miércoles, 30 de septiembre de 2009
Absurdity/Eternity (y II)
Es conocido mi aversión por esta guerra entre clásicos y modernos, viejos y jóvenes, principalmente porque en este combate por afirmar esos cánones incompatibles, se está dejando demasiado de lado, en áreas muy importantes para mí de ese arte que llaman cine, como puede ser el caso de la animación o el cine experimental, los cuales no suelen figurar en ninguna de las listas pretendidas/afirmadas/proclamadas.
Así ocurre que los proponentes del cine "moderno" suelen hacer bandera de los filmes anarrativos, señalando con toda razón lo importante que es ese apartarse de los caminos trillados y evitar que el guión encorsete y embarace la representacion visual. Sin embargo, ese mismo interés no se refleja en una promoción pareja de lo que se podría llamar el cine abstracto, con lo que se da el caso que obras como L'Ange, que ya comentara hace unas entradas, hayan quedado en la más completa penumbra, de forma que su descubrimiento tiene mucho de revelación, por lo repentino e inesperado.
Una situación que no se debe a falta de influencia, o quizás sea a que ha ejercido la influencia equivocada, puesto que donde han fructificado las semillas puestas por ese cine experimental en general y por L'Ange en particular, no ha sido en el largo, demasiado preocupado por llenar minutos, sino en el corto y especialmente en el vídeo musical donde time is of the essence, que dirían los ingleses y lo que se pierde en extensión debe ganarse en intensidad, de manera que, cuando revisaba una película visionaria como L'Ange, me sorprendía reparando en la inmensa cantidad de music videos que habían copiado una y otra vez sus hallazgos.
Y nótese que utilizo la palabra visionaria en su sentido propio, puesto que las imágenes presentadas por L'Ange no habían sido utilizadas por nadie hasta que esta película apareciera a principios de los 80, para luego convertirse en la gramática básica de esas formas donde el tiempo está limitado, al menos aquellos productos que querían ser algo más que una simple escaparate de artistas, y como esta apropiación no se produjo de inmediato, sino que necesito un tiempo, de manera que lo mismo que Bokanowski había soñado empezó a manifestarse a principios de los 90.
Y repito, no utilizo ese adjetivo de forma impropia al referirme a L'Ange y Bokanowski, puesto La revisión de sus cortos, que realice este sábado, sirve de demostración perfecta. En ellos, el autor francés de 1970 hasta ahora mismo, realiza una búsquesa continua e incansable de nuevas formas de estilo, quebrando una y otra vez su estilo en cuanto este parezca encallar y repetirse, siempre moviéndose en la frontera entre la abstracción absoluta y la figuración, entre la narración y la ausencia de lógica y contenido.
Como ocurre en una de sus primeras obras, La Femme qui se poudre de 1972, donde el rechazo amoroso que sufre uno de sus personajes se plasma en un viaje asombroso por lugares imposibles donde su silueta minúscula es casi aplastada por presencias a las que no importa y les es completamente indiferente.
martes, 29 de septiembre de 2009
Cultural Exceptions (y II)
Hace unas entradas hablaba yo de la magnífica exposición sobre la escultura del reíno de Ife, que puede visitarse en la Real Academia de Bellas Artes de Madrid. En aquella ocasión resaltaba como esa escultura consistía principalmente en retratos de los componentes de la corte real, reyes, reinas, altos funcionarios, sirvientes... y por tanto su objetivo era propagandístico, situando a los gobernantes por encima de los seres humanos normales, dotados de la imperturbabilidad y serenidad de los dioses, pero al mismo tiempo siempre preocupados por su pueblo, cuyo bienestar era la mayor gloria a la que podía aspirar la corona, aunque ese bienestar ideal, como suele suceder, poco tuviera que ver con el bienestar real que esperaría la población.
Definido así ese arte, y si se siguieran los postulados que recogiera John Berger en su Ways of Seeing, deberíamos rechazarlo por entero. Tal y como se indicaba en ese libro, no es posible, o al menos no es deseable, evitar la vertiente política que todo arte posee, en tanto que expresión de las ideas, de una época, una sociedad, una clase o un individuo. Es más, si éstas ideas no coinciden con las nuestras, en el caso de Berger, con las de la izquierda post 68, ese arte quedaría automáticamente desprovisto de cualquier valor. Por lo tanto, al representar el arte de Ife el producto de un sistema desigual y opresivo, como cualquier estructura de poder que se precie, no deberíamos admirarlo, sino denunciarlo.
El pero que Berger puso a toda nuestra concepción del arte no es baladí. Inconscientemente, tendemos a rechazar todo arte actual que no responda a nuestra postura política, en tanto que lo vemos como un impedimento a la construcción de la sociedad deseada, y por tanto usamos ese argumento de "no apto" para rechazar los productos que se oponen a nuestros ideales, independientemente de sus posibles valores estéticos objetivos, aunque ambas palabras parezcan no tener relación.
Un criterio de juicio político que a medida que el arte observado pertenece a un pasado cada vez más remoto (o a una cultura cada vez más distante) se vuelve cada vez más tenue y resbaladizo, ya que nuestros conceptos empiezan a no ser aplicables a esas realidades pasadas o lejanas, con lo que el dilema que Berger nos plantea es el de mantener a ultranza nuestro compromiso político, rechazando así de plano la práctica totalidad del arte antiguo, como perteneciente a sociedades esencialmente injustas y discriminatorias, o buscar alguna componenda que nos permita seguir manteniendo la ficción de su disfrute, a pesar de nuestro conocimiento de la auténtica realidad.
¿O quizás estamos definiendo mal el problema y no es necesario definirlo en términos tan radicales? En mi memoria queda una anécdota de cuando era niño y cursaba séptimo de EGB, con apenas doce años. En aquel entonces nuestro profesor nos hizo leer la Noche Obscura del Alma de San Juan de la Cruz, sin que ninguno supiéramos mucho de él, excepto que ese San indicaba a un religioso, para a continuación pedirnos que lo interpretásemos.
Ninguno nos atrevimos a decir nada, puesto que la imágenes que ese poema evocaba eran completamente sexuales, de forma que la explicación de su verdadero significado, la unión mística del alma con el creador, nos pareciesen completamente fuera de contexto, privadas de todo sentido o razón. O lo que es lo mismo, ocurre que un ateo es capaz de leer y disfrutar un texto concebido por un religioso, a sabiendas de su verdadero significado, pero dotándolo de un mensaje completamente opuesto... algo que debería hacer reflexionar a todos aquellos que hablan de absolutos en el arte o de como su verdadera intención jamás puede ser disfrazada o disimulada.
O por continuar con los ejemplos, como podemos así admirar el relato de Tucidides, aunque sabemos perfectamente que sus simpatías no eran democráticas, sino oligárquicas, o perdernos en las arquitecturas musicales abstractas de un Gesualdo, príncipe de Venosa, aunque conozcamos como asesino a su mujer y al amante de esta para luego exponer sus cuerpos en la plaza de la iglesia, acto que ahora mismo nos haría estremecer de indignación y repugnancia.
O por concluir, como al final lo que importa de esta escultura de Ifé es como esos artesanos, al igual que el escultor griego, supieron plasmar la carne con exactitud, dando la impresión de que al tocar la piedra, está cederá ante nuestro contacto, o como son capaces de crear la ilusión de encontrarnos ante una persona de verdad, perfectamente individualizada, que habrá de volverse súbitamente al reparar en nuestra presencia.
El milagro del auténtico arte, que deja de ser de un tiempo, una sociedad o una persona, para convertirse en universal, propiedad de todos, emocionante para todos, más allá de sus limitaciones, sus miserias o sus pecados.
Definido así ese arte, y si se siguieran los postulados que recogiera John Berger en su Ways of Seeing, deberíamos rechazarlo por entero. Tal y como se indicaba en ese libro, no es posible, o al menos no es deseable, evitar la vertiente política que todo arte posee, en tanto que expresión de las ideas, de una época, una sociedad, una clase o un individuo. Es más, si éstas ideas no coinciden con las nuestras, en el caso de Berger, con las de la izquierda post 68, ese arte quedaría automáticamente desprovisto de cualquier valor. Por lo tanto, al representar el arte de Ife el producto de un sistema desigual y opresivo, como cualquier estructura de poder que se precie, no deberíamos admirarlo, sino denunciarlo.
El pero que Berger puso a toda nuestra concepción del arte no es baladí. Inconscientemente, tendemos a rechazar todo arte actual que no responda a nuestra postura política, en tanto que lo vemos como un impedimento a la construcción de la sociedad deseada, y por tanto usamos ese argumento de "no apto" para rechazar los productos que se oponen a nuestros ideales, independientemente de sus posibles valores estéticos objetivos, aunque ambas palabras parezcan no tener relación.
Un criterio de juicio político que a medida que el arte observado pertenece a un pasado cada vez más remoto (o a una cultura cada vez más distante) se vuelve cada vez más tenue y resbaladizo, ya que nuestros conceptos empiezan a no ser aplicables a esas realidades pasadas o lejanas, con lo que el dilema que Berger nos plantea es el de mantener a ultranza nuestro compromiso político, rechazando así de plano la práctica totalidad del arte antiguo, como perteneciente a sociedades esencialmente injustas y discriminatorias, o buscar alguna componenda que nos permita seguir manteniendo la ficción de su disfrute, a pesar de nuestro conocimiento de la auténtica realidad.
¿O quizás estamos definiendo mal el problema y no es necesario definirlo en términos tan radicales? En mi memoria queda una anécdota de cuando era niño y cursaba séptimo de EGB, con apenas doce años. En aquel entonces nuestro profesor nos hizo leer la Noche Obscura del Alma de San Juan de la Cruz, sin que ninguno supiéramos mucho de él, excepto que ese San indicaba a un religioso, para a continuación pedirnos que lo interpretásemos.
Ninguno nos atrevimos a decir nada, puesto que la imágenes que ese poema evocaba eran completamente sexuales, de forma que la explicación de su verdadero significado, la unión mística del alma con el creador, nos pareciesen completamente fuera de contexto, privadas de todo sentido o razón. O lo que es lo mismo, ocurre que un ateo es capaz de leer y disfrutar un texto concebido por un religioso, a sabiendas de su verdadero significado, pero dotándolo de un mensaje completamente opuesto... algo que debería hacer reflexionar a todos aquellos que hablan de absolutos en el arte o de como su verdadera intención jamás puede ser disfrazada o disimulada.
O por continuar con los ejemplos, como podemos así admirar el relato de Tucidides, aunque sabemos perfectamente que sus simpatías no eran democráticas, sino oligárquicas, o perdernos en las arquitecturas musicales abstractas de un Gesualdo, príncipe de Venosa, aunque conozcamos como asesino a su mujer y al amante de esta para luego exponer sus cuerpos en la plaza de la iglesia, acto que ahora mismo nos haría estremecer de indignación y repugnancia.
O por concluir, como al final lo que importa de esta escultura de Ifé es como esos artesanos, al igual que el escultor griego, supieron plasmar la carne con exactitud, dando la impresión de que al tocar la piedra, está cederá ante nuestro contacto, o como son capaces de crear la ilusión de encontrarnos ante una persona de verdad, perfectamente individualizada, que habrá de volverse súbitamente al reparar en nuestra presencia.
El milagro del auténtico arte, que deja de ser de un tiempo, una sociedad o una persona, para convertirse en universal, propiedad de todos, emocionante para todos, más allá de sus limitaciones, sus miserias o sus pecados.
lunes, 28 de septiembre de 2009
Yazilikaya
El lunes de la semana pasada, con un dolor de cabeza insoportable, me hallaba visitando el Museo Pergamon de Berlin.
una visita que no hubiera dejado de hacer por nada del mundo, puesto que llevaba esperándo hacerla desde mi infancia, cuando la lectura del libro Die Biblische Hügel (Las colinas bíblicas de Eric Zehren) me hizo enamorarme apasionadamente de la arqueología.
Enamorarse. Apasionadamente. Arqueología. Vaya combinación de palabras, que poco tienen que ver con este tiempo post/post en el que vivimos, en el que sólo el cínismo es admitido como sentimiento válido y la desconfianza ante todo tipo de saber es la divisa que hay que mostrar... pero el caso es que en mi recuerdo, si se me permite comportarme como el abuelo cebolleta que soy, queda una noche de sábado a solas en mi casa, con apenas ¿14? años, en que me leí ese libro hasta devorarlo de una sentada, y, cuando llegue al pasaje en que se describía el descubrimiento de las tumbas reales de Ur, sentí que se me erizaba el cabello y que casi me mareaba.
Nuevamente una exageración. Y ahora otra más. Porque lo que yo sentí en ese instante, lo que para mí es la grandeza de la arqueología, lo que hace que valga la pena revolver entre los escombros y basureros, es que, por un instante, los siglos han sido anulados, el tiempo demolido, y aquellos que estaban muertos, no lo están ya, sino que se alzan ante nosotros como contemporáneos y somos capaces de comprendernos... algo nuevamente extraño y ajeno, casi anatema, a este tiempo nuestro post/post donde las diferentes culturas son opacas las unas a las otras, y jamás podrán llegar a comprenderse, mucho menos a ser comparadas.
Sin embargo, como digo, aquella noche yo fui presa de un frenesí. Acompañaba a Layard, a Botta, a Max von Openheim, todos ellos medio científicos, medio aventureros, medio ladrones, casi como Indiana Jones, la locura del asiriologo Winkler, buscando tablillas en mitada de Anatolia y descubriendo la capital del olvidado imperio Hititia, la profesionalidad de Koldewey, de Andrae, de Woolley o Flindrers Petrie. Todos ellos enamorados de su profesión, de los lugares en los que excavaban y sobre todo, regalándolos miles de años más de historia, ampliando nuestra visión del mundo, convirtiéndonos en provincianos que debían aprender de nuevo, puesto aquello que conocían ya no tenía validez.
Por ello, pasear por el museo Pergamon, por el ara que le da nombre, por el mercado de Mileto, la puerta de Babilonia, los hallazgos de Uruk, Jorsabad, Assur o Tell Halaf (aunque la segunda guerra mundial nos hiciera perder buena parte de lo allí encontrado, recordado apenas por dibujos).
O en una sala lateral, la reconstrucción de los grabados rupestres de Yazilikaya en el centro de Turquía, el santuario de los reyes hititas, donde Teshub el dios de la tempestad recibe el homenaje del resto de las divinidades.
Otro lugar mítico que espero poder visitar antes de mi muerte.
sábado, 19 de septiembre de 2009
Cultural Exceptions
Las esculturas de Ife, en la actual Nigeria, datadas entre los siglos X y XV, son una excepción, pero entiéndase bien lo que digo, son una excepción en el contexto africano, puesto que desde una visión europea del arte son extrañamente cercanas y familiares, en más de un sentido.
Como bien es sabido, la escultura africana, como la de la mayoría de las culturas es fuertemente expresionista, alejándose tanto de cualquier intento de realismo que termina por ser casi abstracta. Más aún, esa escultura es una forma de arte popular, un arte no de las elites, creado para ser degustado y entendido por unos pocos, en unos lugares convertidos en auténticos santuarios, sino que es un arte que se destina a la comunidad, a ser objeto de utilización en las ceremonias colectivas, disfrutado y utilizado por todo y, casi, creado por cualquiera de los miembros de la sociedad.
Por ello, una vez superado el shock que el arte africano produjo en la cultura europea de principios del XX, ese abismo que separaba a un arte elitista/naturalista de un arte casi-abstracto/colectivo, y que aún hoy sigue actuando sobre nuestras percepciones, existe un segundo aftershock, el de encontrarse, como digo, la excepción que supone un arte como el de Ife, eminentemente naturalista, esforzado en representar al ser humano de una manera exacta y personal, puesto que cada una de las esculturas Ifé es un auténtico retrato, que a pesar de remitir siempre a unos rasgos ideales, permite distinguir a un individuo de otro, hacernos suponer que estamos viendo el rostro de un ser humano real, muerto hace siglos.
Un estilo que, como digo, al espectador occidental le resulta tremendamente familiar, ya que estos retratos, de los reyes y reinas, los altos funcionarios y la corte de Ife, recuerdan a la escultura imperial romana, es más, prácticamente obedecen a los mismos mecanismos políticos, la necesidad imperiosa de realizar una propaganda del poder político hacia los gobernados, una acción que se realiza en un doble sentido : por una parte, presentando a un gobernante ideal, divino, que se encuentra por encima de los seres humanos corrientes y que se halla libre de sus pasiones y defectos, por otra parte, aunque pueda parecer contradictorio, plasmando a los representantes de este poder, con rasgos más que humanos, de manera que parezcan cercanos y accesibles a los gobernados, atentos a sus peticiones y necesidades,
Lo cual da lugar, por tanto a un arte realista, ordenado por las elites y creado por una casta de artesanos especializados, y que ya no está dirigida al común de las gentes, excepto en su vertiente propagandística.
Una coincidencia estética e histórica que, por supuesto, no se debe a ningún fenómeno de transmisión/contaminación cultural. Cuando la cultura Ife florece, hace ya siglos que el imperio romano es historia olvidada y las orillas africanas del Mediterráneo, destino de las caravanas que desde el Níger cruzan el desierto del Sahara, está en manos de una cultura anicónica, el Islám que rehuye la representación del ser humano y del mundo que le rodea. Simplemente, como no podía ser de otra manera, estas esculturas, tan cercanas y familiares, podrían considerarse como un ejemplo más de la igualdad de todos los seres humanos, del hecho de que constituimos una única raza, que comparte unas mismas estructuras cerebrales y que, enfrentados a situaciones similares tiende a dar soluciones similares.
Y todo esto puede contemplarse en una de las exposiciones más interesantes de la temporada que ahora empieza en Madrid. Se trata de Dinastía y Divinidad, abierta en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, una de esas exposiciones que no recibirá publicidad alguna, de hecho ni siquiera está en la cartelera de los periódicos que dicen ser defensores de la cultura y el arte, pero que, para mí es de las que uno no se debe perder por ninguna razón.
martes, 15 de septiembre de 2009
No wall
Mushishi, una de las mejores series de anime de este decenio a punto de terminar, es una triple excepción.
Primero, porque una producción de este calibre no surgió de un estudio de los grandes, aquellos que destacan por su presupuesto o por su calidad, sino de un estudio menor, Artland, casi desconocido en aquel entonces y que no ha vuelto a acercarse desde entonces a los niveles que alcanzara en esta ocasión, de manera que es posible hablar casi de milagro.
Segundo, porque a pesar de tratarse de una adaptación más que literal del manga del mismo nombre, hasta el extremo de que puede uno reconocer las viñetas individuales en los fotogramas, consigue elevarse por encima del material original, aportando un ritmo pausado y reposado que el manga es incapaz de conseguir, ya que las escasas páginas de cada episodio, se transforman en veinte minutos de animación, con lo que la tranquilad, el reposo, la eternidad y atemporalidad presentes en el material original se hacen palpables, un camino que el visitante se ve obligado a recorrer, no a su paso, sino al marcado por esa ruta.
Es más, en un cómic donde es primordial reflejar la belleza de la naturaleza, lo convivencia constante del hombre con ella y el sentimiento permanente de que no somos otra que cosa que un animal más, el hecho verse obligado a describir el mundo en blanco y negro, en viñetas congeladas, constituye una limitación que sólo puede ser superada por un auténtico genio del llamado arte secuencial. En sentido, el anime, al incorporar a la narración los colores auténticos de la naturaleza, el transcurrir del tiempo, de la mañana a la noche, los diferentes cambios de luz, los sonidos que nos rodean, o simplemente el movimiento de los personajes en el amplio formato del 16:9, consigue una efecto de inmersión, de abandono de este mundo por el otro simulado en la pantalla, que las viñetas son incapaces de conseguir.
Y aquí entra la tercera excepción, porque estoy hablando no de adaptación, sino de translación, y de una translación eminentemente decorativa y preciosista, lo cual podría haber dado lugar a un producto vacío y huero, frío e inútil, pero el caso es que los conflictos que aparecen en cada episodio, las pasiones y tragedias que afectan a los personajes, narradas, como digo sin apresuramiento ni exageración, casi con un punto de desapego, el propio del protagonista que viaja de pueblo en pueblo y muchas veces no es otra cosa que un espectador como nosotros, incapaz de influir en los sucesos que presencia, se convierten en memorables, en realmente importantes y devastadoras.
Una narración pausada y tranquila, atenta al detalle tanto en en el ambiente como en las acciones de los personajes, que consigue atrapar al espectador en el ambiente descrito, haberle partícipe de lo que está sucediendo como si el estuviera allí y sufriera lo que están sufriendo los personajes, de tal manera que, muchas veces, me he quedado viendo pasar los títulos de créditos, escuchando la música, siempre distinta, pero siempre atemporal y eterna, con la que finaliza cada episodio.
De manera que aún sigo recordando muchos de ellos, cuando hace ya cinco años que los viera por primera vez.
domingo, 13 de septiembre de 2009
On the Brink of Disaster
By 1930 confidence in democracy had worn thin. The new states challenging the status quo were anything but democratic. There was every evidence that any new order, whether right or left, would bring with it an authoritarian, single party politics. By the late 1930 even political circles in the USA feared the imminent collapse of democracy everywhere outside America... Under such circumstances, war in the in the 1930 was a great risk for any democratic power. It was not a question of a democratic world bringing fascists troublemakers to kneels, but of a democratic retreat in the face of fanatical nationalism, military rule and communist dictatorship. Not only the status quo abroad, but political freedom in home was at stake. The decision to use force in its defence was not at easy as it now looks from the perspective of German defeat. Fears for internal political stability, the urgent search for consensus, the pursuit of economic security were not mere excuses for democratic inaction, but were the product of a very real anxiety.
The Road to War, Richar Overy & Andrew Wheatcroft.
Por seguir en la línea de abuelo cebolleta que ha dominado mis entradas últimas, tengo que añadir que mi afición por la historia precedió a la de la música y el arte. Si estas últimas lo hicieron en el periodo 1980-1982, la historia se me reveló el curso escolar anterior, el 79-80, quizás porque en el tiempo en que vivía la transición, la historia, como dicen en anglosajonía, was in the making, al coincider mi niñez y adolecescia con el final del franquismo y la transición a la democracia, pero sobre todo se lo debo a mi profesor de historia contemporánea de ese tiempo, una persona que nos hizo ver la historia y su estudio de forma nueva y renovada, como algo vivo, alejado de las largas listas de nombres y fechas que debíamos memorizar para los exámenes.
¿Y en qué consistía esa visión nueva y renovada de la historia? Quizás lo que mejor podría ilustrarlo es un ejemplo, como decía él, había que huir de las narraciones de la historia que la presentaban como el cuento de caperucita, como podría ser, en el caso de narrar la segunda guerra mundial, hablar de caperucita roja-Polonia, que yendo a visitar a su abuelita-Inglaterra, se encontró con el lobo malo-Alemania...
En este sentido el libro de Overy-Wheatcrofr, The Road to War, realiza un excelente trabajo de revaloración histórica de los sucesos que condujeron a la segunda guerra mundial, empañado sólamente porque en cierta manera no pasa de ser un resumen amplio y se desearía una mayor profundidad en su tratamiento y exposición. Dejando este defecto a un lado, el libro realiza un excelente trabajo disolviendo mitos populares, en concreto el de que las potencias occidentales se lanzaron a la guerra para protejer los derechos de los pequeños pueblos, pero lo hace no en el sentido revisionista, el demostrar que todos estábamos equivocados y que en el fondo los nazis no eran tan malos, sino intentando liberar a la crónica de la segunda guerra mundial de una aparente atribuida anormalidad histórica, para hacerla más normal y cotidiana, similar, en sus orígenes a otros conflictos del pasado.
¿Y en que consiste ese parecido con otras guerras? Pues simplemente, como era de esperar que las potencias no actúan por altruísmo, sino por defender sus intereses. Unos intereses que, en el caso de las potencias occidentales de los años 30, Francia e Inglaterra, enfrentadas a una decadencia imperial, esa que convertiría tras 1950 a Europa en un continente más sin peso en el mundo, intentaban por todos los medios mantener el status quo, temerosos de que una guerra pudiera llevar al traste las ventajas de las que gozaban y destruir sus sistemas políticos internos, especialmente enfrentadas a unas potencias revisionistas, como Japón, Alemania e Italia, envalentonadas y en ascenso, y un clima político mundial , donde la democracía parecía pertencer al pasado y las dictaduras al futuro.
Una postura que explica el appeasement inicial, más allá de una supuesta cobardía de las potencias democráticas, y que explica también su firmeza en 1939, cuando, como bien hubiera corroborado Clausevitz, la guerra se convirtió en la continuación de la política por otros medios, ya que la tensión había llegado a tal grado, que la única manera de mantener el equilibrio interior y exterior era precisamente desancadenar una guerra europea, en un momento, 1939, en que Inglaterra y Francia aún tenían ventaja sobre Alemania, y no como bien demuestra Overy, en el momento deseado por Hitler, 1942-1945, cuando militarmente la superioridad sería de Alemania.
The Road to War, Richar Overy & Andrew Wheatcroft.
Por seguir en la línea de abuelo cebolleta que ha dominado mis entradas últimas, tengo que añadir que mi afición por la historia precedió a la de la música y el arte. Si estas últimas lo hicieron en el periodo 1980-1982, la historia se me reveló el curso escolar anterior, el 79-80, quizás porque en el tiempo en que vivía la transición, la historia, como dicen en anglosajonía, was in the making, al coincider mi niñez y adolecescia con el final del franquismo y la transición a la democracia, pero sobre todo se lo debo a mi profesor de historia contemporánea de ese tiempo, una persona que nos hizo ver la historia y su estudio de forma nueva y renovada, como algo vivo, alejado de las largas listas de nombres y fechas que debíamos memorizar para los exámenes.
¿Y en qué consistía esa visión nueva y renovada de la historia? Quizás lo que mejor podría ilustrarlo es un ejemplo, como decía él, había que huir de las narraciones de la historia que la presentaban como el cuento de caperucita, como podría ser, en el caso de narrar la segunda guerra mundial, hablar de caperucita roja-Polonia, que yendo a visitar a su abuelita-Inglaterra, se encontró con el lobo malo-Alemania...
En este sentido el libro de Overy-Wheatcrofr, The Road to War, realiza un excelente trabajo de revaloración histórica de los sucesos que condujeron a la segunda guerra mundial, empañado sólamente porque en cierta manera no pasa de ser un resumen amplio y se desearía una mayor profundidad en su tratamiento y exposición. Dejando este defecto a un lado, el libro realiza un excelente trabajo disolviendo mitos populares, en concreto el de que las potencias occidentales se lanzaron a la guerra para protejer los derechos de los pequeños pueblos, pero lo hace no en el sentido revisionista, el demostrar que todos estábamos equivocados y que en el fondo los nazis no eran tan malos, sino intentando liberar a la crónica de la segunda guerra mundial de una aparente atribuida anormalidad histórica, para hacerla más normal y cotidiana, similar, en sus orígenes a otros conflictos del pasado.
¿Y en que consiste ese parecido con otras guerras? Pues simplemente, como era de esperar que las potencias no actúan por altruísmo, sino por defender sus intereses. Unos intereses que, en el caso de las potencias occidentales de los años 30, Francia e Inglaterra, enfrentadas a una decadencia imperial, esa que convertiría tras 1950 a Europa en un continente más sin peso en el mundo, intentaban por todos los medios mantener el status quo, temerosos de que una guerra pudiera llevar al traste las ventajas de las que gozaban y destruir sus sistemas políticos internos, especialmente enfrentadas a unas potencias revisionistas, como Japón, Alemania e Italia, envalentonadas y en ascenso, y un clima político mundial , donde la democracía parecía pertencer al pasado y las dictaduras al futuro.
Una postura que explica el appeasement inicial, más allá de una supuesta cobardía de las potencias democráticas, y que explica también su firmeza en 1939, cuando, como bien hubiera corroborado Clausevitz, la guerra se convirtió en la continuación de la política por otros medios, ya que la tensión había llegado a tal grado, que la única manera de mantener el equilibrio interior y exterior era precisamente desancadenar una guerra europea, en un momento, 1939, en que Inglaterra y Francia aún tenían ventaja sobre Alemania, y no como bien demuestra Overy, en el momento deseado por Hitler, 1942-1945, cuando militarmente la superioridad sería de Alemania.
sábado, 12 de septiembre de 2009
Absurdity/Eternity
He indicado ya muchas veces, en la entrada anterior, sin ir más lejos, la sensación de disociación e inutilidad que produce el toparse con obras de esas que llaman absolutas, que fueron producidas hace decenios, cuando uno ya estaba vivo y había alcanzado la capacidad mental necesaria por esos temas. Entiéndase bien, no se trata de aquello que se dejó de ver en su momento, por una razón u otra, y que quedo apartado para mejor ocasión. No, se trata de aquello de lo que nunca llegó uno a enterarse, que pasó desapercibido y desconocido, porque lo que tenían que contárnoslo, llamar la atención estaban hipnotizados por las modas pasajeras del momento, todo aquello que no merece importancia y que se mantiene en los libros y en las crónicas, demasiado a menudo simplemente porque no se quiere aceptar el error.
Así, cuando uno descubre lo que era realmente importante, muchos años después y se da cuenta de la intensidad con que lo hubiera disfrutado si lo hubiera hecho con el vigor de la juventud, no puede evitar un sentimiento de desolación. Desolación y profunda desconfianza hacia aquellos que dicen quiarnos, pero cuyos juicios, demasiado a menudo, vuelvo a repetir, están tan distorsionados y equivocados como los de el más distraído de los espectadores.
Así que no es extraño que la contemplación de una obra tan bella formalmente y tan cercana a mis sensibilidad como L'Ange, de Peter Bokanowski, realiza en 1982, me haya impresionado profundamente, no sólo por esa belleza, sino por la certeza de haber perdido el tiempo contemplando celuoide completamente inútil, sólo porque se decía que había que verlo, mientras lo realmente importante quedaba oculto... y lo hubiera sido eternamente si la casualidad no me hubiera hecho toparme con ella.
Por que realmente, yo no tendría que decir nada más, debería bastar con redigirles a esta entrada, perteneciente al blog de Ben Ettinger, alguien que escribe y se explica mucho mejor que yo, no ahora, cuando mi decadencia es cierta, sino incluso cuando yo estaba en plenitud de facultades.
Pero algo hay que decir, algo hay que decir. Y esta película me duele especialmente por que describe con una belleza formal extraordinaria, las diferentes acciones obsesivas y absurdas en que sus personajes repiten eternamente, embebidos en sí mismos, ausentes a todo lo que no sea su tarea. Un absurdo, un círculo vicioso sin salida ni redención que es subrayado por la música, donde los sonidos de los instrumentos clásicos han sido desmontados y remontados hasta hacerlos parecer electrónicos, y donde las imágenes han sido montadas para que hacer aún más incompresible lo que vemos, ocultando lo esencial, rompiendo la secuencia temporal, mostrándolo apenas un instante o deteniendo la imagen hasta negar el movimiento que suponemos consustancial al cinematógrafo.
Así, se tiene un espadachín que una y otra vez apuñala a una muñeca colgada del techo, una jarra de leche que se hace añicos una y otra vez contra el suelo, justo cuando un personaje sin manos intenta agarrarla, unos estudiosos que buscan en una biblioteca de Babel una respuesta a una pregunta que no se nos revela, un rayo de luz que es refractado, reflejado, transmitido por distancias infinitas, sin que tal complicado mecanismo parezca tener una razón de ser... o unas figuras minúsculas que ascienden unas escaleras sin final.
Un mundo absurdo y sin sentido que no podemos contemplar con otro sentimiento que no sea el horror.
¿O acaso es lo contrario? No somos nosotros, los espectadores similares al K. de la novela Das Schloss de Kafka. Si nadie excepto nosotros ve el absurdo, si todos los demás actúan como si las reglas del juego fueran sensatas y racionales ¿quién es el loco entonces? ¿Ellos o nosotros? Cómo podemos afirmar que estamos cuerdos, cuando el mundo entero actúa de forma distinta a como nosotros pensamos que deberíamos hacerlo?
¿Y es que acaso, nuestras acciones racionales no son esencialmente absurdas? Nada de lo que construimos, de lo que ansiamos, de lo que perseguimos, habrá de aprovecharnos, porque nos será irremediablemente arrebatado, bien por el olvido, bien por la muerte.
Porque nosotros también somos presos que caminan en círculos por su celda, habiendo llegado a crear que sus sueños de un mundo exterior son la realidad.
jueves, 10 de septiembre de 2009
Unexplored Musical Landscapes: Feldman (y XVII)
A cierta edad, nuestros gustos gustos cristalizan y aquello que la casualidad hizo que nos aficionásemos en ese tiempo se convierte en el polo de atracción, la tónica, por utilizar el símil correcto, al cual volvemos una y otra vez a lo largo de nuestras vidas.
En mi caso fue a los dieciséis. Ese fue el instante en que me vi por primera vez, completamente formado, y desde momento, lo único que me quedo fue progresar, o en los últimos años, decaer. Por su puesto no fue el resultado de un día. El encuentro con la gran literatura, fuera de escasos contactos anteriores, había tenido lugar el verano anterior, cuando me hice socio de una biblioteca popular (aún existe) y me traía clásicos griegos y romanos, descubriendo con emoción y sorpresa que aquello que me habían contado en historia había ocurrido en realidad... o al menos así lo sentía entonces, sin necesidad de poner avisos, paréntesis y advertencias a los textos en que me sumergía. Un año que también fue el del descubrimiento del gran arte, nuevamente, lo que entonces se pensaba que era eso, con las inmensas exposiciones Cezzane y Marcel Duchamp, respectivamente en el MEAC y la Caixa, al igual que el año antes había descubierto el cine, lo que se pensaba el gran cine, al enfrentarme en unos pocos fines de semana, con The River de Renoir, Ugetsu Monogatari de Mizoguchi y Chimes atMidnight de Welles.
A todos estos redescubrimientos, a esa autoconstrucción por sedimentación, había precedido el descubrimiento, otra vez la palabra, de la gran música, porque aquellos eran los tiempos en que equivocadamente, sólo se concebía una Música, un Cine, una Literatura, un Arte, y el resto no merecía ese apelativo, todo lo contrario de ahora mismo, donde esos conceptos sólo tienen sentido si van adjetivados con el receptor al que se destinan.
Pero esto no es lo que quería decir. Divago y me alejo de lo que quería decir. La cuestión es que en ese año, viernes a primera hora, tardes también a primera hora, en la clase de la historia de la música, me dejé arrastrar, ahogar y desaparecer, en la multitud de piezas musicales, desde las reconstrucciónes arqueológicas de las piezas griegas, los balbuceos gregorianos, hasta el aún-no-ruido de Stockhausen y Henry. Por supuesto, no todo me gustaba, los años de dictadura, de aislamiento, de incultura autoimpuesta por miedo al progreso, provocaban que incluso nosotros, los jóvenes, despreciásemos aquello que no alcanzábamos a comprender.
Sin embargo, la huella quedó. Aquella música incomprensible, la del siglo al que yo pertenecía ( al que aún pertenezco aunque ya haya pasado, y que mejor prueba de mi vejez y mi decadencia) no se me despintó, se me aparentaba un reto a mis facultades mentales, una barrera que tenía y debía ser capaz de superar y derribar. Así armado, con la guía, el no-canon, sino el mapa de carreteras que estaba trazado en el libro que utilizábamos entonces y que aún conservo, me propuse explorar esos paisajes intelectuales inexplorados, desconocidos, extraños e incompresibles, hasta que todos aquellos nombres fueran tan familiares, tan accesibles y transitados como los del siglo anterior.
Pero por supuesto, todos los mapas son incompletos, tanto en el espacio como en el tiempo, y aquel libro no narraba lo que habría de suceder tras el momento de su publicación, el futuro, más aún que el pasado, quedaba oculto entre nieblas espesas, y puesto que la Música ya sólo era música, ninguna de las revoluciones posteriores tenía eco más allá de las salas de concierto, en muchos casos, ellas y los aficionados, ocupados sólo en revisitar una y otra vez el mismo repertorio.
Por ello, ha tenido que ser gente más joven la que me pusiera en la pista de músicos de ayer mismo, como Feldman, que se me habían escapado completamente y cuya emoción al descubrirlos se viera empañada por tratarse de piezas, como Triadic Memories o Patterns in a Chromatic Fields, compuestas en los años 80, justo cuando yo creía estar creando el mundo de la nada y, como cualquier joven debe, pensar que conozco todo.
¿Y qué es lo que tiene Feldman? ¿Qué hace que alguién como yo, ya cansado de oír tanto, cuya ilusión y ganas se han desvanecido, cuyas capacidades intelectuales empiezan a no estar a la altura, se enamore violentamente de unas composiciones desconocidas hasta ayer mismo? Su belleza, si es que esa palabra tiene aún algún sentido, es la impresión de eternidad que producen, mejor dicho la de estar suspendido en un tiempo sin principio ni fin, donde no es posible apreciar las distancias y donde por tanto no existe el movimiento, ese arrastre hacia la nada que tanto nos aterroriza.
Una impresión de no-tiempo (¡en un arte esencialmente temporal como es la música!) conseguida por composiciones de gran longitud, donde no hay interrupciones ni detenciones, sino que la música fluye ininterrumpidamente, o mejor dicho, describe círculos sin salida que no llevan a ninguna parte ni lo pretende. Un efecto acentuado por conseguirse con un único instrumento, restringido a un exiguo número de notas y siempre al borde de no ser audible, entre las fronteras del sonido y el silencio, a punto en todo instante de desvanecerse y perderse definitivamente.
Pero esa eternidad no es feliz, es extremadamente bella, hasta la extenuación, pero la felicidad no está en ella, las notas de Feldman, disuenan, se entrechocan entre sí, sus temas no concluyen ni conducen, no se deducen los unos de los otros, más allá de compartir ese mismo estrecho rango de notas y estar siempre al borde del silencio.
Porque esa es la conclusión inevitable. En una de las variaciones el silencio ya no será roto, sin que nada, excepto la desusada duración de la pieza, nos hiciera pensar en que ése era el momento del fin. Y al igual que ninguna lógica interna hacía anticipar el final de la pieza, ninguna lógica externa hacía posible su existencia y despliegue más allá del ruido de fondo en que surgiera y en el que terminó por disolverse.
Al igual que nuestras propias vidas.
En mi caso fue a los dieciséis. Ese fue el instante en que me vi por primera vez, completamente formado, y desde momento, lo único que me quedo fue progresar, o en los últimos años, decaer. Por su puesto no fue el resultado de un día. El encuentro con la gran literatura, fuera de escasos contactos anteriores, había tenido lugar el verano anterior, cuando me hice socio de una biblioteca popular (aún existe) y me traía clásicos griegos y romanos, descubriendo con emoción y sorpresa que aquello que me habían contado en historia había ocurrido en realidad... o al menos así lo sentía entonces, sin necesidad de poner avisos, paréntesis y advertencias a los textos en que me sumergía. Un año que también fue el del descubrimiento del gran arte, nuevamente, lo que entonces se pensaba que era eso, con las inmensas exposiciones Cezzane y Marcel Duchamp, respectivamente en el MEAC y la Caixa, al igual que el año antes había descubierto el cine, lo que se pensaba el gran cine, al enfrentarme en unos pocos fines de semana, con The River de Renoir, Ugetsu Monogatari de Mizoguchi y Chimes atMidnight de Welles.
A todos estos redescubrimientos, a esa autoconstrucción por sedimentación, había precedido el descubrimiento, otra vez la palabra, de la gran música, porque aquellos eran los tiempos en que equivocadamente, sólo se concebía una Música, un Cine, una Literatura, un Arte, y el resto no merecía ese apelativo, todo lo contrario de ahora mismo, donde esos conceptos sólo tienen sentido si van adjetivados con el receptor al que se destinan.
Pero esto no es lo que quería decir. Divago y me alejo de lo que quería decir. La cuestión es que en ese año, viernes a primera hora, tardes también a primera hora, en la clase de la historia de la música, me dejé arrastrar, ahogar y desaparecer, en la multitud de piezas musicales, desde las reconstrucciónes arqueológicas de las piezas griegas, los balbuceos gregorianos, hasta el aún-no-ruido de Stockhausen y Henry. Por supuesto, no todo me gustaba, los años de dictadura, de aislamiento, de incultura autoimpuesta por miedo al progreso, provocaban que incluso nosotros, los jóvenes, despreciásemos aquello que no alcanzábamos a comprender.
Sin embargo, la huella quedó. Aquella música incomprensible, la del siglo al que yo pertenecía ( al que aún pertenezco aunque ya haya pasado, y que mejor prueba de mi vejez y mi decadencia) no se me despintó, se me aparentaba un reto a mis facultades mentales, una barrera que tenía y debía ser capaz de superar y derribar. Así armado, con la guía, el no-canon, sino el mapa de carreteras que estaba trazado en el libro que utilizábamos entonces y que aún conservo, me propuse explorar esos paisajes intelectuales inexplorados, desconocidos, extraños e incompresibles, hasta que todos aquellos nombres fueran tan familiares, tan accesibles y transitados como los del siglo anterior.
Pero por supuesto, todos los mapas son incompletos, tanto en el espacio como en el tiempo, y aquel libro no narraba lo que habría de suceder tras el momento de su publicación, el futuro, más aún que el pasado, quedaba oculto entre nieblas espesas, y puesto que la Música ya sólo era música, ninguna de las revoluciones posteriores tenía eco más allá de las salas de concierto, en muchos casos, ellas y los aficionados, ocupados sólo en revisitar una y otra vez el mismo repertorio.
Por ello, ha tenido que ser gente más joven la que me pusiera en la pista de músicos de ayer mismo, como Feldman, que se me habían escapado completamente y cuya emoción al descubrirlos se viera empañada por tratarse de piezas, como Triadic Memories o Patterns in a Chromatic Fields, compuestas en los años 80, justo cuando yo creía estar creando el mundo de la nada y, como cualquier joven debe, pensar que conozco todo.
¿Y qué es lo que tiene Feldman? ¿Qué hace que alguién como yo, ya cansado de oír tanto, cuya ilusión y ganas se han desvanecido, cuyas capacidades intelectuales empiezan a no estar a la altura, se enamore violentamente de unas composiciones desconocidas hasta ayer mismo? Su belleza, si es que esa palabra tiene aún algún sentido, es la impresión de eternidad que producen, mejor dicho la de estar suspendido en un tiempo sin principio ni fin, donde no es posible apreciar las distancias y donde por tanto no existe el movimiento, ese arrastre hacia la nada que tanto nos aterroriza.
Una impresión de no-tiempo (¡en un arte esencialmente temporal como es la música!) conseguida por composiciones de gran longitud, donde no hay interrupciones ni detenciones, sino que la música fluye ininterrumpidamente, o mejor dicho, describe círculos sin salida que no llevan a ninguna parte ni lo pretende. Un efecto acentuado por conseguirse con un único instrumento, restringido a un exiguo número de notas y siempre al borde de no ser audible, entre las fronteras del sonido y el silencio, a punto en todo instante de desvanecerse y perderse definitivamente.
Pero esa eternidad no es feliz, es extremadamente bella, hasta la extenuación, pero la felicidad no está en ella, las notas de Feldman, disuenan, se entrechocan entre sí, sus temas no concluyen ni conducen, no se deducen los unos de los otros, más allá de compartir ese mismo estrecho rango de notas y estar siempre al borde del silencio.
Porque esa es la conclusión inevitable. En una de las variaciones el silencio ya no será roto, sin que nada, excepto la desusada duración de la pieza, nos hiciera pensar en que ése era el momento del fin. Y al igual que ninguna lógica interna hacía anticipar el final de la pieza, ninguna lógica externa hacía posible su existencia y despliegue más allá del ruido de fondo en que surgiera y en el que terminó por disolverse.
Al igual que nuestras propias vidas.
martes, 8 de septiembre de 2009
You set the limits (y IV)
Suele despreciarse el anime alegando que su animación es limitada, lo cual es cierto, que no hay nada en ella que no pueda realizarse igual con personajes reales, con lo que la justificación de ser animado pierde su sentido, o finalmente que el diseño de los personajes se reduce a unos cuantos modelos intercambiables, con los que se realiza un ejercicio constante de corta y pega, similar al realizado con sus tramas que suelen componerse de estereotipos.
Argumentos muy sólidos, que bastan para cargarse un buen porcentaje de series de anime, como es de esperar en productos comerciales que buscan vender lo que se sabe que ya ha tenido éxito para obtener los mayores beneficios en el mínimo tiempo.
Sin embargo, el que la mayoría sea así, no debe forzar a rechazar toda la producción en un bloque, porque supondría ser injusto con estudios que sí están intentando ir un paso más allá, sacar productos algo distintos, aunque tengan que lidiar con bajos presupuestos, la auténtica razón de utilizar una animación limitada, y con un público que sólo pide que se le de gusto, como ha demostrado el maelstrom moe de los últimos años que se ha tragado a estudios tan, en principio, interesantes como Kyoto Animation.
Entre los que tratan de hacer algo distinto se encuentra el estudio Shaft, presencia constante en este blog, al es posible elogiar diciendo que no se puede predecir lo que va a darte a continuación (la misma alabanza que utilizaba yo en la entrada anterior al hablar de Max y Dave Fleischer) una virtud suya que este verano esta quedando perfectamente clara, si es que necesitaba demostración, con la impresionante Bakemonogatari y la cuarta temporada de Sayonara Zetsubou Sensei, que si bien adolece de demasiado texto, haciendo que sea demasiado pesada en ocasiones incluso con los Shaftismos añadidos, y de chiste demasiado local para ser entendido fuera, de vez en cuando tiene algún arranque de los que dejan con la boca abierta.
Como es el caso de la larga secuencia que cierra el episodio 8, narrada con cut-outs (ya saben animación con figuras de papel recortado) y en un estilo de dibujo realmente libre e inusual, al menos en lo que es la animación comercial, dotándole de la magia y el misterio adecuados a la historia que se está contando, como se puede apreciar en las capturas que he adjuntado.
O si quieren otro ejemplo, deléitense con estas dos intro de la serie, la actual y la temporada anterior, ejemplos ambos de los increíbles mecanismos de relojería que Shaft es capaz de crear, y que bastan para avergonzar a cualquiera de los estudios de anime actuales (y no olviden por supuesto de darle al botón de HQ).
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