domingo, 31 de octubre de 2010
100 AS (XXXV): Satiemania (1978) Zdenko Gasparovic
Esta semana, en nuestra revisión de la lista de Annecy, le ha llegado el turno a Satiemania realizado en 1976 por Zdenko Gasparovic, pero más que el nombre de su realizador, que a la mayoría les sonará a chino, lo importante es que con este corto llegamos a uno de esos lugares míticos de la animación, con los que tanto les doy la lata.
Se trata de Zagreb Film, un estudio afincado en la ciudad del mismo nombre, por entonces perteneciente a Yugoslavia, y que de 1950 a 1990 produjo un total de 400 cortos de presencia obligada en los festivales de animación de todo el mundo. Un estudio que se podría decir que no tenía estilo, más allá de que toda su producción era experimental o como poco inusual, pero esta carencia de unidad estilística no suponía un defecto, sino una virtud, ya que lo que se intentaba es dar la máxima libertad a los autores, algunos sin ninguna relación con la animación, para que plasmasen sus inquietudes con este medio. Por supuesto, muchos de los cortos fueron fallidos, unos pocos obras maestras, pero ninguno sin su interés y su atractivo, simplemente por proponerse siempre ir un poco más allá, extendiendo los límites de la forma.
En el caso que nos ocupa, Satiemania, la excusa es un corta pega de fragmentos del compositor Eric Satie, sobre el que se teje toda una serie de secuencias animadas, supuestamente inspiradas por la música. Esta evocación visual puede resultar sorprendente, cuando no escandalosa, para el espectador, ya que en su mayoría se trata de imágenes de fuerte contenido sexual, escenas de prostíbulo, o de una violencia no menos explícita, lo cual parece estar en contradicción con la nobleza y belleza ideal que nos transmite esa música.
Es cierto que en todo el corto anida una fuerte intención irónica, la contraposición de esa música perfecta con la fealdad y la deformidad de un mundo, el nuestro, en que los más fuertes realizan su voluntad y las relaciones sociales lo son de dominación y sumisión, pero no es menos cierto que Satie era un compositor con una fuerte tendencia a la ironía y la subversión, como corresponde a todo buen modernista, plagando sus partituras de indicaciones imposibles y mordaces que sólo el interprete podía leer e incluso mofándose del propio concepto de música, tal y como lo había entendido el romanticismo, al crear obras que no debían ser escuchadas, destinadas a llenar los espacios muertos en las representaciones teatrales.
Teniendo esto en cuenta, se hace posible conciliar un poco la aparente discordancia entre lo visto y lo oído en este corto, al unir la ironía del compositor con la ironía del animador. Sin embargo, más allá de esta subversión aparente, que no pasaría de ser una provocación huera, el corto, como la música de Satie, es un ejemplo magistral de rigor formal. Todo el movimiento que se muestra en el corto marcha al compás de la música de Satie, permitiendo así que sintamos el movimiento visto; mientras que la propia animación es cualquier cosa menos simple, no sólo por utilizar la deformidad como medio de crear variedad y de hacernos ver el mismo movimiento de manera constantemente renovada, sino por partir de dibujos y bocetos sin simplificar, que sólo se pueden dotar de movimiento a base de horas y horas de trabajo.
Y como siempre, les dejo con el corto, para que lo disfruten.
sábado, 30 de octubre de 2010
Modernity's Elegy/The Shock of the New (IV): The Landscape of Pleasure
Matisse, Interior con Violin |
En este capítulo Hughes retoma en cierta manera el tema con el que concluyó el primer episodio, el shock y ruptura que supuso la primera guerra mundial para la modernidad temprana y como se tradujo en lo que se llama el Appel à l'ordre, un cierto abandono de las formas y posturas más extremas para retornar al pasado y al clasicismo.
Sin embargo, el crítico australiano nunca llama a este fenómeno con este nombre, sino que lo circunscribe en un ámbito más amplio, el de uno de los mitos de la cultura occidental desde el renacimiento y que, curiosamente, fue también heredado por los vangüardistas del XX, especialmente en la década de los XX. Se trata por supuesto del mito de la antigüedad clásica, entendido como una arcadia féliz, libre de dolor e incertidumbre, pleno de felicidad y serenidad, donde la humanidad dichosa se entregaba al amor, a la danza y al placer. Un mito con unas coordenadas geográficas muy precisas, el Mediterráneo, al cual peregrinarían en un momento u otro de su carrera todos los artistas de esa primera vangüardia.
Una utopia que a pesar de su cercanía temporal y de la inmensa influencia que ha tenido sobre la cultura occidental, nos parece ahora extremadamente lejana y pasada de moda, perteneciente a un pasado tan irrecuperable como el jardín del Eden. Como muy bien señala Hughes, la quiebra de ese mito se produjo en la segunda guerra mundial, con Auschwitz e Hiroshima, cuando la naturaleza humana se reveló como esencialmente malvada, y más tarde en los 60, cuando el turismo invadió el mediterráneo y la arcadia soñada se convirtió en parque temático.
Un nueva mentalidad, desengañada y descarnada, que se ha convertido en la nuestra, por mucho que queramos negarla, y de la cual es signo perfecto nuestra concepción del amor, no como placer o sensualidad, sino esencialmente como violencia y sumisión.
Sin embargo, aún quedan restos de esa concepción antigua, del mundo como paraíso, del amor como placer, y una de las más importantes es la permanente pasión del público por los impresionistas, aunque el mundo que describen poco tiene que ver con el nuestro. La explicación de Hughes no puede ser más interesante y certera. Si bien la representación del placer había sido una constante de la pintura occidental desde el renacimiento, su disfrute se hallaba reservado a las clases superiores y a una ritualización que debía tener lugar en ciertos ámbitos. Lo que los impresionistas proponen y que nos resulta tan atractivo, es la democratización del placer, al cual cualquier persona puede acceder y que puede ser alcanzado asímismo en cualquier lugar, durante la mera existencia cotidiana.
En alrededor de 1880, cuando el movimiento entre en crisis, cuando se puede datar los inicios del modernismo/formalismo que constituye el tema de esta sería. Su iniciador, por llamarlo de alguna manera aunque sea una clara exageración es Seurat con su puntillismo. Como se indica en el documental Seurat es una personalidad ambigua, por una parte sus temas son los de la diversión y el placer cotidiano, pero su tratamiento es monumental y clásico, propio la pintura sacra y de historia . Dicho así, podría haber resultado ser un pintor conservador, pero lo que le hace un modernista primera es el hecho de que en el la forma, el tratamiento del tema es lo esencial, al obligarnos a ver como está pintado el cuadro, las decisiones técnicas tomadas y no el tema que lo motiva.
El segundo pintor es Monet, alguien que como bien se indica en el documental si hubiera muerto en 1800 seguiría siendo considerado como el impresionista por excelencia, pero que se las arreglo para, en su vejez, superar a sus contemporáneos y conseguir ser todavía un pintor más esencial. Un viraje que se produjo cuando el pintor se retiró a su arcadia privada, el jardín de Giverny, donde sin interferencias externas, sin zozobras e incertidumbres, se dedicó a pintar durante decenios un único tema, la superficie bidimensional de sus estanques, semejante a un lienzo. donde se reflejaban las nubes del cielo y las plantas del jardín.
Aún no hemos llegado al núcleo duro de la modernidad y Hughes se permite otra parada. Se trata esta vez de Cezzane, uno más de estos pintores del fin del siglo XIX que se apartaron del mundo para depurar y destilar su arte. En soledad, incomprendido, considerado como un abuelo cascarrabias, se dedicó una y otra vez a pintar el paisaje de esa región del sur de Francia a la que todos identificaban con la Arcadia ideal del mito cultura al que se refiere el documental. Una labor inacabable en la que Cezzane intentó reflejar una y otra vez una realidad que sabía incapaz de ser representada y a la que sólo lograba acercarse por medio de continuas correcciones, de pequeñas aproximaciones que siempre desenbocaban en frustración.
Y para cerrar esta introducción, Hughes la termina con Gaugin, el artista símbolo de esa huida de un mundo moderno y demasiado civilizado, en busca de un paraíso habitado por el hombre natural, aún inocente, y en su caso encarnado en Tahiti. Una búsqueda destinada al fracaso, ya que el paraíso había sido ya destruido por occidente y sus antiguos habitantes habían perdido hasta el recuerdo de su antigua felicidad. Un paraíso que Gaugin se empeña en resucitar una y otra vez, creando en sus cuadros aquello que nunca existió, y sobre todo, liberando el color de cualquier atadura realista.
Esa sería la enseñanza que recogerían los Fauves, ese falso movimiento que en realidad fue una conjunción de temperamento. el hecho de que para representar el paraíso no valían los colores vistos, sino aquellos soñados elegidos. En el más famoso de todos ellos, Matisse, el color llega a tener tal potencia, la forma le está tan subordinada que el paraíso se muestra como sueño e imposible, aunque todos los lugares representados en sus cuadros sean reales y se puedan visitar. Un paraíso que en Matisse deja de ser un lugar al aire libre al cual se puede viajar, sino que se transfigura en refugio privado, en la habitación de hotel, al abrigo de toda incomodidad desde la cual se puede observar el mundo sin ser visto.
Privacidad y comodidad que tienen su mejor exponente en Bonnard, el pintor de los pequeños placeres, de los interiores acogedores, narrados con una monumentalidad soprendente y al mismo tiempo con una evanescencia tal que parecen disolverse ante nuestros propios ojos. Un paraíso imposible, por tanto, al igual que los retratos de su mujer, puesto que la belleza clásica, eternamente joven que allí se nos muestra, no era más que una tirana que amargó la vida del pintor, con su claro consentimiento, digámoslo todo, y su cuerpo, no el correspondiente al del tiempo del cuadro, sino el de treinta años atrás. Tan artificial como todo los paraísos.
Quedan para concluir, los dos grandes del cubismo, atrapados por esa appel à l'ordre de la que hablaba al principio. Un Braque tratando de recuperar en sus bodegones la serenidad y el equilibrio clásico que había destruido al crear el cubismo, en una evolución más que interesante pero poco o nada conocida. Un Picasso, en fin, que trata de plasmar el mito soñado en toda su extensión, representando una vez más, quizás la última, esa humanidad soñada cuya única preocupación es entregarse al amor, disfrutar de la existencia.
Nuevamente Matisse. De nuevo un pintor, como Monet, que en su vejez es capaz de revolucionar el arte y tranformarse en un artista aún mejor, puesto que con sus recortables, los famosos collages que construía con papel charol, consiguió un imposible, esculpir el color, pintar con el volumen.
Y aquí acaba todo, porque ya no hay Arcadias con las que soñar, ni Mediterráneos a los que viajar, y cualquier intento de resucitarlos, nacerá ya muerto, mientras que seguir los pasos de estos pintores no podrá pasar de copia, en el mejor de los casos.
viernes, 29 de octubre de 2010
Playing Around
La crisis económica mundial está teniendo efectos deletéreos sobre el anime reciente, simplemente porque el riesgo de fracaso está obligando a las productoras a jugar de forma conservadora, ciñiéndose a los productos que saben van a ser consumidos masivamente por los otakus. De esa manera, este año en general y esta temporada en particular está siendo de las peores que uno recuerda, a pesar de las excepciones que he comentado en este blog, con casos sangrantes como la última serie de Manglobe, la que nos obsequiara con joyas del calibre de Ergo Proxy, Michiko e Hatchin, Samurai Champloo o la reciente Saraiya Goyou, haya manufacturado un producto como Kami nomi zo Shiru Sekai encuadrado claramente en la marea moe/kawai de la que tanto me quejo.
No obstante entre las pocas pero más que agradabilísimas sorpresas de este año de haya la serie de Gainax, Panty and Stocking (with Garterbelt) a la que pertenecen las capturas arriba indicadas.
Sin embargo, antes de hablar de la serie, conviene deshacer algunos mitos/errores sobre Gainax. Para el aficionado medio Gainax es el creador de dos obras maestras del anime, la serie Evangelion y la pelicula Royal Space Force/Wings of Honneamise. De resultas de estos dos triunfos, la idea que muchos tienen de Gainax es la de un estudio serio, ocupado en ilustrar enrevesadas tramas socio/psico/políticas con fuertes dosis de experimentación.
Lo cual no es del todo cierto, o mejor dicho sólo lo es en parte.
Otra de sus obras maestras indiscutibles, FLCL, es ciertamente un prodigio de experimentación, en el sentido de que los chicos de Gainax intentan exprimir al máximo las posibilidades expresivas de la animación, sin importa cambiar de estilo y aspecto visual a cada minuto. Estas características eran esperadas, pero lo que a muchos disgusto es el hecho de tratarse de un divertimento, que no buscaba narrar ninguna historia profunda (aunque al final sí parecía hacerlo aunque fuera guiñandonos el ojo), sino más bien al contrario, hacernos pasar un rato divertido riéndonos a carcajadas, por lo exageradas, inverosímiles y disparatadas de sus situaciones.
Una postura que podríamos llamar fan-service, en el sentido de buscar agradar al público, y que en mi opinión yio calificaría de buen fan-service, al combinar esa comercialidad por llamarla de alguna manera, con una fuerte inclinación experimental y una mirada irónica y desapegada sobre el material y los temas tratados. Curiosamente, esta y no otra es la auténtica esencia de Gainax, que aparece una y otra vez en su producción, incluso en las obras más serias, y que nos ha brindado un buen conjunto de otras obras maestras, como fueron Abenobashi Mahou Shotengai o Tengen Toppa Gurren Lagen
Panty and Stocking pertenecen a esta última rama de Gainax, y ya desde el principio se colocan aparte de todas las series clónicas que nos martirizan cada temporada, sin más que hacer una inesperada adaptación formal. Lo primero que llama la atención de la serie es el hecho de que su diseño de personajes no es el típico del anime, ni siquiera el de los animes serios, sino el de las famosas PowerPuff Girls, en un rarísimo caso (actualmente no en el pasado) de influencia de occidente sobre oriente. Una influencia que no deja de ser fuertemente irónica, ya que las Power Puff Girls se inspiraron en el anime de su época, y que en el caso de Panty and Stocking dota a la serie de una expresividad, un vigor y un dinamismo completamente inusitados en el anime, dada su tendencia al hieratismo.
Características que no sólo son visuales, sino que afectan a sus temas, gamberros y revoltosos, en una constante competición por romper las normas y superar aquello que puede ser mostrado en la TV convencional, especialmente en el aspecto sexual, como es el caso de la descacharrante segunda parte del episodio 3, ilustrada en las capturas, donde el coito es representado como el asalto a la playa de Omaha que constituyera la mejor parte de Saving Private Ryan, con el doble salto mortal de volverlo a repetir al final del episodio y conseguir que fuera tan hilarante o más que al principio.
En conclusión, que ójala no se tuerza y que sirva para que veamos cosas distintas a la marea moe/kawai, aunque me temo que esto último lo repito demasiadas veces, y nunca ocurre, menos considerando como está el percal.
jueves, 28 de octubre de 2010
Reading the Bible (y IX)
Maldito sea el día que nací
el día que mi madre me parió
no sea bendito.
Maldito el hombre que alegre anunció a mi padre:
"Te ha nacido un hijo varón",
llenándole de gozo.
Sea ese hombre como las ciudades
que Yavé destruyó sin compasión,
dónde por la mañana se oyen gritos,
y al mediodía alaridos.
¿Por qué no me mató en el seno materno,
y hubiera sido mi madre mi sepulcro,
y yo preñez eterna de sus entrañas?
¿Por qué salí del seno materno
para no ver sino trabajo y dolor
y acabar mis días en la afrenta?
Jeremías, 20, 14-18
La última (y única vez) que me leí la Biblia entera, yo apenas era un chaval que iba al instituto y que entonces aún dudada entre la fe y su ausencia. En aquel entonces, todo el conjunto de libros proféticos me pareció una de las secciones más aburridas, pesadas y lejanas del libro santo, junto con las epístolas del nuevo testamento. Básicamente esos libros eran una continúa reiteración que giraba en torno a dos ideas: Haced esto por que Dios os recompensará, no hagáis esto otro porque Dios os castigará, y como corolario, ya no tenéis remedio, temed la ira del señor que está próxima.
Curiosamente, ahora que ya soy ateo, me han resultado una sección más que interesante, para sorpresa mía.
Libros como el de Jonás o el Daniel, son auténticas novelas ilustradas con poderosas imágenes, incluso con una vena humorística más que rara para el judaísmo bíblico, lo cual ha provocado que su recuerdo haya permanecido hasta nuestros días y hayan sido ilustrado infinidad de veces. Por supuesto, lo de "novela" ha sido dicho con toda intención, ya que como es sabido, el libro de Daniel es un producto del siglo II a.C, aunque intente narrar hechos supuestamente ocurridos en el siglo VI a.C, de forma que sus profecías, como toda las profecías, no son sino invectivas contra personas e instituciones contemporáneas, el odiado helenismo contra el que luchaban los reyes macabeos, bajo el disfraz de una autoridad pasada.
Sin embargo, incluso en los libros que recogen los discursos de los profetas de Israel se descubre que éstos estaban dotados de una auténtica vena poética, como corresponde a personajes públicos que deben arengar y convencer a las masas, para promover una determinada acción política. Libros como el de Isaias (los primeros libros, que se suponen suyos), Oseas o Jeremías, del cual he adjuntado un fragmento, sorprenden por la fuerza y la intensidad de su metáforas, por su agresividad y espectacularidad, convirtiéndolos en una lectura más que interesante, se sea o no creyente.
Además, en esta segunda lectura he encontrado un segundo aliciente, al estar familiarizado con la historia del periodo. Los libros de los profetas son eminentemente políticos y la voz del profeta es la de uno de los bandos en conflicto, lo cual significa mucho en el caso de reínos como el de Judá o Israel, situados entre los poderosos de este mundo, como Egipto, Asiria o Babilonia, frente a los que no quedaba otra opción que someterse o ser exterminados.
El ejemplo perfecto es de nuevo el libro de Jeremías. En el contexto de un oriente próximo post-asiria, con Babilonia y Egipto luchando por la supremacía, El profeta aparece como un firme partidiario de la alianza con Babilonia, para lo cual no duda en invocar a Dios y en amenazar con los mayores castigos y desgracias a los miembros del partido opuesto, al cual pertenece el mismo rey. Un conflicto interno, casi guerra civil, en el que sus enemigos utilizarán armas no menos poderosas, la prisión del profeta y la amenaza constante de asesinato, y cuya exasperación debería hacernos pensar sobre hasta que punto son ciertas las acusaciones de impiedad que los profetas dirigen a los reyes de Israel o Juda, o más bien encubren el hecho de que estos reyes no militaban en el bando elegido por el profeta, es decir, no preferían a uno de los superpoderes de la tierra frente a otro.
Incidentalmente, las profecías de Jeremías sobre el castigo que caería sobre Jerusalén por preferir a Egipto antes que Babilonia acabarían cumpliéndose, lo cual por supuesto, no supone ninguna prueba de intervención divina, más bien al contrario. En uno de los pasajes más sorprendentes de la Biblia, Jeremías amenaza a los supervivientes de la conquista babilónica con una nueva destrucción sino siguen al gobierno títere impuesto por los ocupantes. Sorprendentemente, los judíos que aún quedan abandonan al profeta y huyen todos a Egipto, provocando una de las rabietas más airadas que uno recuerda, durante la cual, Jeremías profetiza que Egipto será arrasado hasta los cimientos, sus templos profanados y su pueblo convertido en nómadas que vagarán por cuarenta años por el desierto, hasta que se les conceda un lugar de refugio muy lejos del Nilo.
Todo lo cual, por supuesto, nunca ocurrió.
el día que mi madre me parió
no sea bendito.
Maldito el hombre que alegre anunció a mi padre:
"Te ha nacido un hijo varón",
llenándole de gozo.
Sea ese hombre como las ciudades
que Yavé destruyó sin compasión,
dónde por la mañana se oyen gritos,
y al mediodía alaridos.
¿Por qué no me mató en el seno materno,
y hubiera sido mi madre mi sepulcro,
y yo preñez eterna de sus entrañas?
¿Por qué salí del seno materno
para no ver sino trabajo y dolor
y acabar mis días en la afrenta?
Jeremías, 20, 14-18
La última (y única vez) que me leí la Biblia entera, yo apenas era un chaval que iba al instituto y que entonces aún dudada entre la fe y su ausencia. En aquel entonces, todo el conjunto de libros proféticos me pareció una de las secciones más aburridas, pesadas y lejanas del libro santo, junto con las epístolas del nuevo testamento. Básicamente esos libros eran una continúa reiteración que giraba en torno a dos ideas: Haced esto por que Dios os recompensará, no hagáis esto otro porque Dios os castigará, y como corolario, ya no tenéis remedio, temed la ira del señor que está próxima.
Curiosamente, ahora que ya soy ateo, me han resultado una sección más que interesante, para sorpresa mía.
Libros como el de Jonás o el Daniel, son auténticas novelas ilustradas con poderosas imágenes, incluso con una vena humorística más que rara para el judaísmo bíblico, lo cual ha provocado que su recuerdo haya permanecido hasta nuestros días y hayan sido ilustrado infinidad de veces. Por supuesto, lo de "novela" ha sido dicho con toda intención, ya que como es sabido, el libro de Daniel es un producto del siglo II a.C, aunque intente narrar hechos supuestamente ocurridos en el siglo VI a.C, de forma que sus profecías, como toda las profecías, no son sino invectivas contra personas e instituciones contemporáneas, el odiado helenismo contra el que luchaban los reyes macabeos, bajo el disfraz de una autoridad pasada.
Sin embargo, incluso en los libros que recogen los discursos de los profetas de Israel se descubre que éstos estaban dotados de una auténtica vena poética, como corresponde a personajes públicos que deben arengar y convencer a las masas, para promover una determinada acción política. Libros como el de Isaias (los primeros libros, que se suponen suyos), Oseas o Jeremías, del cual he adjuntado un fragmento, sorprenden por la fuerza y la intensidad de su metáforas, por su agresividad y espectacularidad, convirtiéndolos en una lectura más que interesante, se sea o no creyente.
Además, en esta segunda lectura he encontrado un segundo aliciente, al estar familiarizado con la historia del periodo. Los libros de los profetas son eminentemente políticos y la voz del profeta es la de uno de los bandos en conflicto, lo cual significa mucho en el caso de reínos como el de Judá o Israel, situados entre los poderosos de este mundo, como Egipto, Asiria o Babilonia, frente a los que no quedaba otra opción que someterse o ser exterminados.
El ejemplo perfecto es de nuevo el libro de Jeremías. En el contexto de un oriente próximo post-asiria, con Babilonia y Egipto luchando por la supremacía, El profeta aparece como un firme partidiario de la alianza con Babilonia, para lo cual no duda en invocar a Dios y en amenazar con los mayores castigos y desgracias a los miembros del partido opuesto, al cual pertenece el mismo rey. Un conflicto interno, casi guerra civil, en el que sus enemigos utilizarán armas no menos poderosas, la prisión del profeta y la amenaza constante de asesinato, y cuya exasperación debería hacernos pensar sobre hasta que punto son ciertas las acusaciones de impiedad que los profetas dirigen a los reyes de Israel o Juda, o más bien encubren el hecho de que estos reyes no militaban en el bando elegido por el profeta, es decir, no preferían a uno de los superpoderes de la tierra frente a otro.
Incidentalmente, las profecías de Jeremías sobre el castigo que caería sobre Jerusalén por preferir a Egipto antes que Babilonia acabarían cumpliéndose, lo cual por supuesto, no supone ninguna prueba de intervención divina, más bien al contrario. En uno de los pasajes más sorprendentes de la Biblia, Jeremías amenaza a los supervivientes de la conquista babilónica con una nueva destrucción sino siguen al gobierno títere impuesto por los ocupantes. Sorprendentemente, los judíos que aún quedan abandonan al profeta y huyen todos a Egipto, provocando una de las rabietas más airadas que uno recuerda, durante la cual, Jeremías profetiza que Egipto será arrasado hasta los cimientos, sus templos profanados y su pueblo convertido en nómadas que vagarán por cuarenta años por el desierto, hasta que se les conceda un lugar de refugio muy lejos del Nilo.
Todo lo cual, por supuesto, nunca ocurrió.
lunes, 25 de octubre de 2010
FdI (XVI). Año 88 a.C. Éfeso
Lunes de Forjadores de Imperios, como es habitual. Cuándo escribía estos cuentos, y ahora mismo que los releo, no podía dejar de pensar que nosotros, los nietos de Roma, consideramos su imperio, su ordenamiento, las guerras que le dieron lugar, como justo, bueno y necesario. Hemos sido educados, en cierta manera, como romanos, y la versión de la historia que siempre hemos escuchado es la suya, de forma que compartimos sus triunfos, lloramos sus derrotas. Sin embargo, la creación del Imperio Romano fue un acto de extrema violencia, ejecutado con un rigor que supera nuestras imaginación, destruyendo y esclavizando multitud de pueblos, cuyas voces se acallaron hace mucho tiempo. Sólo de vez en cuando, algún testimonio aislado nos permite valorar el dolor de esos pueblos, el odio que sentían contra sus ocupantes, la rabía y la saña con la que se rebelaban cuando tenían ocasión.
Eso es lo que quise reflejar en estos cuentos y en éste en partícular, así que, sin más dilación.
Año 88 a.C. Éfeso
Uno de los mensajeros se quitó la túnica y comenzó a desenrollar una larga tira de cuero que traía atada a la cintura. Toda su longitud estaba cubierta de letras griegas que la atravesaban diagonalmente, formando grupos de dos o tres caracteres, lo justo que podía escribirse allí. El ángulo era tan violento y el espacio tan pequeño, que algunas letras incluso aparecían cortadas a la mitad o les faltaba un pequeño trozo. Un ojo atento podía reconocer los comienzos y las terminaciones de palabras muy corrientes, pero nada más. No había ninguna pista, ningún indicio que indicase como debían unirse aquellos fragmentos para formar palabras y frases.
Mientras tanto, el segundo mensajero ha extraído una larga vara de entre sus vestiduras. Entre ambos, anudaron el extremo de la tira a lo alto de la vara y comenzaron a enrollarla alrededor de ésta, siguiendo una estría que la recorría en espiral. Cuando hubieron terminado, depositaron la vara en la mesa que estaba frente a ellos y se retiraron. No volveríamos a verlos. Una vez entregado el mensaje, sus instrucciones les marcaban volver inmediatamente a presencia del rey. El retorno debía efectuarse dando un gran rodeo, lo más largo y complicado posible, procurando despistar a cualquiera que pareciera seguirles.
Ninguno de ellos conocía el contenido de la carta de la que eran portadores, ni ninguno debía conocerlo jamás. Las órdenes del rey eran terminantes respecto a ese punto. En el caso de que alguno de los mensajeros fuera apresado, su tortura no debía revelar nada que pudiera dar al traste con la operación. Para mayor seguridad, ambos habían llegado a Éfeso por rutas distintas, disfrazado uno de mendigo, el otro de comerciante. Si los romanos hubieran detenido a alguno de ellos, sólo habrían conseguido hacerse con una vara desnuda o un mensaje indescifrable. Lo suficiente para levantar sus sospechas y obligarles a redoblar su vigilancia, pero completamente inútil a la hora de adivinar de dónde y cuándo iba a provenir el golpe.
Nos aproximamos a la mesa. Enrollada la tira de esa manera específica, las letras aisladas habían tomado su lugar preciso. Cualquiera podía ya leer el mensaje, pero ninguno de los presentes nos atrevíamos a hacerlo. Habíamos esperado tanto ese momento que la emoción y el miedo nos lo impedían. Temíamos sufrir una nueva decepción. Quizás el mensaje que con tanta ilusión aguardábamos, sólo sirviese para revelar hueras todas nuestras esperanzas. De nuevo tendríamos que someternos a nuestros amos, cuando nuestra liberación nos parecía ya tan próxima. De nuevo habría que saludar con una sonrisa a aquellos que nos oprimían y explotaban, aplaudir sus decisiones y reír sus ocurrencias. Nos habían anunciado tantos reveses de los romanos que luego se convertían en nuevas victorias suyas, que ya no podíamos dar crédito a nada.
Había un temor mayor. La posibilidad de que todos los rumores fueran ciertos y reales. Hasta entonces, todos nuestros planes, todas nuestras conjuras no habían sido más que conversaciones de salón, un divertimento al cual podíamos dedicarnos cuando estábamos aburridos y abandonar o retomar cuando gustásemos, sin que ningún compromiso, ninguna consecuencia desagradable, se derivara de él. Si se confirmasen los rumores… Si el rey nos pidiese nuestra colaboración… No éramos hombres de acción. Nuestro grupo se componía de comerciantes y propietarios, acostumbrados a la abundancia y la seguridad. Además, desde que los romanos nos habían arrebatado la libertad, nadie en nuestra ciudad había vuelto a esgrimir las armas ni participado en batallas. ¿Qué podíamos ofrecer al rey? Y sobre todo ¿Qué nos pediría él a cambio? Siempre había ocurrido igual, a cambio de vagas promesas que jamás se hacían realidad, se nos exigían los mayores sacrificios, los máximos riesgos. Nada nos indicaba que esta ocasión fuera distinta.
Aunque así fuera. En el preciso momento en que tomásemos ese mensaje en nuestras manos y conociésemos su contenido, no habría marcha atrás. Deberíamos elegir un bando, decidir estar a favor o en contra de los romanos, y seguir la suerte de ese partido hasta el final, hasta alcanzar la victoria o que llegase la derrota. Para nuestra desgracia, en esta nueva guerra que se avecinaba ninguna de las partes tendría cuartel con la otra. Había ya demasiados muertos, demasiada sangre, demasiado tiempo para rumiar el rencor y el odio.
Teníamos que reaccionar. No podíamos permanecer así eternamente.
Nuestro presidente se acercó a la mesa, tomó en sus manos la vara y dio comienzo a la lectura. Al principio su voz temblaba y el nerviosismo le hacía interrumpirse con frecuencia. Creíamos que no iba a pasar de las formas de saludo e introducción, pero ese estado no duró mucho. La alegría inundó su voz y rápidamente rayó en la euforia. Leía cada vez más deprisa, atropellándose, saltando de línea en línea para adivinar que era lo siguiente que estaba escrito, pero al momento siguiente volvía atrás en la lectura y repetía secciones enteras, pues apenas podía dar crédito a las palabras que se presentaban ante sus ojos, a las frases que sus labios acababan de pronunciar.
Nosotros le escuchábamos absortos, sin separar la vista de él, ojos y boca abiertos de par en par. Su nerviosismo y su entusiasmo se nos contagiaron. Comenzamos a gritar y chillar como niños, interrumpiéndole. Nos abrazábamos como si no nos hubiéramos visto en años, llorábamos los unos en brazos de los otros. Algunos se lanzaron sobre el presidente y le arrebataron la carta. Se la pasaban de uno a otro, repitiendo las palabras que acababan de escuchar, mostrándoselo a los demás y volviendo a consultarlo inmediatamente, como si hubiera podido borrarse en el intervalo en que sus ojos no lo contemplaban.
Venganza. Por fin. Tras tantos años de humillación, dolor y sufrimiento. Ésas eran las noticias que el rey nos enviaba. Aquél bárbaro sin ascendencia griega, soberano de territorios situados en el borde del mundo, ese Mitrídates cuyo nombre y fama nos eran desconocidos hasta hace unos meses, había logrado aquello en lo que habían fracasado los descendientes de Alejandro, los nietos de sus generales, los dueños del mundo y sus riquezas.
Los romanos habían sido derrotados, pero no en una escaramuza y no una pequeña expedición suya. El ejército completo del gobernador de Asia había sido puesto en fuga, aplastado, aniquilado, exterminado. En toda Asia y Grecia no quedaban tropas dignas de mención que pudieran hacer frente al ejército del rey. Sólo la llegada del invierno había evitado un desastre total. El mismo gobernador había sido hecho prisionero cuando intentaba huir, sólo y disfrazado, en una barca de remos. Como muestra de amistad hacia todos los pueblos aún sometidos a los romanos, el rey había ordenado ejecutarle. No de cualquier manera, sino de una que conviniera a la rapacidad que había mostrado en el cargo. En su boca abierta se había vertido oro derretido.
Nuestro presidente trató de calmarnos. Montábamos tal escándalo que nuestros gritos debían oírse perfectamente fuera del sótano del templo donde nos habíamos reunido. Corríamos el peligro de que alguna patrulla romana escuchase el alboroto y se presentase a ver que pasaba. No consiguió apaciguarnos, en nuestras mentes no había sitio ya para las precauciones. Sólo una idea tenía cabida. Roma había sido derrotada. Roma había sido derrotada. Roma podía ser derrotada. Ahora. Aquí. Para siempre.
Nadie recordaba algo similar. Sólo algunos viejos habían oído contar de casos parecidos a sus padres y abuelos, pero aquello nos parecía más un producto de su chochez que un suceso real. Estábamos acostumbrados a presenciar como, con monótona e inevitable regularidad, eran aplastados y eliminados todos los que se oponían a Roma, así que la idea de recobrar nuestra libertad había terminado por ser arrumbada a algún rincón obscuro de nuestras mentes, él mismo donde se guardan los sueños inalcanzables de la niñez cuando se llega a la edad madura. Tan acostumbrados estábamos que, cuando íbamos al teatro o nos reuníamos en el ágora, ya no dirigíamos la vista a los pedestales de las estatuas o a los bronces expuestos en los templos, en los que se proclamaba nuestra grandeza e independencia de antaño. Si queríamos continuar con vida, más valía olvidar esos recuerdos.
Nos habíamos acostumbrado a humillar la cerviz, a aceptar la voluntad de los romanos como si fuera la de los mismos dioses. Su arbitrariedad y sus caprichos eran para nosotros como las tormentas y las inundaciones, como las heladas y los terremotos que mandan las divinidades a los hombres, imprevisibles e inevitables. Nada de lo nuestro podía substraerse a su codicia, ni propiedades, ni mujeres, ni hijos. Si lo deseaban, era suyo. De nada servía oponerse, así que cuando su violencia rompía cerca de nosotros, guardábamos silencio y rogábamos para que aquellas víctimas bastaran a aplacar su apetito. Llegábamos incluso a adelantarnos a sus deseos, al igual que se sacrifica a los dioses los primeros novillos nacidos en el año o se les ofrenda los mejores frutos de la huerta. Como en su caso, jamás se podía asegurar si tu plegaria había sido atendida o no.
Sin embargo, lo imposible había ocurrido. De una forma inesperada y repentina, al igual que ellos acostumbraban a actuar, como tormenta cuyo estallido te sorprende en despoblado. Justo en el preciso momento en que su poder parecía haberse asentado definitivamente y aspiraba a ser eterno. Llevados por nuestro entusiasmo, nos parecía bailar ya sobre las tumbas de nuestros opresores, a pesar de que nos habíamos reunido en secreto en un sótano, fingiendo participar en un rito religioso, y aunque aún pendiese sobre nosotros la amenaza de ser descubiertos y ejecutados.
Poco a poco nos fuimos calmando. Teníamos que refrenar nuestro entusiasmo. Había que guardar silencio. No por precaución, sino porque no habíamos terminado aún la lectura del mensaje del rey. Había mucho más en su misiva. Quizás más importante que lo que acabábamos de conocer.
El rey nos informaba, antes de que lo supiéramos por boca de los romanos, que el cónsul recién elegido, Sila, se preparaba para desembarcar en Grecia con las legiones que estaban en Italia. No debíamos desanimarnos, en su mayor parte eran tropas bisoñas, un enemigo fácil para sus aguerridos soldados. Además, sus espías le habían comunicado que la situación en Roma era cualquier cosa menos tranquila. Mucha gente en Roma, incluidos senadores muy poderosos, no estaba de acuerdo con que Sila ejerciese el mando de la expedición. Quizá el nuevo cónsul tuviera que ganar algunas batallas en casa antes que atreverse a entablarlas en Grecia.
Ocurriese lo que ocurriese, el rey se proponía invadir Asia y Grecia antes de que el cónsul pudiera poner pie en Grecia. Dependía de nosotros que esa operación se completase en unos días, en unas semanas o en unos meses. Un levantamiento simultáneo de todas las ciudades griegas pondría a los pocos romanos que aún quedaban entre nosotros al borde la desesperación. Si capturábamos los puertos y los depósitos de alimento que habían preparado en ellos, esas tropas quedarían aisladas entre sí. Sin suministros, sin puertos de escape, rodeados de ciudades hostiles, no tendrían otra opción que rendirse o perecer.
No bastaba con eso. Había que infundir en el corazón de los romanos el mismo pánico, la misma desesperación. la misma impotencia que durante años ellos habían alimentado en los nuestros. Su espíritu de resistencia debía quedar mellado, su voluntad quebrantada. Se necesitaba un ejemplo, un escarmiento cuyo recuerdo les hiciera pensarse dos veces el volver a poner los pies en Grecia. Para ello, sólo existía un medio, una única manera. El exterminio. La revuelta debía significar la muerte de todo romano que se encontrase en la ciudad. No tenía que haber excepciones. Niños, mujeres, ancianos, todos debían seguir el mismo camino. Ni la compasión, ni la amistad, ni la hospitalidad debían detenernos. Los romanos debían ser barridos de la faz de la tierra, arrancados de ella y entregados al fuego, como se hace con las malas hierbas.
Ninguno de nosotros había escuchado antes palabras como aquéllas. Ninguno pensaba que algo así fuera concebible. Habíamos escuchado la condena a muerte de miles de personas y la recibíamos con gritos de alegría, con exclamaciones de aliento, con abrazos y felicitaciones. Debíamos habernos horrorizado, pero no fue así, puesto que un rey bárbaro nos ofrecía todo cuanto siempre habíamos soñado, nuestra venganza y nuestra libertad, y el único precio que pedía era la vida de unos cuantos romanos. Merecía la pena. Por fin había llegado el momento de la revancha. Ya no seríamos nunca más un rebaño que soportaba cualquier humillación sin rechistar, nuestra rebeldía no sería un sinónimo de suicidio. Nuestros torturadores iban a conocer el significado de la tortura. Ahora les tocaba pagar todo, ojo por ojo, diente por diente, vida por vida, medida por medida.
La respuesta fue redactada y enviada aquella misma noche. A partir de ese instante, nuestra tarea consistiría en informar al resto de los implicados y designar a quienes se ocuparían de acumular y distribuir las armas. Lo más difícil era decidir qué romanos deberían morir en sus casas, cuáles en las nuestras y a qué otros se les permitiría refugiarse en los templos, con la intención de aumentar la confusión en sus filas y poder luego eliminarlos, ya reunidos, con mayor tranquilidad.
Abandonamos el templo de uno a uno, embozados con nuestros mantos, evitando las plazas, temerosos de toparnos con alguna patrulla. No había nada que temer. El silencio y la obscuridad nos envolvían, cálidos y acogedores. Las estrellas brillaban tranquilas en el cielo, indiferentes a nuestras decisiones.
Intento no pensar en ello, pero es inútil. Cada mañana, en cuanto me ves en el mercado, te acercas a mí, saludándome con la mejor de tus sonrisas, y estrechas mi mano con fuerza. Durante un rato, antes de volver a nuestros quehaceres, comentamos las últimas noticias del día, los nuevos negocios que pueden emprenderse, los que merecen la pena. Cuando finalmente te veo perderte entre la multitud, siento un estremecimiento.
¿Te habrás dado cuenta? Hace ya muchos años que nos conocemos. Los negocios que hemos llevado entre los dos son casi incontables, mi memoria no alcanza a recordar todos. Te conozco tan bien que puedo adivinar, sin tener que intercambiar ninguna seña contigo, cuando quieres engañar al pobre iluso con el que estamos tratando o cuando un trato te parece peligroso. Tú también puedes predecir mis intenciones. ¿Cómo es que ahora no percibes nada? Cada movimiento mío, cada palabra, deberían proclamarlo a voces.
Sin embargo, cuando conversamos, nada en tu actitud muestra que sospeches de mí. Eso me tranquiliza y me devuelve la confianza. Sólo por unos momentos. Porque yo sí que aprecio en tu semblante la intranquilidad. Sé que las noticias, cada vez más preocupantes, que vienen del norte turban tu pensamiento. Quizás eso te distrae de mi inquietud. Quizás eso te impide fijarte en mi nerviosismo. Meditas sobre sí deberías volver a Roma, cuando aún hay tiempo, como otros de tus compatriotas han hecho, pero tienes muchos intereses aquí, demasiados negocios que reclaman tu atención y que no puedes dejar a la mitad. Entretanto, te dejas acunar en la esperanza de la pronta llegada del cónsul Sila. Las legiones lo arreglaran todo. Siempre ocurrió así en el pasado y volverá a ocurrir en el futuro. Estás ciego. Tú mismo te ciegas. No te das cuenta que tu codicia te lleva a la muerte.
He pedido que se me releve de esta misión y que se encargue a otro de este cometido. Han rechazado mis ruegos. Tu muerte es crucial para el triunfo de la rebelión, me han respondido. Eres una de las personas más influyentes de la comunidad romana en Éfeso. Tu opinión es respetada y obedecida normalmente sin discusión. Si desapareces al principio de la rebelión, los tuyos quedarán sin guía y sin mando, decapitados. El pánico les dominará y no sabrán que medidas adoptar para defenderse. Para cuando hayan decidido algo, será demasiado tarde.
Yo soy la pieza clave para conseguir ese objetivo. Como me explicó el enviado por los jefes de la conspiración, nuestra amistad me permite acercarme a ti sin que sospeches. Será muy fácil que aceptes una invitación a comer en mi casa para el día de la revuelta. Acudirás confiado a la trampa y, si todo sale como espero, pasarás de la vida a la muerte sin notarlo. Es lo menos que puedo hacer por ti y por nuestra amistad. Lamento no poder obrar igual en el caso de tu mujer y tu hija. Se ha decidido que no caigan con la primera tanda. Su pánico y desesperación deben utilizarse para hacer perder la cabeza a los pocos que puedan haberla conservado. Desconozco dónde les alcanzará la muerte. En el asalto a su casa. Aplastadas por la multitud en las calles. Atrapadas como ratas en el templo en el que se hayan refugiado. Prefiero no imaginarlo. En cualquier caso no será una muerte rápida ni agradable.
Ha habido noches, por suerte pocas y cada vez más espaciadas, en que me he despertado temblando de miedo, encharcado en sudor, respirando con dificultad. Hoy es una de ellas. No es el miedo a descubrir nuestros planes lo que me ha sobresaltado. Tampoco es la certeza del peligro que corremos al embarcarnos en esta empresa, ni la seguridad de morir si somos descubiertos. De repente, en medio de mis sueños, cuando más desprevenido estaba, me he dado cuenta de lo que voy a hacer.
Voy a dar muerte a un huésped, a un amigo, a una persona doblemente sagrada y protegida.
Mis remordimientos no duran mucho. Una luz entra en mi habitación y disipa las tinieblas de la noche. La mirada fría y acusadora de mi esposa cae sobre mí. Evito sus ojos, avergonzado. Mi corazón se aquieta. Mi temblor se detiene. No puede haber dudas. No tengo derecho a tenerlas. Ella se retira a su habitación y me deja a solas. Sabe lo que me ha desvelado y que tardaré en dormirme, pero sabe también que ahora ya no hay peligro. El momento del perdón y el arrepentimiento ha pasado.
No hay otra solución. Durante años y años nos hemos esforzado en someternos, acallando nuestro orgullo, olvidando que éramos hombres iguales a vosotros. Revolución y guerra eran recursos inútiles, meros atajos hacia el suicidio, que sólo nos llevaban a nuevas catástrofes, cada vez más onerosas, cada vez más duraderas. Creímos que nuestra humillación serviría para aplacaros, pero nuestra pasividad sólo sirvió de acicate de vuestro orgullo y ambición. Vosotros mismos, con vuestra ceguera, con vuestra locura, habéis engendrado el odio que va a devoraros. El fuego insaciable que vamos a prender sólo se apagará cuando os haya consumido por entero, cuando nada quede de vosotros y vuestras ciudades, ni siquiera el recuerdo.
Actuabais a la vista de todos. A nuestros puertos llega caravana tras caravana de esclavos. Hombres y mujeres de razas desconocidas, de lenguas incomprensibles, arrancados de quien sabe que remotas regiones. Los almacenes apenas bastan para contenerlos. Les mantenéis encerrados durante semanas, sin preocuparos por cuantos morirán de hambre, de sed o de calor, pues siempre quedarán bastantes para colmar los barcos que los transportarán hasta Italia. Allí les esperan ansiosos sus nuevos dueños, para cultivar las tierras, para extraer los tesoros de las minas, para entretenerse con su muerte en los anfiteatros. Tanta necesidad tenéis que, en cuanto han levado anclas los barcos con su cargamento, ya se levantan en el horizonte densas polvaredas, delatando la llegada de nuevos columnas de dolor y sufrimiento.
Apretujándose y atropellándose entre sí, cruzan nuestras calles, aterrorizados y extenuados. Les guiáis con vuestros látigos como se hace con los hatos de ganado y ellos se encogen instintivamente al oír su chasquido, intentado hurtar el cuerpo al golpe, aunque muchas otras filas les separen y protejan del azote. Mecánicamente, sin levantar o volver la cabeza, giran en dirección contraria a dónde lo oyen restallar. Tantos días de viaje han obrado su efecto, les habéis enseñado a obedecer sin pensar, sin rechistar. Han olvidado que son seres humanos.
Nosotros también tenemos esclavos. No somos inocentes. Siempre los hemos considerado como seres inferiores que merecen ese destino. Criminales, deudores, personas a las que sus vicios y debilidades las habían conducido a ese estado, hombres y mujeres que debían acabar necesariamente en esa situación, a la que realmente pertenecían. Pero nunca hubiéramos pensado que nuestros métodos podrían ser aplicados con tal rigor y con tanta eficiencia. Lo que nosotros ejercemos sobre unas pocas decenas de personas, vosotros lo aplicáis sobre cientos, miles, sobre una innumerable infinidad de rostros anónimos e indistinguibles. En donde nosotros buscamos alguien que nos sirva de preceptor de nuestros hijos, de labrador de nuestros campos, de criado para nuestras casas, vosotros sólo comprobáis que la cifra final coincida con la que os han encargado desde Roma.
Al principio, cuando nos enterábamos de la llegada de esas multitudes, atrancábamos puertas y ventanas y nos encerrábamos en los lugares más recónditos de nuestras casas. Era inútil. El eco lúgubre de sus pies encadenados traspasaba muros y suelos. Su olor, dulzón y penetrante, pesaba durante días enteros sobre las calles que habían atravesado y nadie podía evitar una mueca de repugnancia al cruzarlas. Sin embargo, no tardamos en acostumbramos. Al igual que vosotros, nos hicimos duros e insensibles. Fuisteis buenos maestros. Su marcha y su sufrimiento apenas nos distrae ahora del cáliz de vino que compartimos con unos amigos, ni supone más que un comentario casual en el ágora o en los baños. A lo sumo, el espectáculo provoca una exclamación de impaciencia o fastidio cuando, al dirigirnos al teatro o a la casa de hetairas, encontramos una calle cerrada por alguna de vuestras interminables caravanas.
¿Por qué no habíamos de pensar así? Nosotros no recibimos el impacto del látigo sobre nuestras espaldas, ni arrastramos cadenas y grilletes que nos llaguen las muñecas y tobillos. Nuestras mujeres e hijos siguen a nuestro lado, podemos gozar de su amor y respeto día tras otro, sin que nos roa la incertidumbre sobre sí mañana nos separarán para siempre. No tenemos que llorar campos devastados, ni lamentar hogares saqueados e incendiados. Todo lo nuestro crece y florece, bendecido por los dioses, según decretaron las Parcas antes de nuestro nacimiento. Entre nosotros y aquellos desgraciados se abre un abismo infranqueable, semejante al que nos separa de los animales. Muchos pensamos que aún tienen que agradecer, puesto que un supersticioso respeto a su inmerecida forma humana impide que se les trate peor que a las bestias. Nosotros, en cambio, somos libres y merecemos serlo. Ellos no. Es el viejo argumento, gastado y raído de tanto repetirlo, que nos sirve al mismo tiempo de bálsamo y escudo.
Para nuestra desgracia, la inquietud ha vuelto a nuestras almas. Vuestro apetito de esclavos no cesa. Por muchos que sean embarcados con destino a Roma, siempre reclamáis más, más, más. No hay pausas ni descansos. Apenas entregan su cargamento, los negreros vuelven a partir rumbo a las fronteras, acompañados por vuestras legiones, para comenzar nuevas guerras que permitan saciar vuestra hambre. Da igual, por muchas aldeas que saqueen, por muchos bárbaros que sojuzguen, a la vuelta les esperan nuevos pedidos, cada vez mayores, cada vez más urgentes. Lo poco que han traído sólo sirve para excitar aún más vuestro apetito e impaciencia.
¿Cómo es de grande Italia? ¿Cómo lo es Roma? Los viajeros cuentan que el país no es mayor que Grecia o Asia, y que tanto Alejandría o Antioquía, incluso la misma Éfeso, superan a Roma en tamaño y población. No podemos dar crédito a sus noticias. El mundo entero está siendo despoblado y sus habitantes trasladados a vuestro país. Si vuestra patria es tan pequeña como dicen, el mismo número de vuestras víctimas debía haberos abrumado y aplastado hace tiempo. Sólo existe otra opción, tan horrorosa que nos negábamos a creerla, tan inhumana que no nos atrevíamos a nombrarla, pero al final hemos tenido que admitirla. Todas las evidencias apuntan a ella.
La humanidad está siendo triturada y molida en vuestras minas y plantaciones
En el instante en que aceptamos la verdad, el frágil edificio de nuestras excusas y justificaciones se vino abajo, nuestra tranquilidad se hizo trizas. La angustia y el temor la han substituido. Rezamos a los dioses para que las caravanas de esclavos no se interrumpan jamás, para que su número y frecuencia no disminuyan en lo más mínimo. Quién sabe de lo que seríais capaces, si tal ocurriera. La sospecha, la certeza de que podáis volveros contra nosotros en busca de los esclavos que os falten, nos hiela la sangre y nos roba el sueño. Bastante sabemos lo que cabe esperar de vuestros tratados y garantías. Los campos sembrados de sal de Cartago y Corinto lo proclaman al mundo, aunque la primera estaba protegida por vuestros tratados más sagrados y la otra había sido siempre vuestra aliada. Los cadáveres insepultos de lusitanos y numantinos lo confirman, vuestra ambición les llevó a declararos la guerra que tanto deseabais y luego les castigasteis por ofreceros la justificación.
Ese miedo nos lleva a rebelarnos. Esa posibilidad nos mueve a poner en peligro nuestra paz y tranquilidad. Debemos golpear antes de que lo hagáis vosotros, antes de que os acordéis de nuestra existencia y ésta os moleste o perturbe, antes de que nuestras débiles fuerzas se os asemejen a una amenaza mortal contra vuestra seguridad. Ocurrirá así necesariamente, porque no toleráis testigos y cómplices de vuestros crímenes y nosotros lo hemos sido durante mucho tiempo.
Me doy la vuelta en la cama y espero a que llegue el sueño. No será reparador ni tranquilo, pero cuando despierte, habré dejado otro día atrás, uno de los muchos que aún faltan hasta tu muerte. Eso me fortalece. Ansío tanto ese día que verlo acercarse me hace sentir como si mi liberación ya hubiera llegado, porque sé que en el momento en que mi puñal atraviese tu cuerpo, toda la tensión y la incertidumbre de la espera se desvanecerán como por ensalmo. Ya no temeré ser descubierto, ya no temeré vuestro poder. Por eso quizás hayas notado que cada día que pasa me torno menos sombrío y reservado, que la luz vuelve a mis ojos y la sonrisa a mis labios. Teme la hora en que vuelva a bromear contigo.
Repentinamente los golpes cesan. Relajo el abrazo con el que estrechaba a mi hija contra el pecho. Ambas levantamos la cabeza y miramos a nuestro alrededor. En los parches de luz que proyectan los tragaluces del templo, aparecen otros rostros, pálidos y desencajados, tan llenos de terror como debe estarlo el nuestro.
- ¿Dónde está padre? – susurra mi niña entre sollozos
Vuelvo a estrecharla contra mi pecho y aprieto mi mejilla contra la suya. La hablo al oído dulcemente, intentando tranquilizarla.
- Prenda mía, no temas nada. Pronto se reunirá con nosotros.
Ella no ve las lágrimas que llenan mis ojos. Espero que mi voz no delate mis mentiras. No he vuelto a ver a mi esposo desde que se marcho esta mañana a visitar a uno de sus amigos. Ahora debe estar muerto. Nosotras también lo estaríamos, si no hubiera sido por aquel desconocido que cruzo nuestro barrio gritando a voces que venían a lincharnos. Gracias a él tuve tiempo de tomar a mi niña en brazos y refugiarme dentro de este templo en el que estamos sitiados, pero temo que sólo hayamos ganado una pequeña prórroga, unas cuantas horas más de horror antes de nuestra muerte.
Nuestros perseguidores no han dejado de golpear las batientes desde que las cerramos ante ellos. Para evitar que entrasen, hemos tenido que apuntalarlas apoyando nuestros cuerpos contra ellas. Las acometidas eran tan violentas que, tras cada embate, me parecía que las puertas iban a quebrar sus goznes y a precipitarse en el interior, seguidas por nuestros enemigos. Por eso he permanecido abrazada a mi hija todo este tiempo, ocultando su cabeza en mi seno, con los ojos cerrados y los dientes apretados, para que ninguna de las dos pudiese ver o anticipar nada, hasta que llegase lo inevitable.
Todo ha cesado ahora. El silencio se extiende, zumba en nuestros oídos, los ecos de los golpes se apagan. Los hombres que bloqueaban las puertas se dejan caer al suelo, extenuados por la tensión. Por primera vez podemos pensar. ¿Por qué se han detenido? ¿Qué planean hacer? Alguno se levanta e intenta encaramarse hasta los tragaluces, apoyando los bancos contra la pared, trepando por las estatuas de los dioses. Alguien comienza a cuchichear a mi lado. No consigo entender su voz, ni saber sí se dirige a mí. Pronto las conversaciones se generalizan, pero ninguna pasa de ser un murmullo. El miedo a ser entendidos, adivinados por nuestros perseguidores, paraliza las lenguas, aunque estemos separados de ellos por muros cuyo espesor ahogaría nuestros gritos.
La voz llega desde arriba, desde el techo del templo, clara y cercana, interrumpiendo nuestros diálogos, sembrando de nuevo el miedo en nuestras almas.
- Salid de ahí dentro. Entregaos. No tenemos nada contra vosotros. Vuestras vidas serán respetadas. Un barco está preparado en los muelles para llevaros a donde queráis. Vuestros amigos y parientes os esperan en él.
El silencio sucede a esas palabras. Percibo algunas siluetas que se dirigen hacia la puerta, vacilan y se tambalean, intentando no pisar a los que aún permanecen sentados.
- Hay que salir – se les oye decir – tiene razón, debemos confiar en ellos.
Los que apuntalaban la puerta se apartan al verlos acercarse. Toman los pasadores de los cerrojos en sus manos y van descorrerlos, cuando un hombre se interpone en su camino. Su actitud les sorprende y retroceden un paso, expectantes.
- ¿Qué creéis que vais a hacer?
Un haz de luz cae sobre el rostro del hombre que les cierra el paso, resaltando las profundas arrugas que recorren su rostro.
- Vamos a salir de esta trampa, anciano – le responden.
- ¿Habéis perdido el juicio?
- Nuestro encierro sólo sirve para irritarles. Más vale entregarse, cuando aún hay tiempo, si queremos salvar nuestras vidas.
- ¿Creéis que van a respetarlas? ¿Dónde está el resto de nosotros? Preguntádselo, a ver que respuesta os dan.
- Tú lo has oído. Nos esperan en el puerto.
- ¿Por qué no han traído a ninguno entonces? Hasta que no oiga una voz que conozca no voy a salir de aquí ni dejaré salir a nadie. No voy a permitir que acaben conmigo tan fácilmente.
- Quita de ahí, viejo chocho, no vamos a dejarnos matar por tu culpa.
Se abalanzan sobre él, pero algo brilla en las manos del anciano. Todos se apartan de su lado dejando un círculo vacío su alrededor. Cómo una bestia acorralada, el anciano vigila a un lado y a otro, comprobando las posiciones de sus enemigos, tratando de no ser sorprendido.
- Tendréis que matarme si queréis abrir esta puerta, pero me llevaré a alguno conmigo. ¿Quién va a ser el primero?
Los que le rodean titubean un instante y luego comienzan a rodearle, aproximándose inexorablemente a él. El anciano se lanza contra uno que se ha acercado demasiado, luego contra otro, pero siempre se le escabullen. Mientras, el resto ha estrechado un poco más el círculo. Están fatigándole. No aguantará mucho más.
La voz vuelve a interrumpirnos.
- El tiempo se acaba. ¿Qué decidís? ¿Vais a entrar o tenemos que entrar?
Alguien grita. Es mi voz. Su sonido ronco me estremece, como hace con los que me rodean, incluso con los que combaten en la puerta.
- ¿Dónde está mi marido? Mostrádmelo. Quiero ver que aún vive.
No grito ya sola. Todos me acompañan. Las voces, los nombres, los ecos se acumulan, se mezclan, hasta que ya sólo se escucha un estruendo ininteligible.
Se desvanece tan rápido como se había formado. Desde lo alto nos llegan los ecos de una discusión. Hablan en voz baja para que no les entendamos, pero nos llega el tono agrio y duro de sus voces. No tardan mucho en olvidar toda prudencia y comienzan a chillarse, como si no estuviéramos bajo sus pies.
- Te he dicho que incendiéis el templo.
- ¡Es un lugar sagrado! ¡No podemos hacerlo!
- Me da igual. No podemos estar todo el día esperando, hay que acabar con ellos. Ya construiremos otro.
- Pero…
- No hay peros que valgan, traed leña y teas. Incendiadlo ya.
Un clamor de horror se eleva de entre nosotros. Los que luchaban en la puerta aprovechan el momento para empujar al anciano y salir al exterior. No les sirve de nada. En cuanto cruzan el umbral caen atravesados por flechas y lanzas. No hay salida. La desesperación se adueña de nosotros. Algunos vagan en círculos, hablando consigo mismos, los ojos abiertos de par en par, incapaces de aceptar lo que nos está sucediendo. Otros se lanzan al exterior para morir antes de que el fuego les alcance, para ver la luz y el cielo por última vez. Sus cuerpos se acumulan en el umbral, entre las columnas del peristilo, en las escalinatas que ascienden al templo. Muchos se cubren los oídos con las manos y hunden su cabeza en el suelo, para no oír, para no ver, como si esto fuera una pesadilla de la que se puede despertar en la seguridad del lecho. La mayoría se apretuja contra los pedestales de las estatuas de los dioses, se abraza a ellos, levanta sus manos implorantes hacia sus efigies, pero ellas continúan inmóviles, la mirada vacía y fija en algún punto de la pared, indiferentes y ausentes a los asuntos de los hombres.
El anciano se arrastra hasta mi lado. Le veo limpiar con su manto el filo de su espada. Nuestras miradas se encuentran. Tras unos momentos, él asiente con la cabeza. Sé que no nos matará el fuego.
Nota: Esta historia también tiene una base histórica. Tras haber derrotado al gobernador de Asia, Mitrídates conspiró con las ciudades griegas para que se levantasen un día determinado y asesinasen a todos los romanos que encontrasen. Murieron más de 80.000 personas en un solo día. Es cierto también que los romanos utilizasen Asia y las campañas del interior como fuente para suministrar esclavos a sus plantaciones.
Eso es lo que quise reflejar en estos cuentos y en éste en partícular, así que, sin más dilación.
Año 88 a.C. Éfeso
Uno de los mensajeros se quitó la túnica y comenzó a desenrollar una larga tira de cuero que traía atada a la cintura. Toda su longitud estaba cubierta de letras griegas que la atravesaban diagonalmente, formando grupos de dos o tres caracteres, lo justo que podía escribirse allí. El ángulo era tan violento y el espacio tan pequeño, que algunas letras incluso aparecían cortadas a la mitad o les faltaba un pequeño trozo. Un ojo atento podía reconocer los comienzos y las terminaciones de palabras muy corrientes, pero nada más. No había ninguna pista, ningún indicio que indicase como debían unirse aquellos fragmentos para formar palabras y frases.
Mientras tanto, el segundo mensajero ha extraído una larga vara de entre sus vestiduras. Entre ambos, anudaron el extremo de la tira a lo alto de la vara y comenzaron a enrollarla alrededor de ésta, siguiendo una estría que la recorría en espiral. Cuando hubieron terminado, depositaron la vara en la mesa que estaba frente a ellos y se retiraron. No volveríamos a verlos. Una vez entregado el mensaje, sus instrucciones les marcaban volver inmediatamente a presencia del rey. El retorno debía efectuarse dando un gran rodeo, lo más largo y complicado posible, procurando despistar a cualquiera que pareciera seguirles.
Ninguno de ellos conocía el contenido de la carta de la que eran portadores, ni ninguno debía conocerlo jamás. Las órdenes del rey eran terminantes respecto a ese punto. En el caso de que alguno de los mensajeros fuera apresado, su tortura no debía revelar nada que pudiera dar al traste con la operación. Para mayor seguridad, ambos habían llegado a Éfeso por rutas distintas, disfrazado uno de mendigo, el otro de comerciante. Si los romanos hubieran detenido a alguno de ellos, sólo habrían conseguido hacerse con una vara desnuda o un mensaje indescifrable. Lo suficiente para levantar sus sospechas y obligarles a redoblar su vigilancia, pero completamente inútil a la hora de adivinar de dónde y cuándo iba a provenir el golpe.
Nos aproximamos a la mesa. Enrollada la tira de esa manera específica, las letras aisladas habían tomado su lugar preciso. Cualquiera podía ya leer el mensaje, pero ninguno de los presentes nos atrevíamos a hacerlo. Habíamos esperado tanto ese momento que la emoción y el miedo nos lo impedían. Temíamos sufrir una nueva decepción. Quizás el mensaje que con tanta ilusión aguardábamos, sólo sirviese para revelar hueras todas nuestras esperanzas. De nuevo tendríamos que someternos a nuestros amos, cuando nuestra liberación nos parecía ya tan próxima. De nuevo habría que saludar con una sonrisa a aquellos que nos oprimían y explotaban, aplaudir sus decisiones y reír sus ocurrencias. Nos habían anunciado tantos reveses de los romanos que luego se convertían en nuevas victorias suyas, que ya no podíamos dar crédito a nada.
Había un temor mayor. La posibilidad de que todos los rumores fueran ciertos y reales. Hasta entonces, todos nuestros planes, todas nuestras conjuras no habían sido más que conversaciones de salón, un divertimento al cual podíamos dedicarnos cuando estábamos aburridos y abandonar o retomar cuando gustásemos, sin que ningún compromiso, ninguna consecuencia desagradable, se derivara de él. Si se confirmasen los rumores… Si el rey nos pidiese nuestra colaboración… No éramos hombres de acción. Nuestro grupo se componía de comerciantes y propietarios, acostumbrados a la abundancia y la seguridad. Además, desde que los romanos nos habían arrebatado la libertad, nadie en nuestra ciudad había vuelto a esgrimir las armas ni participado en batallas. ¿Qué podíamos ofrecer al rey? Y sobre todo ¿Qué nos pediría él a cambio? Siempre había ocurrido igual, a cambio de vagas promesas que jamás se hacían realidad, se nos exigían los mayores sacrificios, los máximos riesgos. Nada nos indicaba que esta ocasión fuera distinta.
Aunque así fuera. En el preciso momento en que tomásemos ese mensaje en nuestras manos y conociésemos su contenido, no habría marcha atrás. Deberíamos elegir un bando, decidir estar a favor o en contra de los romanos, y seguir la suerte de ese partido hasta el final, hasta alcanzar la victoria o que llegase la derrota. Para nuestra desgracia, en esta nueva guerra que se avecinaba ninguna de las partes tendría cuartel con la otra. Había ya demasiados muertos, demasiada sangre, demasiado tiempo para rumiar el rencor y el odio.
Teníamos que reaccionar. No podíamos permanecer así eternamente.
Nuestro presidente se acercó a la mesa, tomó en sus manos la vara y dio comienzo a la lectura. Al principio su voz temblaba y el nerviosismo le hacía interrumpirse con frecuencia. Creíamos que no iba a pasar de las formas de saludo e introducción, pero ese estado no duró mucho. La alegría inundó su voz y rápidamente rayó en la euforia. Leía cada vez más deprisa, atropellándose, saltando de línea en línea para adivinar que era lo siguiente que estaba escrito, pero al momento siguiente volvía atrás en la lectura y repetía secciones enteras, pues apenas podía dar crédito a las palabras que se presentaban ante sus ojos, a las frases que sus labios acababan de pronunciar.
Nosotros le escuchábamos absortos, sin separar la vista de él, ojos y boca abiertos de par en par. Su nerviosismo y su entusiasmo se nos contagiaron. Comenzamos a gritar y chillar como niños, interrumpiéndole. Nos abrazábamos como si no nos hubiéramos visto en años, llorábamos los unos en brazos de los otros. Algunos se lanzaron sobre el presidente y le arrebataron la carta. Se la pasaban de uno a otro, repitiendo las palabras que acababan de escuchar, mostrándoselo a los demás y volviendo a consultarlo inmediatamente, como si hubiera podido borrarse en el intervalo en que sus ojos no lo contemplaban.
Venganza. Por fin. Tras tantos años de humillación, dolor y sufrimiento. Ésas eran las noticias que el rey nos enviaba. Aquél bárbaro sin ascendencia griega, soberano de territorios situados en el borde del mundo, ese Mitrídates cuyo nombre y fama nos eran desconocidos hasta hace unos meses, había logrado aquello en lo que habían fracasado los descendientes de Alejandro, los nietos de sus generales, los dueños del mundo y sus riquezas.
Los romanos habían sido derrotados, pero no en una escaramuza y no una pequeña expedición suya. El ejército completo del gobernador de Asia había sido puesto en fuga, aplastado, aniquilado, exterminado. En toda Asia y Grecia no quedaban tropas dignas de mención que pudieran hacer frente al ejército del rey. Sólo la llegada del invierno había evitado un desastre total. El mismo gobernador había sido hecho prisionero cuando intentaba huir, sólo y disfrazado, en una barca de remos. Como muestra de amistad hacia todos los pueblos aún sometidos a los romanos, el rey había ordenado ejecutarle. No de cualquier manera, sino de una que conviniera a la rapacidad que había mostrado en el cargo. En su boca abierta se había vertido oro derretido.
Nuestro presidente trató de calmarnos. Montábamos tal escándalo que nuestros gritos debían oírse perfectamente fuera del sótano del templo donde nos habíamos reunido. Corríamos el peligro de que alguna patrulla romana escuchase el alboroto y se presentase a ver que pasaba. No consiguió apaciguarnos, en nuestras mentes no había sitio ya para las precauciones. Sólo una idea tenía cabida. Roma había sido derrotada. Roma había sido derrotada. Roma podía ser derrotada. Ahora. Aquí. Para siempre.
Nadie recordaba algo similar. Sólo algunos viejos habían oído contar de casos parecidos a sus padres y abuelos, pero aquello nos parecía más un producto de su chochez que un suceso real. Estábamos acostumbrados a presenciar como, con monótona e inevitable regularidad, eran aplastados y eliminados todos los que se oponían a Roma, así que la idea de recobrar nuestra libertad había terminado por ser arrumbada a algún rincón obscuro de nuestras mentes, él mismo donde se guardan los sueños inalcanzables de la niñez cuando se llega a la edad madura. Tan acostumbrados estábamos que, cuando íbamos al teatro o nos reuníamos en el ágora, ya no dirigíamos la vista a los pedestales de las estatuas o a los bronces expuestos en los templos, en los que se proclamaba nuestra grandeza e independencia de antaño. Si queríamos continuar con vida, más valía olvidar esos recuerdos.
Nos habíamos acostumbrado a humillar la cerviz, a aceptar la voluntad de los romanos como si fuera la de los mismos dioses. Su arbitrariedad y sus caprichos eran para nosotros como las tormentas y las inundaciones, como las heladas y los terremotos que mandan las divinidades a los hombres, imprevisibles e inevitables. Nada de lo nuestro podía substraerse a su codicia, ni propiedades, ni mujeres, ni hijos. Si lo deseaban, era suyo. De nada servía oponerse, así que cuando su violencia rompía cerca de nosotros, guardábamos silencio y rogábamos para que aquellas víctimas bastaran a aplacar su apetito. Llegábamos incluso a adelantarnos a sus deseos, al igual que se sacrifica a los dioses los primeros novillos nacidos en el año o se les ofrenda los mejores frutos de la huerta. Como en su caso, jamás se podía asegurar si tu plegaria había sido atendida o no.
Sin embargo, lo imposible había ocurrido. De una forma inesperada y repentina, al igual que ellos acostumbraban a actuar, como tormenta cuyo estallido te sorprende en despoblado. Justo en el preciso momento en que su poder parecía haberse asentado definitivamente y aspiraba a ser eterno. Llevados por nuestro entusiasmo, nos parecía bailar ya sobre las tumbas de nuestros opresores, a pesar de que nos habíamos reunido en secreto en un sótano, fingiendo participar en un rito religioso, y aunque aún pendiese sobre nosotros la amenaza de ser descubiertos y ejecutados.
Poco a poco nos fuimos calmando. Teníamos que refrenar nuestro entusiasmo. Había que guardar silencio. No por precaución, sino porque no habíamos terminado aún la lectura del mensaje del rey. Había mucho más en su misiva. Quizás más importante que lo que acabábamos de conocer.
El rey nos informaba, antes de que lo supiéramos por boca de los romanos, que el cónsul recién elegido, Sila, se preparaba para desembarcar en Grecia con las legiones que estaban en Italia. No debíamos desanimarnos, en su mayor parte eran tropas bisoñas, un enemigo fácil para sus aguerridos soldados. Además, sus espías le habían comunicado que la situación en Roma era cualquier cosa menos tranquila. Mucha gente en Roma, incluidos senadores muy poderosos, no estaba de acuerdo con que Sila ejerciese el mando de la expedición. Quizá el nuevo cónsul tuviera que ganar algunas batallas en casa antes que atreverse a entablarlas en Grecia.
Ocurriese lo que ocurriese, el rey se proponía invadir Asia y Grecia antes de que el cónsul pudiera poner pie en Grecia. Dependía de nosotros que esa operación se completase en unos días, en unas semanas o en unos meses. Un levantamiento simultáneo de todas las ciudades griegas pondría a los pocos romanos que aún quedaban entre nosotros al borde la desesperación. Si capturábamos los puertos y los depósitos de alimento que habían preparado en ellos, esas tropas quedarían aisladas entre sí. Sin suministros, sin puertos de escape, rodeados de ciudades hostiles, no tendrían otra opción que rendirse o perecer.
No bastaba con eso. Había que infundir en el corazón de los romanos el mismo pánico, la misma desesperación. la misma impotencia que durante años ellos habían alimentado en los nuestros. Su espíritu de resistencia debía quedar mellado, su voluntad quebrantada. Se necesitaba un ejemplo, un escarmiento cuyo recuerdo les hiciera pensarse dos veces el volver a poner los pies en Grecia. Para ello, sólo existía un medio, una única manera. El exterminio. La revuelta debía significar la muerte de todo romano que se encontrase en la ciudad. No tenía que haber excepciones. Niños, mujeres, ancianos, todos debían seguir el mismo camino. Ni la compasión, ni la amistad, ni la hospitalidad debían detenernos. Los romanos debían ser barridos de la faz de la tierra, arrancados de ella y entregados al fuego, como se hace con las malas hierbas.
Ninguno de nosotros había escuchado antes palabras como aquéllas. Ninguno pensaba que algo así fuera concebible. Habíamos escuchado la condena a muerte de miles de personas y la recibíamos con gritos de alegría, con exclamaciones de aliento, con abrazos y felicitaciones. Debíamos habernos horrorizado, pero no fue así, puesto que un rey bárbaro nos ofrecía todo cuanto siempre habíamos soñado, nuestra venganza y nuestra libertad, y el único precio que pedía era la vida de unos cuantos romanos. Merecía la pena. Por fin había llegado el momento de la revancha. Ya no seríamos nunca más un rebaño que soportaba cualquier humillación sin rechistar, nuestra rebeldía no sería un sinónimo de suicidio. Nuestros torturadores iban a conocer el significado de la tortura. Ahora les tocaba pagar todo, ojo por ojo, diente por diente, vida por vida, medida por medida.
La respuesta fue redactada y enviada aquella misma noche. A partir de ese instante, nuestra tarea consistiría en informar al resto de los implicados y designar a quienes se ocuparían de acumular y distribuir las armas. Lo más difícil era decidir qué romanos deberían morir en sus casas, cuáles en las nuestras y a qué otros se les permitiría refugiarse en los templos, con la intención de aumentar la confusión en sus filas y poder luego eliminarlos, ya reunidos, con mayor tranquilidad.
Abandonamos el templo de uno a uno, embozados con nuestros mantos, evitando las plazas, temerosos de toparnos con alguna patrulla. No había nada que temer. El silencio y la obscuridad nos envolvían, cálidos y acogedores. Las estrellas brillaban tranquilas en el cielo, indiferentes a nuestras decisiones.
Intento no pensar en ello, pero es inútil. Cada mañana, en cuanto me ves en el mercado, te acercas a mí, saludándome con la mejor de tus sonrisas, y estrechas mi mano con fuerza. Durante un rato, antes de volver a nuestros quehaceres, comentamos las últimas noticias del día, los nuevos negocios que pueden emprenderse, los que merecen la pena. Cuando finalmente te veo perderte entre la multitud, siento un estremecimiento.
¿Te habrás dado cuenta? Hace ya muchos años que nos conocemos. Los negocios que hemos llevado entre los dos son casi incontables, mi memoria no alcanza a recordar todos. Te conozco tan bien que puedo adivinar, sin tener que intercambiar ninguna seña contigo, cuando quieres engañar al pobre iluso con el que estamos tratando o cuando un trato te parece peligroso. Tú también puedes predecir mis intenciones. ¿Cómo es que ahora no percibes nada? Cada movimiento mío, cada palabra, deberían proclamarlo a voces.
Sin embargo, cuando conversamos, nada en tu actitud muestra que sospeches de mí. Eso me tranquiliza y me devuelve la confianza. Sólo por unos momentos. Porque yo sí que aprecio en tu semblante la intranquilidad. Sé que las noticias, cada vez más preocupantes, que vienen del norte turban tu pensamiento. Quizás eso te distrae de mi inquietud. Quizás eso te impide fijarte en mi nerviosismo. Meditas sobre sí deberías volver a Roma, cuando aún hay tiempo, como otros de tus compatriotas han hecho, pero tienes muchos intereses aquí, demasiados negocios que reclaman tu atención y que no puedes dejar a la mitad. Entretanto, te dejas acunar en la esperanza de la pronta llegada del cónsul Sila. Las legiones lo arreglaran todo. Siempre ocurrió así en el pasado y volverá a ocurrir en el futuro. Estás ciego. Tú mismo te ciegas. No te das cuenta que tu codicia te lleva a la muerte.
He pedido que se me releve de esta misión y que se encargue a otro de este cometido. Han rechazado mis ruegos. Tu muerte es crucial para el triunfo de la rebelión, me han respondido. Eres una de las personas más influyentes de la comunidad romana en Éfeso. Tu opinión es respetada y obedecida normalmente sin discusión. Si desapareces al principio de la rebelión, los tuyos quedarán sin guía y sin mando, decapitados. El pánico les dominará y no sabrán que medidas adoptar para defenderse. Para cuando hayan decidido algo, será demasiado tarde.
Yo soy la pieza clave para conseguir ese objetivo. Como me explicó el enviado por los jefes de la conspiración, nuestra amistad me permite acercarme a ti sin que sospeches. Será muy fácil que aceptes una invitación a comer en mi casa para el día de la revuelta. Acudirás confiado a la trampa y, si todo sale como espero, pasarás de la vida a la muerte sin notarlo. Es lo menos que puedo hacer por ti y por nuestra amistad. Lamento no poder obrar igual en el caso de tu mujer y tu hija. Se ha decidido que no caigan con la primera tanda. Su pánico y desesperación deben utilizarse para hacer perder la cabeza a los pocos que puedan haberla conservado. Desconozco dónde les alcanzará la muerte. En el asalto a su casa. Aplastadas por la multitud en las calles. Atrapadas como ratas en el templo en el que se hayan refugiado. Prefiero no imaginarlo. En cualquier caso no será una muerte rápida ni agradable.
Ha habido noches, por suerte pocas y cada vez más espaciadas, en que me he despertado temblando de miedo, encharcado en sudor, respirando con dificultad. Hoy es una de ellas. No es el miedo a descubrir nuestros planes lo que me ha sobresaltado. Tampoco es la certeza del peligro que corremos al embarcarnos en esta empresa, ni la seguridad de morir si somos descubiertos. De repente, en medio de mis sueños, cuando más desprevenido estaba, me he dado cuenta de lo que voy a hacer.
Voy a dar muerte a un huésped, a un amigo, a una persona doblemente sagrada y protegida.
Mis remordimientos no duran mucho. Una luz entra en mi habitación y disipa las tinieblas de la noche. La mirada fría y acusadora de mi esposa cae sobre mí. Evito sus ojos, avergonzado. Mi corazón se aquieta. Mi temblor se detiene. No puede haber dudas. No tengo derecho a tenerlas. Ella se retira a su habitación y me deja a solas. Sabe lo que me ha desvelado y que tardaré en dormirme, pero sabe también que ahora ya no hay peligro. El momento del perdón y el arrepentimiento ha pasado.
No hay otra solución. Durante años y años nos hemos esforzado en someternos, acallando nuestro orgullo, olvidando que éramos hombres iguales a vosotros. Revolución y guerra eran recursos inútiles, meros atajos hacia el suicidio, que sólo nos llevaban a nuevas catástrofes, cada vez más onerosas, cada vez más duraderas. Creímos que nuestra humillación serviría para aplacaros, pero nuestra pasividad sólo sirvió de acicate de vuestro orgullo y ambición. Vosotros mismos, con vuestra ceguera, con vuestra locura, habéis engendrado el odio que va a devoraros. El fuego insaciable que vamos a prender sólo se apagará cuando os haya consumido por entero, cuando nada quede de vosotros y vuestras ciudades, ni siquiera el recuerdo.
Actuabais a la vista de todos. A nuestros puertos llega caravana tras caravana de esclavos. Hombres y mujeres de razas desconocidas, de lenguas incomprensibles, arrancados de quien sabe que remotas regiones. Los almacenes apenas bastan para contenerlos. Les mantenéis encerrados durante semanas, sin preocuparos por cuantos morirán de hambre, de sed o de calor, pues siempre quedarán bastantes para colmar los barcos que los transportarán hasta Italia. Allí les esperan ansiosos sus nuevos dueños, para cultivar las tierras, para extraer los tesoros de las minas, para entretenerse con su muerte en los anfiteatros. Tanta necesidad tenéis que, en cuanto han levado anclas los barcos con su cargamento, ya se levantan en el horizonte densas polvaredas, delatando la llegada de nuevos columnas de dolor y sufrimiento.
Apretujándose y atropellándose entre sí, cruzan nuestras calles, aterrorizados y extenuados. Les guiáis con vuestros látigos como se hace con los hatos de ganado y ellos se encogen instintivamente al oír su chasquido, intentado hurtar el cuerpo al golpe, aunque muchas otras filas les separen y protejan del azote. Mecánicamente, sin levantar o volver la cabeza, giran en dirección contraria a dónde lo oyen restallar. Tantos días de viaje han obrado su efecto, les habéis enseñado a obedecer sin pensar, sin rechistar. Han olvidado que son seres humanos.
Nosotros también tenemos esclavos. No somos inocentes. Siempre los hemos considerado como seres inferiores que merecen ese destino. Criminales, deudores, personas a las que sus vicios y debilidades las habían conducido a ese estado, hombres y mujeres que debían acabar necesariamente en esa situación, a la que realmente pertenecían. Pero nunca hubiéramos pensado que nuestros métodos podrían ser aplicados con tal rigor y con tanta eficiencia. Lo que nosotros ejercemos sobre unas pocas decenas de personas, vosotros lo aplicáis sobre cientos, miles, sobre una innumerable infinidad de rostros anónimos e indistinguibles. En donde nosotros buscamos alguien que nos sirva de preceptor de nuestros hijos, de labrador de nuestros campos, de criado para nuestras casas, vosotros sólo comprobáis que la cifra final coincida con la que os han encargado desde Roma.
Al principio, cuando nos enterábamos de la llegada de esas multitudes, atrancábamos puertas y ventanas y nos encerrábamos en los lugares más recónditos de nuestras casas. Era inútil. El eco lúgubre de sus pies encadenados traspasaba muros y suelos. Su olor, dulzón y penetrante, pesaba durante días enteros sobre las calles que habían atravesado y nadie podía evitar una mueca de repugnancia al cruzarlas. Sin embargo, no tardamos en acostumbramos. Al igual que vosotros, nos hicimos duros e insensibles. Fuisteis buenos maestros. Su marcha y su sufrimiento apenas nos distrae ahora del cáliz de vino que compartimos con unos amigos, ni supone más que un comentario casual en el ágora o en los baños. A lo sumo, el espectáculo provoca una exclamación de impaciencia o fastidio cuando, al dirigirnos al teatro o a la casa de hetairas, encontramos una calle cerrada por alguna de vuestras interminables caravanas.
¿Por qué no habíamos de pensar así? Nosotros no recibimos el impacto del látigo sobre nuestras espaldas, ni arrastramos cadenas y grilletes que nos llaguen las muñecas y tobillos. Nuestras mujeres e hijos siguen a nuestro lado, podemos gozar de su amor y respeto día tras otro, sin que nos roa la incertidumbre sobre sí mañana nos separarán para siempre. No tenemos que llorar campos devastados, ni lamentar hogares saqueados e incendiados. Todo lo nuestro crece y florece, bendecido por los dioses, según decretaron las Parcas antes de nuestro nacimiento. Entre nosotros y aquellos desgraciados se abre un abismo infranqueable, semejante al que nos separa de los animales. Muchos pensamos que aún tienen que agradecer, puesto que un supersticioso respeto a su inmerecida forma humana impide que se les trate peor que a las bestias. Nosotros, en cambio, somos libres y merecemos serlo. Ellos no. Es el viejo argumento, gastado y raído de tanto repetirlo, que nos sirve al mismo tiempo de bálsamo y escudo.
Para nuestra desgracia, la inquietud ha vuelto a nuestras almas. Vuestro apetito de esclavos no cesa. Por muchos que sean embarcados con destino a Roma, siempre reclamáis más, más, más. No hay pausas ni descansos. Apenas entregan su cargamento, los negreros vuelven a partir rumbo a las fronteras, acompañados por vuestras legiones, para comenzar nuevas guerras que permitan saciar vuestra hambre. Da igual, por muchas aldeas que saqueen, por muchos bárbaros que sojuzguen, a la vuelta les esperan nuevos pedidos, cada vez mayores, cada vez más urgentes. Lo poco que han traído sólo sirve para excitar aún más vuestro apetito e impaciencia.
¿Cómo es de grande Italia? ¿Cómo lo es Roma? Los viajeros cuentan que el país no es mayor que Grecia o Asia, y que tanto Alejandría o Antioquía, incluso la misma Éfeso, superan a Roma en tamaño y población. No podemos dar crédito a sus noticias. El mundo entero está siendo despoblado y sus habitantes trasladados a vuestro país. Si vuestra patria es tan pequeña como dicen, el mismo número de vuestras víctimas debía haberos abrumado y aplastado hace tiempo. Sólo existe otra opción, tan horrorosa que nos negábamos a creerla, tan inhumana que no nos atrevíamos a nombrarla, pero al final hemos tenido que admitirla. Todas las evidencias apuntan a ella.
La humanidad está siendo triturada y molida en vuestras minas y plantaciones
En el instante en que aceptamos la verdad, el frágil edificio de nuestras excusas y justificaciones se vino abajo, nuestra tranquilidad se hizo trizas. La angustia y el temor la han substituido. Rezamos a los dioses para que las caravanas de esclavos no se interrumpan jamás, para que su número y frecuencia no disminuyan en lo más mínimo. Quién sabe de lo que seríais capaces, si tal ocurriera. La sospecha, la certeza de que podáis volveros contra nosotros en busca de los esclavos que os falten, nos hiela la sangre y nos roba el sueño. Bastante sabemos lo que cabe esperar de vuestros tratados y garantías. Los campos sembrados de sal de Cartago y Corinto lo proclaman al mundo, aunque la primera estaba protegida por vuestros tratados más sagrados y la otra había sido siempre vuestra aliada. Los cadáveres insepultos de lusitanos y numantinos lo confirman, vuestra ambición les llevó a declararos la guerra que tanto deseabais y luego les castigasteis por ofreceros la justificación.
Ese miedo nos lleva a rebelarnos. Esa posibilidad nos mueve a poner en peligro nuestra paz y tranquilidad. Debemos golpear antes de que lo hagáis vosotros, antes de que os acordéis de nuestra existencia y ésta os moleste o perturbe, antes de que nuestras débiles fuerzas se os asemejen a una amenaza mortal contra vuestra seguridad. Ocurrirá así necesariamente, porque no toleráis testigos y cómplices de vuestros crímenes y nosotros lo hemos sido durante mucho tiempo.
Me doy la vuelta en la cama y espero a que llegue el sueño. No será reparador ni tranquilo, pero cuando despierte, habré dejado otro día atrás, uno de los muchos que aún faltan hasta tu muerte. Eso me fortalece. Ansío tanto ese día que verlo acercarse me hace sentir como si mi liberación ya hubiera llegado, porque sé que en el momento en que mi puñal atraviese tu cuerpo, toda la tensión y la incertidumbre de la espera se desvanecerán como por ensalmo. Ya no temeré ser descubierto, ya no temeré vuestro poder. Por eso quizás hayas notado que cada día que pasa me torno menos sombrío y reservado, que la luz vuelve a mis ojos y la sonrisa a mis labios. Teme la hora en que vuelva a bromear contigo.
Repentinamente los golpes cesan. Relajo el abrazo con el que estrechaba a mi hija contra el pecho. Ambas levantamos la cabeza y miramos a nuestro alrededor. En los parches de luz que proyectan los tragaluces del templo, aparecen otros rostros, pálidos y desencajados, tan llenos de terror como debe estarlo el nuestro.
- ¿Dónde está padre? – susurra mi niña entre sollozos
Vuelvo a estrecharla contra mi pecho y aprieto mi mejilla contra la suya. La hablo al oído dulcemente, intentando tranquilizarla.
- Prenda mía, no temas nada. Pronto se reunirá con nosotros.
Ella no ve las lágrimas que llenan mis ojos. Espero que mi voz no delate mis mentiras. No he vuelto a ver a mi esposo desde que se marcho esta mañana a visitar a uno de sus amigos. Ahora debe estar muerto. Nosotras también lo estaríamos, si no hubiera sido por aquel desconocido que cruzo nuestro barrio gritando a voces que venían a lincharnos. Gracias a él tuve tiempo de tomar a mi niña en brazos y refugiarme dentro de este templo en el que estamos sitiados, pero temo que sólo hayamos ganado una pequeña prórroga, unas cuantas horas más de horror antes de nuestra muerte.
Nuestros perseguidores no han dejado de golpear las batientes desde que las cerramos ante ellos. Para evitar que entrasen, hemos tenido que apuntalarlas apoyando nuestros cuerpos contra ellas. Las acometidas eran tan violentas que, tras cada embate, me parecía que las puertas iban a quebrar sus goznes y a precipitarse en el interior, seguidas por nuestros enemigos. Por eso he permanecido abrazada a mi hija todo este tiempo, ocultando su cabeza en mi seno, con los ojos cerrados y los dientes apretados, para que ninguna de las dos pudiese ver o anticipar nada, hasta que llegase lo inevitable.
Todo ha cesado ahora. El silencio se extiende, zumba en nuestros oídos, los ecos de los golpes se apagan. Los hombres que bloqueaban las puertas se dejan caer al suelo, extenuados por la tensión. Por primera vez podemos pensar. ¿Por qué se han detenido? ¿Qué planean hacer? Alguno se levanta e intenta encaramarse hasta los tragaluces, apoyando los bancos contra la pared, trepando por las estatuas de los dioses. Alguien comienza a cuchichear a mi lado. No consigo entender su voz, ni saber sí se dirige a mí. Pronto las conversaciones se generalizan, pero ninguna pasa de ser un murmullo. El miedo a ser entendidos, adivinados por nuestros perseguidores, paraliza las lenguas, aunque estemos separados de ellos por muros cuyo espesor ahogaría nuestros gritos.
La voz llega desde arriba, desde el techo del templo, clara y cercana, interrumpiendo nuestros diálogos, sembrando de nuevo el miedo en nuestras almas.
- Salid de ahí dentro. Entregaos. No tenemos nada contra vosotros. Vuestras vidas serán respetadas. Un barco está preparado en los muelles para llevaros a donde queráis. Vuestros amigos y parientes os esperan en él.
El silencio sucede a esas palabras. Percibo algunas siluetas que se dirigen hacia la puerta, vacilan y se tambalean, intentando no pisar a los que aún permanecen sentados.
- Hay que salir – se les oye decir – tiene razón, debemos confiar en ellos.
Los que apuntalaban la puerta se apartan al verlos acercarse. Toman los pasadores de los cerrojos en sus manos y van descorrerlos, cuando un hombre se interpone en su camino. Su actitud les sorprende y retroceden un paso, expectantes.
- ¿Qué creéis que vais a hacer?
Un haz de luz cae sobre el rostro del hombre que les cierra el paso, resaltando las profundas arrugas que recorren su rostro.
- Vamos a salir de esta trampa, anciano – le responden.
- ¿Habéis perdido el juicio?
- Nuestro encierro sólo sirve para irritarles. Más vale entregarse, cuando aún hay tiempo, si queremos salvar nuestras vidas.
- ¿Creéis que van a respetarlas? ¿Dónde está el resto de nosotros? Preguntádselo, a ver que respuesta os dan.
- Tú lo has oído. Nos esperan en el puerto.
- ¿Por qué no han traído a ninguno entonces? Hasta que no oiga una voz que conozca no voy a salir de aquí ni dejaré salir a nadie. No voy a permitir que acaben conmigo tan fácilmente.
- Quita de ahí, viejo chocho, no vamos a dejarnos matar por tu culpa.
Se abalanzan sobre él, pero algo brilla en las manos del anciano. Todos se apartan de su lado dejando un círculo vacío su alrededor. Cómo una bestia acorralada, el anciano vigila a un lado y a otro, comprobando las posiciones de sus enemigos, tratando de no ser sorprendido.
- Tendréis que matarme si queréis abrir esta puerta, pero me llevaré a alguno conmigo. ¿Quién va a ser el primero?
Los que le rodean titubean un instante y luego comienzan a rodearle, aproximándose inexorablemente a él. El anciano se lanza contra uno que se ha acercado demasiado, luego contra otro, pero siempre se le escabullen. Mientras, el resto ha estrechado un poco más el círculo. Están fatigándole. No aguantará mucho más.
La voz vuelve a interrumpirnos.
- El tiempo se acaba. ¿Qué decidís? ¿Vais a entrar o tenemos que entrar?
Alguien grita. Es mi voz. Su sonido ronco me estremece, como hace con los que me rodean, incluso con los que combaten en la puerta.
- ¿Dónde está mi marido? Mostrádmelo. Quiero ver que aún vive.
No grito ya sola. Todos me acompañan. Las voces, los nombres, los ecos se acumulan, se mezclan, hasta que ya sólo se escucha un estruendo ininteligible.
Se desvanece tan rápido como se había formado. Desde lo alto nos llegan los ecos de una discusión. Hablan en voz baja para que no les entendamos, pero nos llega el tono agrio y duro de sus voces. No tardan mucho en olvidar toda prudencia y comienzan a chillarse, como si no estuviéramos bajo sus pies.
- Te he dicho que incendiéis el templo.
- ¡Es un lugar sagrado! ¡No podemos hacerlo!
- Me da igual. No podemos estar todo el día esperando, hay que acabar con ellos. Ya construiremos otro.
- Pero…
- No hay peros que valgan, traed leña y teas. Incendiadlo ya.
Un clamor de horror se eleva de entre nosotros. Los que luchaban en la puerta aprovechan el momento para empujar al anciano y salir al exterior. No les sirve de nada. En cuanto cruzan el umbral caen atravesados por flechas y lanzas. No hay salida. La desesperación se adueña de nosotros. Algunos vagan en círculos, hablando consigo mismos, los ojos abiertos de par en par, incapaces de aceptar lo que nos está sucediendo. Otros se lanzan al exterior para morir antes de que el fuego les alcance, para ver la luz y el cielo por última vez. Sus cuerpos se acumulan en el umbral, entre las columnas del peristilo, en las escalinatas que ascienden al templo. Muchos se cubren los oídos con las manos y hunden su cabeza en el suelo, para no oír, para no ver, como si esto fuera una pesadilla de la que se puede despertar en la seguridad del lecho. La mayoría se apretuja contra los pedestales de las estatuas de los dioses, se abraza a ellos, levanta sus manos implorantes hacia sus efigies, pero ellas continúan inmóviles, la mirada vacía y fija en algún punto de la pared, indiferentes y ausentes a los asuntos de los hombres.
El anciano se arrastra hasta mi lado. Le veo limpiar con su manto el filo de su espada. Nuestras miradas se encuentran. Tras unos momentos, él asiente con la cabeza. Sé que no nos matará el fuego.
Nota: Esta historia también tiene una base histórica. Tras haber derrotado al gobernador de Asia, Mitrídates conspiró con las ciudades griegas para que se levantasen un día determinado y asesinasen a todos los romanos que encontrasen. Murieron más de 80.000 personas en un solo día. Es cierto también que los romanos utilizasen Asia y las campañas del interior como fuente para suministrar esclavos a sus plantaciones.
domingo, 24 de octubre de 2010
100 AS (XXXIV): Girls Night Out (1986) Joanna Quinn
En estos domingos de cortos animados, siempre según la lista de Annecy, le ha llegado el turno a Girls Night Out, dirigido en 1984, por Joanna Quinn, en ese formato que ahora se llamaría animación 2D, pero antes de entrar en el análisis del corto dos importantes puntualizaciones, la primera que este corto y muchos otros de los años 80 y 90 se los debemos a que un canal de televisión británico, el channel 4, decidió que la animación era una forma de cine en la que merecía la pena invertir, y que además esa inversión debía ir dirigida a cortos más o menos experimentales, o que al menos se saliesen de lo corriente. La segunda es que este corto está dirigido por una mujer.
Puede soñar extraño que resalte ésto, pero es que el cine, tanto en su versión real como animada, ha resultado ser uno de los entornos más refractarios a la igualdad de sexos. Apenas hay mujeres directores, quedando relegada su presencia a labores secundarias o al cuerpo actoral, y las pocas que hay suelen ser objeto de las críticas más despiadas, desde el realizar películas propias de su sexo o ser hija de X, hasta el más común, a falta de otros argumentos, de ser incapaces de igualar los logros de los grandes directores del pasado/presente.
Sin embargo, cuando me he asomado a la obra de estas mujeres/directoras debo reconocer que la experiencia ha valido la pena, quizás por mis curiosidad innata por conocer otros modos de pensar, o mejor dicho, las diferentes formas en que otras personas observan lo mismo que yo veo. En este blog ha quedado constancia de mi pasión por el cine de Chantal Akerman, que muy pocos directores serían capaces de igualar, tanto por su rigor como por su experimentación, y en cuanto se rasca un poco se encuentra que la mujer siempre ha estado presente en la historia del cine, realizando cualquier trabajo o actividad que los hombres pudieran desarrollar.
En ese sentido, Joanna Quinn es una de las grandes animadoras recientes y este corto es una de las mejores pruebas. A primera vista muchos podrían mirar con condescendencia a este corto, al considerarlo como un chiste alargado, pero en animación, más que en el cine de personajes reales, el medio es el mensaje, y donde Quinn demuestra su maestría es en la utilización de los recursos de la animación para representar esta breve escapada nocturna de un grupo de amas de casa, prisioneras de sus matrimonios, como queda representado en la secuencia de capturas que encabezan la entrada en la que se ilustra la fuga de este grupo de amigas, de sus hogares al bar donde van a divertirse.
Una secuencia que es, ante todo, cualquier cosa menos realista, que busca simbolizar e ilustrar, intentando que la libertad del dibujo, ese caber todo en el papel, esa posibilidad de acentuar los colores, de exagerar, de caricaturizar, en suma, sea el que gobierne la narración de la historia, liberándola de la servidumbre a un guión y permitiendo la expresión de ideas y sentimientos que no estaban él y que serían imposibles de transmitir con los medios del cine de personajes reales.
Y como siempre les dejo con el corto, para que lo disfruten.
jueves, 21 de octubre de 2010
Who are the barbarians?
Connors stood just outside the firelight and watched them. They were heating their bayonets in the fire and torturing them to Mangas' feet and legs. After the chief had endured this torture several times, he raised up and "began to expostulate in a vigorous way by telling the centinels in Spanish that he was no child to be playing with. But his expostulations were cut short, for he had hardly begun his exclamation when both sentinels promptly brought down their minié muskets to bear on him and fired, nearly at the same time".
When Mangas fell back, the guards emptied their pistols into his body. A guard took his scalp, another cut off his head and boiled the flesh away so that he could sell the skull to a phrenologist in the East. They dumped the headless body in a ditch. The official military report stated that Mangas was killed while attempting scape.
Dee Brown, Bury my heart at Wounded Knee.
La semana pasada, en un descanso de mi viaje por las memorias casanovianas, estuve leyendo el magnífico libro de Dee Brown arriba citado, en el que se narra la destrucción de los indios de las praderas en el oeste americano durante el periodo que va de 1860 a 1890. Una destrucción aplicada con tanto rigor que casi puede ser calificada de genocidio, sino humano, si cultural, y en todo caso un vergüenza para los EEUU en particular y para toda la civilización occidental... porque no olvidemos que en el siglo XVI, nosotros, los habitantes de este estado que aún llamamos España, destruimos un buen número de culturas americanas, extinguimos bastantes pueblos y redujimos a los supervivientes a la servidumbre.
Sin embargo, dejando aparte esa triste constatación, lo primero que me vino a la cabeza es como la justificación de ese acto de barbarie cultural, se propagó a lo largo de todo el siglo XX hasta casi 1970, en forma de productos de la cultura popular, en los que el indio aparecía como bárbaro, salvaje y cruel, destinado por tanto, a ser sometido y civilizado por el hombre blanco o aniquilado si ofrecía resistencia e intentaba defenderse. Incluso, en los filmes en que este aspecto ideológico y racistas no era subrayado, el indio quedaba reducido a un elemento más del decorado, tan éxótico y pintoresco como los desiertos, las praderas o los relieves del Monumental Valley.
Quede claro, antes de que alguien replique, que no estoy haciendo un juicio de valor sobre la calidad de las películas. Cada tiempo tiene sus prejuicios y es muy difícil que un artista escape a ellos o que evite que se filtren en su obra, por muy avanzadas que sean sus ideas político/sociales. En westerns magníficos como Stagecoach, Rio Grande e incluso The Searchers, todos de Ford, el indio aprece como una fuerza natural, no muy distinta de los lobos o las tormentas, cuya único propósito es la eliminación del hombre blanco y de su estirpe, debiendo ser exterminado. Incluso en películas que observan al indio con mayor simpatía, como Fort Apache o She Wore a Yellow Ribbon, el indio bueno es aquel que se somete al hombre blanco y acepta ser confinado en la reserva (aunque hay que decir para su descargo que en ambas películas, la reacción violenta de los indios es debida a la estupidez del coronel blanco, en un caso, y la codicia del gobierno, en el otro).
Incluso en películas de a partir de 1950, que se muestran como abiertamente pro indias, como es el caso Apache, Cheyenne Autumn o Broken Arrow, el conflicto se muestra como producto de radicales de ambos bandos, sin que haya un claro culpable,resolviéndose en todos los casos el conflicto con la convivencia pacífica entre blancos e indios, los unos en su reserva, los otros en sus pueblos y granjas, bajo la protección de la caballería de los EEUU. Una visión parcial que llega a infectar una película más que notable como es Ulzana's raid, en sí casi un documental antropológico, donde el mito del indio bárbaro y salvaje sigue mostrando su fuerza.. no porque el indio no fuera violento y no buscara vengarse de manera bárbara, sino porque, como veremos, se nos oculta que se trata de una venganza y se nos hace pasar como rasgo cultural.
Por último, en esta revisión de productos de la cultura popular, no voy a entrar en el cine post 1960, ya que en una última muestra de colonialismo cultural, el indio de las praderas acabó convertido en una especie precursor del movimiento hippy, pacifista y en armonía con la naturaleza, cuando en realidad eran pueblos orgullosos de su cultura nativa, dispuestos a defenderla por medios violentos, si esto era necesario.
Por supuesto, la realidad es muy distinta de la que nos muestran las películas. Lo cierto, como muestra el libro de Dee, es que la expansión de los EEUU hacia el oeste, justificada con ideas racistas de superioridad del blanco sobre el indio y la doctrina del Manifest Destiny, fue uno de los mayores robos de la historia, en la que los indios fueron despojados de sus tierras, restringidos a reservas mínimas e incluso deportados a terrenos baldíos y malsanos, donde languidecieron hasta casi desaparecer. Una expropiación en la que los sucesivos tratados de paz, tras cada guerra india fueron quebrados siempre por las autoridades de los EEUU, a medida que en los terrenos reservados a perpetuidad se descubrían riquezas minerales o la presión migratoria obligaba a abrir nuevas tierras a los colonos.
Un proceso donde las guerras indias, la rebelión de los indígenas contra la intrusión del hombre blanco en sus tierras, muy raramente se resolvía en victoria, que apenas servía para retrasar la expulsión unos cuantos años, pero con mayor regularidad acababa en derrota total, acompañada por masacres a cargo de la caballería y el exterminio de las tribus indias que apenas contaban con unos pocos miles de individuos, frente al poder de todo un estado moderno, armado con artillería, rifles de repetición, y abastecido por ferrocarril, al que los indios sólo podían oponer sus caballos, sus arcos y flechas, y los pocas armas de fuego que habían conseguido comprar, hasta que se quedaban sin munición o simplemente se averiaban.
Un tiempo donde los mismos indios que habían recibido como amigos a los hombres blancos unas décadas antes, se rebelaban contra su creciente perfidia y les combatían abiertamente, simplemente porque más valía morir con las armas en la mano que languidecer como esclavos, y donde la crueldad creciente con la que los indios trataban a los blancos no era más que un reflejo y una copia que la que los blancos aplicaban contra ellos, al considerarlos como inferiores.
Porque si alguien queda que lo duda, hay que recordar que el cortar la cabellera fue algo que los indios aprendieron de los blancos y éstos, incluso las unidades de caballería, aplicaban con completa generosidad. Y si alguien sigue dudándolo, basta releer el fragmento que incluyo al principio de esta entrada, donde un jefe Apache, que había acudido en son de paz para negociar con el hombre blanco, es hecho prisionero, torturado y asesinado por sus captores, que luego se ensañan con su cadáver, como si fuera el de una alimaña.
When Mangas fell back, the guards emptied their pistols into his body. A guard took his scalp, another cut off his head and boiled the flesh away so that he could sell the skull to a phrenologist in the East. They dumped the headless body in a ditch. The official military report stated that Mangas was killed while attempting scape.
Dee Brown, Bury my heart at Wounded Knee.
La semana pasada, en un descanso de mi viaje por las memorias casanovianas, estuve leyendo el magnífico libro de Dee Brown arriba citado, en el que se narra la destrucción de los indios de las praderas en el oeste americano durante el periodo que va de 1860 a 1890. Una destrucción aplicada con tanto rigor que casi puede ser calificada de genocidio, sino humano, si cultural, y en todo caso un vergüenza para los EEUU en particular y para toda la civilización occidental... porque no olvidemos que en el siglo XVI, nosotros, los habitantes de este estado que aún llamamos España, destruimos un buen número de culturas americanas, extinguimos bastantes pueblos y redujimos a los supervivientes a la servidumbre.
Sin embargo, dejando aparte esa triste constatación, lo primero que me vino a la cabeza es como la justificación de ese acto de barbarie cultural, se propagó a lo largo de todo el siglo XX hasta casi 1970, en forma de productos de la cultura popular, en los que el indio aparecía como bárbaro, salvaje y cruel, destinado por tanto, a ser sometido y civilizado por el hombre blanco o aniquilado si ofrecía resistencia e intentaba defenderse. Incluso, en los filmes en que este aspecto ideológico y racistas no era subrayado, el indio quedaba reducido a un elemento más del decorado, tan éxótico y pintoresco como los desiertos, las praderas o los relieves del Monumental Valley.
Quede claro, antes de que alguien replique, que no estoy haciendo un juicio de valor sobre la calidad de las películas. Cada tiempo tiene sus prejuicios y es muy difícil que un artista escape a ellos o que evite que se filtren en su obra, por muy avanzadas que sean sus ideas político/sociales. En westerns magníficos como Stagecoach, Rio Grande e incluso The Searchers, todos de Ford, el indio aprece como una fuerza natural, no muy distinta de los lobos o las tormentas, cuya único propósito es la eliminación del hombre blanco y de su estirpe, debiendo ser exterminado. Incluso en películas que observan al indio con mayor simpatía, como Fort Apache o She Wore a Yellow Ribbon, el indio bueno es aquel que se somete al hombre blanco y acepta ser confinado en la reserva (aunque hay que decir para su descargo que en ambas películas, la reacción violenta de los indios es debida a la estupidez del coronel blanco, en un caso, y la codicia del gobierno, en el otro).
Incluso en películas de a partir de 1950, que se muestran como abiertamente pro indias, como es el caso Apache, Cheyenne Autumn o Broken Arrow, el conflicto se muestra como producto de radicales de ambos bandos, sin que haya un claro culpable,resolviéndose en todos los casos el conflicto con la convivencia pacífica entre blancos e indios, los unos en su reserva, los otros en sus pueblos y granjas, bajo la protección de la caballería de los EEUU. Una visión parcial que llega a infectar una película más que notable como es Ulzana's raid, en sí casi un documental antropológico, donde el mito del indio bárbaro y salvaje sigue mostrando su fuerza.. no porque el indio no fuera violento y no buscara vengarse de manera bárbara, sino porque, como veremos, se nos oculta que se trata de una venganza y se nos hace pasar como rasgo cultural.
Por último, en esta revisión de productos de la cultura popular, no voy a entrar en el cine post 1960, ya que en una última muestra de colonialismo cultural, el indio de las praderas acabó convertido en una especie precursor del movimiento hippy, pacifista y en armonía con la naturaleza, cuando en realidad eran pueblos orgullosos de su cultura nativa, dispuestos a defenderla por medios violentos, si esto era necesario.
Por supuesto, la realidad es muy distinta de la que nos muestran las películas. Lo cierto, como muestra el libro de Dee, es que la expansión de los EEUU hacia el oeste, justificada con ideas racistas de superioridad del blanco sobre el indio y la doctrina del Manifest Destiny, fue uno de los mayores robos de la historia, en la que los indios fueron despojados de sus tierras, restringidos a reservas mínimas e incluso deportados a terrenos baldíos y malsanos, donde languidecieron hasta casi desaparecer. Una expropiación en la que los sucesivos tratados de paz, tras cada guerra india fueron quebrados siempre por las autoridades de los EEUU, a medida que en los terrenos reservados a perpetuidad se descubrían riquezas minerales o la presión migratoria obligaba a abrir nuevas tierras a los colonos.
Un proceso donde las guerras indias, la rebelión de los indígenas contra la intrusión del hombre blanco en sus tierras, muy raramente se resolvía en victoria, que apenas servía para retrasar la expulsión unos cuantos años, pero con mayor regularidad acababa en derrota total, acompañada por masacres a cargo de la caballería y el exterminio de las tribus indias que apenas contaban con unos pocos miles de individuos, frente al poder de todo un estado moderno, armado con artillería, rifles de repetición, y abastecido por ferrocarril, al que los indios sólo podían oponer sus caballos, sus arcos y flechas, y los pocas armas de fuego que habían conseguido comprar, hasta que se quedaban sin munición o simplemente se averiaban.
Un tiempo donde los mismos indios que habían recibido como amigos a los hombres blancos unas décadas antes, se rebelaban contra su creciente perfidia y les combatían abiertamente, simplemente porque más valía morir con las armas en la mano que languidecer como esclavos, y donde la crueldad creciente con la que los indios trataban a los blancos no era más que un reflejo y una copia que la que los blancos aplicaban contra ellos, al considerarlos como inferiores.
Porque si alguien queda que lo duda, hay que recordar que el cortar la cabellera fue algo que los indios aprendieron de los blancos y éstos, incluso las unidades de caballería, aplicaban con completa generosidad. Y si alguien sigue dudándolo, basta releer el fragmento que incluyo al principio de esta entrada, donde un jefe Apache, que había acudido en son de paz para negociar con el hombre blanco, es hecho prisionero, torturado y asesinado por sus captores, que luego se ensañan con su cadáver, como si fuera el de una alimaña.
miércoles, 20 de octubre de 2010
Pleasure Of Movement (y II)
Esta entrada debería ser muy corta. En realidad le bastarían las capturas para expresar completamente lo que quisiera decir. Pero ¡Ay! que en contra de lo que afirman algunos teóricos del cine, las imágenes son esencialmente ambiguas y se hace necesario introducir la palabra para que las intenciones queden claras, a menos, claro ésta, que la auténtica intención sea permitir la libertad interpretativa.
El caso, como comentaba la semana pasada, es que la película de Eve no Jikan se las arregla para ser mejor que la serie original, aún cuando son los mismos episodios que ya se pudieron ver, recosidos con algunas escenas de transición. En cierta manera, el poder verlos todos de una sola tacada les otorga una unidad que faltaba en su emisión mensual y, sobre todo, permite que el efecto de lo ya visto se vaya acumulando, hasta estallar en momentos muy determinados.
Pero no es esto lo que quería señalar, tampoco fue lo que motivó la entrada anterior, ni la razón tras las capturas que encabezan estas anotaciones. Lo importante es darse cuenta de algo que vengo repitiendo una y otra vez en este blog, de manera más o menos clara: la esencia de la animación es la reproducción del movimiento. El placer infantil, la ilusión siempre renovada, cuando se contempla como lo inanimado, el dibujo, el objeto, el muñeco, cobra vida ante nuestros ojos, remedando nuestros actos cotidianos, para obligarnos a observar esos actos, gestos y movimientos, que por habituales habíamos olvidado por entero, como si fueran completamente nuevos, como si se creasen en ese mismo momento ante nuestros ojos, para nuestro gozo y disfrute.
O como en este caso, para que observemos como los sentimientos más complejos y profundos, la repentina compasión, el deseo de romper las barreras entre los cuerpos, el súbito miedo a ser rechazados y la aceptación resignada de los imposibles, se resumen en la trayectoria de una mano.
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