Mircea Cartarescu, Solenoide.
Uno de tantos problemas de envejecer es el embotamiento de la sensibilidad. Al final, de tanto leer, empieza a darte igual todo, acabas minusvalorando y despreciando cualquier novedad, sólo por ser nueva. Se llega así a un doble error. El primero, la idealización de ese pasado, el de tu juventud ansiosa y expectante, cuando cualquier nueva novela, cualquier nueva película, cualquier nueva música, te tomaba por asalto, te demolía, arrasaba y dejaba exhausto. Ceguera ante las carencias de un tiempo que ya no será -y que nunca fue como ese recuerdo-, que se ve empeorado por un segundo error: le desprecio a lo que los jóvenes de ahora disfrutan y aman. Considerarlo de antemano, sin haberlo probado, como menor, indigno, despreciable. Pérdida de tiempo, mero entretenimiento y juguete, cuando habrá, con toda seguridad, de convertirse en nuevo canon. Si no ahora, cuando ya estés muerto.
¿A cuento de qué esta jeremiada? Pues que a veces, solo en muy raras veces, en estos páramos próximos al desierto de la vejez, se siente uno como antaño. Se tiembla ante un descubrimiento que se conoce definitivo, portador de un antes y un después, miliario en la vida de lector. Exagero, lo sé. Pero esto es lo que me ha pasado con
Solenoide, de Mircea Cartarescu. Una novela de 800 páginas que he devorado en una semana, sintiéndome obligado a leerla en cualquier momento libre que encontraba, olvidándome -¡al fin!- de Internetes, móviles, series efímeras intercambiables. En definitiva, de cualquier cometiempos en los los que abunda nuestra contemporaneidad. Una obra, en fin, que habría permanecido desconocida para mí -mi vista sólo contempla el pasado-, si no fuera
por este blog, de lectura siempre estimulante, dado a poner los puntos sobre las íes. Labor muy necesaria en un tiempo en que todo son admiraciones incondicionales, acompañados por odios productos de fes inquebrantables.
Vale, muy buena introducción, quizás un tanto larga, pero es hora de ir al grano: ¿de qué va
Solenoide? Pues se trata de una comida de tarro -así, dicho de manera vulgar-, como no recuerdo haber leído en décadas. Un auténtico OVNI en el panorama literario contemporáneo, cercano a otras pajas mentales posmodernas, de ésas que tanto abundan y con las que tanto nos regodeamos, pero que, a diferencia de ellas, cuenta con una estructura de cemento armado, sobre la que se asienta un edificio literario en apariencia imposible, un castillo de naipes de una solidez a prueba de terremotos y tempestades. Escrito, además, de manera maravillosa, con ese instinto y seguridad que denotan un escritor de raza: esos que consiguen hacerte ver, como si estuviese ante tus ojos, como si fuera real, racional, lógico y necesario, lo que en en manos de un escritor menos hábil, considerarías inverosímil y absurdo. Ridículo y risible.