vivir en una época dominada por best sellers deleznables - pongan aquí el nombre de su escritor de moda favorito -, a los que no sé si mejoran o empeoran las horribles traducciones con que se editan. Por otra parte, no he vuelto a ver la película, pero por lo que recuerdo me da que era muy proclive a la exageración y, sobre todo, a reducir la complejidad y frondosidad de la novela a unos cuantos trazos de brocha. Basta un ejemplo. Aún recuerdo la hilaridad de uno de mis amigos al constatar lo absurdo del debate teológico que tenía lugar a mitad del metraje sobre sí Cristo tenía una bolsa de dinero o no, Le tuve que explicar las consecuencias políticas que ese problema abstracto tenía sobre la sociedad medieval, es decir, sí la Iglesia estaba autorizada por la divinidad a poseer riquezas y acumularlas.
Por supuesto, todo esto y mucho más está perfectamente explicado y engarzado dentro de la larga novela de Eco. Si a eso añadimos que está magníficamente escrita, al contrario que los éxitos modernos, no deberían extrañarse si les confieso que me he reconciliado con el escritor y su relato. Un cambio que tiene su origen en mi lectura tardía de El péndulo de Foucault, obra plena de humor irónico y amargo, auténtica diatriba contra la fiebre pseudociéntifica y esotérica que aqueja a nuestra sociedad, cuyo mejor ejemplo son las novelas plúmbeas de Dan Brown. Sin haberla leído - el Péndulo, digo, no las brownadas - jamás me hubiera decidido a leer El nombre de la rosa, ni la hubiera disfrutado tanto.
Al mismo tiempo, sus interpretaciones (las de los libros de texto de los años 80 y 90) de la crisis del siglo XX divergían sutilmente, reflejando la erosión de la memoria social hegemónica que había facilitado la transición. Los libros de texto progresistas achacaban ahora el comienzo de la guerra a la conspiración militar en vez de al fracaso de la República, y aprovechaban recientes investigaciones de archivo para rescatar del olvido a las víctimas de la guerra y el franquismo. Aportaban cálculos de la cantidad de gente ejecutada, encarcelada y purgada por el régimen franquista, resucitaban la memoria de las guerrillas y del gobierno republicano en el exilio y juzgaban la autarquía económica teniendo en cuenta su desigual impacto sobre los españoles. Al hablar de la época del desarrollismo, recordaron las persistentes desigualdades económicas y sociales, la reemergencia de la "sociedad civil" y la fuerza creciente de la oposición democrática. Por el contrario, los libros de texto más conservadores se aferraron al mito según el cual la guerra era una tragedia colectiva, en la que ambos bandos eran igualmente culpables, y atribuían al "Estado franquista" el mérito de haber conseguido la estabilidad política y la modernización económica y social que posibilitaron la exitosa transición a la democracia. En cualquier caso, en términos generales sólo había ligeras diferencias de tono y enfoque, y lo que subyacía era una interpretación consensuada que relegaba a la Dictadura a una fase anterior de la vida nacional, superada ya por dos décadas de democracia constitucional.
José Álvarez Junco, Gregorio de la Fuente, Carolyn Boyd y Edward Baker. Las historias de España. Tomo XII de la Historia de España Fontana/Villares
Con este tomo acabo mi lectura en paralelo de las dos historias de España con las que llevo dándoles la lata este último año: la inglesa dirigida por John Lynch y la española de Fontana/Villares. Termino por ahora, ya que de esta última aún queda el tomo dedicado a la transición que no hace más que retrasarse, así que no escribiré todavía unas conclusiones generales de ambas. Sí les diré que la Fontana/Villares tiene para mí dos defectos principales que se convierten en uno: centrarse en el sujeto España estricto que lleva a desequilibrar su narración en beneficio de la historia contemporánea.
Ninguna de estas dos decisiones metodológicas es especialmente grave, puesto que, en realidad, España como actor histórico no comienza a ser hasta la segunda mitad del siglo XVI; mientras que la historia reciente, los siglos XIX y XX, es la más importante desde un punto de vista actual, por su obvia influencia y repercusión en los conflictos del presente. Sin embargo, me parece que se ha perdido una oportunidad de realizar una historia de la península Ibérica en la que se rompa con el tono localista, para poner en relación entre sí, por el contrario, los diferentes pueblos que la habitaron y conquistaron, además de considerar las muchas influencias externas, de Europa y África, que influyeron en su formación. Algo que se deja de lado en la mayoría de las narraciones - curiosamente, no en la de Lynch - y sin lo cual es inexplicable la historia de este país... o lo que queda de él.
No obstante, el peor defecto es que la historia Fontana/Villares fue escrita en un momento muy preciso, el previo a la crisis económica que arrasó el mundo en 2009, coincidente la quiebras del sistema de la segunda restauración en España, que aún no se sabe si está tocado de muerte o podrá reformarse y sobrevivir. Ese haber sido compuesta antes de la catástrofe lleva a que en ocasiones adopte un excesivo tono triunfalista, como si España se hubiera liberado y para siempre al fin de las maldiciones y fantasmas del pasado, mientras que en los últimos años éstos han vuelto a resurgir con todo su poder, llegando incluso a poner en cuestión las conquistas de una democracia que se creía fuerte, segura y permanente.
Donde más se notaba ese tono de victoria sin fundamentos, de elogios vanos, era en el tomo anterior, que en en gran parte de su contenido oscilaba entre lo intragable y la amargura retrospectiva. Sí hubiera sido la conclusión de la obra, mi impresión de ella habría sido aún más negativa, pero por suerte el autentico cierre es el tomo XII que les comento ahora, un ejercicio de metahistoria donde se utiliza lo mejor y más provechoso de la revolución postmodernista, aplicado en narrar una historia de como se ha narrado la historia de España a lo largo de los siglos.
Aunque ya he hablado del compositor ruso Alfred Schnittke en esta serie de entradas y volveré a hacerlo del italiano Luciano Berio, creo que comparar dos de sus sinfonías es bastante esclarecedor. No porque sean polos opuestos, obras incompatibles, sino porque la primera del ruso y la única del italiano, compuestas respectivamente en 1969/72 y 1968/69, presentan claras similitudes. Mejor dicho, representan a la perfección un momento histórico preciso y determinado: la quiebra de la modernidad y sus substitución por el posmodernismo. Porque el todo vale postomodernista, el todo es lo mismo, nada se logra ni alcanzará de manera alguna, es precisamente el sentir que mejor define nuestro tiempo presente, encuadrado entre dos crisis, la del petróleo de 1973 y la financiera de 2008.
No hay que pensar tampoco que se trate de obras similares, ni mucho menos que el más joven de ellos, Schnittke, haya copiado a su predecesor, Berio. Ambos compositores son artistas de gran originalidad, la suficiente para interpretar el espíritu de los tiempos a su manera propia y personal. Berio construye así lo que podría interpretarse como una burla descarnada de la modernidad, convirtiendo en blanco de sus ataques el último periodo de la música clásica que ha sido reconocido y aceptado de forma general como válido por los aficionados, antes de que las muchas vanguardias, el dodecafonismo y la eclosión de la música pop rompieran el consenso y el canón.