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lunes, 9 de mayo de 2011

AMGD Capítulo XVII: En algún lugar del Mediterráneo, año 80 d.C

Este capítulo "XVII" de la versión 9 de Ad Majorem Gloriam Dei iba a servir de epílogo de la novela, al narrar el destino del único protagonista superviviente en el bando judio, ese hombre maduro, desengañado de todo, que había decidido seguir al joven idealista al que asaltaban repentinas visiones de la divinidad, para acabar convertido en un eterno fugitivo, siempre escondido de una justicia romana que nunca se aplacaría.

Este final era demasiado artificioso y desapareció en las dos versiones posteriores, la 10 y la 11, las perdidas al romperse mis disco duro, que preferían un final abierto, en el que este personaje se enfrentaba a un destino incierto, en el que todo lo que conocía y amaba había sido irremediablemente destruido. No obstante, aquí lo tienen, como ejemplo de lo que podía llegar a escribir hace no tanto tiempo y que ahora me sería imposible.

Con este capítulo acaba Ad Majorem Gloriam Dei y queda vacante este lunes. Quizás lo llene con los artículos que han desaparecido de Tren de Sombras, para que puedan leerse en algún lugar. Permanezcan sintonizados.

Capítulo XVII: En  Algún lugar del Mediterráneo, año 80 d.C.

Obscuridad.
    
Densa y cálida.
    
Acogedora
    
Extiendo los brazos. Madera bajo mi cuerpo. Madera sobre mi rostro. Madera a mis costados.
    
Mi ataúd. Mi sarcófago. Mi tumba.
    
Estoy encharcado en sudor, me falta el aire, pero aún así no intento revolverme, no lucho, no dejo lugar al pánico, ya me he acostumbrado.
   
Con cuidado, tanteo las paredes y el techo. Siento su calor ardiente. Aún debe ser de día. Aún debemos estar en verano. El sol debe caer a plomo sobre la cubierta. Los marineros deben protegerse como pueden de sus rayos, tras la vela, bajo las bordas, en toldos improvisados.
    
Hay actividad, sin embargo, escucho pasos sobre la cubierta. Corren de un lado a otro. Se gritan los unos a los otros. Arrastran pesadas cargas y luego vuelven de vacío, más ligeros, para cruzar de nuevo, con pasos cortos y pesados, sobre mi cabeza.
    
Me doy cuenta entonces. No oscila. No se balancea de un lado a otro, como debería hacer si estuviéramos aún en alta mar, si aún navegásemos. Estamos en un puerto. En uno más de tantos a los que me han llevado escondido. En otro que sólo conoceré de noche, cuando la luz haya desaparecido, en otro que me será indistinguible de los demás, una interminable sucesión de calles obscuras y vacías, de paredes mudas y silenciosas, de puertas y ventanas cerradas.
    
Golpean suavemente en la pared de mi encierro. No hables, susurran, no tengas miedo. Somos de los tuyos. Aguarda un poco más. Ya vendremos a buscarte.
     
Ya vendrán a buscarme. Rostros desconocidos. Personas que nos saben nada de mi, excepto que yo estuve allí. Que yo puedo contarlo.
      
Ya los veo reunidos. Observo sus rostros. Serios y atentos. Iluminados por la luz vacilante de las lucernas. Se acurrucan los unos contra los otros, temerosos de la osadía que han cometido congregándose allí, viniendo a escucharme, aterrorizados ante mi sola presencia, la del hombre que lucho contra los romanos, que combatió por el único dios que existe, mientras ellos humillan la cabeza ante sus señores y veneran públicamente los dioses que sus amos adoran.
     
No encontraré comprensión en sus miradas. Para ellos sólo eres un monstruo, un espanto salido de entre los muertos, alguien que debería estar muerto y dejarles en paz, un peligro que, pasada esa noche, enviarán pronto a otra ciudad para zafarse de la responsabilidad, una molestia que pronto olvidarán en el ajetreo cotidiano.
   
Mirará a sus rostros y no comprenderás porque debes hablarle. Las piernas te fallarán, intentarás retroceder, pero los que te han traído hasta aquí te empujarán hacia adelante. Agarrarán tus débiles brazos, los de un anciano, y clavarán sus dedos en su carne, te alzarán en vilo y te expondrán a la mirada de todos, a los ojos fríos y duros, desconsiderados, que no entienden porque no hablas, que no comprenden por que no asisten al espectáculo por el que han pagado, por el que están corriendo ese pequeñísimo riesgo.
    
¿Qué podrás contarles? No puedes hablarles de los muertos. De todos los compatriotas que matasteis para purificar ese mismo pueblo, en nombre del auténtico dios, de la auténtica religión. No puedes hablar de todos aquellos que partieron con una sonrisa en los labios, camino de la muerte, creyendo que su sacrificio serviría para consumar el reino de dios, creyendo que ese mismo dios les acogería en su seno, acabada la batalla. No puedes hablarle de la ambición humana, ni de su codicia, ni de la lucha despiadada por ser rey y señor de unos despojos, cuando la guerra estaba ya perdida.
   
No.
    
Sólo puedes contarles lo que quieren oír. Un relato emocionante. Una cadena de aventuras, a cada cual más inverosímil, donde la victoria siempre se alcanza, aunque sea tras innúmeros peligros o retorcidas peripecias. Una historia donde los muertos siempre caen del otro lado y ninguno del nuestro.
   
Como en todos los lugares a donde te han conducido, como fiera en su jaula o fenómeno en su tarro, miraré los rostros de tus espectadores, sus bocas abiertas en una expresión de asombro, sus ojos desorbitados como si vieran ante ellos las brutalidades que les enumeras.
    
No podré resistir la tentación. Comenzaré a arrojarles mentiras, por ver si alguno reacciona, si alguien se atreve a levantarse y señalarme con el dedo, diciendo, es un mentiroso, es un falsario, eso no puede haber ocurrido, eso nadie puede haberlo hecho.
   
Se las tragaran todas, sin excepción, incluso descubrirás un resto de desilusión si no exageras bastante, porque luego, los sabes, sabes que ése es el único motivo de su venida, la única razón por la que te han traído hasta allí, quieren presumir antes los no pudieron asistir, restregarles por la cara las historias que ellos, y no los otros, han escuchado, los hechos de los, podría decirse, han sido testigos, las batallas que han combatido, los enemigos que han derrotado, los triunfos que han alcanzado.
   
No podré terminar mi narración. También lo sé. Mi voz se quebrará. Mi brazo, que marcaba el ritmo de la narración, se dejara caer muerto, mis rodillas me fallarán y tendrán que sostenerme. Gritos agudos de sorpresa, medio sofocados por el miedo a ser descubierto, se elevarán de entre los espectadores, como lo haría el coro en una representación, al ver el destino desastrado del protagonista.
   
Se extrañaran al descubrir tu sonrisa en tu desmayo. No lo comprenderán. Intentarán traerte de vuelta, sacudiéndote, llamándote por tu nombre, y al final tendrán que dejarlo. Es un anciano, ya se sabe, dirá el que te ha traído allí, mientras murmullos de aprobación se elevan del auditorio. Es un anciano y éstas son las cosas que les pasan a los ancianos, repetirá, mientras los espectadores, un tanto defraudados abandonan la cueva donde se han reunido.
   
Pero yo habré huido, habré escapado a sus trampas.
   
Un momento antes de caer en la inconsciencia habré saboreado mi victoria.
   
Como estoy a punto de hacer ahora, como voy a fugarme de mi entierro, como voy a substraerme al calor sofocante y al aire pesado de mi tumba.
   
Hasta la noche entonces. Hasta la noche.
   
La fuerza del viento me sorprende. A punto está de derribarme por tierra. Tengo que caminar apoyándome en él, sujetándome las ropas, volviendo la cabeza para poder respirar.
   
A un lado el mar, la línea de costa baja y rectilínea, parte de un extremo del horizonte y llega hasta el otro, sin que ningún accidente señale el lugar en el que estás, sin que nada pueda indicarte cuanto, mucho o poco, llevas caminado. Sobre el mar las olas paralelas, surgiendo incesantes, señaladas por finas líneas de espuma en su cima, que avanzan hacia la costa, haciéndose más grandes, hasta romperse y desaparecer, retroceder y encontrarse con la siguiente, que viene ya, en apariencia incontenible, para sufrir el mismo destino, para continuar el ciclo que nunca se detiene.
   
Al otro lado las colinas, descendiendo suavemente hacia la playa, transformándose en dunas, sobre las que ondean algunas matas de hierba, las más audaces de entre sus congéneres, las que tapizan las colinas, imitando al mar agitado por el viento, ondulando a su soplo, las olas cruzando las laderas, franqueando las cimas, una tras otras, en otro ciclo eterno, hasta venir a morir en las arenas de las dunas, hasta disolverse y desaparecer.
    
Ya no hay mar. Camino entre dos hileras de  colinas, a orillas de un arroyo que se tuerce y retuerce en su descenso, que se precipita en pequeños escalones, que se remansa en breves charcas. 
   
Entonces la veo, sentada en una pradera junto a la corriente, vestida con ropas extrañas, como nunca he visto en este mundo gobernado por los romanos, de no menos extraña belleza, imposible de encontrar entre los hombres, posible solo entre los ángeles de ese dios en el que yo creía antaño.
   
Me acerco lentamente, en silencio, procurando no turbarla, pero me encuentro su mirada, sus ojos clavados en mí, sin que haya podido percibir cuando ha vuelto la cabeza hacia mí, como si siempre hubiera estado mirándome, observándome.

- Te esperaba.
   
No ha movido los labios. No ha variado su expresión. Es su voz , sin embargo, no cabe ninguna duda y su acento me roba las fuerzas, destruye mi armadura, me hace caer de rodillas, acurrucarme junto a ella, apoyar mi cabeza en su regazo.
   
Sus dedos acarician mi cabello, descienden por mi mejilla, rozan levemente mi mentón antes de separarse.

- ¿Por qué huías de mí?
   
No respondo. No tengo ninguna respuesta.

- No deberíais tenerme miedo. ¿En qué otra parte vais a encontrar refugio, si no es en mí? ¿Quién vais a encontrar que os ame, si no soy yo?

No respondo.

Cierro los ojos.

Dejo que el sueño me arrastre.

lunes, 2 de mayo de 2011

AMGD Capitulo XVI: Jerusalem Año 70 d.C.

Extrañas coincidencias las de la historia. Este penúltimo capítulo de Ad Majorem Gloriam Dei, en el que los romanos victoriosos arrasan Jerusalem y persiguen a los supervivientes, con especial interés en los líderes de la rebelión, ha coincidido con la muerte de ibn Laden. Extraña coincidencia, puesto que esta novela inacabada surgió de la impresión que me produjo el 11S, con su conflicto entre rebeldes creyentes e imperios que ya no lo eran tanto, tan similar a lo que fue la guerra entre romanos y judíos.

En este capítulo, quise fabular la impresión que esa resistencia a ultranza de los hebreos en su capital habría producido en los romanos, incapaces de comprender porque llegaron casi a la inmolación, creyendo que en cierta manera llegaría a sentir un cierto temor reverencial por la fuerza con la que sus oponentes sostenían sus creencias. Evidentemente era un ingenuo, pues para los vencedores el vencido es sólo eso, y su derrota, causa de celebración jubilosa, como bien podemos ver en la televisión hoy mismo.

Así que, sin más dilación


Capítulo 16: Jesusalem Año 70 d.C

Sudorosa, la cabeza de un hombre aparece en el borde de la excavación. Toma aliento, una o dos bocanada, antes que su rostro se contraiga por el esfuerzo, y alza un capacho lleno de tierra. Otro hombre, desnudo de cintura para arriba, lo toma sobre sus hombros y lo acarrea hasta el borde de un barranco, donde lo vacía. No se queda para mirar, otros hombres, igual de cargados que él, pugnan por llegar al mismo lugar, por librarse de sus cargas, para volver lentamente al lugar de donde venían, descansando un tanto en el camino, antes de volver a cargar otro capacho lleno de tierra y retornar, andando pesadamente..
    
El foso se va colmando poco a poco. Las cargas de tierra se precipitan por ladera, se esparcen por ella, algunas llegan hasta el fondo, otras se quedan a mitad de camino. Pronto será posible ascender a pie desde el fondo del barranco hasta el borde del precipicio. Pronto será posible cruzar el foso desde la otra orilla y la última defensa de la ciudad habrá desaparecido.
    
Las murallas, las altas y orgullosas murallas, inexpugnables, imposibles de escalar, flanqueadas por torres aún más altas y poderosas, hace días que cedieron. Lo que en principio fue una mella en las almenas, descendió hasta el suelo, se convirtió en brecha que desventró la fortaleza, y que luego se extendió a un lado y a otro, desmochando las torres, tirándolas por tierra, esparciendo sus sillares. Aún se ve, ya lejos, en la cima de la colina, en el fondo del valle, a los legionarios que cumplen esa misión. Aun puede apreciarse como pican la piedra para introducir palancas, como se cuelgan de ellas, como empujan los sillares hasta dislocarlos, hasta llevarlos al borde del muro, hasta precipitarlos en los fosos, donde se parten y destrozan.
      
De pie, al borde del abismo, supervisas el trabajo. No miras a los soldados. Sabes que cumplirán su misión, con alegría, con rapidez. El tiempo de la batalla ya está atrás, los peligros del combate ya no les amenazan, solo tienen que acabar su tarea, arrasar hasta los cimientos la ciudad, de forma que nadie pueda, ni siquiera los nacidos allí, reconocer su trazado. Cuanto antes lo hagan, antes podrán marcharse. Ninguno quiere permanecer una hora de más en aquel infierno.
     
No miras tampoco a la ciudad. Tantos meses contemplando sus murallas inexpugnables, sus fosos infranqueables, y nunca habías vuelto la cabeza hacia las colinas y campos que la rodeaban. Si esperabas encontrar alivio en esa vista estabas muy equivocado. La ciudad es un caos de ruinas, de calles obstruidas por los escombros, de casas quemadas hasta los cimientos, de vigas y columnas que se alzan, inútiles al cielo. El campo que rodea la ciudad no es una ruina menor. La vegetación ha desaparecido por completo, pisoteada por miles de hombres durante largos meses, convertida en polvo que los vendavales levantan y arrastran por las laderas, nublando la vista. Sólo rompen la monotonía los tocones de los árboles talados para construir los terraplenes y las máquinas de guerra, esparcidos por los campos, extendiéndose hasta el horizonte, hasta más allá, hasta casi el mar y el río Jordán y las orillas del mar maldito.
     
Otros árboles han substituido a los talados. Tienen las ramas en cruz y están muertos, pero han colonizado las cimas de las colinas y formado espesos bosques en ellas. El viajero inexperto que los viera en la lejanía, podría sentir alegría, pensar que el desierto no está cerca, que tierras más alegres y fértiles sucederán a éstas, pero el viajero experto, el soldado de mil campañas, los verá y no podrá llevarse a engaño. Al contrario, se estremecerá y hurtará la vista, buscará otro camino que no le lleva allí.
    
Un griterío te despierta de tus meditaciones. Los legionarios se reúnen al borde de la excavación. Sin apresurarte te diriges a ellos y te abres paso entre la multitud. La cabeza de un hombre sonriente asoma por el agujero y, al verte, su sonrisa se hace aún mayor, hace señas para que vengas y desaparece antes de que llegues al borde, seguro de que habrás de seguirle.
     
Así lo haces.
     
Un golpe de calor te recibe. El sudor te encharca. Apenas puedes respirar y tienes que hacer esfuerzos para conseguir algo de aire. A la débil luz de una lucerna, descubres varios rostros sudorosos, ennegrecidos por la tierra y el polvo, tan satisfechos y sonrientes como el hombre que te guiaba. Tras ellos, descubres pilares de madera que sustentan vigas, que soportan el peso de la tierra, impidiendo que la excavación se venga abajo.
     
La luz se aleja.
     
Acuclillado, sigues a estos hombres por el túnel que han cavado minando la montaña, por el laberinto de túneles que sólo ellos conocen y que no lleva a ninguna parte. De repente se detienen, examinan el techo de piedra, el hueco entre dos vigas, la tantean y acarician, aproximan el oído a ese punto, te piden que lo hagas tu también, que escuches lo que ellos han oído, que compruebes que han encontrado lo que les fue ordenado.
     
Así lo haces y escuchas ese mismo ruido. El susurro de voces apagadas, los movimientos de personas que sienten miedo pero que se creen seguras en su escondite. Estamos justo debajo dicen. Justo debajo, asientes y contemplas los de túneles que se esparcen en todas direcciones, como una red que sujetase y sostuviese aquello, aquellas personas, que sin saberlo, creyendo a salvo, están escondidas allí arriba, apenas a un brazo de distancia.
     
Das la orden. Marchas con tus hombres hacia la superficie. Ya arriba, al borde de la excavación, mientras te sacudes el polvo, supervisas los últimos preparativos. Tus hombres trabajan rápidos, llenos de excitación, deseosos de ver el resultado de su tarea. Sin darse tregua, se pasan balas de paja, mullidas y esponjosas, que arderán con facilidad. Una a una las introducen en la excavación, la acarrean por los túneles, las reparten por el laberinto, hasta que ya no caben más, hasta que todos salen de allí abajo y solo queda que te agaches, con una antorcha en la mano, y le prendas fuego.
    
La columna de humo es negra y espesa, ardiente y sofocante. Extrañamente, se pega al suelo y no asciende, el viento la hace bailar, llevándola de un lado para otro, barriendo la ladera de la colina, obligando a que os apartéis y alejéis, pero ninguno se atreve a elegir el lado que está por encima de la excavación, todos os refugiáis en la parte más baja, sabedores de lo que va a ocurrir.
    
Primero es un crujido, que estremece la tierra, luego una, dos, tres grietas, que se abren por encima de la excavación, que cuartean la tierra y hacen que se hunda sobre sí misma, acompañada de un fragor aterrador, que os obliga a taparos los oídos. La columna de humo se apaga instantáneamente. Sólo quedan algunos hilillos, débiles, que pronto se desvanecen.
    
La ladera se ha venido abajo, dejando tras de sí un cráter, relleno de tierra removida. Los hombres se apelotonan en sus márgenes y luego, con precaución, se aventuran en sus profundidades. La tierra blanda es traicionera y alguno hay que se resbala en ella. Un coro de risas, la de un grupo de niños, saluda estos incidentes. Llenos de excitación, tus hombres casi bailotean de alegría. Les ves correr por el fondo, señalando los múltiples restos que siembran el cráter, las vasijas rotas, las armas y armaduras, las vigas requemadas de la excavación, los brazos y piernas que sobresalen de entre los escombros, apuntando al cielo, congeladas en gestos inútiles.
   
Dejo que se recreen un tiempo más. Sólo un poco más, más de lo que podríamos permitirnos, pero el trabajo espera, y aún queda mucho por hacer antes de que acabe el día. Obedecen mis ordenes sin rechistar. Hoy ha sido un buen día. Un día en el que se ven los resultados, en el que podrán acostarse satisfechos de lo que han hecho, de lo que han conseguido, así que no les importa dedicar un poco más de tiempo, esforzarse aún un poco más.
   
Remueven la tierra con furia. Excavan alrededor de los cadáveres hasta dejarlos libres y luego, entre dos, los cargan y transportan, los llevan fuera del cráter, para descender luego la ladera, hacia el punto donde los barrancos se juntan, hacia el lugar donde las aguas se remansaban, hacia el lugar donde estaba la piscina de Siloe, allí donde estas gentes se purificaban antes de subir a su templo, el punto donde se abre ahora una inmensa fosa.
    
Ya en el borde los soldados se detienen. Apoyan un instante su carga en el suelo, para agarrar el cuerpo por muñecas y tobillos. De nuevo lo alzan, comienzan a balancearlo, a la de tres, se dicen, y cuentan, animándose al ver como el cadáver coge impulso, como se eleva cada vez más, uno, dos, tres, y lo sueltan al unísono, y siguen con sus ojos la trayectoria, la pirueta que parece insuflar nueva vida en el cuerpo muerto, que gira sobre sí, que se estrella, sin un ruido contra la pirámide de cadáveres que casi colma la fosa, que rueda por la ladera, enredándose, rebotando, hasta detenerse a mitad de camino.
    
Los soldados ríen. Con tal fuerza, que uno de ellos pierde pie y resbala, precipitándose al fondo. El resto, los que vigilan, los que vienen cargados, los que ya iban de vacío, se arremolinan en el punto donde caído. No se ha hecho nada, el suelo blando y elástico ha detenido su caída, y le ven reír sentado sobre aquella alfombra humana, las manos apoyadas en la red de miembros entrelazados. Tienden las manos para recogerle, y el hombre marcha hacia ellos, aún riendo, sufriendo nuevos ataques de risa, cada vez que su pie se hunde en un hueco entre los cuerpos.
    
No te quedas a ver como le recogen. Tampoco te molestas en darles nuevas órdenes. El sol se aproxima al horizonte, enorme, rojo como la sangre. Pronto, como tú, todos se darán cuenta de lo cansados que están, abandonarán la tarea y marcharán hacia sus tiendas, se entregarán al sueño, sin pensar más en lo que han hecho hoy, sin preocuparse por lo que harán mañana. Un día menos, será su única idea, la que hará sonreír al quedarse dormido, la que les hará saludar el nuevo día cuando despierten, la que le animará a entregarse al duro trabajo, para terminar cuanto antes, para poder abandonar aquella ciudad maldita y no volver nunca más a ella.
    
Tu misión no ha acabado, sin embargo. Asciendes desde la piscina de Siloe hacia el monte de los olivos, siguiendo el borde del barranco del Cedrón y esa idea te persigue durante todo el camino. De vez en cuando, diriges una mirada de soslayo a la ciudad que ya no existe. Aplastadas las casas, derribadas las murallas, la curva de las colinas se dibuja perfectamente, sino es por los amplios cráteres que horadan sus laderas, sino es por la plana plataforma vacía del templo, sino es por las tres torres, que como tres dedos se alzan contra el cielo, inútiles, testimonio de la vanidad de un rey, señal de vuestra victoria.
    
Tu misión no ha terminado. Arrasaréis la ciudad, retornaréis a Cesaréa, volveréis a los cuarteles de Siria, en espera de nuevas campañas, vigilando las fronteras contra los enemigos externos, pero tu palabra seguirá empeñada. Un anciano general, ahora emperador, te ordeno cuidar de su hijo, el futuro emperador. Muchas cargas pesadas habías aceptado sin pestañear, porque una eran una orden, porque era tu deber, porque así lo exigía tu honor, pero ninguna tan pesada como esta, ninguna que te exigiese tanto como esta.
   
Así lo piensas, de pie frente a la tienda ricamente decorada, custodiada por una nutrida guardia, sin atreverte a entrar. Una sonrisa de sorna se dibuja en tu cara, sorprendiendo a los guardias, los mismos que tú elegiste esta mañana para esa misión. y que pronto habrás de ordenar su relevo. Todos los días, en ese mismo instante, en ese mismo lugar, tienes los mismos pensamientos, sin llegar nunca a una conclusión, que no fuera la de preferir mil veces cargar contra el enemigo, aun sabiendo que te espera un muro de escudos y un acerico de lanzas, aun sabiendo que la muerte es segura, a cuidar de aquel niño al que se le ha encomendado la dirección de una guerra.
   
Nunca habías sentido eso antes. Siempre en tu puesto, alerta y preparado, despreciando a aquellos que lo abandonaban o se mostraban negligentes, mientras que ahora tú mismo lo abandonas, te inventas tareas que no requieren tu presencia, que otros podrían llevar a cabo perfectamente, pero que demuestras imprescindibles, para que te sea permitido abandonar tu puesto, huir de él, olvidarlo por unas horas, y ni siquiera eres valiente en tu revuelta, hasta eso te ha abandonado, puesto que al final todos los días vuelves aquí, sólo por dejarte ver, como en si realidad te importara el destino de ese hombre, como se en realidad te preocupase la promesa que hiciste a un anciano.
    
Tu mano busca la entrada entre los pliegues de la cortina, alzas la tela y entras. La obscuridad parece impenetrables, pero la luz roja del sol hace brillar las paredes de la tienda y recorta los objetos que ocupan su interior, el velo que la separa en dos y te separa de tu general, las ánforas vacías, los arcones abiertos, las sillas y escabeles, la silueta inclinada de la reina, sentada un lateral, la cabeza inclinada sobre uno de los brazos.
    
Te está mirando, en la penumbra sus ojos relucen como los de una fiera y no puedes, nunca puedes, reprimir un estremecimiento. Ella sabe. Ella conoce todo lo que piensas. Ha descubierto tu desprecio, ha sondeado su profundidad y podría conseguir, con un solo gesto, con una sola palabra, que recibieses el castigo que mereces. No lo hará. No por salvarte, ni porque te estime, sino porque ella comparte también ese sentimiento, porque ella, a pesar de los abismos y los rangos que os separan, es también una esclava de ese hombre, como lo es cualquiera de los habitantes de ese imperio, pero sólo vosotros dos habéis descubierto su verdadero rostro, sólo vosotros dos tenéis que aguantar esa pesada carga.

- ¿Vienes a traer las novedades? – su voz no tiene ninguna expresión, su pregunta no pretende preguntar.
- Sí, mi señora – al igual que tu voz tampoco refleja sentimiento alguno, y sólo es la respuesta que se espera del que participa en un rito.
- Me retiro a mi tienda, entonces.
  
Se levanta pesadamente, trastabilla y está a punto de caer, pero enseguida se repone. El breve espacio del asiento a la puerta le basta para reponerse, ordenar sus vestiduras, cubrirse con la máscara. Ya está preparada para la representación y tú participas en ella. Te aproximas a la puerta, te inclinas con respeto ante la reina y descorres la cortina completamente, para que todos vean, en tu conducta, cuales son los honores que se deben al rango y se comporten de manera igual frente a ella.
    
Ella cruza junto a ti sin dirigirte una mirada, como si fueras un mueble, sin preocuparse por si elevas bastante la cortina, para que ella pase, porque si no lo hicieras así, el castigo sería seguro, cruel e indiferente, al igual que se sacrifica un animal que ya no sirve o que se revuelve contra su amo, tal es su papel, tal es lo que se exige de ella, y dará lo mejor de sí, hasta el mismo día de su muerte
    
Tu representación continúa, sin embargo. Te queda la parte más difícil, dejas caer la cortina, para quedarte sólo en la tienda y te aproximas al suave velo que la parte por la mitad. Tus dedos, los de la mano que te queda, la acarician, sienten su suavidad, intentando retrasar el momento, pero al final encuentran la abertura y tienes que entrar, quieras que no.
    
Te cuadras ante él, saludas con voz potente y alzas el brazo, manteniéndolo en esa postura hasta que él te devuelva el saludo, pero no muestra haberse dado cuenta de tu presencia, ni siquiera está sentado a su mesa cubierta de mapas, que se han ido amontonando allí donde los ha dejado y sobre los cuales se ha ido apilando el polvo. Permanece sentado en su catre, abrazando sus piernas con los brazos, la barbilla en las rodillas, la vista en la pared de la tienda.
   
Dejas caer el brazo, sabiendo que es inútil y tú también vuelves la mirada hacia ese punto. El círculo rojo del sol se dibuja perfectamente sobre la tela, como si no ésta no estuviese allí.

- Era algo necesario – Siempre la misma pregunta. Siempre las mismas palabras. Siempre te estremeces.
- Era algo necesario. ¿no es cierto? – y su voz tiembla de rabia, como si te forzara a dar una respuesta, a dar una única respuesta, la única que el puede tolerar.
- Era necesario – respondes.
   
La obscuridad llena la tienda. La mancha roja del sol se ha apagado.
   
Él no la ve. Adivinas que sigue mirando el punto donde estaba, que pasará así la noche. Sin dormir. Sin descansar. Sin salir de aquella tienda, olvidado de sus soldados, olvidado de su ejército, olvidado de Roma.
   
Tú también podrías permanecer allí horas enteras, atrapado en esa obscuridad, adormecido por la atmósfera pesada de aquella tienda. Sin pensar en nada. Sin desear nada. Sin temer nada.
   
Abres los ojos sobresaltado. El sudor te cubre. Tu corazón late con violencia. Te has quedado dormido. De pie. En posición de firmes. El casco que llevas en la mano, se ha deslizado hasta la punta de tus dedos y casi ha caído al suelo.
   
No vez nada. No escuchas nada. La noche se ha cerrado sobre el mundo, espesando la obscuridad del interior de la tienda, convirtiéndola en un sepulcro. Sabes que él está allí, frente a ti, inmóvil como un cadáver, al alcance de tu mano, pero separado por cielos enteros, pues aunque le tocases no reaccionaría, aunque le sacudieses no intentaría zafarse, aunque le golpeases no trataría de defenderse.
   
Arrastras un pie, luego el otro, Retrocedes sin volverte, hasta sentir en tu espalda la tela de la tienda, con la mano buscas la abertura que parte el velo, la salida de la fosa, sin mirar lo que haces, la vista fija en medio de las tinieblas, sin atreverte a confesar que tienes miedo, casi pánico a lo que pudiera surgir de allí.
    
El aire fresco te despereza. Una ligera brisa recorre las colinas, haciendo ondear los faldones de la tienda, temblar los vientos, crujir los mástiles.
    
¿Por qué no se percibe dentro de la tienda?
    
¿Por qué hay tanta obscuridad allí dentro?
    
La luna llena brilla en medio del cielo, apagando las estrellas, convirtiendo la noche en día. A su luz la ciudad arrasada parece haber sido reconstruida. Lienzos de muros, fustes de columnas, torres desmochadas, se recortan contra el cielo y sus sombras, extendiéndose sobre las ruinas, reconstituyen los edificios y redibujan la trama de las calles.
    
Te adentras en el laberinto. Caminas entre los cráteres, evitas las pilas de escombros. Nadie. Nada que recuerde al hombre, excepto el penetrante olor de los cadáveres que se pudren en todos los rincones, pero aún ese olor lo olvidas, porque ya es parte de ti, tras largos meses de campaña, tras no menos largos meses de asedios, tras días y semanas de matar y matar, embriagado por la matanza, sin pensar que tú turno podría llegar al instante siguiente.
   
En este mismo instante. Porque los soldados se han retirado de la cuidad asesinada, porque no queda ninguno allí que pueda defenderte. Tus hombres temen las noches de Jerusalén y tú también las temías. Desde las cavernas, desde el laberinto de túneles que horadan las colinas, desde la ciudad subterránea que aún perdura bajo la ciudad destruida, cada noche, grupos de rebeldes surgían, profiriendo alaridos. No buscaban victoria. No pretendían escapar. Descendían de las colinas, en busca de soldados, y si no los encontraban rehacían el camino y probaban otra dirección, y otra y otra, hasta hallar con quien cruzar sus espadas, con quien combatir, enemigos a los que masacrar antes de caer ellos mismos.
   
Sólo al principio hicieron daño. Al principio, cuando recién tomada la ciudad, creísteis que la guerra había ya terminado y, sin ninguna precaución, acampabais donde os apetecía, olvidando las armas, apartándoos de toda precaución. Vuestra negligencia les permitió matar a placer, pero sólo los primeros días, bastó retirarse a los campos fortificados, reforzar las guardias, mantener retenes dispuestos al combate, salir en formación al encuentro de los enemigos y mantenerse firmes ante sus embates, los escudos convertidos en murallas erizadas de lanzas, donde se estrellaban sus oleadas, donde iban quedando, ante ellos, montones de muertos, hasta que nadie venía ya, hasta que los soldados se atrevían a levantar la mirada por encima de los escudos, y sólo quedaba salir a rematar los muertos, puesto que los supervivientes habían corrido a refugiarse en sus grutas y cavernas, hasta el día siguiente, hasta la noche que le permitiera arrojarse en brazos de la muerte.
   
Esta noche debería ser igual y al igual que todos deberías buscar refugio en el campamento, esperar el momento en que la horda de suicidas surgiese de las profundidades, observar su progresión con una sonrisa, para lanzar a tus hombres contra ellos en el momento preciso, cuando no pudieran evitar que se quebrase su formación, que fueran dispersados.
   
Así debería ser. Así ha sido durante muchas noches.
   
Pero esta ciudad no es la ciudad de antaño. Iluminada por la luna, esta ciudad ha renacido, sus calles han sido purificada, y si alguien caminase por ellas, deberían ser los fantasmas de sus habitantes, traídos de nuevo a la tierra por esta ilusión.
   
Como aquel que acaba de cruzar ante ti.
    
Te detienes sorprendido. Te agachas buscando proteger el cuerpo. La espada brilla en tu mano. La has desenvainado por instinto. Tu vista se fija en el punto entre las ruinas donde has visto desaparecer esa forma blanca. Un novato se quedaría allí, acurrucado contra la pared, la vista clavada en ese punto, sin moverse, sin mirar a su alrededor.
   
Un novato ya estaría muerto.
    
Exploras lo que te rodea. Nada. Abandonas tu posición, justo por donde has venido, como si te retirases y huyeses, pero en realidad estás dando un rodeo, describiendo un círculo alrededor del punto donde viste aquello, tratando de adivinar la dirección que tomará para escapar, intentando cortarle la retirada.
   
Porque los fantasmas existen. Porque nada vuelve de allí una vez que le arrebatan la vida, porque eso es un hombre, un hombre que tiene miedo, un hombre que trata de huir de sus enemigos y salvar la vida.
   
Sonríes. Recuerdas las selvas de Germania. Los días en que marchabas de caza junto a tu padre. Como te decía que no había que apresurase. Como te señalaba que una vez descubierta la pieza ya estaba muerta, que bastaba con mantener la persecución, con no permitir que descansases nunca, para que el agotamiento la venciese y se dejase matar.
   
Sonríes. Ahora sabes que la batalla, el asedio, la campaña, ha terminado realmente. Cuando sólo se piensa en huir, cuando sólo se piensa en salvar la vida, es que ya no quedan soldados, es que ya no quedan bobos a quienes convencer para que mueran en tu lugar, es que ya sólo quedan los jefes, sin nadie a quien mandar a la batalla.
   
Sonríes. Acabas de ascender una arista y detrás de las ruinas, intentando esconderse, has visto la forma blanca, la vez correr, saltar de un refugio a otro, detenerse un instante, comprobar que nadie la sigue, y volver a correr para cruzar un espacio abierto.
   
Sonríes y estás a punto de romper a reír. Has visto otro camino entre las ruinas, uno que permitirá que te adelantes y le sorprendas.
   
Corres.
   
Saltas de un montón de escombros a otro, ayudado por la luz de la luna. Con un ojo observas el camino, donde vas a plantar el pie, cual es el mejor camino para hacer el mínimo ruido posible. Con el otro vigilas la progresión de tu presa, adivinas que camino va a tomar, sondeas su agitación.
   
Sonríes. Está tan concentrado en escapar que se le escapa todo lo demás. No se percata de los débiles ruidos que provoca tu marcha. Ni siquiera mira a los lados. Ni siquiera marcha acurrucado. El lienzo blanco que lo cubre brilla, casi cegador, a la luz de la luna. Debe ser visible desde millas de distancia, pero el hombre no se deshace de él, lo apriera contra su cuerpo, lo ajusta a su cabeza, como si le estuviera protegiendo, como si aquel fulgor, en vez de denunciarle, asustase y apartase a sus perseguidores.
   
Ahora viene lo más difícil. Ya estás a su altura y desde este punto marcharás por delante de él. Si te muestras por encima de los escombros te verá sin duda. Tienes que elegir un camino que te oculte por completo, decidir ahora mismo la ruta que vas a tomar, anticiparte a sus decisiones, adivinar el lugar donde vuestras rutas van a encontrarse, apostarse allí y esperarle.
    
Sería fácil equivocarse, pero tu presa se siente segura, no se aparta de su ruta, y sólo tienes que elegir una calleja lateral, la cárcava entre dos crestas de escombros, y seguirla hasta la siguiente encrucijada. Ni siquiera hace falta que te apresures. El jadeo del hombre, el ruido de sus pesados pasos te marcan su posición en cada instante. Pero corres, sin embargo, aunque no ha necesidad, sólo por llegar cuanto antes al cruce y descansar allí un instante acurrucado contra las piedras, escuchando con satisfacción como se acerca,  saboreando la sorpresa, el pánico y el terror que van a sobrevenirle.
   
Ahora es el momento.
   
Surges ante él, cerrándole el camino. Lentamente, sin prisas, como si fueras un paseante que va a cruzarse con él. Con tranquilidad, sin desenvainar aún la espada, para que tu aparición no le sobresalte, para que cuando esto ocurra ya esté demasiado cerca como para tentar la huida, como para poder conseguirlo si tuviese la idea, porque su impulso le ha acercado hacia ti, a la distancia en que un corto salto te permitirá aferrar su brazo y derribarlo.
   
Todo ocurre como pensabas, sin darse cuenta aún continúa caminando, acercándose a ti, como si no estuvieras, hasta que se detiene con un estremecimiento y queda ahí mirándote, sus ojos brillando desde la obscuridad del pliegue de la tela. Sabes que ese es el momento crucial, el instante en que otro que no fueras tú se dejaría engañar por el éxito, bajaría la guardia y permitiría que el otro se lanzase contra él o escapase, pero tú tensas los músculos, aprietas los dientes, abres y cierras el puño, listo para cortarle la retirada o saltar sobre él, según intuyas como va a reaccionar.
   
No hace falta y tú mismo eres el primer sorprendido.
   
Sus piernas se doblan, se desploma al suelo y queda allí arrodillado, desmadejado, la cabeza apoyada sobre un hombro, las manos esparcidas, todo él en desequilibrio, a punto de caer al suelo, incapaz de sostenerse.
  
Con precaución, te acercas a él, agarras el lienzo y lo apartas para descubrir su cabeza. La tela se escurre por su cuello, por sus hombros, por su torso. No reacciona al principio. Tiembla luego como si sintiese frío y alza la cabeza. Sus ojos te miran pero no está viendo. Su mirada está vacía, ausente. No sabe donde está. Desconoce porque está allí, porque estás tú allí. Abre la boca para pronunciar algo, pero se le olvida a mitad del gesto y queda en esa postura, como un imbécil.
   
Tú les has reconocido, sin embargo.
   
Simón.
   
Te inclinas sobre él y susurras ese nombre al oído, apoyando la mano en el hombro.
   
Simón, repites, ya en voz alta, mirándole fijamente a los ojos, y ves como sus ojos brillan como una luz de antaño se asoma a su mirada, como desaparece enseguida, aniquilada por la nada que ocupa su mente.
   
Ríes a carcajadas. Sin control. Hasta que pierdes la respiración y estás a punto de caer al suelo. Con tal fuerza que acuden soldados de todos los puntos, atraídos por el escándalo.
   
Sigues riendo cuando te preguntan que ha ocurrido y sigues riendo cuando se llevan a al prisionero y sigues riendo y riendo, aunque tus hombres te miran como si estuvieses loco, aunque se lleven el dedo a la sien y murmuren.
   
Aquel mendigo, aquel despojo sucio y maloliente, incapaz de defenderse, incapaz de reaccionar, incapaz de pensar, es Simón.
   
Simón.
   
Durante el asedio, cuando recorrías junto al general las murallas, examinando el progreso de los trabajos, intentando descubrir los puntos débiles de la fortificación, tratando de estimar vuestras fuerzas y vuestro despliegue, ocurría muchas veces que aquel hombre también se mostraba sobre las murallas, acompañándoos en vuestra ronda, mostrando que cada medida vuestra sería contrarrestada, que todo estaba preparado para rechazar vuestro ataques, que su vigilancia nunca decaería, que siempre habría defensores en las murallas, dispuestos a dar su vida antes que rendirse, antes que ceder ante los romanos.
   
Dispuestos, en definitiva, a morir por su rey.
   
Porque aquel hombre, se llamaba asimismo rey y, como tal, le aclamaban los suyos. O al menos así os lo traducía Josefo, con rostro avinagrado y expresión de asco, escupiendo cada palabra como si fueran venenosas. Rey y profeta. Enviado por el único dios de esas gentes. Elegido por él. Destinado a vencer a todos los enemigos. Llamado a expulsarlos de la tierra santa, excepto a aquellos cuyos cadáveres quedasen allí.
   
Consigues tranquilizarte.
   
De vez en cuando sientes un nuevo ataque de risa, pero eres capaz de dominarte.
   
Vuelves a ser el que eras. Das órdenes para que custodien al prisionero, para que doblen la guardia, para que lo encierren en el lugar más seguro del campamento, para que lo vigilen día y noche, no sea que intente quitarse la vida.
   
Sería una pena, una lástima, no poder llevar esa pieza a Roma, verla atada al carro del general, arrastrando cadenas, entre los gritos de la multitud, soportando sus insultos e injurias sin poder defenderse.
   
Ya sólo queda que el general se recupere. Quizás esta noticia lo consiga.
   
Una vez en lo alto del monte de los olivos, vuelves la mirada hacia la ciudad. La luna baña con su luz los montones de escombros, las torres desmochadas del palacio se recortan contra la obscuridad, la plataforma del templo está vacía como si nunca hubiera habido en ella un edificio.
   
Ningún dios ha descendido a proteger su casa y su ciudad.
   
Ningún dios lo ha hecho nunca, piensas, mientras acaricias el pomo de la espada.

lunes, 25 de abril de 2011

AMGD Capítulo XV: Jerusalem año 70 d.C

Cómo ya les había dicho, nunca llegué a escribir la segunda parte de la novela, que debería narrar las vicisitudes de la guerra, la catástrofe nacional de la nación hebrea simbolizada en la guerra civil entre las facciones rebeldes dentro de una  Jerusalén sitiada y el destino personal de cada uno de los personajes. Sin embargo, en las diferentes versiones, sí que escribí los capítulos finales, los que abarcarían desde la destrucción del templo hasta la derrota, rendición fina y el castigo de los rebeldes, concretado en la destrucción de Jerusalén hasta sus cimientos.

Desgraciadamente, esta versión, la 9 es la menos completa, en otras describí prolijamente el asalto final al templo y la rendición de los últimos núcleos de resistencia, junto con la decisión tomada por muchos de los combatientes de esconderse en los subterráneos. En esta versión seguimos a nuestros dos personajes principales (el visionario y el viejo escéptico que le acompaña) en sus intentos por sobrevivir en el laberinto de pasadizos que cruzan el subsuelo de la ciudad, atenazados por el hambre y la sed, siempre con el temor de ser descubierto por los romanos (antes de esconderse habrían asesinado al joven de buena familia que conocimos unos capítulos atrás)

Debo confesar que este capítulo, numerado provisionalmente como XV en esta versión 9, contiene alguna de mis mejores páginas, lástima que el resto de la versión no esté a la altura de este fragmento.


Capítulo XV: Jerusalén año 70 d.C

- ¿Dónde estoy?
   
Me despierto sobresaltado. Me había quedado dormido, sin siquiera darme cuenta. Siento el frío de la espada en mis manos, su filo mellado. Abro los ojos de par en par, pero no veo nada. Obscuridad, solo obscuridad, la misma del sueño, la misma de la tumba.

- ¿Qué me está pasando?
   
Reconozco tu voz. Sólo yo podría hacerlo ya. El miedo y la desesperación la inundan. La seguridad y la fe han desaparecido de ella.
   
Me arrastro entre las sombras hacia donde yaces, ayudándome, cons la manos, porque las fuerzas me fallan, después de tantos días aquí escondido, porque tampoco quiero gastarlas sin necesidad.
   
Un escalofrío me sobreviene. Mi mano ha sentido un líquido frío y pegajoso bajo su palma. Me muerdo los labios para que un grito no me traicione. Al menos la obscuridad te impide ver mi mueca de desesperación.
   
Con precaución, mi mano tantea el terreno, siguiendo el charco, sintiendo como ese líquido está cada vez más caliente, a medida que se acerca a tu cuerpo. Me detengo un poco antes de tocarlo. Sé lo que voy a encontrar, pero no puedo reprimir mi miedo. No quiero ese certeza.
   
Pero no puede ser de otra manera. Tus ropas están empapadas, tu herida se ha abierto de nuevo y la sangre, la poca que aún te queda, se filtra mansa a través de los vendajes, de los trapos sucios con que he intentado contenerla.
   
Me siento a tu lado, los codos en las rodillas, las cabeza en las manos, respirando el olor acre de tu sangre, intentando no pensar, pero volviendo una y otra vez al mismo punto, a la misma conclusión

- Agua.
   
Alzo la cabeza y miro hacia la nada.

 - Agua.
   
Haga lo que haga no tendría ninguna utilidad. Permanezco quieto esperando que la voz se acalle.

- Agua.
   
Pero no lo hará. No lo hará. Recorro tu cuerpo con mi mano, hasta llegar a tu hombro, lo aprieto suavemente y tu doblas el brazo hasta poder tocarme, hasta agarrar mi mano y estrecharla a su vez. Sabes que estoy aquí contigo, sabes que no voy a abandonarte.

- Ahora vuelvo – susurro en tu oído – no tengas miedo.
   
Tu mano no me suelta. Tus dedos se clavan en su dorso y tengo que apartarlos uno a uno.

- Ahora vuelvo – repito, fingiendo tranquilidad – sabes que no te abandonaré.
   
La idea viene incontenible, sería tan sencillo, sería tan lógico, tan normal. Nadie me lo  reprocharía, nadie podría condenarme, pero aprieto los dientes y sacudo la cabeza y consigo apartarla, al menos por ahora, al menos en esta ocasión.
   
A tientas, busco la salida en las paredes, apenas un agujero por el que hay que marchar arrastrándose, con el espacio justo para el cuerpo, sin posibilidad de darse la vuelta, temiendo quedarse uno atorado, sabiendo que nadie vendrá ayudarte.
   
Mis manos ya no sienten el suelo, sólo el aire, el vacío, la obscuridad infinita que ha abolido el mundo. Tanteo ese vacío, aunque sé perfectamente lo que hay detrás, aunque sé que ante mí, un poco más abajo de donde termina el túnel se amontonan los cadáveres de amigos y enemigos, olvidados de la superficie, pudriéndose lentamente en estas profundidades.
    
Me agarro al borde, me tengo en vilo unos instantes, colgando de allí, aunque el suelo está próximo, temeroso simplmente del contacto, de la blanda extensión, elástica, húmeda, irregular que tendré que cruzar pisando con el mayor cuidado, intentando no perder el equilibrio, no caer, no sentirla, no olerla.
   
Se acaba en seguida, mis pies sienten el agua, saben que el fondo desciende rápidamente y en seguida estoy con ella hasta la cintura, helada, provocando escalofríos, entumeciendo mis miembros, borrándolos de mi consciencia, tirando de mi hacia abajo para que me entregue y me hunda en ella, pero la conozco, sé no descenderá más, que no tiene más peligros y asechanzas, que basta extender los brazos, para encontrar que allí se alza una nueva pared, lisa, pulida por el cauce.
   
La que tengo que seguir hasta la fuente, donde gota a gota brota el agua limpia que se embalsa aquí, ocultando las pilas de cadáveres, limpiándolos poco a poco, el agua que podré llevarte de nuevo.
   
Debo estar soñando. Debo haberme quedado dormido de nuevo porque ante mí, sobre la pared, se dibuja mi sombra. Asombrado, lleno de una alegría infantil, paso mi mano ante la silueta, intentando borrarla de la roca, y veo mi mano, cubierta de arañazos, ennegrecida por la roña, y estoy a punto de reír.
  
Pero mi risa se hiela, me vuelvo sobresaltado y la veo sobre mi cabeza, en lo alto de la cueva, iluminándola por entero, con una luz fantasmal y temblorosa, que lanza grandes sombras sobre las paredes, que tiemblan y se mueven, que bailan sobre ellas, y por primera vez descubro el cauce subterráneo y la fuente de la que mana, y el arco de piedra que los cubro y los restos de la confusa batalla, emergiendo de entre las aguas, esparcidos por la orilla, y la negra boca del túnel que lleva hasta ti.
  
Y no puedo apartar la mirada por mucho que lo intente.
   
Y la luz desciende y las sombras trepan por las paredes y el agujero queda cubierto, disimulado entre las rocas y me encuentro mirando al techo y la veo ahí allí arriba, oscilando, girando hacia un lado hasta detenerse, volviéndose hacia el otro, tomando velocidad hasta que se va detiendo y se queda quieta y cambia de sentido y vuelve a acelerarse y así una y otra vez, hasta que pierdo la cuenta.
   
Y desciende otro poco, hasta quedar a media altura y mi vista sigue la cuerda de la que pende la lucerna hasta llegar al agujero en el techo, hasta encontrarse con la mirada de los soldados, con los ojos que brillan dentro de la obcuridad de los cascos relucientes, dorados a la luz de la lámpara.
   
Mis piernas se doblan, me deslizo en el interior del agua, como un cadáver más, de los que rellenan las caverna, hasta que apenas mi boca y mi nariz sobresalen de la superficie, cierro los ojos y aguardo a que bajen, a que me encuentre, a que una hoja entre en mi carne y acabe conmigo.
   
Los escucho caminar por la orilla, los oigo revolver entre los cadáveres, disputar con agudas voces en una lengua ininteligible, insultarse en muchas otras lenguas. Desearía gritar, lanzarme contra ellos, acabar de una vez, en vez de aguantar esta espera, pero no puedo concederme este capricho. Protegido por la negrura de las aguas, llevo mis manos a los muslos y clavo mis uñas en la carne, para que el dolor me mantenga despierto, para que ese sufrimiento conserve mi locura, para que mi rostro, lo único que ellos pueden ver, aparezca relajado, tranquilo, liberado por la muerte.
   
Silencio. Breve silencio.
   
Oigo el chapoteo de sus pies en la orilla, pero enseguida se retiran, ninguno se siente con ánimos de sumergirse en el agua helada. Escucho como rebuscan entre los cadáveres, el brillo de sus voces alegres al encontrar , el repiqueteo del metal contra el metal, el crujido de una cuerda que izan una pesada carga.
   
De nuevo el goteo de la fuente. El zumbido en los oídos.
   
Pero no se van. La luz de las lucernas atraviesa mis párpados, atrae mis ojos para que miren en su dirección, para que se descubran, para que se encuentren con sus ojos que  también deben estar mirándome.
   
La roca resuena, metálica, justo al lado de mi cabeza. El agua cubre mi rostro, empapa mis cabellos, mi cuerpo siente el retumbar de un objeto pesado contra el fondo.
   
Esta vez tienen que haberme descubierto. Esta vez tengo que haberme traicionado.
   
El próximo tiro no fallará. El próximo tiro buscará mi carne. El próximo tiro me arrebatará las fuerzas y tirará de mí hacia el fondo.
   
Lo deseo. Lo deseo. Lo deseo.
   
Obscuridad, Silencio.
   
Mis ojos, bajo los párpados cerrados, buscan la fuente de luz, sin encontrarla.
   
No puede haber sido tan rápido. No puede haber ocurrido sin dolor alguno. No puede haber sido tan fácil.
   
Pero debe haber sido así, puesto que mi cuerpo se niega a obedecerme, puesto que ya no siento el frío del agua, ni la atmósfera enrarecida de la cueva, puesto que mis pensamientos van cada vez más lentos, como un poco antes del sueño, puesto que caigo hacia la noche y siento placer en mi caída .
   
Pero mis manos sienten la tierra seca.
   
Apoyando los codos, repto hacia el túnel,  atravieso el blando y mullido montón de cadáveres, me izo hacia la seguridad del agujero, me acurruco allí dentro, tembloroso, las venas latiendo en mis sienes, sintiendo el frío que me traspasa mis huesos y asciende por ellos.
   
Mis manos están vacías. No puedo volver así.
   
Con precaución, me asomo a la boca del pasadizo. La obscuridad me niega la visión del techo. Arriba ya no cuelga ninguna lámpara. Nunca ha colgado. Nunca ha podido colgar. No hay entradas que lleven a las entrañas de la tierra, ni salidas que permitan escapar. Los hombres no tienen permiso para penetrar en su interior, sólo los muertos tienen derecho a habitarlas.
    
Desciendo de nuevo hasta el lago subterráneo. De vez en cuando, mi pie se hunde en la alfombra de cadáveres. No presto atención. Continúo mi camino, a tientas, hasta sentir el agua en mis manos, hasta sumergirme en ella, cruzarla a pie, sentir la húmeda pared al otro lado. Hasta que siento el agua que fluye por la pared, cayendo desde arriba, desde el mundo, desde la luz, fresca y pura.
     
En el camino de vuelta, estoy a punto de desmayarme dos o tres veces. En realidad, debo haberlo hecho y permanecido así horas enteras. Un sobresalto me ha sacudido. Con la mano intento espantar un animal que gime a mi lado, pero no se marcha, continúa allí, gimiendo, esperando a saltarme encima. Me revuelvo e intento descubrir su escondite, pero mis brazos no encuentran nada, sólo el vacío ante mí, las paredes estrechas del túnel abrumándome.
    
Y sigue gimiendo, gimiendo, hasta que descubro palabras en su voz, hasta que me doy cuenta que vienen del otro extremo del túnel, hasta que me convenzo de que eres tú, que me llamas, que llamas a cualquiera que pueda ayudarte.
    
Y corro hacia ti, arañándome los codos.
    
Y no me doy cuenta de que el pasadizo se ha acabado y ruedo por la pendiente hasta encontrarme a tu lado.
     
E intento tranquilizarte, hablándote suavemente, acariciándote con mis manos. E intento que bebas el agua que he traído.
   
Pero tiras el recipiente de un manotazo. Clavas tus uñas en mis manos, pateas para que no me acerque. Me insultas. Me acusas. Yo soy el culpable. Yo te he llevado a la muerte.
   
Me aparto de ti. Me agazapo contra la pared de la cueva, abrazando mis piernas con los brazos, hundiendo el rostro en las rodillas. Incapaz de llorar aunque lo deseara.
    
Te oigo luchar durante horas. Sabes que no hay ya ninguna esperanza, sabes que ella te ha agarrado y que no te soltara, pero sigues luchando, luchando, luchando, negándote a aceptar lo que te espera. Retándola con gritos agudos que se clavan en mi cerebro, y le impiden pensar en otra cosa que no sean tus alaridos.
    
Ya no me acusas. Te has olvidado completamente de mí. Te has olvidado de la ciudad Santa. Te has olvidado de los romanos. Llamas a tus ángeles, a los enviados que antaño te visitaban a diario. Suplicas al principio, reclamas que te defiendan, pero tu voz se pierde en los recovecos de la caverna. Pronto comienzas a insultarlos, a retarlos a que se presenten, a llamarlos mentirosos, enviados del diablo, pero tampoco responden entonces.
    
También los olvidas. Sólo piensas en Él. Tu voz ronca, llena de amargura, Le acusa. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Cuál es su plan? ¿Cuál ha sido la falta? Ni uno sólo de sus mandamientos a sido faltado. Ni uno sólo de sus preceptos ha sido olvidado. Todo aquel que se apartaba ha sido excluido, eliminado. Todo la tierra ha sido purificada, santificada. Y aún así esa tierra santa, y ese templo no menos santo ha sido entregado a Tus enemigos.
    
Porque no eres un verdadero dios. Porque no mereces que nadie te adore. Porque tú eres el diablo, venido a estar tierra para engañar a los hombres y regocijarse en su dolor. Porque no existe ningún dios, porque todos los inventan los hombres, porque sólo son verdaderos aquellos venerados por los poderosos, aquellos que tienen un ejército que los respalde, aquellos cuyos fieles vencen en las batallas y destruyen a los otros dioses, arrojándolos al basurero.
    
Nadie te responde, ni siquiera yo, si no es el eco de la caverna, distorsionando tus palabras, convirtiéndolas en una burla.
   
Tu voz se apaga. Te rindes. Te entregas a ella, la que nunca te ha abandonado, la que siempre te ha esperado. La ira, la rabia, la rebelión, desaparecen de tu voz. Has olvidado también a dios. Sólo queda un recuerdo, un único recuerdo y repites su nombre incansablemente, incapaz de pronunciar otra palabra que no sea esa.
   
Primero con desesperación, como un niño pequeño que berrea en su cuna, y luego más tarde, con creciente dulzura, como si estuviera sentada allí mismo, a tu lado, acariciando tu frente mientras te acuna, velando mientras te vas quedando dormido, los puños semicerrados, los ojos entornados, una gota de saliva en la comisura de los labios.
   
Tu voz ya es sólo un susurro, sin nombres, apenas un murmullo de placer, roto de vez en cuando por alguna palabra ininteligible, por una llamada asustada, mamá, mamá, que en seguida se tranquiliza y aquieta, para volver de nuevo al susurro, cada vez más bajo, cada vez menos perceptible, cada vez menos existente.
    
Aparto las manos de mis oídos. El zumbido es insoportable.
    
Temblando acerco la mano a tu cuerpo. Está helado, rígido.
     
Estoy en el túnel. Donde sólo se puede ir hacia delante. Donde en cualquier momento puedo quedarme atorado.
     
No. Estoy sobre el montón de cadáveres. Atrapado por ellos. Uno más.
     
No. Estoy en medio del torrente. En el fondo. Entre los detritos que llenan su cauce.
     
No. Estoy en otro pasadizo. Mirando fijamente una luz que centellea a lo lejos, a una distancia imprecisa, hipnotizado por una voces que me hablan en una lengua ininteligible.
     
No. Estoy de nuevo en la obscuridad. En ningún sitio. Yo soy el que ha muerto. No el otro. Yo soy el que llamaba a su madre. Yo soy el creía recibir las visitas de los ángeles. Yo soy el que se mentía con un dios bueno y todopoderoso, que se ocupada de sus criaturas y nunca las dejaría de su lado.
    
Pero el techo de la caverna está perforado, sus paredes también, no importa donde mira y en cada uno de los agujeros brilla una luz fría e indiferente, miles, millones de ellas, tan numerosas como las arenas del mar.
     
El viento sopla sobre mi cuerpo, fresco y limpio, agitando los pocos jirones de ropa que aún me cubren. Trae el aroma de la tierra recién labrada, el de la hierba de los prados, el de los bosques, el acre de los incendios, el repulsivo de las carroñas, el aterrador de los soldados.
    
Mis manos sienten la tierra, hunden los dedos en ella. Giro la cabeza. Sobre una colina se alzan tres dedos solitarios, tres torres que antaño formaron parte de un palacio, tres torres que ya no defienden nada, ni lo protegen. Tres torres que eran el orgullo de un rey y ahora son los trofeos de un emperador.
   
Hago un esfuerzo. Empujando con los pies consigo girarme, para ver la otra colina, la que se alzaba frente a ella, la que demostraba, frente al orgullo de los hombres, el poder del dios en el que ya no creo.
   
La cima está vacía. Ni templo, ni pórticos. Nada excepto una plana meseta, donde se adivinan siluetas, tantas como las hormigas de un hormiguero alrededor de una presa, tan atareadas como cuando devoran un insecto mucho mayor que ellas.
   
El cielo comienza a cambiar, su color ya no es negro, sino de un azul insondable, y el los márgenes que tocan la tierra, se tiñe de rojo y amarillo.
    
He vuelto al mundo.
    
Me pongo en pie y la sombra que proyecto sobre la tierra me sorprende.
    
Me pongo en marcha, sin saber a donde, simplemente huyendo del sol que asciende a mi espalda.
     
Cruzo las colinas y asciendo los valles, sin fijarme en lo que me rodea, sin ver más que el lugar donde voy a dar el siguiente paso. De vez en cuando, me cruzo con soldados, los enemigos a los que antaño, cuando aún vivía, no habría dudado en atacar para acabar con ellos o morir matando, los enemigos que me habrían cerrado el paso, acabado allí mismo o conducido a la tortura o alzado a la cruz, y que en todo ese camino no habrían cesado de burlarse y reírse, hasta que ya no oyera más.
     
Pero ahora paso a su lado sin molestarles, y ellos no intentan detenerme, se apartan y me ceden el paso. No se combate a los muertos y el espantajo que cruza ante ellos, cubierto de sangre, amasada con la tierra, apenas similar a una figura humana es sólo un cadáver que anda, que marchará unos pasos más y se desplomará sobre el suelo.
     
Así lo creo yo. Así continúo andando. Esperando que este paso sea el último.
     
No ocurre así, sin embargo.
     
Ante mi el horizonte se abre, ya no hay más colinas, ya no hay mas valles. Lo que se extiende ante mis ojos es una extensión plana y obscura, metálica y lisa como el mar maldito, donde el sol poniente traza un ancho camino dorado. Cerca de la orilla, se dibujan finas líneas blancas paralelas a la costa, que avanzan hacia ella, se ensanchan y finalmente desaparecen.
     
Me desplomo entonces. Abrazo mis piernas y hundo el rostro en las rodillas.
     
Y lloro y lloro y lloro.
     
Sin que nadie me escuche.
     
Sin que nadie venga a consolarme.

lunes, 11 de abril de 2011

AMGD Capítulo X: En medio del Mediterráneo, año 71 d.C.

Nuevo Lunes, nuevo capítulo de Ad Majorem Gloriam Dei. Con este capítulo comenzaría la segunda parte, en la que se describiría la guerra de la cual se han ido dando pinceladas aquí y allá en los capítulos precedentes, presentando a los principales actores. No obstante, la narración no será lineal y empezaremos por el retorno del general victorioso, Tito, llevando los despojos del botín conseguido en la campaña, en forma de reína extranjera y prisioneros varios, a una Roma recién salida de una cruenta guerra civil. Seguramente, la situación real no tendría nada que ver con lo que he intentado expresar aquí y dudo que los vencedores tuvieran alguna duda de su victoria y de la justicia de su causa, pero estos eran mis sentimientos y mis temores, pasados apenas unos años del 11-S.

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Capítulo X: En medio del Mediterráneo.

- ¿No duermes?
    
Nadie responde a la pregunta. La obscuridad llena la habitación, densa y pesada, y la reina Berenice casi podría pensar que está sola allí dentro, sino fuera por la presencia de un cuerpo al lado sudo, aumentando el calor que invade la habitación, húmedo y sofocante, imposible de aliviar, como imposible es apartar a la persona que yace a su lado.
    
Berenice se incorpora sobre el lecho, dobla las rodillas y apoya la barbilla en ellas. Sin saber porque, su vista se fija en la brillante línea de luz que entra por debajo de la puerta, cruza la estancia y se pierde a su pies, bajo el lecho. De repente, se estremece, ha estado a punto de quedarse dormida, así, en esa posición, amodorrada por el calor. Se frota la cara con las manos para desperezarse y gira la cabeza a un lado y otro, pero no encuentra más que obscuridad y, en medio de ella, la línea pálida y fantasmal de la luz que se colaba por las rendijas de la puerta.
     
Afuera debe ser ya mediodía, el sol debe caer a plomo sobre la cubierta. Si me levantara y tocara el techo lo encontraría ardiendo. Por un momento, piensa en salir, pero no es la primera vez que hace el viaje, la misma ruta, de Cesarea a Roma, en la misma estación, en medio del verano. Sobre la cubierta, en el castillo de popa no hay sombras protectoras, y los pocos espacios un poco al abrigo, estarán ocupados por marineros extenuados, amodorrados. Más allá está la cámara de boga, donde hasta los galeotos, agotados por el calor, han dejado de remar y los vigilantes se lo permiten, sabedores de que hay que ahorrar fuerzas para cuando sean necesarios.
    
La dignidad de una reina no puede rebajarse a buscar un sitio entre los marineros o a pasear entre las miradas de los galeotos. Si saliera a cubierta debería permanecer en el castillo de popa, de pie, sin poder mostrar signo alguno de flaqueza, como si ella fuera el capitán del navío, como si de compostura dependiera el buen resultado de la travesía. Debería permanecer allí de pie, tan inmóvil como la vela que pende muerta, falta de viento, o como el mar azul nacarado, sin olas, semejante a un inmenso camafeo, ilusión de cristal sobre el que parece posible caminar.
    
Así debería permanecer, hora tras hora, las miradas de la tripulación fija en ella, sin refugio frente al sol, sin alivio del viento, hasta que llegase la tarde, se acercase la noche y entonces, comenzasen a aparecer, a lo lejos, manchas blancas de espuma, que pronto ocupasen el mar, hasta que una ola golpease el casco de la galera, haciendo perder a todos, desprevenidos, el equilibrio, hasta que un golpe de viento hinchase la vela y los marineros, ya despiertos, corrieran a atenderla, hasta que se escuchase restallar el látigo en la cámara de boga y, a bruscos empujones, la galera comenzase a coger velocidad, cada vez que sus remos entrasen en el agua, se apoyasen en ella, y la hiciesen avanzar.
    
La reina se vuelve hacia donde siente el calor del cuerpo de su amante. Apoya una mano en el lecho y con la otra sigue el contorno sudoroso de su cuerpo, sin llegar a tocarlo. No, no está dormido, siente como se estremece al presentirla. Así que se tumba  junto a el, pasa sus brazos alrededor del cuerpo del hombre y acaricia, una y otra vez, su espalda con su mejilla.
    
No permanecen así mucho tiempo. El agarra las manos de ella y las aparta, zafándose de su abrazo. Ella intenta seguirle, pero no puede, él se incorpora y abandona el lecho, dejándola sola. Gracias a la obscuridad, el hombre no puede ver como su pareja se acurruca contra el cabecero, abrazando sus piernas, ni la expresión de desolación que invade su rostro, pero ella si puede escuchar sus pasos, mientras camina de un lado a otro de la habitación, con paso nervioso, sin detenerse jamás, sin llegar a ninguna parte.

- ¿Qué te pasa? – pregunta la reina Berenice
   
No hay respuesta.

- ¿Qué te pasa? – vuelve a preguntar, en tono de apremio.
  
Por un momento el hombre detiene su marcha. En la obscuridad, debe estar mirando a Berenice, no es posible equivocarse, con esa mirada que tan habitual se ha hecho desde hace unos meses, esos ojos vacíos, muertos, en los que no hay preguntas, porque se sabe perfectamente que no habrá respuestas.
   
Pero ha sido sólo un momento, un instante que casi se podría decir que no ha existido, porque enseguida vuelve a oírse el paso rápido y regular del hombre, de un lado a otro de la cabina, de un lado a otro de la cabina, sin detenerse jamás.

- Así no puedes presentarte ante tu padre. No en ese estado. No con esa expresión. Darás crédito a todo lo que cuentan.
   
Es como si no hubiera pronunciado ninguna palabra. Nada interrumpe la marcha nerviosa de aquel hombre

- ¿Qué te pasa? – y la voz de Berenice, cosa extraña en él, traiciona su exasperación – Habéis doblegado a la rebelión, aplastado a mi pueblo para que sirva como ejemplo. Tú, tu padre, tu hermano habéis triunfado en la guerra civil, cuando cuatro emperadores han sido muertos en un año, cuando el imperio parecía ir a disolverse. ¿Qué más puedes pedir? ¿Qué más esperas?
  
El hombre se detiene. Marcha hacia el lecho. Hacia Berenice y ésta, por instinto, retrocede y se acurruca contra el cabecero, pero en el fondo desea que aquel hombre reacción, que actúe de cualquier manera, que salga de su aislamiento, aunque sea con un acto de violencia.
  
Pero no ocurre. El hombre se sienta al borde de la cama y Berenice le escucha como busca sus vestiduras y como se las va poniendo una a una. La reina se acerca a él, extiende las manos para abrazarle, para al menos tocar sus hombros y descender, con una caricia por la espalda.
   
No lo hace, en el último momento se detiene y retrocede de nuevo. A la seguridad de su lecho.

- Estás enamorado de tus melancolías. Quédate con ellas. Yo ya no las quiero. Si no hubiera sido por tu padre, si no hubiera sido porque yo soy la reina, porque tu padre es el emperador, porque tú eres su hijo... pero ahora...  Devuélveme a mi tierra. En cuanto me hayas paseado por Roma. En cuanto todos hayan comprobado que tú eres el conquistador del Oriente, que tú no te has dejado seducir por él.
    
La luz entra a raudales por la puerta y Berenice, cegada, tiene que cubrirse los ojos con las manos, sin que le dé tiempo a preocuparse por su desnudez, pues enseguida vuelve la obscuridad y ella sabe que ya no hay nadie allí.
    
Los soldados, los oficiales, se ponen en pie de un salto y presentan las armas, aún medio amodorrados. Tito, el general victorioso, el sojuzgador de Judea, el hijo del nuevo emperador y dios entre los mortales Tito Flavio Vespasiano, el heredero del imperio, camina entre ellos sin mirarles. No hace falta que dé ninguna orden. No hace falta que pronuncie una sola palabra. Ya saben a donde va. A donde todos los días.
    
Protegido por los soldados, acompañado por los oficiales, Tito cruza la cámara de boga, sin dirigir una mirada a los galeotos, sin responder a los saludos respetuosos de los “negreros”. Su mirada está ausente, su mente en otro lugar y ni siquiera repara en el soldado que abre la trampilla antes que llegue, sino que desciende por ella sin titubeos, como si siempre hubiera estado abierta.
    
Las antorchas apenas logran disipar la obscuridad que reina en las entrañas del barco. Arden con dificultad, ahogadas por la atmósfera pesada que ocupa esas cámaras. Aquí y allá su temblor descubre cajas olvidadas, pacas de lienzo, ánforas apiladas de cualquier manera, rollos de cordaje, remos inútiles. Nada de esto atrae la atención de Tito que continúa avanzando hasta que una puerta le cierra el paso, atrancada con cadenas.
    
No tardan en abrirla y la luz descubre un espacio angosto, donde aparece un bulto apenas reconocible, un soldado blande una lanza y empuja el bulto, con cuidado, con la fuerza suficiente para que aquello que está allí sienta la punta, pero no lo bastante para herirlo.
   
Unos ojos ardiente se clavan en los espectadores que aguardan en el umbral y, sin previo aviso, aquello salta hacia ellos, en un alarido, sin tratar de escapar, sólo para enzarzarse con uno de ellos, para morir luchando, para conseguir lo que se le niega, pero tampoco esta vez se le concede, porque un golpe bien dirigido con el asta de una lanza, rompe su salto, le hace replegarse hacia el fondo, acurrucarse en un rincón, gimiendo, como animal herido que busca lamer sus llagas.
   
En seguida se repone. Sus ojos llenos de rabia y odio van de uno a otro de sus captores, sus boca no calla, y un torrente de palabras se escapa de ellas, en la lengua bárbara e ininteligible de su pueblo, olvidado por los dioses. Pronto descubre a Tito y ya no se preocupa por nadie más, no aparta los ojos de él, y su voz se vuelve más áspera, más desesperada, y al mismo desafiante y triunfante, como si ellos y no él fueran los prisioneros.

- ¿Qué dice? – sin apartar la mirada del prisionero, Tito habla a alguien que permanece tras él, aún oculto entre las sombras. Su voz es fría, desprovista de emociones, pero Berenice habría reconocido la profunda desesperación, la angustia que se oculta tras esa coraza de indiferencia.
   
Su interlocutor no responde. En el silencio sólo se escucha la voz cada vez más airada del prisionero, cuyo rostro ha tomado un color purpúreo, de cuyos labios se escapan espumarajos.

- ¿Qué dice? – repite Tito y todos se estremecen, puesto que por primera vez han sentido impaciencia en la voz de su general y príncipe.
   
Un rostro obscuro, de la misma raza que el prisionero, aparece en la luz de las antorchas, como surgido de la nada. Acerca la boca al oído de Tito y le habla en voz baja.

- Lo mismo de siempre – y hay un temblor de miedo en sus palabras – Lo mismo de todos los días. Que estamos condenados. Que el día está próximo. Que pronto la mano de Su señor quebrantará nuestro imperio y lo convertirá en polvo hasta que no quede ni el recuerdo, mientras que Jerusalén seguirá en pie, por los siglos de los siglos, al igual que los que creen en él.
   
El prisionero ha reconocido al traductor. Ríe, con risa de triunfo, de desafío, de victoria. Ya no mira a Tito. Sólo tiene ojos para el recién llegado. Y se ve como saborea cada una de sus palabras. Como disfruta la ocasión que se le ofrece.

- ¿Qué dice ahora? – Tito está cada vez más agitado, más impaciente.
- Lo mismo de todos los días – el rostro del traductor muestra cansancio y tristeza - ¿qué otra cosa podría decir? Que vosotros podréis ser perdonados. Pero que Él nunca podrá perdonarme a mí. Mil muertes serán las mías, a cada cual más horrible, y de cada una seré resucitado, para morir de nuevo, y cuando las mil se terminen, otras mil serán dispuestas, y así por siempre, sin que nunca pueda obtener el perdón. Y si acaso algún día dios cambia y se enternece y admita la compasión en su seno, los justos clamarán ante su trono para que esto no suceda. Porque vosotros, los romanos no tenéis otro poder que el que Él os ha dado. Él os lo dio y Él os lo quitará. Sois su instrumento y por ello se será clemente con vosotros. Pero yo he mordido la mano de mis señor y así se me devolverá.
   
Tito se muerde los labios. El prisionero sigue hablando, hablando, hablando, envalentonado con el silencio de su enemigo, victorioso aún en su derrota.

- Estupideces. – Tito se encara con el prisionero, abandonando la seguridad de su escolta, esta se lanza a protegerle, dispuesto a acabar con el prisionero, pero el hombre sorprendido, recula y se aparta.
- Tonterías. – la rabia y el asco son visibles en la voz y en la expresión de Tito - Nada más que Tonterías. Propias de los necios. Como tú Josefo, que sigues creyendo en ellas a pesar de estar de nuestro lado, como este Simón, que se sigue creyendo rey aunque está cubierto de cadenas.
   
La  mirada de Tito se clava en los ojos de Simón, el antaño orgulloso cabecilla de la rebelión, pero éste acepta el reto, no baja la mirada, desafía a Tito como si ambos estuvieran en el campo de batalla, la espada desenvainada, guiando a sus respectivos ejércitos.
    
Forma parte de un ritual.

- Traduce lo que voy a decir. – Tito pronuncia cada palabra con frialdad
- Señor todos los dias... – Josefo tartamudea.
- ...hacemos los mismo ¿no? Y no sirve para nada ¿no es cierto? – la rabia inunda la voz de Tito. Por reflejo, los asistentes encogen el cuerpo, como si lo hurtasen a un golpe - ¿por qué va a ser este día distinto? – y en su tono se reconoce el cinismo y la ironía, que tan habituales se han hecho en él desde el comienzo del sitio de Jerusalén.
- Señor, yo sólo...
- ¡Traduce te digo! – un breve silencio  - Dile que Jerusalén ya no existe, que sus ciudad ha sido arrasada hasta los cimientos, que lo cuerpos de sus hombres se pudren al sol, que los cuervos y los perros se alimentan de su carne, que sus hijos y sus mujeres van a ser vendidos como esclavo, para que gocen con ellos los odiados romanos, y que él va a morir como han muerto todos los hombres y que su dios no va a mover un dedo por salvarle, porque no existe, porque nadie va a venir a recoger su alma cuando expire, porque...
   
Simón no espera a que Josefo traduzca, ni siquiera a que espera a Tito termine de hablar, días tras día ha escuchado las mismas palabras, en la misma lengua desconocida, y su respuesta también en la misma. Una carcajada que retumba en las entrañas del barco. Un torrente de palabras, siempre las mismas palabras, que Tito escucha en silencio, sin pedir a Josefo que las traduzca, sin responder a ellas, con expresión de cansancio y abandono, de impotencia.
    
Ambos conocen la verdad y ninguno concederá la victoria al otro.
    
Cuando salen afuera, la luz les ciega por un momento, obligándoles a hacer de parasol con la mano. Nada ha cambiado. Todo sigue igual. El sol clavado en el cenit, como si nunca fuera a descender, como si nunca hubiera ascendido hasta allí. El mar liso, pulido como un espejo, sólido como un cristal, verde como una turquesa, dando la impresión de que se puede caminar sobre él hasta el horizonte. El aire quito y pesado, sin indicios de que la brisa vaya a levantarse, la vela pendiendo muerta del mástil, el sol cayendo a plomo sobre la cubierta, la luz cegadora, el calor asfixiante, los marineros ovillados junto a las pocas sombras, los galeotos amodorrados en sus remos, bogando por instinto, los vigilantes haciendo su ronda medio dormidos, los látigos acariciando las tablas de la cubierta.
    
En la estancia reservada al comandante, reina la obscuridad, sólo al entrar la luz revela la espalda desnuda de la reina, vuelta hacia la pared, pero en cuanto Tito cierra la puerta, la obscuridad recobra su reino.
    
Tito, a tientas, se sienta en el lado libre de la cama, sin volverse hacia la reina. Durante largo permanecen en silencio, escuchando la respiración del otro, presintiendo sus cuerpos.

- Berenice – y la voz de Tito es como la de un niño que llamase a su madre.
- Berenice – repite con voz temblorosa, apenas inaudible.
- Berenice.
  
Pero nadie le responde.
  
En el silencio, de la habitación, Tito escucha el susurro de las telas, el rumor de otro cuerpo que se levanta y se viste.
   
Y no se atreve a llamarla de nuevo.

lunes, 4 de abril de 2011

AMGD Capítulo IX: De Masadá a Jerusalem, año 69 d.C/Masadá Año 66 d.C

Con este capítulo finalizaba la primera parte de la novela, la dedicada a presentar a los diferentes personajes y bandos. En esta ocasión volvíamos al bando hebreo, a la Judea envuelta en una doble guerra, exterior y civil, siguiendo a uno de los muchos reyezuelos que se proclamaron como los representantes del Mesias, por supuesto, cada uno de ellos, el único y verdadero, en cuyas filas se han integrado dos de nuestros conocidos: el joven que ve visiones de la gloria celesta y el viejo desengañado que le sigue por razones desconocidas incluso para él.

Asi que sin más dilación


Capítulo IX: De Masadá a Jerusalem, año 69 d.C/Masadá Año 66 d.C

Duermes.
   
Duermes mientras yo te velo.
   
A nuestro alrededor todo es actividad. Correos cruzan el patio a la carrera. Entran y salen constantemente. Ascienden por las escalinatas de la villa, persiguen una audiencia del hombre a quien hemos elegido servir.
  
Antaño, no hace mucho, esta era la residencia de un terrateniente, sus segunda residencia en realidad, pues mientras fuera joven y fuerte, la primera estaba en la ciudad santa, con los suyos, con los de su clase, los verdaderos ciudadanos, los que constituían la esencia del pueblo, su tesoro, su salvaguarda. Sólo cuando fuera anciano, cuando sus hijos fueran fuertes, ésta villa se convertiría en su primer hogar, el lugar donde esperar a la muerte, el sitio donde ver pasar las estaciones, donde perder la cuenta de los días.
   
Nada de eso pudo gozar. Hace unos días le juzgamos en presencia de todo el pueblo, ante un tribunal presidido por el hombre a quien hemos elegido servir. Ya había sido condenado antes de presentarse a él, no habría sido necesario convocarle. Nació rico, fue rico, nunca pensó en dejar de serlo. Con eso bastaba, pero había que establecer un ejemplo. Mostrar que en el nuevo reino, en ese nuevo reino querido por Él, decidido por Él, nacido de Él, nadie podría pretender estar por encima de los demás, ser distinto a los demás, decidir el destino de los demás.
    
Así que se mostró ante los aldeanos el catálogo de sus delitos, descubriéndolos y desmenuzándolos uno por uno, sin permitir que él, el culpable, interviniera. Al fin, se le ejecutó en la plaza del pueblo, a la vista de todos, para que nadie dudase del poder del nuevo orden, y se descuartizo su cadáver y sus restos se esparcieron por los campos, a merced de las bestias y los pájaros, para negarle el acceso al otro mundo, para que su alma vagase eternamente por la superficie de la tierra.
     
Nadie lo recuerda ya. En este patio, que debía albergar un jardín, se amontonan los soldados del ejército sagrado, formando círculos alrededor de las hogueras, discutiendo, disputando, bebiendo, celebrando, cantando, bailando, sobre el polvo que fueron plantas y flores, sobre los canales, apenas ya reconocibles, que conducían el agua. Rodeando el patio, en las caballerizas reservadas para las orgullosas monturas, reposan ahora los héroes, apretados los unos con los otros, símbolo de las nueva comunidad que asombrará al mundo
   
Dentro de la mansión, en las habitaciones pensadas sólo para el placer, decoradas con pinturas que recordasen y mostrasen sin tapujos todo lo agradable al cuerpo, las ocupan ahora los dirigentes de esta legión santa, ajenos a todo lo que no sea preparar el próximo golpe contra el enemigo, concentrados en diseñar y planificar el futuro que vendrá tras la guerra, austeros y severos como las paredes que le rodean, de las que se ha picado todo lo que pudiera ofenderLe, que se han enjalbegado a conciencia, hasta que no quedase huella, nada que pudiera recordar otro pasado que no fuera el que nosotros deseamos, el que nosotros vamos a construir.
    
Te miro.
    
En medio del escándalo eres capaz de dormir plácidamente, como los niños, mientras yo soy incapaz de pegar ojo.
    
Acurrucado contra la pared, la espalda en el muro, la espada entre tus rodillas, el rostro apoyado en la empuñadura.
     
El manto que cubre tus hombros se ha deslizado al suelo. La noche es fría. Con cuidado, para no despertarte, lo vuelvo a colocar sobre ellos y lo cruzo sobre el pecho. Al retirar la mano, sigo el contorno de tu rostro, sin llegar a tocarlo.
     
Como una madre hubiera hecho con su hijo. Como ella, me siento a tu lado y guardo tu sueño.
     
Yo no necesito dormir. Nunca más lo necesitaré.
     
Mis pensamientos me lo impiden.
     
Cruzan los mensajeros llevando órdenes y noticias, entran y salen soldados investido con misiones, los peticionarios se acumulan ante la puerta, luchan por conseguir el mejor puesto, esperando que el hombre, el general, el rey que esta tierra necesitaba, salga, vuelva la cabeza hacia los ojos que le ansían, escuche sus palabras y satisfaga sus deseos, por muy estrafalarios, por muy desmedidos que sean.
     
Yo no presto atención a esa agitación. Ya no me importa. Ya no me interesa. Nadie puede concederme lo que yo quiero.
     
A ti tampoco te concierne. A ti tampoco te interesa. Y sin embargo has prestado juramento a este hombre que es igual a ti. Sigues y obedeces a quien no vale lo que tú vales.
     
Muchas veces te lo he preguntado. Demasiadas veces.
     
Mezclados, perdidos entre las columnas de este ejército sagrado. Marchando entre las filas de hombres embotados por el cansancio, abrumados por el equipo, cubiertos de polvo, encharcados en sudor.
     
El instante antes de recibir la orden de asalto. Acurrucados tras un muro de piedra, los dientes apretados, aferrando los pomos de las espadas con tal fuerza que se dejaba de sentir la mano, los ojos fijos en la hierba que crecía entre dos piedras o las grietas que recorrían su superficie, la última imagen que quizás viéramos.
     
El momento antes del sueño, cuando agotados por la marcha, destrozados por el combate, caímos en la obscuridad sin imágenes, casi idéntica a la del sepulcro, para luego despertar sin haber descansado, ya extenuados, sin otra alternativa que continuar o morir.
     
Siempre me has devuelto la misma respuesta, hasta que me hartado de preguntarte.
     
Tus visiones.
     
Siempre tus visiones. Contra ellas no es posible oponerse, me dices. Contra ellas no está permitido luchar.
    
Jerusalén. Ése es nuestro destino. Jerusalén, allí se producirá el milagro.
    
Hasta entonces, no volverán a manifestarse.
    
Percibo el temblor en tu voz. Huelo el miedo. Si no volvieran a presentarse... si te abandonaran para siempre... No lo han hecho desde que partimos de Masadá, así te lo anunciaron, así lo han cumplido.
    
Veo estremecerse tu cuerpo, falto de aquello que más ama. Por eso sigues a este hombre, a este tirano ridículo, a esta mala copia de aquello contra lo que luchamos.
    
Por eso, vayas donde vayas, te seguiré. Ocurra lo que ocurra, estaré a tu lado.



Los años han pasado. Nada puede detenerlos.
   
Ya no soy el último, el recién llegado. Ya no soy aquél al que se le encargaban las misiones más peligrosas.
  
Uno tras otro, todos los miembros de la banda han ido cayendo. No queda ninguno de los que me acogieron.
   
No se llega a viejo en este oficio. Atravesado por una flecha al encabezar un ataque, ensartado en las espadas de los defensores, despeñado al escalar un muro. Victima del agotamiento al emprender la huida, pisoteado por los cascos de los perseguidores, colgado de la cruz días enteros sin que la muerte llegue. A manos de tus compañeros en una reyerta de borrachos, condenado por su voto unánime, por tu propia espada, presa de la desesperación.
   
Un jefe, luego otro, luego otro, hasta que todos los rostros se mezclan en una multitud informe, hasta que todas su muertes son una misma muerte. Nunca faltan voluntarios, sin embargo, nadie se niega a probar esa bebida, tan embriagadora como pueda ser regir los destinos de un imperio, aunque se trate de dirigir un puñado de desarrapados, de escudos abollados y armas melladas, al igual que nunca faltan nuevos reclutas, ya se ocupa el mundo de crear nuevos rebeldes, de expulsarlos de su seno y de enviárnoslos.
    
Ahora me ha tocado a mí. Ahora me ha llegado el turno. Como a los que me sucedieron, me han elegido por mi experiencia, como si eso fuera a protegerme de las lanzas y las espadas, como si eso pudiera vencer el número o saciar el hambre.
    
No tengo otro remedio. No me queda otro camino. Así que lo recibo con una sonrisa, con desapego, casi con ironía, aunque signifique que mi muerte está próxima, aunque vea ya a mi sucesor prepararse para tomar mi puesto.
   
No podemos quedarnos cruzados de brazos, hay que salir del laberinto de montañas y desfiladeros, la pared que separa las meseta, las verdes colinas, los campos cultivados y las aldeas, de las extensión requemadas del mar maldito, de sus aguas negras y metálicas. Salir de allí, incluso aunque sea para asaltar, asaltar y asesinar, algún viajero perdido, algún pobre hombre, más pobre incluso que nosotros, o para robar un rebaño de ovejas famélicas, custodiadas por un pastor no menos demacrado. Nuevas hazañas estas con que aumentar nuestra gloria.
   
Hacer algo, lo que sea, antes que consumirse en medio de estas soledades. Aunque nuestras proezas sólo sirvan para provocar una acción desmedida, para que los poderosos de esta tierra contraten cuadrillas y formen batidas con las que registrar montes y barrancos, aunque, para eliminar tan poderoso enemigo, se vean obligado a llamar a los romanos, venidos del otro extremo del mar, y estos corten los pasos, cierren las salidas, para empujarnos, como los batidores a la caza, hasta el único camino libre, donde nos esperen, formando un muro impenetrable con sus escudos, tranquilos y despreocupados, conocedores del resultado.
   
Aunque nos esperen largos días de agonía, pendidos de una cruz.
   
Actuamos entonces. Ascendemos a las llanuras. Nos deslizamos entre las aldeas. No me dejo seducir por objetivos fáciles. Si ésta vez van a perseguirnos para darnos caza, va a ser por algo grande. Así, una mañana, apenas salido el sol, caemos, profiriendo alaridos, sobre las mujeres que se congregan alrededor de un pozo y nos las llevamos con nosotros.
    
Nadie nos persigue, sin embargo.
    
Pasan los días y nadie viene en nuestra busca. Nadie nos acosa. Nadie nos ataca. Asciendo hasta los límites de la zona cultivada, allá donde comienzan los barrancos, donde apenas se distinguen de los surcos trazados por el arado.
    
Nada. Excepto el trigo verde ondulado por el viento. Las cimas peladas de las colinas. El chillido agudo de las aves que se persiguen en el cielo. Las nubes que surcan el cielo.
   
Nada. Excepto espesas columnas de humo que se alzan aquí y allá, en lo lugares que se supone ocupados por aldeas.
    
Nuestras prisioneras confirman mis sospechas. El país está levantado en armas. No es algo que me sorprenda, aunque mi sonrisa, irónica y amarga, si las confunde y turba. Recuerdo como llegué hasta aquí. Recuerdo la infinidad de veces que he visto, desde este mi refugio, surgir profetas del desierto, inspirados todos por el espíritu divino, congregar al rebaño, predicar el reino, entonces, en ese preciso instante, marchar hacia la ciudad santa, confiando en que las puertas se abrirían a su paso, en que las murallas se derrumbarían a su llegada.
    
Para terminar siempre igual. Montones de cadáveres en los barrancos. Multitudes de cruces en las colinas. Sin que nunca se escarmentara. Sin que nunca se aprendiese. Aguardando al próximo profeta que levantase a los desheredados, que removiese a los miserables, sólo para que los ricos y los poderosos sintiesen pánico, sólo para que llamasen a los romanos y a su poder, para mantener su supremacía, sólo para que la presa de los romanos se hiciera más fuerte sobre nuestras tierras, sobre nuestras gentes.
    
Hoy es distinto. Mi sonrisa se hiela a medida que escucho la narración de estas mujeres. Mi ironía deja paso a la sorpresa, al asombro. Me pongo en pie y me encaro con ellas, las amenazo con la muerte si siguen contando mentiras, desenvaino la espada y la blando ante su rostros.
    
Provoco su miedo, las veo recular, arrastrarse hasta las paredes de cueva donde están prisioneras, acurrucarse allí, temblando, tratando de protegerse con los brazos, pensando que así podrían detener la hoja de la espada, los golpes de las mazas, la muerte que nuestra ira les depara.
    
No mienten. No mienten. No mienten.
    
Su pánico me lo demuestra. Es la verdad lo que cuentan.
    
Permanezco allí de pie largo rato, sin saber que hacer, la expresión vacía, la espada desnuda en la mano.
   
Entonces rompo a reír. Hasta que mi respiración se corta. Hasta que mis rodillas me fallan y me desplomo al suelo. El rostro oculto entre las manos, las lágrimas descendiendo por las mejillas.
   
Intento recuperar la compostura, trato de calmarme, pero el corro de rostros aterrorizados que me rodea me vuelve a lanzar en la risa, una y otra vez, hasta que mis costados mi pecho, duele, hasta que mis hombres tienen que sacarme de allí, llevarme a lo alto del monte donde está nuestro refugio, dejarme sólo hasta que me tranquilice allí a solas, acompañado sólo por el cielo y el viento.
   
Al fin puedo incorporarme. Me pongo en pie. Doy la espalda al mar maldito y vuelvo mi mirada hacia la meseta, hacia los campos cultivados, hacia las colinas que se extienden hasta el horizonte, hacia la ciudad santa, invisible en la lejanía.
   
Esperaba que cometieran ese error. Soñaba con ello.
   
El día en que ellos se destruyeran a sí mismos, los poderosos, los que han heredado la tierra, los que contemplan a los demás, desde lo alto de su posición y sus riquezas, como si fueran parásitos, los que se consideran como el auténtico pueblo, los únicos importantes, los únicos imprescindibles, los únicos que merecen vivir, mientras que el resto somos prescindibles, peones, fichas, fragmentos de cerámica que se arrojan al basurero.
   
Hoy, por fin, habéis descubierto que no podéis aguantar más, que los romanos nunca se quedan satisfecho, que piden un poquito de aquí, un poquito de allí, hasta que dejéis de ser aquello de que os enorgullecéis, hasta que os transforméis en burdas copias de vuestros conquistadores.
    
Así que habéis decidido rebelaros. Morder la mano de vuestro amo, la que os sostiene y os sustenta. Habéis elegido la guerra y lanzando en ella al país entero. Aquellos que antes alababais, los romanos, ahora son vuestros enemigos mortales, aquellos que antes despreciabais, vuestro propio pueblo, ahora son vuestros hermanos, vuestros camaradas en esta lucha sagrada por lo que constituye la esencia de nuestra tierra, por lo que nos hizo grande, por lo que nos volverá a hacer grande.
    
Río al descubrir vuestra necedad. No sabéis las fuerzas que acabáis de desatar. Pensáis que continuaréis al mando, que, acabada la lucha, aquellos que blanden la espada os la entregarán de nuevo y aceptarán, sumisos, su papel de siervo, sólo porque vosotros proclamáis ser sus amos naturales, sólo porque los habéis repetido tantas que veces que habéis terminado por creéroslo.
    
Disfrutad de estos días, porque pronto seréis barridos de la faz de la tierra, bien sea por nosotros, bien sea por nuestros enemigos.
   
Así que río, porque hoy, al fin, ha llegado el momento de mi venganza



Reposas en el lecho. La mirada perdida en el techo. Sin atender a mis palabras.

- ¿Es que te has vuelto? ¡Respóndeme! ¿Es que te has vuelto loco?
   
Permaneces inmóvil. Ausente.

- Ese hombre no es bueno. ¡Sabes que no lo es! Con sus esclavos, con sus concubinas, con sus guardia personal, con su nube de aduladores, representa todo contra lo que hemos luchado, todo lo que odiamos. No me hables de tus visiones. Tienes que haberte equivocado. Debes haberte equivocado. ¡No pueden ordenarte que sigamos a ese hombre!... a ése....- me callo sin atreverme a pronunciar la palabra prohinida.
  
Permaneces inmóvil. Ausente.

- Él sólo quiere el poder. El poder absoluto.
 
Permaneces inmóvil ausente.

- No quiere nada de los que nosotros queremos. Le da igual el pueblo, le da igual Su palabra, le da igual Su ley. Cuando haya triunfado se deshará de nosotros. Nos exterminará, con mayor rigor incluso que los romanos, puesto que nos conoce, puesto que sabe el peligro que representamos, sólo con nuestra presencia, simplemente por recordar que todo podía ser de otra manera, que todo podía ser distinto.
   
Permaneces inmóvil, ausente.

- Porque su reino en nada se distinguirá de el de los romanos. ¡En nada! Habremos substituido unos tiranos por otros. Simplemente. Habremos exterminados a ricos y poderosos, a sacerdotes y fariseos para poner a otros nuevos, peores que los anteriores pues le habremos dado el poder y la libertad que los otros no tenían. ¿Esos son a los que quieres ayudar? ¿Por esos vas a arriesgar la vida?
- Sí – respondes, pero no he visto que tus labios se hayan movido. Podría jurar que las he soñado y nadie se atrevería a contradecirme.
- Pues no esperes que te sigue. No cuentes ....
   
Te encuentro de pie, frente a mí. Me agarras por los hombros clavas tus dedos en mi carne, dejándome sin fuerzas para revolverme.

- Tu vendrás.
- Estás loco. Estás loco y crees que todos los demás también están. – finalmente encuentro fuerzas para zafarme de un manotazo. – Jamás, me oyes, jamás me seguirás.
- Tú eres el necio, tú eres el loco. ¿Qué son tus romanos, qué son tus ricos, qué son tus sacerdotes, qué es Simón al que tanto temes? Nadie frente a Él. Nada antes su poder. Levantará Su mano y los reducirá a polvo. Volverá su rostro y su mirada los convertirá en cenizas. Así me lo han dicho. Así me lo han profetizado. Y todo eso ocurrirá en Jerusalén, en Su ciudad, en la tierra santa entre las santas, ante los ojos de todos Sus enemigos, entre el pánico de todos los que le han ofendido. Y entonces se acabará su tiempo y entonces empezará el Suyo y nada de lo presente tendrá ya ninguna importancia.
.... Vuelve a tu lecho. Recuperas tu inmovilidad. De nuevo oigo tus palabras. De nuevo no mueves los labios.
- Y yo estaré allí para verlo. Y tú estarás allí conmigo. Y sólo lo conseguiremos siguiendo a este hombre, saliendo de esta cárcel en la que hemos sido encerrado.
   
Huyo de la habitación, aterrado.
   
Afuera ya es de noche. En la acrópolis de la fortaleza, en la zona vedada a todos menos a nosotros dos, el viento sopla sin impedimentos, helado, poderoso, capaz de arrebatarme en cualquier instante.
   
Siento miedo.
   
Abajo esperan los hombres. Aguardan el resultado de nuestra conversación y yo no me siento capaz de hacerles frente.
   
Desciendo de la Acrópolis, por el camino estrecho y peligroso por el que tantos fueron despeñados por orden del rey maldito. Desearía que a mí me ocurriera lo mismo, que el viento me arrojase al fondo del barranco, caer de un solo salto, sin chocar con las rocas hasta que estrellarme en la fina arena del lecho del arroyo, reunirme al fin con los muertos, de cuya compañía tantas veces he sido salvado, sin merecerlo.
  
Tampoco ahora lo permite Él.
  
Recorro el adarve de la muralla, colgado al borde del precipicio. Cantos y gritos me distraen de mis meditaciones. Abajo, a mitad de ladera, brillan luces en la torre que defiende el camino de subida. Ése el reino de Simón. Ésa es su capital. Allí se divierte con sus concubinas, allí llena su vientre de carne y licores, allí planea como será su futuro reino, decide sus fronteras, hasta abarcar Egipto y Siria, reparte ciudades y provincias entre sus fieles, otorga recompensas, concede privilegios.
   
Cuando llegó, no era nada. Unos carromatos desvencijados, cargados de los objetos más dispares, salvados con prisa, amontonados allí. Unas cuantas mujeres vestidas de harapos, unos pocos soldados apenas sin armas. Alguien que ha tocado fondo, alguien que nunca más volverá a levantarse y, aún así, en su derrota, marchaba completamente erguido, la barbilla bien alta, sin mirar a un lado o a otro, excepto para dar alguna orden seca, como si supiera perfectamente cual es su destino, como si aquella fuera la ruta que a él le conducía.
  
No le admitimos entre nosotros. Cerramos las puertas de la fortaleza y le impedimos el paso. Tomé esa decisión solo, pero sabía que todos me apoyaban. Contra gusanos como ése era nuestra lucha, los que sólo pensaban en su placer, en su gozo y por él estaban dispuestos a sacrificar a quien fuera. Bestias como aquélla eran las que habían ensuciado el país, traído el yugo que nos oprimía, impedido por todos los medios la rebelión que debía haber estallado hacía años.
   
Le permitimos ocupar la torre a mitad de la ladera, la que cerraba el camino de subida. Si queríamos expulsarle sería fácil hacerlo. Si nos atacaban el sufriría el primer embate, dándonos el tiempo necesario para prepararnos. Además, no tardaría en perder sus últimos partidarios. Pronto suplicaría porque nuestro puñales pusieran fin a sus miserias.
   
Sonreíste de manera extraña cuando te confié esto. Te apartaste de mí sin pronunciar una palabra, dejándome confuso. No te comprendí entonces. Sólo lo he entendido ahora, en medio de la noche, azotado por el viento.
   
Pasaron los días y Simón continuaba encerrado en la torre. Pasaron los días y sus fieles no le abandonaron. Muy al contrario, tienda tras tienda se alzó en la llanura hasta convertirse en un campamento, hasta poder llamarse ejército, hasta que nos sentimos sitiados en nuestra fortaleza, temerosos de abandonarla, sin poder hacer otra cosa que observar, comprobar como aquella fuerza crecía y se organizaba.
    
Día tras día, llegaban nuevos reclutas, sin que pudiéramos explicarnos de donde salían o que llamada era la que les atraía hasta Masadá. Día tras día, Simón, a lomos de un caballo blanco, inspeccionaba sus tropas, cabalgaba antes sus filas seguido por un cortejo creciente de oficiales, cuyos distintivos eran cada vez más grandes y llamativos. Sin mirar a los hombres que le aclamaban, saludaba con la mano, deteniéndose de vez en cuando a charlar con un soldado, a arengar a los nuevas reclutas, Libertad para nuestro pueblo, abolición de los privilegios, igualdad absoluto entra todos y, sobre todo, establecimiento de la verdadera religión, eran su palabras. Los mismos conceptos en los que nosotros creíamos, las mismas ideas por las que estábamos dispuestos a morir, pero que, en  su boca, sonaban falsas y vacías.
     
Noche tras noche, las hogueras ardían hasta tarde en el campamento y, a su luz, veíamos cruzar siluetas que se agitaban salvajemente. El viento nos traía fragmentos de voces, canciones de borrachos, juramentos, entrechocar de espadas. Todo eclipsado por lo que ocurría en la torre, cuajada de antorchas, una en cada aspillera, una en cada almena, iluminada por completo, visible desde más del horizonte, faro e imán para enemigos y enemigos. Desde dentro llegaba el estruendo de la música, los cantos que llamaban al placer y al gozo, las palabras descompuestas de la embriaguez, el aroma agrio y repulsivo de los guisos exóticos, el calor y el olor de gentes que se entregaban al vicio.
     
Desde la fortaleza, completamente a obscuras, observábamos el espectáculo, oscilando entre el asco y la fascinación. No fue la primera vez que, recorriendo el adarve, tuve que despertar a un guardia de su estupor, yo mismo me sentía incapaz de apartar los ojos, de no mirar, pero alguien tenía que mantenerse firme, alguien tenía que señalar el nivel, en medio de toda aquella disipación, para que no se olvidase por qué luchábamos, contra qué combatíamos.
     
La noche entera continuarían así, hasta que cayesen agotados, y sólo el día traería el silencio. Desde la fortaleza veíamos humear las teas ya consumidas y, entre las tiendas, las pocas que no habían sido derribadas en el furor de la noche, se descubrían las manchas negras de las hogueras. Nadie se movía entre las tiendas, y aquí allá, veíamos cuerpos tendidos, en posiciones absurdas, según la embriaguez les había ido derribando. Si un enemigo se hubiera presentado entonces, podría haber matado cuanto quisiera, sin encontrar oposición alguna. Ni siquiera nosotros le habríamos hecho frente, casi agradecidos porque nos librase, porque liberase al pueblo de aquella mala semilla.
    
Por eso, prorrumpimos en exclamaciones de alegría al saber que Simón había decidido partir.
    
Por eso me estremecí al oír tus palabras. Apenas podía creer que pretendieses marchar con él. Te reíste de mi confusión. Sonreíste de manera extraña. Te apartaste de mí sin pronunciar una palabra, dejándome confuso.
    
Supe que no podría convencerte. Supe que al final marcharía contigo. Supe que tendría que hacerlo sin que me dieses razones, sin que me explicases nada.
    
Y ahora tenía que descender a hablar a los nuestros. A comunicarles tu decisión. A señalarles que yo te apoyaba. A pedirles que nos acompañasen. Sabía como iban a responder. Igual que yo lo habría hecho. Con rabia e indignación. Amenazándome con sus puños. Llegando incluso a desenvainar sus espadas. Sabía que si fuera otro el que así les hablase, acabarían con él allí mismo. Sabía que me perdonarían la vida, a condición de que abandonase en ese mismo instante la fortaleza. Sabía que ninguno volvería a dirigirme la palabra, que se apartarían de mi camino para no ser contaminados de mi presencia y que si nos volvíamos a encontrar, allá fuera, no tendría compasión conmigo.
   
Sabía que ninguno que ninguno entendería mi mirada de amargura, que ninguno sabría explicarse mi rostro contraído.

Frente a nosotros se alza la fortaleza de Masadá.
   
Sin transición, la llanura se quiebra en las ásperas laderas de un monte, el primero de los que aíslan el mar maldito del resto del mundo. Sin transición tampoco, las paredes verticales se terminan, como si alguien hubiera aserrado parte de la montaña y tirado de la cima hasta quebrarla..
   
La cima no está vacía, sin embargo, torres y murallas se alzan el lo alto, continuando las laderas, apoyándose en las rocas que se asoman al abismo, continuando la pendiente. Dentro de la fortaleza, dominando la meseta que es la  cima, otra montaña y en su cima una segunda fortaleza.
  
Nadie ha podido tomar nunca esta fortaleza. Mucho menos nosotros un puñado de bandidos desharrapados, de escudos y corazas abolladas, de espadas melladas.
  
Observo la fortaleza, recorro sus defensas con la vista, una vez, otra vez y otra y otra.
  
Imposible. Imposible. Imposible.
  
Las paredes de la montaña no se pueden escalar. Caen a pico sobre la llanura, sobre los lechos secos de los arroyos, cubiertos de fina arena, sembrados con rocas arrancadas de los cañones. Aunque se pudiera ascender hasta la cima. Luego quedaría trepar por las murallas, pero el rey maldito también pensó en ello. Las piedras han sido pulidas, hasta hacer desaparecer las junturas, hasta que no queda asidero o hueco que permita la ascensión.
  
Hay otro peligro.
  
Los cursos de los torrentes confluyen en el punto en el que nos encontramos, el único lugar desde el que se puede llegar a la fortaleza, si se viene desde la colinas, desde los pueblos y los campos cultivados. Una simple tormenta y los cañones se colmarán de agua, agua que vendrá a este punto, incontenible, barriendo cualquier cosa que encuentre a su paso, aniquilando a cualquier necio que haya acampado en este lugar.
 
Quienquiera asaltar esta fortaleza debe hacerlo pronto, pero para ello debe llegar al pie de las murallas. Desde la llanura sólo hay un camino, angosto y retorcido, que serpentea por ladera de la montaña, zigzagueando de izquierda a derecha, a derecha, siempre a la vista de los defensores, siempre a tiro de sus armas.
 
Aquél que construyó esta fortaleza, el rey maldito, no quiso dar oportunidad alguna a los atacantes, a mitad del camino, cerrándolo por completo, se alza una alta torre. No es posible rodearla. Su base está muy por debajo del sendero, sus paredes son más verticales que las de la montaña, su cima se une a la roca. Hay que asaltarla directamente, desafiar los proyectiles que desde allí se lancen, forzar sus pesadas puertas, para encontrar, una vez tomada, que no ofrece ningún refugio a los atacantes, que el resto de la fortaleza continúa allí, muy por encima de tu cabeza, tan orgullosa y desafiante como antes.
  
Hay otro camino para alcanzar la fortaleza, pero para alcanzarlo hay que descender al mar maldito. Desde allí, serpenteando entre las montañas, cruzando de una a otra en el lugar donde sus laderas se unen,  rodeando sus laderas, llega a uno de los vértices de la fortaleza, allí donde ésta se separa de las demás cimas. El atacante sólo tendría que forzar una puerta como la de cualquier otra fortaleza, una muralla como la de cualquier castillo.
 
Antes tendría que llegar a ese punto, sin embargo. En cruzar el sendero se tarda un día y es imposible seguirlo de noche. La ruta es angosta, transcurre colgada de los abismos y cualquier que lo intente en la obscuridad se despeñará inevitablemente. Hay que hacerlo de día, por tanto, a la vista de los defensores, que pueden observar el sendero desde su inicio hasta su final, y prepararse con toda tranquilidad para la llegada de unos hombres exhaustos, unos hombres que llegarán sin equipo de asedio, apenas con lo que puedan transportar sobre sus hombros, porque el sendero es tan estrecho que no admite el paso de caballerías, que sólo permite que se cruce de uno en uno, el hombro rozando la pared de la montaña, el pie casi en el abismo.
  
Ésa es la fortaleza que vamos a tomar.
  
Nosotros, los bandidos perseguidos por toda la región. Los que aún seguimos con vida porque perseguirnos en el laberinto de montañas es demasiado costoso, completamente inútil si se considera el mínimo daño que somos capaces de infligir.
  
Ésa es la fortaleza que vamos a tomar, con nuestro exiguo número, con nuestras corazas y escudos abollados, con nuestras espadas melladas.
  
Porque ellos mismos, sus defensores, van a abrirnos las puertas, ellos mismos van a acogernos en su interior.
  
Los mismos que hace unos cuantos días habrían caído sobre nosotros, exterminado en el campo de batalla a cuantos pudieran, ejecutado sin juicio a quienes hubieran caído prisioneros.
  
Pero los tiempos han cambiado. Ahora todos somos hermanos.
  
Los que durante años habían humillado la testuz ante los romanos, ahora han elegido la rebelión. Los que durante años habían considerado al pueblo como algo prescindible, como una inmundicia ante la que se arrugaba la nariz, lleno de asco, si se la encontraba por la calle, ahora reclaman su ayuda, ahora hablan de unidad, ahora presumen de hermandad, ahora proclaman el reino, cuando necesitan hombres para sus ejércitos, cuando necesitan necios que mueran por ellos, para ellos, para conservar sus privilegios, para afianzar sus poder.
  
Nosotros aceptamos sus halagos y sonreímos y ellos no entienden la razón de nuestra sonrisa, la confunden y la interpretan de acuerdo con sus propios deseos.
  
Por eso, ahora, hoy, cuando nos mostrado en la explanada frente a la fortaleza de Masadá, las puertas del castillo se han abierto y por el camino que ningún atacante podrá ascender, desciende un enorme cortejo, precedido por músicos, encabezado por portaestandartes, nutrido con importantes personajes que marchan a caballo, escoltado por soldados de armas y corazas relucientes, cerrado por esclavos que portan regalos y ofrendas, el tributo de un rey que va a ser ofrecido a nosotros, la hez de la tierra.
  
No queremos defraudarles. No queremos avergonzarles. Reprimimos nuestra risa y formamos también nosotros, yo y unos cuantos más en cabeza, el resto tras nuestro grupo, en filas torcidas, con los cascos ladeados, los escudos colgados, apoyados los unos en los otros, señalando con curiosidad a alguno de los que se aproximan, burlándonos abiertamente de los que nos parecen ridículos, ahogando alguna risotada.
   
No nos prestan atención. Llegan a nuestra altura y los músicos se desvían a la izquierda, los portaestandartes a la derecha dejando el centro para el grupo de oficiales que marcha a caballo, para el comandante de la plaza que les dirige.
   
Por un momento, nos observamos en silencio. En otra ocasión, ya tendría la mano cerca del pomo de la espada, la yema de mis dedos acariciaría su superficie, presto a aferrarla y desenvainarla sin previo aviso, sabedor de que mis hombres harían los mismo en el mismo instante, sin que necesitase prevenirles, sin que fueran necesarias órdenes. Ahora sin embargo, mantengo mis manos bien a la vista, agarrando las correas de mi armadura. Sé que no piensan en atacarme. El hombre que está frente a mí tiene órdenes bien precisas de no hacerlo. Simplemente intenta averiguar cual de esos mendigos es el jefe de la banda.
   
Al fin se decide. Desmonta y con paso decidido, mostrando una sonrisa abierta, abriendo los brazos, marcha hacia mí. Antes de que pueda impedirlo, me abraza efusivamente, como se hace con un hermano, para demostrar que ya no hay más diferencias, que ya no existen distancias, que frente al enemigo común, aquel que busca acabar con nuestro pueblo, aquel busca terminar nuestro modo de vida, aquel que busca destruir la verdadera religión, ya no pueden existir enemistades, que todos debemos marchar unidos, codo con codo, hacia  adelante, formando una sola línea, irrompible, impenetrable, frente a la cual se deshagan todos sus ataques.
  
A mi no puede engañarme. Noto el temblor de su cuerpo mientras me abraza, percibo la repulsión que le invade, el asco de aquel cuya piel es suave al sentir una piel áspera y arrugada bajo sus dedos, el temor de aquel que se lava y se asea todos los días, de aquel que viste ropas limpias, reemplazadas en cuanto tienen el menor defecto, a sentir la suciedad, la roña, que cubre otro cuerpo, que pega la ropa a los miembros, que los hace uno, las náuseas al sentir el olor penetrante, asfixiante, de otro hombre, cuando se está acostumbrado a los perfumes y a los aceites.
  
El horror de aquel cuya vida es regalada, y puede permitirse cumplir las normas,  frente a aquel que tiene ganársela día a día, y no admite otra ley que no sea la de su propia supervivencia.
   
Es valeroso, sin embargo. Eso tengo que admitirlo.
   
Ha recibido estas órdenes y por mucho que le repugnen va a cumplirlas. Le han encargado que se alíe con aquellos que ayer debía ejecutar sumariamente. Su fidelidad ha sido puesta a prueba y el no va a defraudar a quienes la han otorgad su confianza.
   
Así que me toma por la cintura y me muestra a sus hombres. Esta es la fuerza del pueblo, proclama, éstos son los injustamente acusados, los cruelmente perseguidos, continúa, pero que ahora van a volver al seno de la nación. Es el tiempo de la reconciliación, el tiempo de olvidar, el tiempo de reparar. Con ellos, nadie podrá derrotarnos. Sin ellos, estaremos perdidos.
   
Cruza conmigo entre las filas de soldados, se dirige hacia el camino que lleva a la fortaleza, me conduce hacia él, asciende conmigo. Para dar ejemplo, me confía, al igual que un buen jefe, como él y yo, debe hacer al entrar en combate, y en una vuelta del camino, me muestra como sus hombres, sus oficiales lo primeros, han elegido cada uno un hombre de nuestra banda y marchan con él hacia la fortaleza, hermanados, restaurada la unidad, la armonía, que nunca debió haberse perdido.
   
Habla y habla y habla, y habla y habla y habla, y yo no le interrumpo. Dejo que me conduzca y no me resisto.
  
Me limito a sonreír, sin que él pueda interpretarme.
  
Arriba será nuestro momento.


Así salimos de Masadá, tú y yo, solos.
   
Así nos recibió aquel hombre, Simón, que ya comenzaba a ser saludado como rey por sus secuaces. Así le saludaste tú e inclinaste la cabeza y así tuve que imitarte yo también, lleno de asco, mareado. Así marchamos tras de él, revistando las tropas, el mejor ejército del mundo, en sus palabras, una masa informe de desarrapados, de desesperados, armados con piedras y chuchillos, sin corazas o cascos, descalzos e su mayoría. Así hizo nuestro elogio frente a todos, así nos aduló y tentó. Los primeros entre todos, los que habían iniciado la lucha, los que nunca habían retrocedido, aquellos cuya experiencia vencería cualquier obstáculo, aquellos que merecían que todos, incluso él, se inclinasen a su paso. Así nos colmó de honores, nos otorgo tierras que pronto habríamos de conquistar, así nombró los mayores cargos que en su corte pudiera exitir.
  
Así abandonamos nuestra cárcel y volvimos al mundo. Al país que habíamos abandonado hacía tanto tiempo ya, al país que se había alzado contra el invasor y había llegado a derrotarles, al país que había roto el yugo de sus gobernantes, descubierto sus mentiras, arrancado la mala hierba que crecía en sus seno. Al país que había preferido a Él y a Su reino y que había construido un nuevo estado más caro a Sus designios, más próximo a Sus leyes.
  
Al país que ya no existía.
  
Caminamos entre las antaño verdes colinas. Alguien las había incendiado, justo en el momento en que el trigo estaba en sazón. Entre las superficie requemada, aún eran visibles las líneas amarillas de los caminos, que ya no llevaban a ninguna parte. Granjas, aldeas, pueblos, también habían sido incendiados y, tras consumirse, sus escombros habían sido arrasados, sus superficie allanada por completo, hasta que sólo el vacío descubría que allá antaño habían habitado los hombres.
  
Los romanos habían sido derrotados, es cierto, sus muertos colmaban el foso frente a las murallas de Jerusalén, su cadáveres alfombraban la carretera hasta Cesarea, pero habían vuelto, en mayor número, con mayor cautela, sin avanzar un solo paso hasta haber afianzado bien el anterior, aplicando el rigor y la intensidad de la que sólo ellos son capaces. Tras sus paso no queda otra cosa que el vacío y la desolación. Ante su llegada huyen las gentes, como la caza frente a los batidores, convergiendo en el único lugar aún intocado, en la ciudad santa y eterna, la bendecida y maldita Jerusalén.
  
Pero se han marchado. Nuestro ejército avanza entre los campos arrasados, entre los pueblos carbonizados, sin encontrarlos. Los romanos no han venido este año. Los romanos no han vuelto este año. Eso nos dicen los pocos atrevidos que han tenido el coraje de volver a su hogar, los pocos aún con vida con que nos encontramos. Nadie sabe porqué, nadie conoce la razón, pero no importa. Su sola ausencia es ya una victoria, aunque no hayamos hecho nada por conseguirla. Él lo ha procurado todo. Su reino se aproxima. Estos son sus primeros signos. No tenemos más que extender la mano y coger los frutos ya maduros.
  
No faltan enemigos, sin embargo. Los romanos pueden haber desparecido,.pero la tierra es recorrida por partidas de hombres armados, hienas y chacales surgidos del corazón del pueblo, enemigos jurados los unos de los otros, que libran escaramuzas que se convierten en grandes batallas, que a su vez se convierten en victorias definitivas. Nosotros no somos distintos. Sólo nos distingue nuestro número. Si nos descubren a tiempo huyen sin dudarlo. Si les sorprendemos apenas pueden presentar resistencia antes de ser aniquilados. No acabamos con todos, sin embargo, a los supervivientes se les ofrece la oportunidad de unirse a nuestro número.
  
No suelen dudar. Se trata de luchar por la libertad. Por la igualdad. Por la verdadera religión.
  
Se trata de  poder vivir un día más.
  
Al fin y al cabo quien vence es seguro que Le tiene de su lado. No cabe mejor prueba. Éxito llama a éxito.
  
El pueblo de los Idumeos moviliza a su ejército. Hemos estado saqueando sus tierras, alimentándonos de ellas, reclutando nuestros soldados de entre sus gentes, exterminando a aquellos que se nos oponían, arrasando los lugares que nos ofrecían resistencia. Son de nuestra misma religión, pero no importa, si nos combaten y resisten, si niegan la justicia de nuestra causa, el poder y los honores con los que Simón se ha investido, su ceguera y cabezonería no merecen otro castigo.
   
No nos tienen miedo sin embargo. Tienen su ciudad, Hebrón, fortificada a conciencia. Conocen el desprecio, saben como combatirlo. Convertidos a la nueva religión apenas hace unos siglos, los viejos creyentes, aquellos que pueden remontar su estirpe al primer templo, les miran con condescendencia, pero ellos no han dado su brazo a torcer, derecho que le han querido negar, derecho que han conquistado por la fuerza. Bien los saben los ricos y poderosos, lo que se reían de su rusticidad cuando llegaban a Jerusalén para visitar el templo. En este guerra, como plaga de langosta o tormenta de granizo, han atacado la ciudad santa, forzado sus puertas, cobrado venganza en aquellos que se burlaban.
   
No tienen miedo, son poderosos y su ejército lo es también. Esperan hacer con Simón lo mismo que con aquellos orgullosos fariseos, con aquellos sacerdotes pagados de sí mismo. No dudan que quebrarán nuestras filas y esparcirán al viento nuestras formaciones. Por primera vez, nuestro ejército vacila. Por primera vez, las ordenes son desobedecidas, por primera vez, los hombres no claman por marcar al combate.
   
Simón permanece tranquilo, sin embargo, y tú le observas como el espectador que adivina la mejor jugada y espera que el jugador la utilice, que su inteligencia se revele a la altura de la partida. A pesar de sus hazañas, los idumeos tuvieron que marcharse de Jerusalén con las manos vacías. Les usaron y se aprovecharon de ellos. Quieren volver allí, a la ciudad santa,  y no combatir por estepas y desiertos.
   
Ante los ojos aterrorizados de nuestro ejército, el ala izquierda de los idumeos se lanza al ataque, mientras nuestra ala derecha, instintivamente, retrocede un paso, dos, tres, está a punto de dar media vuelta y emprender la huida. Nada de esto ocurre. Los idumeos no han desenvainado sus espadas, no blanden sus lanzas, no se protegen con los escudos. Un jinete cabalga ante ellos, corre hasta nuestras filas, las recorre una y otra vez. Todos somos hermanos, grita, todos somos el mismo pueblo, esta lucha no tiene sentido, el enemigo es otro.
   
Ambos ejércitos se abrazan. Las gritos de alegría se extienden por toda la formación. Juntos, enarbolando los cascos en la punta de las lanzas, intercambiando armas y escudos, marchan hacia el resto del ejército idumeo, seguidos por nuestro centro  y nuestra izquierda. Nada se les opone, el resto del ejército idumeo se disuelve, se une al regocijo general, rinde las armas y se entrega, mientras unos pocos, los que consideran la fidelidad como una virtud, los que temen algún arreglo de cuentas, los jefes que saben que no habrá perdón para ellos, huyen en todas  direcciones, sin ser perseguidos, por ahora.
    
Saben, sabemos, que no tiene refugio. Esa misma tarde, Hebrón nos abre sus puertas. Simón se apodera del palacio del gobernador, establece allí su corte, asienta allí su trono, proclama a Hebrón como la primera ciudad liberada. Jerusalén será la próxima, anuncia, no tardará, no tardará, profetiza y los gritos de júbilo ahogan sus palabras. La fiesta se extiende durante toda la noche, hasta que las calles están alfombradas con borrachos. Nadie vigila las murallas, nadie se ha preocupado en cerrar las puertas, cualquier enemigo acabaría con nosotros de un papirotazo, pero los romanos no han venido este año y los zelotas están encerrados en Jerusalén, demasiado ocupados en combatirse a sí mismos, en eliminar los restos del antiguo orden, en purgar una y otra vez sus filas, para que no quede mancha alguna que pueda ofenderLe.
    
Vago por las calles, caminando con cuidado entre los cuerpos, procurando no pisar a los caídos. Hemos liberado la ciudad, ha anunciado Simón, pero los romanos no se hubieran portado mejor. Las puertas reventadas, el silencio que domina en el interior, asó lo muestran. Es mucho peor dentro del palacio del gobernador. Allí, al abrigo de las paredes, los más cercanos, los más fieles se han entregado a los placeres que Él ha prohibido. Marañas de cuerpos enredados, en la posición en que el placer les ha derribado, cubren los suelos.
    
El asco, la rabia, me domina, exacerbado por el aroma sofocante del vino derramado, por el hedor agrio de los vómitos. Más cuando me encuentro con tu mirada. Cuando te veo sentado en una esquina, levemente iluminado por la luz mortecina de las teas que se consumen, sentado tranquilamente, espectador complacido, sonriendo en medio de los horrores, cuando has visto como Le insultan.
    
Marcho hacia ti, con deseos de abofetearte. Me has hecho seguir a este monstruo. Nos has forzado a ensuciarnos. Nos has obligado a inclinarnos frente a ese espantajo. Para no conseguir nada, para perderlo todo. Íbamos a ser sus consejeros, aquellos que entrenasen su ejército, los que le instruyesen en las artes del combate, los que les condujesen por el camino de la vieja y buena religión, pero no contábamos con sus cortesanos. Pronto vimos cerrado el acceso a Simón. Pronto comenzaron a tratarnos con desdén, a darnos la espalda, a discutir nuestras órdenes a rechazar nuestras propuestas, pronto nos dejaron claro cual era nuestro lugar, con qué debíamos conformarnos.
    
Y tu aceptaste todo, toleraste todo e hiciste que yo también lo aceptase, lo tolerase. Hasta hoy. Hasta este preciso momento. Ya es suficiente. No voy a tolerarlo más y si no quieres venir conmigo, tendré que abandonarte.
    
Jerusalén, dices antes que pueda hablarte. Eso es lo único que importa. Llegar allí, concluyes, mientras tu mirada me atraviesa, me fuerza a bajar la mía, avergonzado, me obliga a dar media vuelta y marcharme.
    
Abrumados por el botín, sin volver la vista a las columnas de humo que se elevan a nuestras espaldas, abandonamos Hebrón, que ya no existe. Nada debe quedar para los enemigos, sean romanos o zelotas. El pueblo Idumeo marcha mezclado con nosotros, hacia Jerusalén, dispuesto a recuperar la ciudad santa y establecerse en ella, porque el reino está próximo, así lo profetizan innumerables profetas, y quien ese día no esté tras la murallas de la ciudad santa será condenado, mientras el que se encuentre dentro será reconocido por el Señor y salvado.
    
Muy distintas son las obras del Señor y las obras de los hombres. Cruzamos las colinas en un solo día, hasta que al atardecer vemos relucir en el horizonte el pináculo dorado del templo. El ejército entero cae de rodillas y ora a quien está en lo alto, lleno de gozo, ensalzando Tu nombre, alabando tu gloría, agradeciendo tu ayuda, todos seguros de que mañana dormiríamos en la ciudad santas. Todos engañados, incluso tú, el que hablas con los ángeles.
    
No nos ponemos en marcha enseguida al día siguiente. Las primeras horas de la mañana, sentado sobre una elevación, rodeado de sus cortesanos y generales, como corresponde a un rey, Simón observa el perfil de la ciudad santa, que parece surgir de la nada sobre las cimas de la colinas. A un lado el palacio del rey maldito, señalado por las tres torres que ofenden al cielo, tan juntas que parecen una sola, el tocón de un árbol derribado. Al otro los pináculos del templo, blancos como la nieve de las montañas, relucientes como el sol del mediodía, teñidos de rojo por el sol de la mañana, colmados de azules en el lado que aún está en sombra.
    
En contra de nuestros deseos, no la orden de avanzar hacia la ciudad. Damos media y tomamos la ruta del mar maldito. La sorpresa primero, luego el desánimo, se extienden entre los hombres. Pero el rey ha decidido otra cosa, el sabrá el porqué, y todos callan hasta saberlo, no por mucho tiempo, pero callan por ahora.
   
Pronto se conoce la razón, en medio de la estepa que se convierte en desierto, justo a la mitad de camino entre Jerusalén y el mar maldito, se alza un denso bosque, ceñido por altas murallas, del cual nos llega el aroma de las flores y el rumor de las ramas mecidas por el viento, en el cual se centellean estanque y arroyuelos, un milagro en medio de la nada. Dominándolo todo una inmensa colina, circular, de laderas alisadas como si un artesano la hubiera tallado, coronada por una fortaleza también circular, marcada por torres también circulares, desafiando a todo y a todos.
   
Es la tumba del rey maldito. Olvidada en medio de la guerra, había sobrevivido, cuando el país entero había sido arrasado a su alrededor, custodiada por su guarnición que se había negado a apoyar a cualquier bando.
   
Ése es nuestro objetivo. Como en las estatuas de los gentiles, el hombre que nos guía, el nuevo rey, a lomos de su caballo, extiende la espada y señala el castillo sobre la colina. He ahí el símbolo de lo que aborrecemos. He ahí el recuerdo de los reyes, que nos entregaron a los romanos. He ahí la prueba del orgullo desmedido de los que prefirieron el poder y las riquezas a nuestro señor. Mientras no lo arrasemos, no tenemos derecho a entrar en Jerusalén. Purifiquemos la tierra, Purifiquémosnos nosotros con esta acción.
   
Las aclamaciones le interrumpen. Rota la tensión, sin esperar a que termine, los soldados se lanzan contra la fortaleza, profiriendo alaridos. Las puertas del jardín están abiertas, la traición que tan bien funciono en Idumea, ha surtido efecto aquí también. Pronto, entre las obscuras copas de los árboles, comienzan a elevarse finos hilos de humo, que se espesan y unen, hasta transformarse en columnas poderosas, hasta dejar ver los fuegos que los ániman, hasta que todo el jardín es un inmenso brasero y las cenizas apagan el fulgor de las cenizas.
   
Nadie se preocupa por la fortaleza de la colina, los soldados son atraídos por los edificios que se apiñan al borde de las laderas, en medio del jardín. Almacenes, cuarteles, palacios, la esperanza del botín embriaga a los hombres y pronto montones de muebles desventrados se apilan al pie de las ventanas y las llamas surgen de sus huecos, envolviendo a los edificios, ocultándolos tras el humo.
   
Nadie se preocupa por la fortaleza de la colina, ni siquiera el hombre poderoso que nos guía, rodeado de sus cortesanos, protegido por una guardia de corps, avanza con paso definido hacia el corazón del jardín, hacia un lugar que nadie ha pensado aún en saquear. Tú le sigues sonriendo, con curiosidad, con cierta sorna, adivinando lo que va a ocurrir. De repente los árboles terminan, una explanada se abre, ocupada por estanques y en el medio un templete, accesible sólo por estrechos caminos de piedra, casi a ras de las aguas.
   
Es la tumba del rey maldito, el símbolo que hemos venido a destruir. Sacudidos por el mismo impulso, corremos hacia su interior, empujándonos los unos a los otros, lanzando a alguno menos prevenido a las aguas. Al pie de la rotonda, nos detenemos un instante, la puerta está entreabierta, apenas una rendija, que dibuja un fina línea de luz en el obscuro interior. Con cuidado, temiendo un trampa, un soldado empuja la hoja con una lanza. La puerta se abre sin hacer ruido alguno, como si no existiera. La luz entra a raudales, iluminando el sarcófago, decorado con todas las victorias inventadas para ese rey, iluminando la tapa, apoyada contra la pared, iluminando su interior, completamente vacío.
    
La fortaleza nos observa desde lo alto, burlándose. Los que han llegado tarde, los que no han podido llenarse el morral con el botín, o emborracharse hasta la inconsciencia en las bodegas, la descubren en lo alto y se lanzan contra ella. No consiguen nada. Las laderas son demasiado empinadas para trepar, el camino que conduce estrecho y retorcido, las puertas cerradas fuertes y bien atrancadas, las almenas cubiertas de soldados atentos, que no fallan sus tiros.
    
En medio de la confusión, se escucha la orden de retirada. Llega en el momento justo, cuando los hombres, hartos y agotados, comenzaban a abandonar la fortaleza. Fuera, la marea humana se desparrama por la llanura, en todas direcciones, huyendo del incendio que ruge a sus espaldas, de la mirada severa de la fortaleza, amenazando con disolver el ejército, con dejar sólo y abandonado, excepto por sus cortesanos y aduladores, al hombre que hemos elegido seguir.
    
¡A Jerusalén! Se oye gritar ¡A Jerusalén!. La sola palabra basta para electrizar a los hombres que vuelven a agruparse, no en una formación ordenada, sino en un confuso cardumen, erizado de espadas, protegido por escudos semejantes a escamas, animado por corrientes internas que proyectan a unos hacia el exterior, arrastran a otros hacia el interior. ¡A Jerusalén! Gritan miles de voces al unísono. ¡A Jerusalén! Y en los intervalos de silencio se oye susurra a los hombres, esto sólo ha sido una finta, esto sólo ha sido una argucia, para hacer bajar la guardia a los zelotes, para que se marchen de la ciudad, para que los nuestros nos abran las puertas. ¡Viva  nuestro general! Grita uno ¡Viva nuestro rey! Responden otros, y el grito se generaliza, retumbando en las montañas, atrayendo de nuevo a aquellos que habían decidido desertar, anunciando nuestra presencia hasta más del horizonte, hasta la propia ciudad santa, que pensamos sorprender.
   
No nos preocupa, confiamos en nuestra propia fuerza. Como bola que rueda ladera abajo, cada vez más rápida, imposible de detener, capaz de destruir a quién se le interponga, así esperamos quebrar cualquier resistencia, bien por la fuerza, bien por el miedo. Así lo pensábamos, así había de ser, pero nuestro impulso se detiene. En la última colina nos detenemos, el espectáculo de la ciudad santa, iluminada por la roja luz del atardecer, tan próxima que casi podría tocársela con la punta de los dedos, arrebata a los hombres, les hace pararse en seco, provocando que los que vienen detrás tropiecen con ellos, les eviten, se dispersen y se detengan a su vez, asombrados, tan fascinados que llegan a sentarse, a llorar, a reír como niños.
    
Sólo tú avanzas entre las filas, tranquilo, sonriendo con la misma expresión de curiosidad y sorna, observando las diferentes soldados de los soldados, como si hubieras vivido siempre en la ciudad santa y su perfil te fuera tan conocido que no necesitases mirarlo porque siempre lo llevas contigo, aunque yo sé que no puede ser así, aunque yo sé que es imposible, porque nunca has venido, así me lo has contado, aunque quizás aquellos tus ángeles que te visitan, te hayan traído a este lugar, te lo hayan mostrado y enseñado, obligado a aprender.
    
No tengo tiempo para ti. No tengo tiempo. Yo tampoco, como el resto de los soldados, puedo apartar la vista de la ciudad santa, pero, al contrario que ellos, no puedo mantener la mirada, mi corazón se desgarra. Ante mí veo el monte de los olivos, de donde descendimos llenos de esperanza y fe, a mis pies veo el barranco del cedrón, donde yací tanto tiempo dado por muerto, sobre él el templo, al cual apenas me atrevo a levantar la mirada, temeroso de su belleza, hasta que no puedo aguantar más y lo miro, y me estremezco sí, porque veo sus blancos muros tiznados por el humo de los incendios, y los techos dorados arrancados en parte, doblados y rotos, y las azoteas cubiertas de hombres armados y el patio sembrado de muertos.
    
Porque veo en fin que se abren las puertas, y una masa de hombres armados, un muro de escudos se lanza contra nosotros, como ya ocurrió en el pasado, como va a ahora a repetirse ante mis ojos. Grito y nadie me escucha. Sacudo a los que me rodean, pero nadie despierta, a lo sumo me contemplan con mirada alucinada, vacía, desprovista de preocupaciones. Corro entre las formaciones dando la voz de alarma, y nadie reacciona.
    
Permanecen embobados, fija la atención en la ciudad Santa, mientras la cuña enemiga rompe nuestras filas, las empuja y aparta. Muchos más corren ahora a través de nuestra formación, aterrorizados, tropezando los unos con los otros, empujando a los espectadores, huyendo de las espadas que sajan, de los escudos que aplastan. Aún así, muchos no despiertan, se sobresaltan un instante y retornan a su ensueño, para no salir nunca de él, cuando los enemigos llegan a su altura, cuando los eliminan de un golpe.
    
Ya no veo Jerusalén, levantando una nube de polvo, estando a punto de caer dos y tres veces, desciendo a la carrera por la empinada ladera de la colina, hasta el barranco que la separa de la siguiente, y asciendo, resbalando, agarrándome a los matorrales, marchando a cuatro patas, por la pendiente de la siguiente. No soy el único, no necesito volverme para comprobarlo. Una masa humana, sigue mis pasos, el ejército entero, convertido en una masa informe, se atropella, cubre la ladera que acabo de abandonar, rompe contra el fondo y me adelanta, me arrastra consigo hasta lo más alto, mientras arriba en la cima opuesta, aparecen los negros escudos de nuestros enemigos.
     
La noche nos salva. La noche y el miedo de los zelotas a alejarse de Jerusalén, su refugio, su abrigo, y al mismo tiempo el ciudad donde se libra una guerra civil, dentro de otra guerra civil que abarca el país entero, dentro de la guerra contra los romanos.
    
En la obscuridad, grupos de hombres vagan por los campos, los fragmentos de un ejército quebrado, sin rumbo ni destino, marchando en todas las direcciones, encontrándose de repente con otros grupos no menos asustados y desesperados que ellos, observándose un instante, temiendo que los otros les ataquen, sin estar dispuesto a ser ellos los primeros, separándose en direcciones opuestas, marchando todos sin darse cuenta en la misma dirección..
    
Yo camino sólo, sin nadie a mi lado, como siempre lo he estado hasta que te conocí, como siempre, creo, lo estaré a partir de ahora. No siento nada. No puedo permitirlo. Compruebo las correas de mi armadura. Tanteo el barbuquejo de mi casco. Aprieto con fuerza la empuñadura de la espada que blando, para comprobar que no la he soltado inadvertidamente, para asegurar que no me quedo dormido mientras camino.
    
Mientras todos vagan yo marcho en línea recta, sin desviarme. Sé hacia donde marcha el ejército. Como bestias que buscan la querencia, retornan hacia la base de la que hemos partido, hacia la capital del reino de Simon, hacia Técoa, su Jerusalén en tanto que Jerusalén no sea ocupada. No hay otro hogar  para aquellos que han abandonado sus casas, quemado sus aldeas, unido sus suertes a la de este Simón. No hay destino seguro en un país devastado por los romanos, por los zelotas, por Simón, un país arrasado por igual por enemigos y defensores.
    
Aquí y allá aparecen luces. Hogueras prendidas por aquellos que ya no pueden más. No importa. Mañana o mañana por la tarde, o al día siguiente se les verá en Técoa, sin que nadie les pregunte, sin que nadie les reproche. Lentamente una luz espectral cubre los campos, rojiza y mortecina, la de un amanecer perpetuo que nunca se transforma en día, la de un atardecer eterno que nunca llega a la noche. Sobre las cimas de las colinas, se recortan las siluetas de los hombres que marchan lentamente, encorvados por el agotamiento, insensibles a todo, parecen surgir de repente, quedar allí inmóviles largo rato para luego desaparecer repentinamente. Un efecto solamente.
    
Esa luz me permite reconocerte. Te descubro encaramado en un roquedal, sentado con la espada apoyada en tu regazo, orientado hacia donde debe estar la ciudad Santa, pero mirando hacia el suelo, a tu mano que dibuja diseños intrincados en la roca sobre la que te sientas, sin que quede traza de ellos en dura superficie.
    
No puedo contenerme, me coloco frente a ti y empiezo a gritarte. ¿dónde están tus ángeles? ¿Qué ha sido de sus profecías? ¿Qué le debemos a este Simón? No espero a tu reacción, anudo pregunta tras pregunta, cada vez más irritado, cada vez más violento. Agitando la mano frente a tu rostro, acercando mi cara a la tuyo, salpicándote con la saliva.
    
No me respondes. Simplemente alzas la cabeza y me miras. Estremecido, descubro la tristeza que hay en tus ojos, las lágrimas que descienden por tus mejillas.

- Estábamos tan cerca – musitas – Estábamos tan cerca.
  
Miras a través de mí. Hacia la ciudad que anhelas.

- No volverán a mí hasta que no esté en ella.
   
Y cubres tu rostro con las manos y sollozas y no puedo hacer otra cosa que observar como tu cuerpo se estremece con el llanto.


Los gritos rasgan el aire.
    
No lo ha sospechado en ningún momento. Su brazo aún estaba sobre mis hombros y apenas he percibido un ligero temblor cuando la hoja de mi espada ha penetrado en su carne. Su rostro ha tomado una expresión de sorpresa, de asombro, de incredulidad y lentamente, muy lentamente, sus piernas se han doblado, su mano ha recorrido mi espalda, su cuerpo ha descendido, liberando mi arma, se ha tumbado y luego  acurrucado, como un infante en su cuna, mientras la sangre empapaba sus vestiduras, se derramaba por el suelo, llegaba a tocar mis sandalias.
   
No han hecho falta señales. Ya estábamos de acuerdo. Un pequeño gesto por mi parte, el de llevar la mano a la empuñadura, un instante antes de desenvainar, y todos mis hombres han comprendido, todos mis hombres han actuado al unísono. En un abrir y cerrar de ojos, sólo quedamos nosotros, los bandidos, rodeados de cadáveres, uno por cada uno, los antaño orgullosos oficiales que gobernaban esta fortaleza, que no temían a ningún enemigo, que tenían poder de vida y muerte sobre las gentes de la región.
  
Aún quedan algunos vivos. Sus órdenes airadas así me lo muestran. Un acerico de lanzas se eriza en nuestra dirección, un muro de escudos nos rodea, pero el golpe final no llega, a pesar de las voces rabiosas de los oficiales, de sus apremios y amenazas.
  
Sin levantar la espada, alzo la cabeza de el cadáver que yace a mis pies a los soldados que nos rodean. Sonrío y esa sonrisa sorprende a nuestros enemigos. Yo debería tener miedo, presentir mi muerte y hundirme en el terror, suplicar por mi vida o lanzarme al encuentro de su armas para acabar cuanto antes. Nada de eso ven reflejado en mi semblante. Muy al contrario, son ellos lo que me tienen, los que nos tienen, miedo y mi sonrisa, mi alegría, aumenta al darme cuenta.
   
- ¿Qué vais a hacer ahora? – pregunto y les veo retroceder un paso, involuntariamente - ¿Quién es vuestro verdadero enemigo? – el rostro de los oficiales se contrae en una mueca – Ya lo habéis oído, él mismo lo ha dicho,   ya no hay diferencias, ya somos un solo pueblo, hermanos entre los que no puede hacer querellas, pero lo que él no ha dicho  – y señalo al cuerpo aún caliente – es que hay culpables de habernos mantenido separados, de habernos forzado a combatirnos, para gobernar ellos. Y esas gentes – y todos saben a quien me refiero – deben ser castigados. Y esas gentes no tienen derecho a la clemencia.
   
¿Qué vais a hacer? Repito. Seguro de la respuesta.
   
Veo las lanzas descender, los rostros, relajados aparecer tras los escudos.
   
Un oficial se interpone. De espaldas a mí, grita a los soldados que nos rodean, les amenaza, blande la espada sobre sus cabeza, pero de repente, veo que el arma se le cae de la mano y que el se desploma de espaldas, las manos apretadas contra el estómago, dejando ver a un soldado acurrucado en una posición defensiva, esgrimiendo una lanza,, cuya punta esta roja y aún gotea sangre.
   
Los escudos y las lanzas resuenan al chocar contra el suelo. Desarmados, la guarnición corre a nuestro encuentro, nos abraza, nos vitorea, nos agasaja. Su alegría contrasta con nuestro silencio. Intento zafarme de ellos, pero es imposible, les grito, pero no escuchan mis palabras. Tengo que resignarme a ver como los oficiales supervivientes logran huir y escalan a la acrópolis que domina el resto de la fortaleza.
  
Tendremos que combatir, queramos o no.
  
Protegido tras los escudos de varios de mis hombres, avanzo cautelosamente por el adarve. Unos pasos rápidos para enseguida detenernos y cubrirnos, temiendo una flecha o una lanza.
  
Una mirada rápida hacia las alturas.
  
Nada.
  
Un nuevo avance. De nuevo a cubierto. De nuevo una mirada furtiva.
  
Nada.
  
No me preocupo en cubrirme. Me levanto y observo la acrópolis donde se ha refugiado. Es un espolón de roca, de paredes verticales, que surge repentino en un extremo de la meseta. Sólo hay un modo de acceso a la cumbre. Justo allí donde las murallas se unen a la roca, parte un estrecho sendero, que se enrosca por la ladera y lleva hacia lo alto. Quien lo tome tendrá que avanzar sin protección alguna, a merced de los que custodian las alturas. Quien lo talló se ocupó de no construir una baranda o un parapeto, de forma que el abismo esté siempre a la vista, acechando, llamando a aquel que se aventure, asegurando cualquier descuido suponga despeñarse, que la mínima vacilación conduzca a la muerte.
   
Mis hombres titubean. Ya han conquistado la fortaleza y no piensan en arriesgar sus vidas. Que se mueran de hambre y sed los que están arriba, si quieren. Ellos no van a subir a sacarlos.
   
Me abro paso entre la pantalla de escudos, seguido por las miradas de asombro de mis hombres. No me vuelvo hacia ellos, tampoco miro hacia las alturas, simplemente comienzo la ascensión, despreocupado, como si estuviera dando un simple paseo.
   
Aprieto los dientes, tenso todo mi cuerpo, procurando aparentar indiferencia, mantener el paso relajado, mientras espero en cualquier momento el golpe que me derribe y me arroje al vacío, pero los pasos se suceden u continúo subiendo, cada vez más alto, más alto, sin que nada me detenga, seguido ya por mis hombres, que han corrido en pos de mí, que sienten vergüenza por dejarme solo.
   
Algo cae. Instintivamente me acurruco contra la piedra, intentando hurtar el cuerpo. No iba contra mi. Ante mis ojos cruza fugaz una forma negra, enorme, que me atrae al abismo, que me hace asomarme a su borde. La veo caer, lentamente, como en un sueño, rebotando contra las piedras del precipicio, una y otra vez, una y otra vez, hasta estrellarse contra las arenas del fondo.
    
Entonces oigo los gritos, agudos y desesperados, y los vemos caer uno tras otro, las armas con que se han dado muerte aún en sus manos, relajados unos, aceptando la muerte que han elegido, agitándose y revolviéndose otros, luchando inútilmente, hasta que nos llega un ruido seco desde el fondo y dejan de moverse.
   
Luego el silencio.
   
El viento sopla con fuerza en lo alto, como si quisiese llevarnos consigo al igual que ha hecho con nuestros enemigos, al igual que pretende derruir los edificios que ocupan la cima. Uno de ellos nos atrae a su interior. En su puerta yacen dos hombres, enredados en la muerte que se han dado mutuamente. Entramos, pasando con cuidado por encima de sus cuerpos, y nos perdemos en la obscuridad. La puerta no lleva a ninguna parte, sino es a un pasillo que rodea al edificio y en uno de cuyos extremos brilla la luz.
   
Es un mirador el lugar  a donde nos ha conducido el corredor. La luz, repentina tras la obscuridad, nos ciega y sólo lentamente volvemos a ver, para, al igual que tantos visitantes antes que nosotros quedarnos asombrados por la vista. A un lado la superficie pulida y opaca del mar maldito, al otro las verdes colinas de Judea, justo delante el caos de montañas y desfiladeros, tallados por vientos y torrentes, que llevan de un lugar a otro, del paraíso a linfierno, el limbo, la tierra de nadie que ha sido nuestro refugio, nuestro hogar, durante tantos y tantos años.
   
Tras él, tras las montañas y los barrancos, más allá del mar maldito, en medio de la llanura desértica,  reluciendo en el horizonte, la blanca fortaleza de Herodión, encaramada en su colina, severa y solitaria, signo del poder de este rey al igual que esta fortaleza.
   
Pero tras ella, dominándola y aplastándola, casi invisible, fantasmal, escondida entre las brumas, intuida y recreada, esta el brillo del dorado del templo, su albor de nieve, su grandeza de montaña, demostrando Su poder, el único que es eterno, el único al que nadie puede oponerse.
   
Abandonamos la luz y seguimos el pasillo. Estamos dando la vuelta al edificio, hasta casi llegar a la puerta de entrada, pero antes de hacerlo nos corta el paso un muro y nos fuerza a una amplia estancia, sumida es sombras, si no es por una solitaria lucerna, abandonada  en medio de la habitación, brillando vacilante en medio de la nada.
    
Avanzamos. Nuestros pies se pegan al suelo, cubierto de un líquido obscuro y pegajoso. Nuestros ojos se acostumbran a la obscuridad y poco a poco a poco vamos discerniendo las formas, los bultos acurrucados en el pavimento, como hatos de ropa olvidado, las distintas maneras en que un cuerpo puede ser encontrado por la muerte, las manos apuntando a ninguna parte, extendidas hacia algo que se quería coger, tapándose el rostro para no ver, intentando agarrarse para no caer, cerrados levemente los puños como los infantes en sus cunas.
   
Son todos mujeres. Deben ser las mujeres de los oficiales que han saltado al vacío, justo después de darles muerte para que no cayeran en nuestras manos.
  
Hay otras mujeres en la habitación aparte de estas muertas. Bailan en las paredes, juegan, recogen fruta. No necesitan a nadie que no sea ellas mismas, no necesitan nada que no sea su propia belleza.  Nos miran. Nos miran. Nos miran. Se ríen de nosotros. Nos desafían.
   
¿Quién grito el primero? Imposible saberlo. Cada uno de nosotros eligió a una y con su espada comenzó a picar la pared, en esos rostros felices y hermosos, hasta que desaparecieron, hasta que no quedo otra que la pared desnuda.
   
Todos menos yo, que me aparte de ellos, que desanduve el camino, que busque el viento que me impidiese oír.
   
Sin poder explicármelo, marche hacia el vértice de la acrópolis, hasta el punto donde se juntaban las murallas que protegían la fortaleza entera. Allí, oculto hasta que no estabas justo encima, había una escalera que descendía hacia la nada.
   
Hacia las copas de unos árboles, agitadas por el viento, cuyo rumor llegaba hasta arriba.
   
El refugio dentro del refugio. El santuario dentro del santuario.
   
Y caí de rodillas y comencé a llorar. Sin saber porqué.


Lo percibimos, lo percibiste, enseguida.
   
Era un mensajero como los demás, quizás un poco más agitado, quizás un poco más sudoroso, quizás un poco más agotado. Era en mitad de la noche, cierto, pero el tráfico de mensajes nunca se interrumpía, aunque la mayor parte no tuvieran sentido, aunque la mayor parte no fueran atendidos, aunque la mayor parte no fueran respondidos.
   
Tú te pusiste en pie, sin embargo. Tu expresión se había iluminado, con un brillo que no recordaba desde hacía semanas, desde que estuvimos a punto de llegar a la ciudad santa, desde que nos expulsaron de allí.
     
Es ahora, dijiste. Es ahora, repetiste y corriste al medio del patio, para ser de los primeros en escuchar la orden, para ser de los primeros en partir en cuanto se diera la señal.
    
Una agitación conmueve el patio. Un presentimiento se extiende entre los hombres, que se alzan, despiertan a sus compañeros dormidos y se congregan frente a las gradas de la casa, allí donde Simón aparece, vestido con su armadura, rodeado de sus cortesanos y generales, mostrando una amplia sonrisa, infundiendo valor y confianza a todos los que rodean.
     
La ciudad es nuestra, anuncia y las aclamaciones ahogan su voz. Por un instante, nos deja ir, disfrutar de nuestro gozo, lo saborea el mismo, para luego hacer señas, los brazos extendidos, reclamando nuestro silencio.
    
Creían poder oponerse a Su poder, continúa, pero Él es más fuerte que cualquier hombre y nadie puede oponérseLe. Finalmente la tiranía de esos indignos va a ser quebrada y arrojada al basurero. Así nos lo comunican desde la ciudad, un sacerdote, uno de aquellos consagrados a Su servicio, este hombre que tenéis aquí a mi lado. Sus puertas van a estar abiertas esta noche. Para nosotros. Y nadie puede detenernos.
    
Bastan estas palabras para que un torrente humano se ponga en movimiento, en medio de la obscuridad, sin antorchas ni luces para que no podamos ser descubiertos, pero derechos hacia la ciudad santa, sin que podamos extraviarnos, porque sabemos de memoria la dirección en la que está, los obstáculos del camino, las vueltas y revueltas del camino, aprendidos a lo largo de tantos intentos fracasados, memorizados en tantos días de deseo y espero.
   
Tu corres entre la multitud, ajeno a todo y a todos, incluso a mí, que te sigo, y pronto alcanzamos la cabeza y pronto nos separamos de los demás, de la masa que marcha lenta y pesadamente, hasta que ya somos sólo unos pocos, los más rápidos, los más deseosos, los más valientes, que se animan mutuamente a gritos, que a medida que se acercan comienzan a hacerlo a señas, para que no puedan descubrirlos desde la ciudad. Poco a poco también, descubren que no somos unos principiantes, aceptan nuestra experiencia, nos reconocen como sus jefes, y tú sonríes, sonríes y marchas al frente,  
   
Sólo queda una colina. Cautelosamente nos asomamos a su cumbre, apenas asomando las cabezas. La amplia explanada que nos separa de la ciudad está vacía. No hay nadie patrullando las murallas, nadie en las torres, nadie en el arco de la puerta, cuyas hojas están abiertas de par en para, sino es por una silueta que pasea nerviosa, apenas visible entre las sombras.
   
Detrás de nosotros, los hombres cuchichean. El miedo ha substituido a la excitación de hace apenas unos momentos. El temor de los últimos pasos, la seguridad de que se trata de una trampa, planeada para ellos, con la sola intención de matarlos, pero no hay tiempo ya, en el este, la obscuridad comienza a teñirse de azul, y el perfil de los edificios se dibuja aún confuso sobre el cielo. No hay tiempo ya, sea una trampa o no lo sea, y tú y yo ya hemos muerto varias veces.
   
Sin hacernos una seña, sin mirar si nos siguen, corremos hacia la puerta de la ciudad. La silueta continúa aún su ronda incansable, ajena a nuestra aproximación, hasta que se para en seco, nos hace señas para que nos acerquemos, para que guardemos silencio. Aún duermen, dice, y su mirada se dirige asustada de uno a otro, aún duermen, y parece tranquilizarse al ver que, de la obscuridad surgen, uno a uno, hombres armados y que del oeste, empieza a oírse, cada vez más nítido, el ruido de las olas lejanas que baten contra la costa, el rumor de un torrente que pronto se convertirá en rugido y que lo inundará todo.
   
Aún duermen, repite el hombre agitando los brazos, y, rápidamente ocupamos la torre y acabamos con los guardias, sin que se lleguen a darse cuenta de su muerte. Aún duermen, repite el hombre y al principio no le entendemos, hasta que señala al este, al pináculo del templo, que los primeros rayos del sol hacen arder.
   
El templo, gritas, y te veo estremecerte y antes de que pueda detenerte ya estás corriendo, ya has desaparecido entre las callejuelas, y yo te estoy siguiendo, por simple impulso, sin comprenderte, hasta que tengo la misma iluminación, hasta que entiendo que podemos haber tomado la ciudad, hacernos dueños de ella y perder al mismo tiempo la batalla y la guerra, si nos apoderamos del único lugar que tiene importancia.
     
Corres y corres y corres y corres. Mirando sólo hacia delante, despreocupado de los peligros, ciego a lo que no sea el templo, el dorado pináculo que se eleva sobre las azoteas de la ciudad. Si no corriera tras de ti, no habrías podido recorrer ni la décima parte del trayecto. La ciudad comienza a despertarse. Aquí y allá, medio dormidos, a medio vestir, los enemigos abandonan sus casas. Te ven pasar corriendo, descubren que eres un enemigo, se lanzan en tu persecución, pero no me perciben, a mí, que te protejo, a mí que les alcanzo antes de que puedan aproximarse y hacerte daño, sin que tu lo percibas, sin que aflojes en tu carrera, sin que te vuelvas.
    
Es sólo al principio. El rumor del torrente, de la inundación que anuncia nos sigue. Los gritos que llaman al combate, el entrechocar de las lanzas, las columnas de humo que anuncian los incendios, se extienden por toda la ciudad. Los enemigos que nos encontramos no piensan ya en combatirnos, la mayoría sólo piensa en huir, se dispersan en todas direcciones buscando una vía de escape, la más rápida, la más directa, aquella que nosotros no conocemos, los que, en esta ciudad desconocida sólo sabemos perdernos.
     
Hasta que las casas desaparecen y tú te detienes y yo arrastrado por mi impulso estoy a punto de tirarte al suelo. Permaneces inmóvil, fascinado por la vista, mientras a tu alrededor, a nuestro alrededor corren los enemigos, sin aliento, enloquecidos por el espanto, hacia el puente, que cruza el barranco, hasta el templo de murallas blancas, que se eleva sobre la colina de enfrente, substituyéndola, como si ésta hubiera sido construida también por los hombres, como si ésta y el propio templo fueran obra también del rey maldito.
   
Gritas de placer, porque ante nosotros está el templo, lo que durante tantos habíamos soñado y deseado, y ya sólo queda cruzar el puente y entrar en su recinto, purificarse con agua viva y ofrecer una víctima en holocausto, en Su nombre, para que Él nos mire y Nos bendiga, porque hemos cumplido sus mandatos y no cedido jamás en nuestra fe, y yo mismo me siento transportado por tu alegría y casi estoy a punto de hincarme de rodillas y de comenzar a llorar.
   
Pero tu grito de gozo se transforma en un alarido de horror, porque, frente a nosotros, las puertas del templo se están cerrando, porque, ante nuestros ojos, sin que podamos evitarlo, los enemigos se atrincheran, e intentas correr hacia las puertas, para detenerlas, para escurrirte por  una rendija, pero yo me lanzo contra ti y derribarte, justo cuando una salva de flechas vuela sobre nuestras cabezas y derriba la primera fila de los nuestros, los primeros en llegar al templo.
   
Te arrastro por el pavimento, aunque te retuerces y pataleas, temiendo que en cada instante una flecha te alcance o me detenga, pero los arqueros del templo están más interesados en impedir un ataque y no se preocupan de nosotros, así que podemos alcanzar el pretil del puente y protegernos tras él, para contemplar como cualquier intento de avance de los nuestros se frustra en un montón de muertos, como ya no lo intentamos y nos limitamos a buscar refugio, abrigo contra los arqueros que no fallan.
   
E, inconscientemente, relajo mi abrazo y consigues librarte, te pones en pie mostrándote frente a los arqueros y les recriminas y les amenazas, extendiendo el puño, lanzando espumarajos de rabia, el rostro contraído en una mueca de dolor.
   
¿Cómo os atrevéis?, gritas, ¿Cómo podéis oponeros a Sus designios? ¿Hasta donde llega vuestro orgullo? ¿Es que no le tenéis miedo? ¿Es que no teméis su cólera?
    
Las flechas cesan, los enemigos que cubren las azoteas del templo bajan sus arcos y sus lanzas. Una risotada, proferida por decenas de voces, es la respuesta.
    
Vosotros sois los que os oponéis a Sus designios. Grita una voz más poderosa que la tuya. Vosotros sois los que incumplís Sus mandatos. Vosotros seréis aplastados por vuestro poder.
     
Y no sabes que responder y tu brazo desciende sin energía y tus rodillas se doblan y te precipitas al suelo y te haces un ovillo y cubres tu cabeza con las manos y sollozas y sollozas y sollozas y sollozas y sollozas.