Todo aquel que haya visitado una pinacoteca, sabe que las obras que admira están incompletas. Les falta el lugar para el el que fueron concebidas, del cual han sido arrebatadas.
Lo anterior, por supuesto, es menos cierto para todo arte destinado a la venta, ese formado por retratos y paisajajes, y que desde el siglo XVI se destinaba a la compra por las clases pudientes, pero es completamente cierto para todo el arte religioso, que se pensaba para su exhibición en lugar determinado de una iglesia precisa, con una luz determinada, o que, si era para la devoción personal, se entregaba con una marco hecho al efecto y un envoltorio, las puertas que protegían el díptico o tríptico, no menos pensado y meditado.
Así ocurre que cuando se tiene la oportunidad de ver las obras de arte en su ubicación original, como los frescos del convento de San Marco en Florencia, las pinturas del Pontormo en esa misma ciudad, la gloria de las iglesias venecianas, repletas de Gian Bellinis, Tizianos y Tintorettos, o los inmensos mosaicos medievales de los templos romanos, se tiene la impresión de volver a ser un niño, mejor dicho, un adolescente que acaba de descubrir qué es el arte.
El entusiasmo, el gozo y la entrega que caracterizaban esos tiempos, esas primeras exploraciones.
No es extraño que, el arte moderno, un arte esencialmente mobil, destinado a la venta, y cuyo destino es el salón abigarrado de las gentes con dinero, o las paredes asépticas de los museos, hospitales del arte, tenga una preocupación especial por reconstruir el ambiente preciso en que debe contemplarse la obra expuesta, de manera que el efecto pretendido ataque al espectador por todos los lados, hasta dejarle sumergido, inerme, impotente.
Es por ello que hay exposiciones donde la metaexposición, es decir la manera en que está expuesta, llega a ser tan importante o más que los propios objetos expuestos, como es el caso de las dos que han coincidido este verano en el Reina Sofía, por un lado la de Le Corbusier, de la que ya hablamos antes, por otro, la de Luis Gordillo.
¿No es esto quizás una traición? ¿Un delito de leso arte, en el cual consideramos más importante el continente que el contenido? Más deberíamos preguntarnos sí nuestras ideas sobre el arte no son las equivocadas, mejor dicho, una excepción, puesto que el artista libre que muestra a la sociedad el camino, no es más que un fenómeno de apenas los últimos siglos, y que no ha pasado de ser un ideal utópico que no se ha alcanzado plenamente. La norma ha sido la del artista/artesano, industrial y obrero de su arte, recibiendo encargos y procurando satisfacer los deseos del cliente, teniendo en cuenta siempre donde iban a mostrarse sus obras y ante quien, y debiendo dedicar el mismo entusiasmo a la obra que duraría para siempre como a la que sería derribada una vez pasado el acontecimiento social.
Así que estas metaexposiciones donde el contiente y el contenido son casi inseparables no son algo nuevo, ni suponen una traición, más bien, tal y como indico, representan una continuación, tanto en la vía del arte efímero dedicado a un momento pasajero, como en la adaptación de la obra de arte a su entorno, o al contrario como es el caso de esta exposición.
De esta forma, la antológica de Gordillo, se propone como una exploración, hecha literalmente con los pies, de la trayectoria de este artista. Aunque hay un camino definido para recorrerla, y un camino en el que avanzamos cronológicamente, este es retorcido y lleno de revueltas, y lo que es más importante, un camino donde cada sala es distinta de las demás, un mundo nuevo en el que pararse por un instante para explorarlo.
Éste, además de la adecuación a las obras expuestas, es el otro motivo por el que se ha preferido este modus exponendi, al ser cada sala distinta a los otras, se intenta combatir el aburrimiento del paseante, esa sensibilización que provoca que la primeras salas se vean con detenimiento, mientras que las últimas salas se hacen a la carrera. Al ser cada una distinta, redicalmente opuesta a la anterior, se supone que la atención del observador se despertará. Más aún, que si se hace con cierta astucia y maldad, se puede conseguir la participación activa de éste, que juegue y disfrute con ese ambiente... lo que en el caso de un artista como Gordillo es crucial.
¿Y como se consigue esto? De variadas formas, sería la respuesta. Por ejemplo, en un caso el visitante se adentra en una sala completamente blanca, en cuyo centro hay un a modo de edificio de dos plantas con brillantes y parpadeantes luces de neón en lo alto. Si quiere ver la obras expuestas tendrá que ascender por la rampa que se enrosca a él y entrar, pasar del exterior al interior, de lo público a lo privado, siguiendo un ritual casi religioso.
Un ritual que queda áun más claro en otro punto de la exposición donde tenemos que cruzar un tunel, bajo y obscuro, para casi al final encontrar una puerta que nos lleva a una sala amplia y brillantemente iluminada, como si hubiésemos participado en uno de esos ritos secretos de iniciación, en lo que se simulan una serie de pruebas que el novicio debe superar.
O para terminar, el ámbito más impresionanante de toda la exposición, la serie de habitaciones empapeladas, del suelo al techo, con una sóla foto azul monócroma de Peter Sellers que se repite innumerables veces, hasta llegar a otra sala capilla, decorada de la misma manera y donde, en tres de sus paredes, se han dispuesto, dominando a los espectadores, tres pinturas de Gordillo, semejantes a tripticos antiguos, en su estructura claro, no en su contenido.
Un guiño irónico a los espacios sagrados, esas capillas de antalos decoradas con pinturas , mediante la reconstrucción de un espacio estructuralmente similar, y que despierta en el espectado culto esas mismas asocianes, pero con unos objetivos y unas intenciones diametralmente opuestas.
Puesto que allí no hay nada que adorar o reverenciar, a menos que se sea un snob y un redicho.
Nota: La nueva librería del Reína Sofía es apabullante. Un lugar en el que se entra y hay que salir corriento, porque sabes que nunca podrás comprar, mucho menos leer, todos los tesoros que hay en ella.
Lo anterior, por supuesto, es menos cierto para todo arte destinado a la venta, ese formado por retratos y paisajajes, y que desde el siglo XVI se destinaba a la compra por las clases pudientes, pero es completamente cierto para todo el arte religioso, que se pensaba para su exhibición en lugar determinado de una iglesia precisa, con una luz determinada, o que, si era para la devoción personal, se entregaba con una marco hecho al efecto y un envoltorio, las puertas que protegían el díptico o tríptico, no menos pensado y meditado.
Así ocurre que cuando se tiene la oportunidad de ver las obras de arte en su ubicación original, como los frescos del convento de San Marco en Florencia, las pinturas del Pontormo en esa misma ciudad, la gloria de las iglesias venecianas, repletas de Gian Bellinis, Tizianos y Tintorettos, o los inmensos mosaicos medievales de los templos romanos, se tiene la impresión de volver a ser un niño, mejor dicho, un adolescente que acaba de descubrir qué es el arte.
El entusiasmo, el gozo y la entrega que caracterizaban esos tiempos, esas primeras exploraciones.
No es extraño que, el arte moderno, un arte esencialmente mobil, destinado a la venta, y cuyo destino es el salón abigarrado de las gentes con dinero, o las paredes asépticas de los museos, hospitales del arte, tenga una preocupación especial por reconstruir el ambiente preciso en que debe contemplarse la obra expuesta, de manera que el efecto pretendido ataque al espectador por todos los lados, hasta dejarle sumergido, inerme, impotente.
Es por ello que hay exposiciones donde la metaexposición, es decir la manera en que está expuesta, llega a ser tan importante o más que los propios objetos expuestos, como es el caso de las dos que han coincidido este verano en el Reina Sofía, por un lado la de Le Corbusier, de la que ya hablamos antes, por otro, la de Luis Gordillo.
¿No es esto quizás una traición? ¿Un delito de leso arte, en el cual consideramos más importante el continente que el contenido? Más deberíamos preguntarnos sí nuestras ideas sobre el arte no son las equivocadas, mejor dicho, una excepción, puesto que el artista libre que muestra a la sociedad el camino, no es más que un fenómeno de apenas los últimos siglos, y que no ha pasado de ser un ideal utópico que no se ha alcanzado plenamente. La norma ha sido la del artista/artesano, industrial y obrero de su arte, recibiendo encargos y procurando satisfacer los deseos del cliente, teniendo en cuenta siempre donde iban a mostrarse sus obras y ante quien, y debiendo dedicar el mismo entusiasmo a la obra que duraría para siempre como a la que sería derribada una vez pasado el acontecimiento social.
Así que estas metaexposiciones donde el contiente y el contenido son casi inseparables no son algo nuevo, ni suponen una traición, más bien, tal y como indico, representan una continuación, tanto en la vía del arte efímero dedicado a un momento pasajero, como en la adaptación de la obra de arte a su entorno, o al contrario como es el caso de esta exposición.
De esta forma, la antológica de Gordillo, se propone como una exploración, hecha literalmente con los pies, de la trayectoria de este artista. Aunque hay un camino definido para recorrerla, y un camino en el que avanzamos cronológicamente, este es retorcido y lleno de revueltas, y lo que es más importante, un camino donde cada sala es distinta de las demás, un mundo nuevo en el que pararse por un instante para explorarlo.
Éste, además de la adecuación a las obras expuestas, es el otro motivo por el que se ha preferido este modus exponendi, al ser cada sala distinta a los otras, se intenta combatir el aburrimiento del paseante, esa sensibilización que provoca que la primeras salas se vean con detenimiento, mientras que las últimas salas se hacen a la carrera. Al ser cada una distinta, redicalmente opuesta a la anterior, se supone que la atención del observador se despertará. Más aún, que si se hace con cierta astucia y maldad, se puede conseguir la participación activa de éste, que juegue y disfrute con ese ambiente... lo que en el caso de un artista como Gordillo es crucial.
¿Y como se consigue esto? De variadas formas, sería la respuesta. Por ejemplo, en un caso el visitante se adentra en una sala completamente blanca, en cuyo centro hay un a modo de edificio de dos plantas con brillantes y parpadeantes luces de neón en lo alto. Si quiere ver la obras expuestas tendrá que ascender por la rampa que se enrosca a él y entrar, pasar del exterior al interior, de lo público a lo privado, siguiendo un ritual casi religioso.
Un ritual que queda áun más claro en otro punto de la exposición donde tenemos que cruzar un tunel, bajo y obscuro, para casi al final encontrar una puerta que nos lleva a una sala amplia y brillantemente iluminada, como si hubiésemos participado en uno de esos ritos secretos de iniciación, en lo que se simulan una serie de pruebas que el novicio debe superar.
O para terminar, el ámbito más impresionanante de toda la exposición, la serie de habitaciones empapeladas, del suelo al techo, con una sóla foto azul monócroma de Peter Sellers que se repite innumerables veces, hasta llegar a otra sala capilla, decorada de la misma manera y donde, en tres de sus paredes, se han dispuesto, dominando a los espectadores, tres pinturas de Gordillo, semejantes a tripticos antiguos, en su estructura claro, no en su contenido.
Un guiño irónico a los espacios sagrados, esas capillas de antalos decoradas con pinturas , mediante la reconstrucción de un espacio estructuralmente similar, y que despierta en el espectado culto esas mismas asocianes, pero con unos objetivos y unas intenciones diametralmente opuestas.
Puesto que allí no hay nada que adorar o reverenciar, a menos que se sea un snob y un redicho.
Nota: La nueva librería del Reína Sofía es apabullante. Un lugar en el que se entra y hay que salir corriento, porque sabes que nunca podrás comprar, mucho menos leer, todos los tesoros que hay en ella.