En puridad, esta entrada no debería ser necesaria.
Me explico, si se le preguntara a cualquier cinéfilo (bueno, no a cualquier cinéfilo, a aquellos interesados por salirse de los caminos trillados, llámense clasicismo o Nouvelle Vague) quien es Jan Svankmajer, la respuesta sería unánime, uno de los creadores más originales del último tercio del siglo XX y de este turbulento comienzo de milenio.
Hasta ahí bien.
Pero si se les preguntase hacer una lista de sus favoritos, seguramente el nombre del cineasta checo no aparecería, simplemente porque nos encontramos con una autor que se ha dedicado a la animación (o por decirlo de otra manera, sin ella, sus obras serían incomprensibles sin las secciones y glosas animadas con las que las llena) y la animación ya se sabe, es la hermana fea del cine, algo que, si creyéramos en el crítico francés Daney, deberíamos considerar como su mayor enemigo.
No se acaba ahí la cosa. Otra de los rasgos de Svankmajer que impide que tenga mayor fama, es que constituye una excepción en el panorama cinematográfico. Él es quizás el último de los surrealistas y alguien que ha mantenido ese surrealismo de manera constante, perenne y consistente en toda su obra, algo que personalidades no menos importantes, como Buñuel, no pudieron conseguir. El hecho de cultivar un movimiento artístico que está irrevocablemente unido a la primera mitad del siglo XX, provoca que a pesar de la importancia de sus creaciones, Svankmajer no cuente ni con seguidores, ni con teóricos, ya que su arte no es la moda del momento, ni parece constituir la punta de lanza de la vanguardia, ese concepto vacío de contenido desde hace decenios.
Una conjunción de factores, la de utilizar la animación, la de cultivar un estilo que parece ya pasado, y hacerlo con la fuerza e integridad de un moderno, no la ironía y el desapego de un postmoderno, junto con el estar apartado de las modas del momento y seguir su propio camino pese a quien pese (una de las mayores paradojas de Svankmajer es que su libertad se haya mantenido durante años a pesar de dos tiranías, la comunista y la del mercado) que provocan que no levanten airadas disputas por su figura, ni se esperen sus películas con anticipación, sino que están pasan sin ruido, a pesar de seguir produciéndolas regularmente y sobre todo, a pesar de superar con creces a multitud de naderías y banalidades, que llenan las páginas de los periódicos y hacen escribir y discutir con pasión a críticos, analistas y teóricos.
Pero así es el mundo... y seguramente Svankmajer se encogería de hombros y seguiría trabajando.
Sin embargo, de lo que yo quería hablar es de una de sus creaciones, concretamente de Faust, que he visto este último fin de semana y con la que he completado la visión completa de la obra de este autor. Una adaptación que plantea multitud de problemas, no siendo el menor la lejanía de su contenido temático, ya que todo ese mundo religioso, el de dios y el diablo compitiendo por las almas de los hombres, combatiendo entre sí, y utilizando como campo de batalla la tierra, nos es completamente extraño, algo en lo que ya no creemos, que no tiene realidad ninguna, y que sólo podría ser actualizado (horrible palabra) con las armas del postmodernismo, es decir, la ironía, el desmontaje, hasta convertirlo en un esqueleto limpio de carne, en algo tan de circunstancias que sería olvidable antes incluso de verlo.
No obstante, todo el que haya leído la leyenda de Fausto, sabe que en ellas hay algo más que religión (y religión cristiana, para más señas), lo que mueve este conflicto entre cielo e infierno, este combate por el alma de Fausto, son tensiones mucho más terrenales, la cercanía de la muerte, la conciencia de malgastar la vida, el deseo de aprovecharla al máximo, y por tanto la inutilidad del saber y la ciencia, cosas accesorias, frente a lo que es realmente importante, ya saben, eso. Algo muy cercano a la praxis surrealista, siempre dispuesta a mostrar como las corrientes subterráneas de nuestra existencia, quiebran la corteza con que nos abrigamos.
Una actualidad temática que explica como una leyenda completamente medieval, la del estudioso que vende su alma al diablo, tras una larga vida dedicada al estudio, para poder así vivir lo que no quiso vivir, haya conseguido su mayor repercusión en la época moderna, generando una multitud de versiones, desde Marlowe a Goethe, o fuera de la high culture, en el teatro de marionetas o en los cantos populares. Una variedad de fuentes que constituye un peligro añadido, ya que unas como la de Marlowe, son más carnales y desesperadas, mientras que otras, como la de Goethe, son más filosóficas y esperanzadas.
Unos peligros, la antigüedad del material y la variedad de aproximaciones, que Svankmajer sortea con una habilidad increíble. En primer lugar, aunque pueda parecer trivial, la acción de la película transcurre en el momento actual, pero un momento actual que, lentamente, va perdiendo su realidad, su objetividad, tornándose una fantasmagoría. Una transición que se consigue, de manera genial, diría yo, haciendo que nuestro hombre normal/futuro Fausto se embarque en una búsqueda laberíntica por una Praga llena catacumbas, en la que nunca se nos dice que es lo que se busca o porque, ni hay recompensas ni tesoros prometidos o esperados, sino que todo obedece a una malsana curiosidad, al deseo de salir de la rutina, de hacer algo distinto, aunque no se sepa qué.
Un camino en que las pistas son enigmas, cuya resolución no aporta nada, y que la mayoría de las veces, se dilucidan por absoluta casualidad (una llave en un bolsillo que coincide con el candado de un comercio) o por leyes ajenas a la experiencia del observador, pero que los participantes aceptan sin questionárselos, como suele ocurrir en las regiones que prefieren los surrealistas. Un viaje en que la transición de nuestro mundo racional y científico al mundo sobrenatural y fantástico, de la realidad a la irrealidad, se realiza mediante brutales cambios de escenario, como ocurre con la fantástica recreación del momento en que Fausto invoca a Mefistófeles
mediante la irrupción de la animación en el aquí y ahora, sin que haya razón ni lógica que lo justifique, como ocurre cuando se nos muestra uno de los objetivos nunca alcanzados de los alquimistas, la creación de un homúnculo en una redoma.
y sobre todo, porque ese viaje de nuestro hombre corriente/Doctor Fausto, se va convirtiendo poco a poco en una representación teatral, el paradigma de lo arbitrario y lo falso, tan aparentemente contrario a la realidad y verdad que proclama el cine.
una representación donde Fausto habla con marionetas a las que se les ven los hilos y las manos que las manejan
e incluso él se convierte en otra marioneta más, manejada por extraños, sometida a un destino del que no puede escapar (como nos ocurre a cualquiera de nosotros, por muy importantes que nos creamos)
o donde las mayores catástrofes no son recreadas hasta ser indistinguibles de los visto y vivido, sino que son representadas, mostrando la trampa y cartón, su falta de importancia y trascendencia, su vacío, la nada en que todas nuestras pasiones y grandezas se resuelven..
Y con esto llegamos al segundo punto, el de la utilización de las fuentes, porque lo que hace Svankmajer es aceptarlas todas, incluirlas dentro de su obra, ya sea Marlowe, Goethe, Gounod o los marionetistas checos, y tratarlas a todas con el mismo respeto. ¿Respeto, digo, hablando de un surrealista? Sí, porque, aunque Svankmajer, sea capaz de tomar la no muy buena opera de Gounod y darle un giro hilarante, casi propio de un Benny Hill, con bailarinas trillando en los campos...
en realidad se sabe, el último escalón de una larga tradición, que gravita sobre nuestro modo de entender la realidad y de la cual ninguno podemos escapar, y por tanto lo que hace es hablar siempre de lo mismo, sólo que de una manera nueva y distinta, actualizando de verdad lo pasado, trayéndolo al presente e insuflándole vida...
...y por lo mismo, ya se sabe que se quiere decir...
...para concluirlo con una auténtica Vanitas, al estilo de los pintores del renacimiento y el barroco, algo que todos hemos experimentado, el como todos los placeres, pasado el éxtasis, desembocan en suciedad y podredumbre...
...el presentimiento, la certeza, de nuestra pronta muerte, ya que sólo somos difuntos de vacaciones...
miércoles, 30 de abril de 2008
domingo, 27 de abril de 2008
Seeking the joke
Ayer por la mañana, estuve visitando la exposición Maximin, abierta en la sede de la fundación Juan March. Una exposición que propone una revisión de las aventuras minimalistas en el arte" contemporáneo" (una de las definiciones más desafortunadas que existan), pero que, supongo que a su pesar, se convierte en una reflexión sobre la incomprensión mutua entre artistas y público, que es casi el único carácter común a todo el arte presente.
Una incomprensión mutua que se debe a que, muchas veces, enfrentado al hermetismo, la obscuridad, los juegos conceptuales y formales, el espectador necesita que le expliquen el chiste, lo cual no puede realizarse únicamente con la obra, sino que necesita un comentario concreto y explícito por parte del artista y el crítico, casi como si la obra fuera en realidad un comentario a un comentario, un añadido prescindible por tanto.
O dicho de otra manera, si cuando se visita un museo de pintura o escultura antigua, es posible formarse una idea clara de las intenciones y objetivos de los artista, simplemente observando lo allí expuesto, esto no es posible con la visita a un museo de arte contemporáneo. No por alguna deficiencia, defecto o carencia entre los artistas del pasado y del presente, sino simplemente porque el artista del pasado trabajaba dentro de un estilo más o menos común, y por tanto, el espectador puede fácilmente reconocer, al contemplar obras similares, las virtudes y las carencias de cada estilo, las diferencias y capacidades de cada artista, y por lo tanto, convertirse en su propio crítico, necesitando únicamente la consulta del auténtico aparato crítico, para confirmar o rebatir sus impresiones.
Este autoaprendizaje es casi imposible en el caso del artista contemporáneo, al cual se le supone que debe buscar, obligatoriamente, so pena de no merecer el nombre de artista, un estilo propio u diferenciador, hacer uso de la libertad y originalidad que suponemos la medida del arte que merece la pena. De esta manera, cada obra expuesta en el museo se encuentra, en cierta manera, aislada, separada de las otras, encerrada en sí misma, en su propia soledad, y obliga al espectador a venir ya preparado, a conocer de antemano lo que viene a contemplar, a leer y estudiar las opiniones críticas y los estudios históricos, buscando que la obra le confirme todo lo que ha aprendido, y sintiéndose defraudado, si esto no se produce, como el que compra un artículo y quiere que le devuelvan el dinero, cuando le sale rana, .
¿Y esto es un problema? ¿Una deficiencia y un error de nuestra cultura contemporánea¿ ¿Un signo, otro más, de nuestra inevitable decadencia?
Evidentemente, no.
Y para explicar lo que quiero decir, tengo que volver a hace más de 20 años, a 1982 y a la integral Marcel Duchamp, que organizara la fundación La Caixa. Una exposición que se cerraba con la instalación de la última obra del artista, el Étant Données, en cuya elaboración gastará más de veinte años.
Una instalación que, en un giro muy duchampiano, se había expuesto de manera distinta a como se hacía en su lugar de origen, en el Philadelphia Museum of Art, puesto que si allí, había que mirar a través de los agujeros de la puerta, para toparse con la imagen erótica y turbadora, en la reconstrucción madrileña, al mirar a través de los agujeros de la puerta se veía otra puerta igual y era al dejarla a un lado, cuando una flecha, o la presencia de otros visitantes, nos descubría otro agujero en la pared, el cual servía para contemplar la segunda imagen.
Al principio yo no entendía nada y apenas le dediqué unos segundos a cada obra, mejor, dicho, al acto de aproximarse, agacharse y mirar por los orificios a ver que se veía allí, sin entender, como bien digo, de qué iba la broma. Esa confusión mía, era compartida por los visitantes, cuya influencia oscilaba entre la indiferencia y la indignación, no por alguna supuesta trasgresión u osadía que hubiera sido cometida por el artista, con la intención de escandalizar al respetable, sino porque sentían como si les estuvieran timando.
Una alienación con respecto a la obra y su significado que, sorpresa, sorpresa, era compartida por los mismos guías que acompañaban a algún grupo, los cuales intentaban hacer comprensible la obra a los visitantes, llamando la atención sobre las cualidades estéticas de la puerta, la variedad de materiales utilizados en el diorama interior, o el tiempo y el esfuerzo que le había llevado a Duchamp construir todo el invento... una serie detalles, de minucias que no hacían otra cosa que aumentar esa sensación de engaño, de estar siendo sometidos por el artista a una broma pesada, con la cual éste debería estar riéndose a carcajadas.
Algo que, en realidad, no estaba del todo desencaminado, tratándose de un artista que realizo algunas de las bromas artísticas más pesadas que se recuerden y que tiene el honor de haber escandalizado por dos veces a la vanguardia, la una con el famoso Desnudo descendiendo una escalera, la otra con ese urinario público al que titulo Fuente, al insinuar que toda la seriedad con que se enfrentaban a su arte, toda la importancia que se daban, no era más que un castillo de naipes al que el menor soplo derribaría.
Porque la cosa es que, con esa instalación, el malvado bromista que se llamó Duchamp, nos había convertido a todos en unos mirones, en unos voyeurs, y más importante que la propia obra, o mejor dicho, formando parte esencial e indisociable de ella, era la forma en la que cada espectador se aproximaba a ella y como reaccionaba ante su propuesta. Algo que, cuando me di cuenta, me hizo quedarme un buen rato en las cercanías de la instalación, contemplando a los visitantes, observando sus reacciones, disfrutando con su variedad.
Convertido en un mirón de un mirón de un mirón de un mirón.....
Así que, por concluir, quizás lo que está mal no es la forma en que crean los artistas modernos, sino la forma en que los miramos. Ése acudir teniendo aprendido todo el aparato crítico, todos los significados, todas las respuestas y esperar que la obra nos lo confirme y que cada de una de ellas represente para nosotros la experiencia única que significó para algunos de sus espectadores.
No, si los artistas han conquistado el derecho a ser libres, a expresarse libremente, nosotros debemos conquistar el derecho a disfrutar también libremente, a contemplar lo que se nos propone sin ideas preconcebidas y cuando encontremos algo que nos llama la atención, como me pasó a mí con estas esculturas de Goeritz
entonces ir a buscar quien nos hable de ello, para saber más, para descubrir nuevos caminos que recorrer, diferentes para cada persona, al igual que distintos son nuestros temperamentos e inclinaciones.
Para redescubrir el placer que se esconde detrás de toda obra de arte.
Una incomprensión mutua que se debe a que, muchas veces, enfrentado al hermetismo, la obscuridad, los juegos conceptuales y formales, el espectador necesita que le expliquen el chiste, lo cual no puede realizarse únicamente con la obra, sino que necesita un comentario concreto y explícito por parte del artista y el crítico, casi como si la obra fuera en realidad un comentario a un comentario, un añadido prescindible por tanto.
O dicho de otra manera, si cuando se visita un museo de pintura o escultura antigua, es posible formarse una idea clara de las intenciones y objetivos de los artista, simplemente observando lo allí expuesto, esto no es posible con la visita a un museo de arte contemporáneo. No por alguna deficiencia, defecto o carencia entre los artistas del pasado y del presente, sino simplemente porque el artista del pasado trabajaba dentro de un estilo más o menos común, y por tanto, el espectador puede fácilmente reconocer, al contemplar obras similares, las virtudes y las carencias de cada estilo, las diferencias y capacidades de cada artista, y por lo tanto, convertirse en su propio crítico, necesitando únicamente la consulta del auténtico aparato crítico, para confirmar o rebatir sus impresiones.
Este autoaprendizaje es casi imposible en el caso del artista contemporáneo, al cual se le supone que debe buscar, obligatoriamente, so pena de no merecer el nombre de artista, un estilo propio u diferenciador, hacer uso de la libertad y originalidad que suponemos la medida del arte que merece la pena. De esta manera, cada obra expuesta en el museo se encuentra, en cierta manera, aislada, separada de las otras, encerrada en sí misma, en su propia soledad, y obliga al espectador a venir ya preparado, a conocer de antemano lo que viene a contemplar, a leer y estudiar las opiniones críticas y los estudios históricos, buscando que la obra le confirme todo lo que ha aprendido, y sintiéndose defraudado, si esto no se produce, como el que compra un artículo y quiere que le devuelvan el dinero, cuando le sale rana, .
¿Y esto es un problema? ¿Una deficiencia y un error de nuestra cultura contemporánea¿ ¿Un signo, otro más, de nuestra inevitable decadencia?
Evidentemente, no.
Y para explicar lo que quiero decir, tengo que volver a hace más de 20 años, a 1982 y a la integral Marcel Duchamp, que organizara la fundación La Caixa. Una exposición que se cerraba con la instalación de la última obra del artista, el Étant Données, en cuya elaboración gastará más de veinte años.
Una instalación que, en un giro muy duchampiano, se había expuesto de manera distinta a como se hacía en su lugar de origen, en el Philadelphia Museum of Art, puesto que si allí, había que mirar a través de los agujeros de la puerta, para toparse con la imagen erótica y turbadora, en la reconstrucción madrileña, al mirar a través de los agujeros de la puerta se veía otra puerta igual y era al dejarla a un lado, cuando una flecha, o la presencia de otros visitantes, nos descubría otro agujero en la pared, el cual servía para contemplar la segunda imagen.
Al principio yo no entendía nada y apenas le dediqué unos segundos a cada obra, mejor, dicho, al acto de aproximarse, agacharse y mirar por los orificios a ver que se veía allí, sin entender, como bien digo, de qué iba la broma. Esa confusión mía, era compartida por los visitantes, cuya influencia oscilaba entre la indiferencia y la indignación, no por alguna supuesta trasgresión u osadía que hubiera sido cometida por el artista, con la intención de escandalizar al respetable, sino porque sentían como si les estuvieran timando.
Una alienación con respecto a la obra y su significado que, sorpresa, sorpresa, era compartida por los mismos guías que acompañaban a algún grupo, los cuales intentaban hacer comprensible la obra a los visitantes, llamando la atención sobre las cualidades estéticas de la puerta, la variedad de materiales utilizados en el diorama interior, o el tiempo y el esfuerzo que le había llevado a Duchamp construir todo el invento... una serie detalles, de minucias que no hacían otra cosa que aumentar esa sensación de engaño, de estar siendo sometidos por el artista a una broma pesada, con la cual éste debería estar riéndose a carcajadas.
Algo que, en realidad, no estaba del todo desencaminado, tratándose de un artista que realizo algunas de las bromas artísticas más pesadas que se recuerden y que tiene el honor de haber escandalizado por dos veces a la vanguardia, la una con el famoso Desnudo descendiendo una escalera, la otra con ese urinario público al que titulo Fuente, al insinuar que toda la seriedad con que se enfrentaban a su arte, toda la importancia que se daban, no era más que un castillo de naipes al que el menor soplo derribaría.
Porque la cosa es que, con esa instalación, el malvado bromista que se llamó Duchamp, nos había convertido a todos en unos mirones, en unos voyeurs, y más importante que la propia obra, o mejor dicho, formando parte esencial e indisociable de ella, era la forma en la que cada espectador se aproximaba a ella y como reaccionaba ante su propuesta. Algo que, cuando me di cuenta, me hizo quedarme un buen rato en las cercanías de la instalación, contemplando a los visitantes, observando sus reacciones, disfrutando con su variedad.
Convertido en un mirón de un mirón de un mirón de un mirón.....
Así que, por concluir, quizás lo que está mal no es la forma en que crean los artistas modernos, sino la forma en que los miramos. Ése acudir teniendo aprendido todo el aparato crítico, todos los significados, todas las respuestas y esperar que la obra nos lo confirme y que cada de una de ellas represente para nosotros la experiencia única que significó para algunos de sus espectadores.
No, si los artistas han conquistado el derecho a ser libres, a expresarse libremente, nosotros debemos conquistar el derecho a disfrutar también libremente, a contemplar lo que se nos propone sin ideas preconcebidas y cuando encontremos algo que nos llama la atención, como me pasó a mí con estas esculturas de Goeritz
entonces ir a buscar quien nos hable de ello, para saber más, para descubrir nuevos caminos que recorrer, diferentes para cada persona, al igual que distintos son nuestros temperamentos e inclinaciones.
Para redescubrir el placer que se esconde detrás de toda obra de arte.
viernes, 25 de abril de 2008
The World at War (y VIII)
Por seguir con los comentarios al margen sobre The World At War, y para cerrar esta serie, aunque no mis reflexiones sobre la Segunda Guerra Mundial, ha llegado el momento de referirse a cierto hecho. El acontecimiento que, aparte del exterminio de los judíos europeos, todos recuerdan de la segunda guerra mundial.
Concretamente éste.
Una foto tomada desde el B29, de nombre Enola Gay, que acaba de arrojar la primera bomba atómica sobre objetivos civiles (y que objetivo no es civil para una bomba de ese tipo, cuando, en tiempos de la guerra fría, yo sabía que en caso de una tercera guerra mundial, la URSS lanzaría una bomba atómica sobre la base EEUU de Torrejón de Ardoz, incinerando de paso la ciudad de Madrid, o lo que es lo mismo, los míos me habrían convertido en ceniza radioactiva)
Una icono, el hongo atómico, de una nueva época en la historia de la humanidad, y como imagen, increíblemente bella, si no supiéramos cuales son sus efectos en los que están debajo... un conocimiento que, cuando escuchaba la entrevista a Paul J. Tibbets, el piloto del Enola Gay, me hacía sentir escalofríos, por la frialdad, el desapasionamiento y la profesionalidad técnica, con que narraba los instantes que precedieron y sucedieron al lanzamiento de la bomba. Unas declaraciones en las que en ningún momento se refiera los que estaban abajo, ni parece darse cuenta del horror de la atrocidad que acababa de cometer.
Sin embargo, no es mi intención, glosar lo que pasó en Hiroshima y Nagasaki. Es tan conocido que resulta ocioso. No, lo que me propongo es comentar una pregunta que todos se hacen referidas a este hecho, la de ¿cómo fueron capaces los americanos de cometer esta atrocidad?, y esto no en el sentido de buscar una causa que sirviese de motivo o de absoluto que obligase a tirar la bomba, exculpando por tanto a los EEUU, o lo que pudiera ser la aproximación contraria, intentando demostrar la perfidia con que se utilizo este instrumento de guerra.
Lo que siempre me preocupa de esta pregunta es que supone que hubo un salto cualitativo en el pensamiento del ejército y el gobierno americano, que la bomba supuso un antes y un después en su forma de llevar la guerra.
Algo que es completamente falso, como demuestran las fotos de los cazas americanos que sobrevolaban Japón en los últimos días de la guerra, cuando Japón ya no tenía una fuerza aérea que mereciese ese nombre, dejando a la población inerme frente a los ataques de la aviación americana y cuando ésta había recibido órdenes de tirar contra todo lo que se moviera, sin preocuparse por si eran civiles o militares.
Un desprecio por la vida la población japonesa, evidenciado en los bombardeos de alfombra, contra las ciudades japonesas, planeados para beneficiarse de que éstas estaban construidas en madera y por tanto podían ser convertidas en inmensas hogueras...
...algo que deja el bombardeo estratégico de las ciudades alemanas en un mero juego de niños, como demuestran las fotos tomadas tras los bombardeos, como estas de Tokyo...
prácticamente indistinguibles de las que recordamos de Hiroshima y Nagasaki.
Unos bombardeos que, en el caso de Tokyo, como digo, causaron más muertos que la suma conjunta de las dos bombas atómicas que les siguieron (entiéndanse las cifras, muertos inmediatamente, por supuesto, si contamos los que murieron en los años y meses posteriores, el macabro galardón corresponde a Hiroshima y Nagasiki). Unos muertos, que como digo, se produjeron en bombardeos de alfombra con incendiarias, tirando las bombas en áreas extensas (algo de daño hará caiga donde caiga) y con el objetivo expreso de desencadenar las Feuerstorm que ya se conocían de los ataques contra Alemania.
O por resumir, cuando éstas aplastando rutinariamente ciudades con formaciones de +1000 bombarderos, y también rutinariamente estás causando decenas de miles de muertos, hacer eso con un solo avión y una sola bomba, no trae más que ventajas, por muy cínico que pueda parecer.
Por ello, la pregunta de verdad es la misma que planteaba la campaña de bombardeo estratégico contra Alemania, ¿cómo fue que las democracias llegaron a adoptar métodos parecidos a los de los totalitarismos bárbaros contra los que luchaban?
Por supuesto la respuesta es muy compleja, ya que no hay una respuesta única, sino un cúmulo de ellas, y sobre todo un lento deslizamiento que va convirtiendo en normal, en aceptable, en necesario, aquello que habría producido horror en condiciones normales.
El primer aspecto que hay que tener en cuenta es que, al igual que la guerra en el frente ruso, la guerra en el Pacífico era una guerra racista. Sin embargo mientras que el conflicto ruso/alemán, los Alemanes se creían la raza superior, con derecho de vida y muerte sobre los eslavos, los Untermenschen, y esto respondían a las atrocidades con el mismo odio y desprecio con que les eran infligidas, en el caso de Japoneses y Americanos, ambos se consideraban superiores al enemigo, elegidos por dios y el destino para el gobierno del mundo. Un punto de vista, desde el cual, el enemigo, su población civil, estaba sólo un punto por encima de los animales, y por tanto, era prescindible.
Una mentalidad racista que se tradujo en hechos como el ametrallamiento de los supervivientes de los barcos japoneses torpedeados por los submarinos americanos en el Pacífico. Un crimen de guerra, en lo que se distinguieron algunos capitanes de la marina americana, y que no supuso ningún impedimento en sus carreras, que continuaron hasta el Almirantazgo, cuando si hubieran estado en el bando perdedor habrían sido llevados ante un tribunal internacional y condenados a muerte.
Un estado de ánimo que se plasmó también en la política de no prisoners, adoptada espontáneamente por las unidades de infantería americana, y que explica en parte los brutales porcentajes de muertos japoneses, de casi un 99% en la conquista de las islas del pacífico.
Sin embargo, esto que digo no es toda la verdad. El ejército japonés de aquella época era un ejército de una brutalidad extrema, incluso para sus propios soldados. Los oficiales tenían derecho casi de vida o muerte sobre sus subordinados, y la menor falta era castigada con castigos brutales. El objetivo era claro. Deshumanizar a los soldados, convertirlos en máquinas de matar, para los que sólo existiera la victoria o la muerta, y la rendición no fuera una posibilidad.
Por ello, no es de extrañar que el ejército japonés se comportara, en su conquista de toda Asia, con un desprecio absoluto de las convenciones de la Haya y Ginebra, cuando en la primera guerra mundial se había caracterizado por lo contrario. Un comportamiento brutal y despiadado que muestra como el lema con el que se embarcaron en esa conquista, Asia para los Asiáticos, es decir, liberar a Asia del imperalismo europeo y americano, era completamente vacuo, como bien se dieron cuenta, los líderes independentistas, al principio ilusionados con esa perspectiva, ya que los japoneses pretendían simplemente construir su propio imperio, sobre las ruinas de los imperios coloniales, sin importarles el destino de los pueblos conquistados, siempre que los japoneses estuvieran a gusto.
Una barbarie que superó las barbaries que habían cometido los blancos, y que se plasmó en hechos como el saqueo de Nankin, en el que una semana el ejército japonés se entregó a una orgía de muerte y destrucción sobre los habitantes de esa ciudad china, con una posible cifra de casi 500.000 muertos. Como fueron las hambrunas inducidas, por la requisa de las cosechas, sobre la población china en los territorios conquistados, y que podrían suponer unos cuantos millones de muertos. O como fue el trato brutal sobre los prisioneros aliados, casi sin alimentos, obligados a trabajos forzados, sometidos a auténticas marchas de la muerte en su traslado... y tantas y tantas atrocidades, de las cuales no escapaban ni los propios civiles japoneses, como fue el caso de Saipán y Okinawa, cuando los soldados japoneses ejecutaron a miles de sus propios compatriotas, para que no cayeran en manos enemigas, o como, incluso tras las dos bombas atómicas, miembros importantes del gobierno y del ejército japonés seguían clamando por continuar la guerra, cuando esta ya estaba perdida desde hacía dos años (y resulta escalofriante pensar lo que hubiera supuesto, en vidas humanas, un desembarco americano en el Japón y la posterior conquista paso a paso).
Por ello, si unimos estos factores, el racismo, un enemigo que no da cuartel (y que dispara contra la cruz roja o finge rendirse o estar herido, para a continuación revolverse con los que se han acercado) podemos entender, si esa palabra tiene algún significado, esa política espontánea de no prisioners tan extendida entre las unidades aliadas, o esa política oficial, ordenada desde lo más alto, pero no por ello menos brutal y despiadada, de si tiene que morir alguien que sean japoneses.
Queda un último punto. Como he indicado, y aunque muchos no lo sepan o pretendan no saberlo, el Japón de los años 30 y 40, era un régimen quasifascista, imperialista y agresivo, profundamente racista, y para el cual el papel del hombre era morir como soldado y el de la mujer traer al mundo otros nuevos que los substituyesen. Sin embargo, en ese estado seguía habiendo partidos, se celebraban elecciones, y seguía funcionando el parlamente. Aparentemente, y a todos los efectos, seguía siendo una democracia, sólo que estaba vacía de cualquier contenido democrático y el poder efectivo estaba en manos militares, una situación a la que se había llegado porque estos, el poder militar, habían asesinado a cualquiera, por muy importante que fuera, que pretendiese oponerse a sus designios, e incluso habían prefabricado incidentes internacionales (como el que provocó la toma de Manchuria), para forzar a las instituciones civiles a hacer lo que ellos deseaban.
Algo que debería hacernos reflexionar sobre la fragilidad de las democracias y la facilidad con que sus principios pueden convertirse en letra muerta, si no se mantienen día a día
Y si alguien piensa que esto es agua pasada, que recuerde a Abu Graib y Guantánamo, por citar ejemplos sonados.
Concretamente éste.
Una foto tomada desde el B29, de nombre Enola Gay, que acaba de arrojar la primera bomba atómica sobre objetivos civiles (y que objetivo no es civil para una bomba de ese tipo, cuando, en tiempos de la guerra fría, yo sabía que en caso de una tercera guerra mundial, la URSS lanzaría una bomba atómica sobre la base EEUU de Torrejón de Ardoz, incinerando de paso la ciudad de Madrid, o lo que es lo mismo, los míos me habrían convertido en ceniza radioactiva)
Una icono, el hongo atómico, de una nueva época en la historia de la humanidad, y como imagen, increíblemente bella, si no supiéramos cuales son sus efectos en los que están debajo... un conocimiento que, cuando escuchaba la entrevista a Paul J. Tibbets, el piloto del Enola Gay, me hacía sentir escalofríos, por la frialdad, el desapasionamiento y la profesionalidad técnica, con que narraba los instantes que precedieron y sucedieron al lanzamiento de la bomba. Unas declaraciones en las que en ningún momento se refiera los que estaban abajo, ni parece darse cuenta del horror de la atrocidad que acababa de cometer.
Sin embargo, no es mi intención, glosar lo que pasó en Hiroshima y Nagasaki. Es tan conocido que resulta ocioso. No, lo que me propongo es comentar una pregunta que todos se hacen referidas a este hecho, la de ¿cómo fueron capaces los americanos de cometer esta atrocidad?, y esto no en el sentido de buscar una causa que sirviese de motivo o de absoluto que obligase a tirar la bomba, exculpando por tanto a los EEUU, o lo que pudiera ser la aproximación contraria, intentando demostrar la perfidia con que se utilizo este instrumento de guerra.
Lo que siempre me preocupa de esta pregunta es que supone que hubo un salto cualitativo en el pensamiento del ejército y el gobierno americano, que la bomba supuso un antes y un después en su forma de llevar la guerra.
Algo que es completamente falso, como demuestran las fotos de los cazas americanos que sobrevolaban Japón en los últimos días de la guerra, cuando Japón ya no tenía una fuerza aérea que mereciese ese nombre, dejando a la población inerme frente a los ataques de la aviación americana y cuando ésta había recibido órdenes de tirar contra todo lo que se moviera, sin preocuparse por si eran civiles o militares.
Un desprecio por la vida la población japonesa, evidenciado en los bombardeos de alfombra, contra las ciudades japonesas, planeados para beneficiarse de que éstas estaban construidas en madera y por tanto podían ser convertidas en inmensas hogueras...
...algo que deja el bombardeo estratégico de las ciudades alemanas en un mero juego de niños, como demuestran las fotos tomadas tras los bombardeos, como estas de Tokyo...
prácticamente indistinguibles de las que recordamos de Hiroshima y Nagasaki.
Unos bombardeos que, en el caso de Tokyo, como digo, causaron más muertos que la suma conjunta de las dos bombas atómicas que les siguieron (entiéndanse las cifras, muertos inmediatamente, por supuesto, si contamos los que murieron en los años y meses posteriores, el macabro galardón corresponde a Hiroshima y Nagasiki). Unos muertos, que como digo, se produjeron en bombardeos de alfombra con incendiarias, tirando las bombas en áreas extensas (algo de daño hará caiga donde caiga) y con el objetivo expreso de desencadenar las Feuerstorm que ya se conocían de los ataques contra Alemania.
O por resumir, cuando éstas aplastando rutinariamente ciudades con formaciones de +1000 bombarderos, y también rutinariamente estás causando decenas de miles de muertos, hacer eso con un solo avión y una sola bomba, no trae más que ventajas, por muy cínico que pueda parecer.
Por ello, la pregunta de verdad es la misma que planteaba la campaña de bombardeo estratégico contra Alemania, ¿cómo fue que las democracias llegaron a adoptar métodos parecidos a los de los totalitarismos bárbaros contra los que luchaban?
Por supuesto la respuesta es muy compleja, ya que no hay una respuesta única, sino un cúmulo de ellas, y sobre todo un lento deslizamiento que va convirtiendo en normal, en aceptable, en necesario, aquello que habría producido horror en condiciones normales.
El primer aspecto que hay que tener en cuenta es que, al igual que la guerra en el frente ruso, la guerra en el Pacífico era una guerra racista. Sin embargo mientras que el conflicto ruso/alemán, los Alemanes se creían la raza superior, con derecho de vida y muerte sobre los eslavos, los Untermenschen, y esto respondían a las atrocidades con el mismo odio y desprecio con que les eran infligidas, en el caso de Japoneses y Americanos, ambos se consideraban superiores al enemigo, elegidos por dios y el destino para el gobierno del mundo. Un punto de vista, desde el cual, el enemigo, su población civil, estaba sólo un punto por encima de los animales, y por tanto, era prescindible.
Una mentalidad racista que se tradujo en hechos como el ametrallamiento de los supervivientes de los barcos japoneses torpedeados por los submarinos americanos en el Pacífico. Un crimen de guerra, en lo que se distinguieron algunos capitanes de la marina americana, y que no supuso ningún impedimento en sus carreras, que continuaron hasta el Almirantazgo, cuando si hubieran estado en el bando perdedor habrían sido llevados ante un tribunal internacional y condenados a muerte.
Un estado de ánimo que se plasmó también en la política de no prisoners, adoptada espontáneamente por las unidades de infantería americana, y que explica en parte los brutales porcentajes de muertos japoneses, de casi un 99% en la conquista de las islas del pacífico.
Sin embargo, esto que digo no es toda la verdad. El ejército japonés de aquella época era un ejército de una brutalidad extrema, incluso para sus propios soldados. Los oficiales tenían derecho casi de vida o muerte sobre sus subordinados, y la menor falta era castigada con castigos brutales. El objetivo era claro. Deshumanizar a los soldados, convertirlos en máquinas de matar, para los que sólo existiera la victoria o la muerta, y la rendición no fuera una posibilidad.
Por ello, no es de extrañar que el ejército japonés se comportara, en su conquista de toda Asia, con un desprecio absoluto de las convenciones de la Haya y Ginebra, cuando en la primera guerra mundial se había caracterizado por lo contrario. Un comportamiento brutal y despiadado que muestra como el lema con el que se embarcaron en esa conquista, Asia para los Asiáticos, es decir, liberar a Asia del imperalismo europeo y americano, era completamente vacuo, como bien se dieron cuenta, los líderes independentistas, al principio ilusionados con esa perspectiva, ya que los japoneses pretendían simplemente construir su propio imperio, sobre las ruinas de los imperios coloniales, sin importarles el destino de los pueblos conquistados, siempre que los japoneses estuvieran a gusto.
Una barbarie que superó las barbaries que habían cometido los blancos, y que se plasmó en hechos como el saqueo de Nankin, en el que una semana el ejército japonés se entregó a una orgía de muerte y destrucción sobre los habitantes de esa ciudad china, con una posible cifra de casi 500.000 muertos. Como fueron las hambrunas inducidas, por la requisa de las cosechas, sobre la población china en los territorios conquistados, y que podrían suponer unos cuantos millones de muertos. O como fue el trato brutal sobre los prisioneros aliados, casi sin alimentos, obligados a trabajos forzados, sometidos a auténticas marchas de la muerte en su traslado... y tantas y tantas atrocidades, de las cuales no escapaban ni los propios civiles japoneses, como fue el caso de Saipán y Okinawa, cuando los soldados japoneses ejecutaron a miles de sus propios compatriotas, para que no cayeran en manos enemigas, o como, incluso tras las dos bombas atómicas, miembros importantes del gobierno y del ejército japonés seguían clamando por continuar la guerra, cuando esta ya estaba perdida desde hacía dos años (y resulta escalofriante pensar lo que hubiera supuesto, en vidas humanas, un desembarco americano en el Japón y la posterior conquista paso a paso).
Por ello, si unimos estos factores, el racismo, un enemigo que no da cuartel (y que dispara contra la cruz roja o finge rendirse o estar herido, para a continuación revolverse con los que se han acercado) podemos entender, si esa palabra tiene algún significado, esa política espontánea de no prisioners tan extendida entre las unidades aliadas, o esa política oficial, ordenada desde lo más alto, pero no por ello menos brutal y despiadada, de si tiene que morir alguien que sean japoneses.
Queda un último punto. Como he indicado, y aunque muchos no lo sepan o pretendan no saberlo, el Japón de los años 30 y 40, era un régimen quasifascista, imperialista y agresivo, profundamente racista, y para el cual el papel del hombre era morir como soldado y el de la mujer traer al mundo otros nuevos que los substituyesen. Sin embargo, en ese estado seguía habiendo partidos, se celebraban elecciones, y seguía funcionando el parlamente. Aparentemente, y a todos los efectos, seguía siendo una democracia, sólo que estaba vacía de cualquier contenido democrático y el poder efectivo estaba en manos militares, una situación a la que se había llegado porque estos, el poder militar, habían asesinado a cualquiera, por muy importante que fuera, que pretendiese oponerse a sus designios, e incluso habían prefabricado incidentes internacionales (como el que provocó la toma de Manchuria), para forzar a las instituciones civiles a hacer lo que ellos deseaban.
Algo que debería hacernos reflexionar sobre la fragilidad de las democracias y la facilidad con que sus principios pueden convertirse en letra muerta, si no se mantienen día a día
Y si alguien piensa que esto es agua pasada, que recuerde a Abu Graib y Guantánamo, por citar ejemplos sonados.
martes, 22 de abril de 2008
Just for Fun
Ya he comentado que el mayor reproche que se le hace al anime es su aparente conservadurismo y su no menos aparente falta de interés por la experimentación. Una forma, se podría pensar, arrellanada en su comodidad y que se limita a producir fotocopia tras fotocopia, para el consumo masivo.
Pensar así sería ser muy injusto con la animación japonesa y sus creadores.
Es cierto que alrededor de este fenómeno de masas se ha creado todo una subcultura, que dicen los ingleses, a los que en el fondo esto de la animación les da lo mismo, siempre que se satisfaga su ración de guns and tits, o de eso tan reciente que llaman moe/kawaii. No es menos cierto que hay bastantes estudios, como Sunrise, que prácticamente ya sólo viven de eso, de dar a las masas lo que quieren y de crear buscando el mínimo común denominador, aquello que no requiere mucho trabajo, no complica demasiado la vida al espectador y su amortización está prácticamente asegurada. Así como también es cierto que muchos estudios que empezaron sorprendiendo, como es al caso de Kyoto Animation, que demostró como hacer una animación casi de película con cuatro perras, han acabado muriendo de su propio éxito, al encontrar un filón del cual pueden vivir hasta la jubilación (nota: basta ver como un producto subpar para KyoAni, como es Clannad, está recibiendo elogios encendidos de todos los otakus, mientras que True Tears que la supera ampliamente en animación y en madurez, está siendo atacada injustamente por ese mismo público
Sin embargo, no es menos cierto que hay estudios que han hecho divisa de la casa el ir un poco más allá, o simplemente garantizar a sus creadores una libertad que en otras partes de les niega. Gracias a estos estudios, como pueden ser 4ºC, Madhouse, Shaft o simplemente Bones, cada año tenemos un puñado de obras que pueden convertirse en auténticas obras maestras y que si no lo son, no ha sido porque sus autores hayan querido refugiarse en la comodidad y en lo trillado.
En concreto, en esta temporada de primavera que empieza, puede que haya ya una obra que rompa moldes como es Kaiba, realiza por uno de los autores más interesantes del momento, el mismo que firmara Mind Game y Kemonozume, mientras que otras dos como son Kurenai y Soul Eater, proponen un dibujo bastante alejado del habitual complejo Kawai/Moe que se ha hecho tan común, proponiendo una aproximación más de cómic, más flexible y desenfadada. Sin contar claro está que una serie más tradicional como Macross Frontier, ha comenzado con una animación de primera fila, y con un diseño de personajes con un corte maduro, al contrario de la infantilización que comenzaba a estragar otras producciones.
Y si quedara alguna duda, sólo hay que mirar una serie como Sayonara Zetsubou Sensei, y su continuación, Zoku Sayonara Zetsoubou Sensei, donde en cada episodio su director, Shinbou Akayuki, siempre nos tiene una sorpresa preparada como mínimo, que unas veces sale bien y otras mal, pero que hace que uno espere sus producciones con una ilusión perdida para otros estudios).
Como es el caso del episodio 7 de Zoku, donde se hace un resumen de todas las técnicas de animación, como es el caso de las de siluetas proyectadas sobre una pantalla, al estilo del teatro indonesio...
...se muestra la trastienda del invento, esas primeras fases en que la animación es simplemente unos monos dibujados directamente sobre el celuloide...
...la estilización que es posible conseguir con el dibujo...
...el uso de pintura y pastel...
... los cutouts (o lo que es lo mismo animar figuras recortadas del papel, como es el estilo de South Park)
..la stop motion (animación fotograma a fotograma) con plastilina
... la pixilation (para el que no lo sepa, animación fotograma a fotograma, pero con personajes de carne y hueso)
...la psicodelia...
...o las marionetas...
...e incluso, el flip book, epítome de la animación, y algo que está al alcance de cualquier bolsillo, siempre que se tenga eso que llaman talento)
Un hilarante resumen de la técnica que a muchos pasará desapercibido, por eso de estar contenido en una serie de anime, ya saben, conservadora, comercial y todas esas cosas
Pensar así sería ser muy injusto con la animación japonesa y sus creadores.
Es cierto que alrededor de este fenómeno de masas se ha creado todo una subcultura, que dicen los ingleses, a los que en el fondo esto de la animación les da lo mismo, siempre que se satisfaga su ración de guns and tits, o de eso tan reciente que llaman moe/kawaii. No es menos cierto que hay bastantes estudios, como Sunrise, que prácticamente ya sólo viven de eso, de dar a las masas lo que quieren y de crear buscando el mínimo común denominador, aquello que no requiere mucho trabajo, no complica demasiado la vida al espectador y su amortización está prácticamente asegurada. Así como también es cierto que muchos estudios que empezaron sorprendiendo, como es al caso de Kyoto Animation, que demostró como hacer una animación casi de película con cuatro perras, han acabado muriendo de su propio éxito, al encontrar un filón del cual pueden vivir hasta la jubilación (nota: basta ver como un producto subpar para KyoAni, como es Clannad, está recibiendo elogios encendidos de todos los otakus, mientras que True Tears que la supera ampliamente en animación y en madurez, está siendo atacada injustamente por ese mismo público
Sin embargo, no es menos cierto que hay estudios que han hecho divisa de la casa el ir un poco más allá, o simplemente garantizar a sus creadores una libertad que en otras partes de les niega. Gracias a estos estudios, como pueden ser 4ºC, Madhouse, Shaft o simplemente Bones, cada año tenemos un puñado de obras que pueden convertirse en auténticas obras maestras y que si no lo son, no ha sido porque sus autores hayan querido refugiarse en la comodidad y en lo trillado.
En concreto, en esta temporada de primavera que empieza, puede que haya ya una obra que rompa moldes como es Kaiba, realiza por uno de los autores más interesantes del momento, el mismo que firmara Mind Game y Kemonozume, mientras que otras dos como son Kurenai y Soul Eater, proponen un dibujo bastante alejado del habitual complejo Kawai/Moe que se ha hecho tan común, proponiendo una aproximación más de cómic, más flexible y desenfadada. Sin contar claro está que una serie más tradicional como Macross Frontier, ha comenzado con una animación de primera fila, y con un diseño de personajes con un corte maduro, al contrario de la infantilización que comenzaba a estragar otras producciones.
Y si quedara alguna duda, sólo hay que mirar una serie como Sayonara Zetsubou Sensei, y su continuación, Zoku Sayonara Zetsoubou Sensei, donde en cada episodio su director, Shinbou Akayuki, siempre nos tiene una sorpresa preparada como mínimo, que unas veces sale bien y otras mal, pero que hace que uno espere sus producciones con una ilusión perdida para otros estudios).
Como es el caso del episodio 7 de Zoku, donde se hace un resumen de todas las técnicas de animación, como es el caso de las de siluetas proyectadas sobre una pantalla, al estilo del teatro indonesio...
...se muestra la trastienda del invento, esas primeras fases en que la animación es simplemente unos monos dibujados directamente sobre el celuloide...
...la estilización que es posible conseguir con el dibujo...
...el uso de pintura y pastel...
... los cutouts (o lo que es lo mismo animar figuras recortadas del papel, como es el estilo de South Park)
..la stop motion (animación fotograma a fotograma) con plastilina
... la pixilation (para el que no lo sepa, animación fotograma a fotograma, pero con personajes de carne y hueso)
...la psicodelia...
...o las marionetas...
...e incluso, el flip book, epítome de la animación, y algo que está al alcance de cualquier bolsillo, siempre que se tenga eso que llaman talento)
Un hilarante resumen de la técnica que a muchos pasará desapercibido, por eso de estar contenido en una serie de anime, ya saben, conservadora, comercial y todas esas cosas
domingo, 20 de abril de 2008
Waves of Sensuality
Una de las peores servidumbres de este tiempo que vivimos es la de la actualidad. Hay demasiadas cosas que ver, y demasiado poco tiempo, de manera que, si uno quiere estar al día, debe limitarse a una apresurada visión de aquello que le interesa, sin poder nunca revisar lo que ha disfrutado... con el peligro de no percibir lo realmente importante entre esa avalancha de novedades y que se pierda rápidamente en el olvido.
Así podía haberme ocurrido con la exigua obra de esta directora de animación, Florence Miailhe, que, para degustarla realmente, hay que verla una, dos, tres, cuatro veces, hasta casi saberse cada plano de memoria, para entonces poder apreciar en su justa medida qué es lo que esta directora hace y por qué es tan importante. Por alguna afortunada razón, no archive el DVD tras haberlos visto por primera vez. Quizás por que el lujoso libro de ilustraciones en el que venía el DVD era demasiado hermoso para guardarlo inmediatamente en la estantería, y cuando me dedicaba, en ratos perdidos, a hojear sus páginas, sentía el deseo de volver a ver esos cortos. Quizás porque había algo en esos mismos cortos, de desusado y poco corriente, que me forzaba a revisarlos hasta poder agotar su esencia.
Lo primero que llama la atención de la obra de Miailhe, exige que sepamos un poco de animación. Como es sabido, el fundamento de la animación, consiste en dibujar cada plano y luego fotografiarlo, para que al proyectar estas fotografías en sucesión se cree la ilusión del movimiento. Gente como Norman McLaren ha intentado romper estas cadenas, deshacerse de las cadenas de la cámara, dibujando directamente sobre el celuloide, en el caso de Miailhe nos encontramos con un n-simo intento por liberarse de la cámara, puesto que en su forma de animar no hay planos, ni dibujo, ella parte de una pintura base, realizada sólo con manchas de color y la va modificando paulatinamente, aplicando nuevas pinceladas, borrando y pintando, construyendo y destruyendo, hasta llegar a otra pintura completamente distinta.
Un proceso en el que se simula el movimiento, a medida que Miailhe transforma la imagen de partida, y que por la forma en que ésta está pintada, a base de brochazos amplios y manchas de color, al espectador no avisado le da la impresión de ser tosco y torpe, sobre todo si se compara con la falsa perfección de la Pixar, pero que para Miailhe, en sus propias palabras, no es sino un intento de pintar como Matisse, en un mundo que esto ya no es posible.
No es gratuita esta alusión a Matisse, al igual que el pintor francés exaltaba en todos sus cuadros la joie de vivre, la obra de Mialhe se haya recorrida por una cálida corriente de sensualidad.
Una sensualidad y una sexualidad, esencialmente gozosa, consistente en disfrutar en libertad y a plena luz del día del propio cuerpo, algo extraño en estos tiempos que se suponen tan liberales y tan liberados, pero donde esas cuestiones del sexo continúan ligadas a las obscuridad y a los antros, cuando no a la violencia y la humillación. Una sensualidad también ajena al modo en que tendemos a sentir y expresar estos temas los hombres. Nada hay más lejano de la volupté, la laxitud y la tranquilidad, la consciencia de tener todo el tiempo del mundo, de la brusquedad, el apresuramiento, incluso la crueldad, con que tan frecuentemente tendemos a amar a nuestras mujeres.
No es el único punto en que se aparta de lo corriente en nuestros tiempos. Cuando la mayoría de las adaptaciones se limitan a ilustrar el texto, sin apartarse una coma de él, ella es capaz, como hacían los antiguos, de tomar textos archiconocidos y hacernos ver aquello en lo que no habíamos reparado. Un don que solo se ha concedido a unos pocos.
Así, a pesar de ser yo un gran admirador de las una y mil noches, me agradó ver como ella me ensañaba el auténtico significado del cuento del Principe convertido en tuerto y mendigo, o la infinita crueldad que supone que aquel que ha salvado a la humanidad, abatiendo al jinete de cobre y terminando así con el horror de las rocas magnéticas, que atraían a ellas a los barcos y los hacían estrellarse contra los rompientes, se convierta en un maldito, sólo por dar gracias a dios, y desde ese instante traiga la desgracia a toda la persona que cometa el error de amarle.
Una maldición de la que sólo hay una escapatoria, abandonar el mundo, renunciar a la felicidad, morir antes de la muerte, para así no causar más daño, aunque sea involuntario.
De la misma manera que me impresiono, al narrar Mialhe la historia de Scherezade, como nos hace ver la diferencia abismal que hay entre la palabra y la imagen, o como aquello que oímos en el cuento, de como el rey Shariar descubrió la infidelidad de sus esposas, las asesinó una tras otra preso de rabia, y decidió vengarse en todas la mujeres en general, tomando una cada noche y ejecutándola al día siguiente. Algo que dicho así, parece vago y lejano, y que sólo al verlo, podemos comprobar el horror que representan.
Una ilustración que hace aún más poderosa la conclusión y la moraleja de la historia, puesto que Scherezade, la valerosa e inteligente, se las arregla para hacerle cambiar, para devolver la humanidad al rey y asímismo salvar al reino de la locura.
Un concepto, éste de que las personas pueden cambiar, pueden regenerarse, pueden volver a convertirse en seres humanos, que nos es extraño, increíble, impensable, ingenuo, propio de niños, tanto para las gentes de derechas como las de izquierdas, a pesar de que unos, como cristianos hayan sido enseñados a creer que es posible obtener el perdón de los pecados, y que los otros estén seguros de que por su propio esfuerzo el hombre es capaz de vencer sus debilidades y construir el paraíso en la tierra.
O quizás es que ya no existan izquierdas ni derechas, y todos seamos ateos de nuestras propias convicciones.
Así podía haberme ocurrido con la exigua obra de esta directora de animación, Florence Miailhe, que, para degustarla realmente, hay que verla una, dos, tres, cuatro veces, hasta casi saberse cada plano de memoria, para entonces poder apreciar en su justa medida qué es lo que esta directora hace y por qué es tan importante. Por alguna afortunada razón, no archive el DVD tras haberlos visto por primera vez. Quizás por que el lujoso libro de ilustraciones en el que venía el DVD era demasiado hermoso para guardarlo inmediatamente en la estantería, y cuando me dedicaba, en ratos perdidos, a hojear sus páginas, sentía el deseo de volver a ver esos cortos. Quizás porque había algo en esos mismos cortos, de desusado y poco corriente, que me forzaba a revisarlos hasta poder agotar su esencia.
Lo primero que llama la atención de la obra de Miailhe, exige que sepamos un poco de animación. Como es sabido, el fundamento de la animación, consiste en dibujar cada plano y luego fotografiarlo, para que al proyectar estas fotografías en sucesión se cree la ilusión del movimiento. Gente como Norman McLaren ha intentado romper estas cadenas, deshacerse de las cadenas de la cámara, dibujando directamente sobre el celuloide, en el caso de Miailhe nos encontramos con un n-simo intento por liberarse de la cámara, puesto que en su forma de animar no hay planos, ni dibujo, ella parte de una pintura base, realizada sólo con manchas de color y la va modificando paulatinamente, aplicando nuevas pinceladas, borrando y pintando, construyendo y destruyendo, hasta llegar a otra pintura completamente distinta.
Un proceso en el que se simula el movimiento, a medida que Miailhe transforma la imagen de partida, y que por la forma en que ésta está pintada, a base de brochazos amplios y manchas de color, al espectador no avisado le da la impresión de ser tosco y torpe, sobre todo si se compara con la falsa perfección de la Pixar, pero que para Miailhe, en sus propias palabras, no es sino un intento de pintar como Matisse, en un mundo que esto ya no es posible.
No es gratuita esta alusión a Matisse, al igual que el pintor francés exaltaba en todos sus cuadros la joie de vivre, la obra de Mialhe se haya recorrida por una cálida corriente de sensualidad.
Una sensualidad y una sexualidad, esencialmente gozosa, consistente en disfrutar en libertad y a plena luz del día del propio cuerpo, algo extraño en estos tiempos que se suponen tan liberales y tan liberados, pero donde esas cuestiones del sexo continúan ligadas a las obscuridad y a los antros, cuando no a la violencia y la humillación. Una sensualidad también ajena al modo en que tendemos a sentir y expresar estos temas los hombres. Nada hay más lejano de la volupté, la laxitud y la tranquilidad, la consciencia de tener todo el tiempo del mundo, de la brusquedad, el apresuramiento, incluso la crueldad, con que tan frecuentemente tendemos a amar a nuestras mujeres.
No es el único punto en que se aparta de lo corriente en nuestros tiempos. Cuando la mayoría de las adaptaciones se limitan a ilustrar el texto, sin apartarse una coma de él, ella es capaz, como hacían los antiguos, de tomar textos archiconocidos y hacernos ver aquello en lo que no habíamos reparado. Un don que solo se ha concedido a unos pocos.
Así, a pesar de ser yo un gran admirador de las una y mil noches, me agradó ver como ella me ensañaba el auténtico significado del cuento del Principe convertido en tuerto y mendigo, o la infinita crueldad que supone que aquel que ha salvado a la humanidad, abatiendo al jinete de cobre y terminando así con el horror de las rocas magnéticas, que atraían a ellas a los barcos y los hacían estrellarse contra los rompientes, se convierta en un maldito, sólo por dar gracias a dios, y desde ese instante traiga la desgracia a toda la persona que cometa el error de amarle.
Una maldición de la que sólo hay una escapatoria, abandonar el mundo, renunciar a la felicidad, morir antes de la muerte, para así no causar más daño, aunque sea involuntario.
De la misma manera que me impresiono, al narrar Mialhe la historia de Scherezade, como nos hace ver la diferencia abismal que hay entre la palabra y la imagen, o como aquello que oímos en el cuento, de como el rey Shariar descubrió la infidelidad de sus esposas, las asesinó una tras otra preso de rabia, y decidió vengarse en todas la mujeres en general, tomando una cada noche y ejecutándola al día siguiente. Algo que dicho así, parece vago y lejano, y que sólo al verlo, podemos comprobar el horror que representan.
Una ilustración que hace aún más poderosa la conclusión y la moraleja de la historia, puesto que Scherezade, la valerosa e inteligente, se las arregla para hacerle cambiar, para devolver la humanidad al rey y asímismo salvar al reino de la locura.
Un concepto, éste de que las personas pueden cambiar, pueden regenerarse, pueden volver a convertirse en seres humanos, que nos es extraño, increíble, impensable, ingenuo, propio de niños, tanto para las gentes de derechas como las de izquierdas, a pesar de que unos, como cristianos hayan sido enseñados a creer que es posible obtener el perdón de los pecados, y que los otros estén seguros de que por su propio esfuerzo el hombre es capaz de vencer sus debilidades y construir el paraíso en la tierra.
O quizás es que ya no existan izquierdas ni derechas, y todos seamos ateos de nuestras propias convicciones.
viernes, 18 de abril de 2008
The World at War (y VII)
Continuando con mis anotaciones al margen sobre The World at War, ha llegado el momento de enfrentarse con uno de los hechos más pertubadores de la guerra. Hablo del bombardeo de Dresde de febrero de 1945, y en general, de la campaña de bombardeo estratégico estratégico aliada sobre las ciudades alemanas.
El modo en que se narra este hecho en la serie es magistral, justo al principio de uno de los últimos capítulos, el que narra los últimos meses de vida del Tercer Reich, y el apocalipsis en que finalizo, se nos muestra un documento excepcional. Los rollos de película tomados desde los Lancaster británicos, mientras, literalmente, el fuego del cielo caía sobre la ciudad alemana. En ellas vemos las bengalas lanzadas por los Pathfinder, para iluminar el blanco y marcarlo al resto de la formación aliada, y el impacto, la súbita luz, cuando los racimos de bombas aciertan sobre el objetivo.
Hay algo, aunque la palabra se hiele al pronunciarla, de hermoso, de pacífico y armonioso, en estas imágenes. Viéndolas, no es posible hacerse una idea de lo que está sucediendo abajo y ayuda a entender como los pilotos aliados podían realizar lo que no es otra cosa que una inmensa atrocidad. La distancia entre ellos, a miles de metros de altura, preocupados sólo por escapar de la flak y los cazas alemanes, y los habitantes de la ciudad, sometidos al implacable bombardeo, les protegía, les impedía pensar en las consecuencias lo que estaban haciendo.
Unas consecuencias que el documental nos muestra a continuación, sin dejarnos tiempo para prepararnos o buscar una justificación.
Imágenes que requieren una explicación, para ser comprendidas en su totalidad. Ya que el método de los bombardeos de alfombra había alcanzado por aquel entonces un refinamiento diabólico. Primero se enviaban unos aviones en solitario, los Pathfinder, para encontrar y marcar el objetivo. No de manera precisa, sino de forma general, para delimitar un área extensa que sería aniquilada por completo. Luego llegaban los aviones con explosivo normal, no pensando en allanar la zona, sino en romper los cristales de las ventanas, las puertas de las casas, y cualquier obstáculo que pudiera impedir la propagación de los incendios causados por las bombas incendiarias que caerían a continuación.
El objetivo era simple, provocar lo que los alemanes llamaban Feuerstorm, convertir un área extensa en una inmensa hoguera, imposible de apagar por los medios a disposición de los bomberos, y cuyo calor provocase una baja de presión, un minihuracán, con vientos de hasta 200km/h, que chupase aire de los alrededores, alimentase los incendios y los hiciese propagarse de manera imparable.
No estoy exagerando, los testimonios de la gente que huía, hablaban del cuidado que había que tener al cruzar calles que llevaban al foco de la Feuerstorm. No pocas personas fueron arrastradas por el viento, succionadas hasta el centro de la hoguera. Por supuesto, para aquellos atrapados en el incendio, no había salvación. Salir de los refugios antiaereos era arder instantáneamente, quedarse en ellos era morir asfixiados o abrasados en un horno.
Pero quizás lo pero, es escuchar al responsable aliado de estas acciones, Sir Arthur T. Harris, explicándolo con absoluta frialdad, sin mostrar ningún remordimiento, ni compasión por las víctimas, intentando convencerte de que era necesario matar civiles alemanes, muchos de los cuales seguro que aborrecían también a Hitler.
Las palabras de un obseso, que si hubiera militado en otro bando, hubiera tenido sido juzgado por crímenes de guerra.
Sin embargo la realidad, como siempre, es mucho más compleja.
No se me entienda mal, el bombardeo de Dresde fue y es, se mire como se mire una inmensa brutalidad, un acto inexcusable, algo que basta para poner en entredicho la innegable justicia de la causa aliada. Algo, además que aparte de causar un enorme sufrimiento no sirvió para poner a Alemania de rodillas o adelantar su fin. Eran los bombadeos sobre las instalaciones petroliferas, para secar la máquina de guerra alemana, las comunicaciones, para impedir su movimiento, y años antes, el acecho y persecución de los submarinos alemanes, los que estaban ganando la guerra, no la aniquilación de las ciudades alemanes y el exterminio de su población.
Sin embargo, muchos utilizan estos hechos para deducir que, puesto los nazis y los aliados, cometieron atrocidades, ambos son moralmente iguales, y por tanto no tenemos derecho a juzgar y condenar a la Alemania de Hitler. Ésa es la postura de los sofistas, la que nunca me cansaré de rebatir.
Quizás un hecho baste para darnos cuenta de la diferencia entre aliados y nazis. El día antes del bombardeo de Dresde, Victor Kemplerer, el judío de esa ciudad que había conseguido sobrevivir toda la guerra gracias a estar casado con una aria, recibió la notificación de que iba a ser "trasladado", es decir, enviado a un campo de concentración y exterminado. Fue precisamente el bombardeo, ese bombardeo en el que murieron decenas de miles de personas, el que le salvo a él.
Y es que hay que darse que cuenta que, hasta el último instante de la guerra, los nazis siguieron matando y asesinando. Cientos de miles de personas podrían haberse salvado, pero ellos decidieron que no, que puesto que su régimen estaban condenado, ellos se llevarían por delante a todo el que pudieran. Y entre ellos, estaba su propia gente, puesto que desde agosto de 1944, cuando los angloamericanos liberaron Paris y Bruselas, y los rusos llegaron a las cercanías de Varsovia, estaba claro que la derrota de Alemania estaba seguro. Si en ese instante Hitler se hubiera rendido, Alemania no habría sido devastada con el rigor que lo fue, ni tantos Alemanes hubieran muerto en vano, pero el dictador siempre había pensado que él era Alemania, y que si los alemanes fallaban en hacer realidad sus caprichos, perecerían con él. Así que no mostró ninguna compasión ante su sufrimiento, al igual que no la había mostrado por millones europeos.
Por otra parte, tenemos una idea equivocada al enfrentarnos a Dresde. Mucha gente sólo conoce ese nombre, y piensa que fue una excepción en el curso de la guerra, algo que se decidió de repente. Sin embargo, cualquiera que haya leído algo de la campaña de bombardeo estratégico, sabe que Dresde fue una ciudad más en una larga lista. Los aliados estaban bombardeando sistemáticamente todas las concentraciones urbanas alemanas, y sólo era cuestión de tiempo que a todas les llegase el turno, algo que a Dresde le llegó al final de la guerra, cuando la distancia de vuelo hasta ella era factible y la Luftwaffe no podía oponerse.
De hecho, el primer ejemplo de la Feuerstorm de Dresde tuvo lugar dos años antes, en 1943 en Hamburgo, durante una semana de bombardeos, por más de mil aparatos cada vez.
Una destrucción a tal escala, que hizo declarar a Albert Speer, ministro de armamentos, "tres ciudades más destruidas de esta manera y tendremos que rendirnos", sólo que los aliados no tenían el potencial ni la capacidad para repetir algo así, hasta los últimos meses de la guerra.
Falta además un detalle, algo que nos permita comprender porque gentes como Churchill y Roosevelt (y muchos otros a su mando), que luchaban por la democracia y por liberar al mundo de la tiranía nazi, toleraron a obsesos como Harris. El hecho que nos falta es que los primeros en bombardear aglomeraciones urbanas, sin pensar en los civiles que vivían en ellos, fueron los alemanes. Durante el Blitz sobre Inglaterra de 1940/1941 murieron 30.000 personas en Londres y cerca de 60.000 en toda Inglaterra, en escenas que poco se diferencian de las que ocurrían en 1942-1945 en el otro bando.
Venganza, podríamos decir, es la excusa que se dio entonces al bombardeo de Alemania.
Para terminar, si algo debe enseñarnos esto, no es que Nazis y Aliados eran iguales( unos realizaron un holocausto contra los judíos, los otros contra los alemanes, dicen los sofistas), y por tanto, no se puede juzgar y condenar a los primeros. Lo que nos debe enseñar y lo que no debemos olvidar, es que la guerra es un monstruo que devora todo, que cuanto más tiempo se vive en ella, más se olvida lo que es moral, lo que es humano, lo que es justo, convirtiendo a todos lo que participan en ellas maquinas de matar, sedientas de sangre.
Hasta el extremo de que las democracias occidentales, luchando por la libertad y la democracia, cometieran atrocidades como Dresde y Hamburgo, sin apenas pestañear.
El modo en que se narra este hecho en la serie es magistral, justo al principio de uno de los últimos capítulos, el que narra los últimos meses de vida del Tercer Reich, y el apocalipsis en que finalizo, se nos muestra un documento excepcional. Los rollos de película tomados desde los Lancaster británicos, mientras, literalmente, el fuego del cielo caía sobre la ciudad alemana. En ellas vemos las bengalas lanzadas por los Pathfinder, para iluminar el blanco y marcarlo al resto de la formación aliada, y el impacto, la súbita luz, cuando los racimos de bombas aciertan sobre el objetivo.
Hay algo, aunque la palabra se hiele al pronunciarla, de hermoso, de pacífico y armonioso, en estas imágenes. Viéndolas, no es posible hacerse una idea de lo que está sucediendo abajo y ayuda a entender como los pilotos aliados podían realizar lo que no es otra cosa que una inmensa atrocidad. La distancia entre ellos, a miles de metros de altura, preocupados sólo por escapar de la flak y los cazas alemanes, y los habitantes de la ciudad, sometidos al implacable bombardeo, les protegía, les impedía pensar en las consecuencias lo que estaban haciendo.
Unas consecuencias que el documental nos muestra a continuación, sin dejarnos tiempo para prepararnos o buscar una justificación.
Imágenes que requieren una explicación, para ser comprendidas en su totalidad. Ya que el método de los bombardeos de alfombra había alcanzado por aquel entonces un refinamiento diabólico. Primero se enviaban unos aviones en solitario, los Pathfinder, para encontrar y marcar el objetivo. No de manera precisa, sino de forma general, para delimitar un área extensa que sería aniquilada por completo. Luego llegaban los aviones con explosivo normal, no pensando en allanar la zona, sino en romper los cristales de las ventanas, las puertas de las casas, y cualquier obstáculo que pudiera impedir la propagación de los incendios causados por las bombas incendiarias que caerían a continuación.
El objetivo era simple, provocar lo que los alemanes llamaban Feuerstorm, convertir un área extensa en una inmensa hoguera, imposible de apagar por los medios a disposición de los bomberos, y cuyo calor provocase una baja de presión, un minihuracán, con vientos de hasta 200km/h, que chupase aire de los alrededores, alimentase los incendios y los hiciese propagarse de manera imparable.
No estoy exagerando, los testimonios de la gente que huía, hablaban del cuidado que había que tener al cruzar calles que llevaban al foco de la Feuerstorm. No pocas personas fueron arrastradas por el viento, succionadas hasta el centro de la hoguera. Por supuesto, para aquellos atrapados en el incendio, no había salvación. Salir de los refugios antiaereos era arder instantáneamente, quedarse en ellos era morir asfixiados o abrasados en un horno.
Pero quizás lo pero, es escuchar al responsable aliado de estas acciones, Sir Arthur T. Harris, explicándolo con absoluta frialdad, sin mostrar ningún remordimiento, ni compasión por las víctimas, intentando convencerte de que era necesario matar civiles alemanes, muchos de los cuales seguro que aborrecían también a Hitler.
Las palabras de un obseso, que si hubiera militado en otro bando, hubiera tenido sido juzgado por crímenes de guerra.
Sin embargo la realidad, como siempre, es mucho más compleja.
No se me entienda mal, el bombardeo de Dresde fue y es, se mire como se mire una inmensa brutalidad, un acto inexcusable, algo que basta para poner en entredicho la innegable justicia de la causa aliada. Algo, además que aparte de causar un enorme sufrimiento no sirvió para poner a Alemania de rodillas o adelantar su fin. Eran los bombadeos sobre las instalaciones petroliferas, para secar la máquina de guerra alemana, las comunicaciones, para impedir su movimiento, y años antes, el acecho y persecución de los submarinos alemanes, los que estaban ganando la guerra, no la aniquilación de las ciudades alemanes y el exterminio de su población.
Sin embargo, muchos utilizan estos hechos para deducir que, puesto los nazis y los aliados, cometieron atrocidades, ambos son moralmente iguales, y por tanto no tenemos derecho a juzgar y condenar a la Alemania de Hitler. Ésa es la postura de los sofistas, la que nunca me cansaré de rebatir.
Quizás un hecho baste para darnos cuenta de la diferencia entre aliados y nazis. El día antes del bombardeo de Dresde, Victor Kemplerer, el judío de esa ciudad que había conseguido sobrevivir toda la guerra gracias a estar casado con una aria, recibió la notificación de que iba a ser "trasladado", es decir, enviado a un campo de concentración y exterminado. Fue precisamente el bombardeo, ese bombardeo en el que murieron decenas de miles de personas, el que le salvo a él.
Y es que hay que darse que cuenta que, hasta el último instante de la guerra, los nazis siguieron matando y asesinando. Cientos de miles de personas podrían haberse salvado, pero ellos decidieron que no, que puesto que su régimen estaban condenado, ellos se llevarían por delante a todo el que pudieran. Y entre ellos, estaba su propia gente, puesto que desde agosto de 1944, cuando los angloamericanos liberaron Paris y Bruselas, y los rusos llegaron a las cercanías de Varsovia, estaba claro que la derrota de Alemania estaba seguro. Si en ese instante Hitler se hubiera rendido, Alemania no habría sido devastada con el rigor que lo fue, ni tantos Alemanes hubieran muerto en vano, pero el dictador siempre había pensado que él era Alemania, y que si los alemanes fallaban en hacer realidad sus caprichos, perecerían con él. Así que no mostró ninguna compasión ante su sufrimiento, al igual que no la había mostrado por millones europeos.
Por otra parte, tenemos una idea equivocada al enfrentarnos a Dresde. Mucha gente sólo conoce ese nombre, y piensa que fue una excepción en el curso de la guerra, algo que se decidió de repente. Sin embargo, cualquiera que haya leído algo de la campaña de bombardeo estratégico, sabe que Dresde fue una ciudad más en una larga lista. Los aliados estaban bombardeando sistemáticamente todas las concentraciones urbanas alemanas, y sólo era cuestión de tiempo que a todas les llegase el turno, algo que a Dresde le llegó al final de la guerra, cuando la distancia de vuelo hasta ella era factible y la Luftwaffe no podía oponerse.
De hecho, el primer ejemplo de la Feuerstorm de Dresde tuvo lugar dos años antes, en 1943 en Hamburgo, durante una semana de bombardeos, por más de mil aparatos cada vez.
Una destrucción a tal escala, que hizo declarar a Albert Speer, ministro de armamentos, "tres ciudades más destruidas de esta manera y tendremos que rendirnos", sólo que los aliados no tenían el potencial ni la capacidad para repetir algo así, hasta los últimos meses de la guerra.
Falta además un detalle, algo que nos permita comprender porque gentes como Churchill y Roosevelt (y muchos otros a su mando), que luchaban por la democracia y por liberar al mundo de la tiranía nazi, toleraron a obsesos como Harris. El hecho que nos falta es que los primeros en bombardear aglomeraciones urbanas, sin pensar en los civiles que vivían en ellos, fueron los alemanes. Durante el Blitz sobre Inglaterra de 1940/1941 murieron 30.000 personas en Londres y cerca de 60.000 en toda Inglaterra, en escenas que poco se diferencian de las que ocurrían en 1942-1945 en el otro bando.
Venganza, podríamos decir, es la excusa que se dio entonces al bombardeo de Alemania.
Para terminar, si algo debe enseñarnos esto, no es que Nazis y Aliados eran iguales( unos realizaron un holocausto contra los judíos, los otros contra los alemanes, dicen los sofistas), y por tanto, no se puede juzgar y condenar a los primeros. Lo que nos debe enseñar y lo que no debemos olvidar, es que la guerra es un monstruo que devora todo, que cuanto más tiempo se vive en ella, más se olvida lo que es moral, lo que es humano, lo que es justo, convirtiendo a todos lo que participan en ellas maquinas de matar, sedientas de sangre.
Hasta el extremo de que las democracias occidentales, luchando por la libertad y la democracia, cometieran atrocidades como Dresde y Hamburgo, sin apenas pestañear.
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