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miércoles, 3 de noviembre de 2021

Exposición Ad Reinhard, El arte es el arte y todo lo demás es todo lo demás, en la fundación Juan March

 


Se acaba de abrir en la fundación Juan March una exposición muy, pero que muy notable, tanto por las obras expuestas como por su carácter "metaartístico". Está dedicada al artista Ad Reinhard, pintor abstracto norteamericano de mediados de siglo, y su subtítulo ya nos da una una pista de la cualidad "meta" a la que me refería: El arte es el arte y todo lo demás es todo lo demás.

¿Qué quiero decir? Pues que la muestra está dividida en dos partes sin comunicación entre ellas. Separación que no es sólo temática, sino física, de manera que se podría hablar de dos exposiciones distintas, aisladas e independientes entre sí. Así, nada más entrar, se obliga al visitante a elegir entre "el arte" y "todo lo demás", que se hallan a lados opuestos del vestíbulo de entrada. Un lugar de tránsito, no expositivo, que hay que volver a cruzar cuando se quiere visitar el "otro lado", sin que lo que hay en él sea visible desde "nuestro" lado y viceversa.

sábado, 20 de marzo de 2021

Sólo una matanza sin sentido (I)

 -Yo ya he perdido la costumbre de actuar -respondí-. Soy italiano. Después de veinte años de esclavitud, los italianos ya no sabemos actuar, ya no sabemos asumir responsabilidades. Como al resto de italianos, a mí también me han roto el espinazo. En estos veinte años hemos dedicado todas nuestras energías a sobrevivir. Ya no servimos para nada. Sólo sabemos aplaudir. ¿Quieren que vaya a aplaudir ante el general Von Schobert y el coronel Luppo? Si quieren, puedo ir hasta Bucarest para aplaudir al mariscal Antonescu, al Perro Rojo, si eso les va a ayudar. Más no puedo hacer. ¿O es que quieren que me sacrifique por Ustedes inútilmente? ¿Quieren que me sacrifique en plena plaza Unirii para defender a los judíos de Iasi? Si pudiera, me habría sacrificado en una plaza de Italia para defender a los italianos, Ni nos atrevemos a actuar, ni sabemos cómo hacerlo, ésa es la verdad -concluí girando la cabeza para ocultar el rubor de mi rostro.

Curzio Malaparte, Kaputt

El nombre de Malaparte pertenece, de siempre, a mis referencias literarias, a pesar de no haber leído, hasta ahora, ninguna de sus novelas. En mis primeras lecturas sobre la Segunda Guerra Mundial, una historia del conflicto con claro enfoque italiano, su nombre aparecía una y otra vez, siempre con las mejores referencias. No ha sido hasta el 2020 cuando al fin me he atrevido con  su obra, al leer en un suplemento cultural que se iba a publicar una nueva traducción de su novela Kaputt, partiendo base la versión más o menos definitiva, restaurada y corregida, del texto. La experiencia no ha podido ser mejor: ha sido otro de mis descubrimientos deslumbrantes del año pasado, con los que he podido sobrevivir a la locura de la pandemia. El impacto ha sido de tal magnitud que empecé a comprarme libros de Malaparte, en especial aquéllas inspiradas por otra locura, esta vez humana: la Segunda Guerra Mundial y el holocausto.

Malaparte es uno de esos escritores que no se pueden entender disociados de su biografía -en realidad obra y vida no se pueden separar en ningún caso, algún día les contaré mi opinión-. Sus dos obras mayores, Kaputt y La piel, se pretenden diarios novelados de las experiencias del escritor durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, Kaputt es una extensión/releboración de las crónicas periodísticas que el escritor enviaba desde el frente: Ucrania en el verano de 1941, Finlandia en el invierno de 1942-43, recopiladas luego en El Volga nace en Europa. Sin embargo, esta imbricación literatura-vivencias no se detiene ahí: para entender lo que nos cuenta Malaparte en esa novela, así como su rabia, radicalidad e hipérbole, es crucial entender la evolución política del escritor.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Algo completamente nuevo


 






 

Me resulta difícil encontrar reproches a la exposición Mondrian y De Stijl que se puede visitar en el MNCARS madrileño, más con las dificultades sobrevenidas con la pandemia. No sólo recorre la trayectoria de un pintor esencial en la historia de las vanguardias y la modernidad, como fue el holandés Piet Mondrian, sino que nos permite apreciar las diferencias y semejanzas con ese conglomerado de artistas que fue Der Stijl: distintas aproximaciones al problema de la abstracción, aunque todas en la dirección del geometrismo y la racionalidad. Si eso, el único pero que se le podría señalar es la ausencia de la virtud central de otra exposición de hace ya un cuarto de siglo: la Kandinski/Mondrian, dos caminos hacia la abstracción, realizada por la Fundación La Caixa.

En aquella ocasión, la tesis que vertebraba  esa muestra era ilustrar cómo ambos artistas, en torno a la fecha de 1910, habían descubierto y transitado hacia la abstracción. La cuestión no es baladí, puesto que la gran revolución de la década de 1900 fue precisamente la irrupción de la pintura abstracta en una tradición cultural, como la europea, que desde 1400 había adoptado como rasgo distintivo la representación veraz de la realidad. Ese cambio sin retorno no fue producto de la inspiración repentina de un artista genial, identificado de ordinario con Kandinski, sino que involucró a muchos otras artistas del periodo 1890-1910, De manera recurrente, las posibilidades abiertas por su evolución artística les llevaron a una disyuntiva crucial: romper con todo asomo de figuración o retroceder y elegir un nuevo camino. 

domingo, 2 de febrero de 2020

Los nuevos/viejos caminos

Miguel Ángel Campano, Rithm & Blues

Han coincidido, en el MNCARS, dos muestras de artistas españoles contemporáneos. Por un lado, la titulada D'Apres y dedicada al pintor Miguel Ángel Campano, quien apenas tuvo tiempo de colaborar en ella antes de su muerte hace dos años. Por otro, Abandonar la escritura, que se centra en la figura del poeta experimental Ignacio Gómez de Liaño, aún vivo y que no se muerde la lengua a la hora de defender ciertas opciones políticas muy recientes y no menos despreciables. Vaya por delante, que he visto ambas exposiciones con cierto apresuramiento, a pesar del interés de su contenido, así que, por desgracia, mis comentarios no van a pasar de superficiales y estereotipados.

Con claridad, Campano se inscribe en la larga y caudalosa corriente de la pintura abstracta, ya centenaria. Incluso, a primera vista, se le podría encuadrar con los informalismos que surgieron, un tanto a destiempo, a finales de los cincuenta en la España de la dictadura, si no fuera porque Campano pertenece una generación posterior, la que desarrollaría su obra en tiempos de la transición y la democracia. Una época, no se olvide, que presencia la quiebra de la modernidad y su disolución en el posmodernismo de los ochenta, por lo que cualquier intento de perseverar en la abstracción - o en cualquiera de los dejes modernos- por fuerza debería parecer anticuado. Una mirada hacia un pasado que comenzaba a ser historia, de ésa que permanece cogiendo polvo en los manuales especializados.

Hay que reconocer que Campano, en su larga trayectoria, no se limitó a encontrar una fórmula reconocible que pudiese rentabilizar con facilidad. Su obra se caracteriza por una elogiable experimentación, en la que abundan los vuelcos completos, los bruscos virajes. Tan radicales que se podría confundir esta exposición monográfica con una colectiva, en la que se hubiese ilustrado una época y un estilo artístico describiendo un sistema solar de pintores, con sus influencias y referencias. No obstante, a pesar del afán renovador de Campano, sus pinturas pueden clasificarse en dos ramas bien diferenciadas de la abstracción: la colorista, a la que volvería una y otra vez, que remitiría tanto al primer Kandinski como a los autores más dinámicos del informalismo de los cincuenta,  enfrentad un geometrismo monocromático de acabado tosco y áspero, no tanto al estilo de la Bauhaus y sus reencarnaciones de posguerra, pero sí con claras referencias a Malevich y a los supermantistas.

Dos opciones entre las que prefiero la colorista, quizás por aparecerme más musical y menos cerebral.





Respecto a Liaño, su obra se inscribe en la exploración de un problema que la modernidad no supo resolver y que la posmodernidad adoptaría como uno de sus rasgos definitorios. Hacia los sesenta del pasado siglo quedó claro que las divisiones entre las artes se habían convertido en corsés, que limitaban la expresividad del artista y el impacto sobre los espectadores. Nació así el concepto de artes extendidas, que buscaba romper esas barreras entre técnicas y formatos, con el objetivo de rescatar el arte de unos museos que habían devenido templos sacrosantos, cuando no mausoleos inaccesibles. Lugares en los que el carácter sagrado de lo expuesto imposibilitaba cualquier otra reacción que no fuera la de sumisión, humillación y adoración. Sin dudas y sin fisuras.

Esa reacción no era nueva, puesto que su primera expresión había tenido lugar con el Dadá de 1910, del cual estos artistas se proclamaban herederos y admiradores. La diferencia es que sólo en los años sesenta pasó a formar parte de la corriente principal de la creación artística, mientras que las categorías tradicionales se tornaban caducas, por mucho que hubieran vertebrado hasta entonces las vanguardias. Así, la poesía, que es el campo que cultiva Gómez de Liaño, busca escapar de las páginas de los libros e invadir la vida cotidiana, ya sea en forma de manifiestos en video -que ahora youtube permite alcanzar una difusión masiva-, instalaciones en que las frases se convierten en paisajes, juegos que utilizan el azar y la arquitectura para generar poemas de forma aleatoria -y supuestamente de variedad infinita-. o esculturas-paradoja donde el temblor del poema se materializa en objeto visible.

¿Funciona? Es discutible y ese es su mayor fracaso. Si se pretendía que el arte de vanguardia llegase e  influyese a amplios sectores de la población, en especial los que no tienen tiempo o inclinación para apreciarlo, el experimento se ha cerrado con un fiasco. Este arte extendido/expandido, diseñado para la calle, concebido para la participación de todos, ha devenido otro prisionero más de los museos de arte contemporáneo a los que tanto detestaba. Una curiosidad ante la que desfilan escasos curiosos, que no ocultan su desinterés  y aburrimiento.

Un arte para nuevas élites, como el antiguo. Como mucho para quienes conocen la broma.

domingo, 1 de diciembre de 2019

La descarnada realidad

Indiferentes siguieron hablando, simbiotizándose, apelmazados en una única materia sensitiva. La ciudad, el momento, la rigidez propia de una determinada situación, de unos determinados placeres, de unas prohibiciones inconscientemente acatadas, de un vivir parásito pecaminosamente asumido, de un desprenderse de dogmas dogmáticamente establecido, de un precisar de normas estéticamente indeterminado, de un carecer de norte con varonil violencia -aunque con estéril resultado- urgentemente combatido, los hacían tal como sin remedio eran (como ellos creían que eran gracias a su propio esfuerzo). El bajorrealismo de su vida no llegaba a cuajar en estilo. De allí no salía nada.

Luis Martín-Santos, Tiempo de Silencio

Hace unas entradas les señalaba de la difícil misión, casi imposible, que supone diseñar un sistema educativo. Pueden pasar hasta veinte años en que el escolar salga con un título universitario, sin que nada garantice en ese momento que sus conocimientos sigan siendo válidos, mucho menos relevantes. El problema, el que lo torna irresoluble, no es de planificación, sino de incertidumbre. Vivimos en un tiempo en el que, sin exagerar, se producen revoluciones tecnológicas anuales, por lo que no tiene ningún sentido inculcar,  desmenuzándolos hasta en sus más nomios detalles, saberes que se habrán quedado anticuados en unos pocos años. Las herramientas en uso serán muy otras cuando haya que buscar un empleo y ganarse la vida. Y quien habla de ciencia e ingeniería, se refiere también al arte y literatura. Nadie puede predecir qué, de lo que está de moda en una década, seguirá siendo recordado a la siguiente.
Ejemplos hay a montones. Cuando yo era un adolescente, el op-art -ya saben, Vasarely y Riley- parecía el último estadio en la ascensión sin límite de la modernidad. Cuarenta años más tarde, la modernidad es repudiada de forma general, mientras que el op-art ha quedado arrumbado a la categoría de retro-futuro. Ya saben, esas fantasías del porvenir que se figuran las sociedades, pero que no pasan de ser destilaciones de sus sueños y aspiraciones en esa época, sin parecido alguno con lo que acaecerá en realidad. De la misma manera, en mi manual de literatura de bachillerato -el famoso Lázaro-Carreter-, la novelística posterior a 1940 -que sólo abarcaba hasta 1980, recuerden-, quedaba reducida a una árida e indigerible lista de nombres, sin clasificación ni jerarquía alguna, fuera de algunos hitos esenciales: La familia de Pascual Duarte de Cela, Nada de Carmen Laforet, Tiempo de Silencio de Martín-Santos. Inicio y acicate de cambios cuantitativos, revolucionarios incluso, en la literatura española de posguerra.

Un inciso. A punto he estado de escribir que Martín-Santos NO aparecía en el Lazaro-Carreter, lo que iba a utilizar como apoyo de mi tesis del olvido inevitable, la inutilidad del conocimiento, la ingratitud patria, etc, etc. Por suerte, sí que figuraba y con dos menciones, además, aunque breves. Lo cierto es que en mi memoria, Tiempo de silencio y Martín-Santos no quedaron impresos entre los imprescindibles, los de obligada lectura. Fue sólo un poco más tarde, en COU, cuando cobre consciencia de su importancia. Un profesor de la rama de letras lo recomendaba a a los que seguían ese camino y yo, que había escogido ciencias, les veía enfrascados en su lectura, aunque no lo leí entonces. No obstante, también es cierto -redundando en mi tesis- es que aún en fechas recientes se ha querido restar importancia a este autor. En el compendio colectivo Cuarenta años con Franco, dirigido por Julián Casanova, ni se le nombraba en el capítulo dedicado a las artes. Sospecho que era una venganza por el lugar preeminente que Gregorio Morán le había reservado en El Cura y los Mandarines, demolición controlada del canon literario, interesado y parcial, que se construyó durante el franquismo y se continuó durante la transición.

O tempora. O mores.

viernes, 22 de noviembre de 2019

El desgarro de lo pasado

Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.


Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.


                                                      Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.


Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
–invocando un pasado que jamás existió–


para creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse. 


Jaime Gil de Biedma, Aunque sea un instante, de la compilación Las personas del verbo

Una pregunta muy frecuente, cuando se habla del sistema educativo, es la de qué hay que enseñar a los niños, de entre todo el conocimiento existente. Por supuesto, esa pregunta nunca se plantea de modo abstracto, sino con un objetivo muy concreto: qué se debe aprender para estar preparados para el mundo actual. El problema -y lo que hace que esta cuestión no admita respuestas sencillas,. incluso resulte estéril- no es el qué enseñar, sino qué consideramos el mundo actual. el de ahora o el de un futuro aún por ser definido. La educación, desde que se entra en el colegio hasta que se consigue un título universitario, bien puede abarcar más de 20 años, un periodo en el que pueden producirse infinidad de revoluciones tecnológicas. Por que se hagan una idea, yo comencé a estudiar en una sociedad en que el ordenador, el móvil y la Internet no existían e incluso, en ciertos aspectos, eran  inimaginables. Sólo comenzaron a ser una realidad, al alcance de todos, cuando me gradué en 1990, pero aún entonces estaban reservados para unos pocos privilegiados. Hubo de pasar una década para que fueran de uso común, y aún otra más para llegar a este mundo de redes sociales, smartphones, conectividad continua y desaparición de la privacidad.

¿A qué esta introducción? Pues simplemente a que lo aprendemos en la escuela no es más que un adelanto, recayendo sobre el estudiante la responsabilidad de mantenerse al día, seguir profundizando y ampliando sus conocimientos. Por concretar, acercándome al tema literario de esta entrada, cuando en mis manuales escolares de 1980 se hablaba de la literatura de la segunda mitad del siglo XX, la exposición quedaba limitada a largas listas de nombres, simples enumeraciones en las que sólo de muy tarde se destacaba algún autor o novela aislado, quedando el resto sin resaltar. Se evitaba cualquier juicio de valor, cualquier amago de jerarquía, que era imposible de construir en aquel instante, aún demasiado cercano a los hechos. Rafael Sánchez Ferlosio, por ejemplo, sólo era citado de pasada como autor de El Jarama, de manera que he tenido que esperar hasta ayer, sin exagerar, para enterarme de que es un prosista excelso, quizás el mejor de la postguerra. Gil de Biedma, por otra parte, quedaba oculto, enterrado, entre lo que se llamaban por aquel entonces novísimos, una etiqueta que tanto servía para un roto como para un descosido. 

viernes, 15 de noviembre de 2019

A tientas, sin conformarse nunca

Antorcha en mano, como un centinela,
la noche se pasea por la ciudad dormida.
En las casas de luces fabulosas,
todos reparten besos de buenas noches.

Entre quejas y a oscuras suenan las bajantes,
por las gotas de lluvia encantadoras.
La tenue luz de las farolas
se desliza en lejanos y empedrados pasajes.

Una hermosa mano abre una puerta suavemente,
corre por la calle el brillo de unos ojos febriles.
No hay luz en la avenida, no resuenan los pasos
de los transeúntes en lo oscuro, detrás de las fachadas.

El viento aparece en el camino, desnudo y perfumado,
La lluvia extiende su cuerpo en el vestíbulo.
En la mudez de la casa sus alientos se enredan
y cantan inspirados, emocionados, estremecidos…

En el camino de la noche, los ojos se posan, expectantes.
Clama el arroyo: “¿Quién es su amado?”.
Las ramas de los árboles susurran al oído:
“Me temo que aquí, entre los presentes,
no está su amado”.

La calle está apagada, no retumba en lo oscuro
el paso de ningún caminante tras el muro.
Surcando los cielos, con ánimo abatido,
la nube se transforma en una gris columna de humo.

¿Para quién reirá la magia de sus ojos?
¿En qué labios sus labios buscarán los besos?
¿Qué melena desenredarán sus manos?
¿A quién, en la intimidad, ya borracho,
le contará sus cuentos?

¿Por qué me empeño en este tantear a oscuras?
¿Por qué despierta espero, una vez y otra vez, su llegada?
¿Acaso algún amor ha perdurado en el pecho de un hombre?
No… no volverá conmigo. Nunca.

Un rostro se pierde en las tinieblas.
El viento da un portazo.
Un muerto, en el fondo de su tumba,
de la esperanza mundanal, de la absurda esperanza
se carcajea.

Forugh Farrojzad, Muro, Un cuento en la noche.

Les he hablado ya, en multitud de ocasiones, de la profunda impresión que me produjo encontrarme con la poesía de Forugh Farrojzad. Se ha convertido en uno de mis poetas favoritos, sin discusión, a la misma altura y sin tener que deberle nada a cualquier de sus colegas masculinos -de ahí que haya hablado de poetas y no poetisas, para recalcar esa igualdad-. No es de extrañar, por tanto, que cuando vi un volumen de sus poesías completas me hiciera con él al instante. Para, acto seguido, ponerlo en lo alto de la pila de libros para leer.

¿Qué me ha aportado la lectura de estas poesías completas? Dada su muerte prematura, su obra poética no es muy extensa, apenas alcanzando lo que podría ser una novela de tamaño medio. Dadas las alturas a las que se elevaron  sus dos últimos libros -Otro Nacimiento, de 1964, y el póstumo Tengamos fe en el comienzo de la estación del frío, de 1975-, podría temerse que los anteriores -Cautiva., de 1955, El muro, de 1956 y Rebelión de 1959- fueran mucho menores, apenas ejercicios preparatorios para su florecimiento posterior. No es así, por suerte. Algunos de los mejores poemas de Farrojzad -o de los que resuenan con más fuerza en el lector- se encuentran en esa obra temprana.

¿Por qué es así? En cierta manera, podría decirse que debía ser así. Salvo excepciones -los poetas épicos-, la lírica es una tarea que sólo puede acometerse cuando se es joven. Se necesita una mente agil y fresca, capaz de relacionar contrarios lingüísticos que hagan saltar arcos voltaicos entre ellos. Abrir, en definitiva nuevas vías semánticas en las que nadie había pensado antes, pero que nos parecen evidentes e incontestables, una vez creadas. Es preciso además, contar con ese ímpetu y esa fe que sólo confiere la juventud, para quien nada es imposible,puesto que todo puede ser creado al instante con sólo invocarlo. Fuerza, seguridad y confianza tan difícil de conjurar en la edad madura, cuando las derrotas, las frustraciones y los desencantos se han ido acumulando uno sobre otro, aplastándonos bajo su peso.

Virtudes, fortalezas, dones, que son imprescindibles en una poesía de combate como la de Farrojzad. No en el sentido de una lucha por un nuevo sistema político -aunque bastante hay de eso-, que tornase la poesía prosaica y utilitaria, prematuramente envejecida, una vez que las aspiraciones sociales se modificasen. Si algo posee la lírica de Farrojzad es  su carácter personal, de estar anclado en una cultura, una ascendencia y una vivencia propias e intransferibles, lo que no impide que se reflejen en sus poemas, tornándose tema esencial, los muchos impedimentos políticos y sociales que encuentra en su camino. Impidiendo que ame en libertad, hable con su propia voz, actúe a su capricho. Sin que nadie le dicte cómo, o la censure, reprima o constriña. 

Hay, en consecuencia, un dolor desgarrador en toda la poesía de Farrojzad. Esas limitaciones impuestas a su vida -por ser mujer, por ser poetisa, por ir a la contra de religión, tradición y convencionalismos sociales-  imbuyen toda su poesía, gravitan en cada verso. Su peso abruma cada aspecto de su vida, cada decisión y cada pensamiento, tiñendo y condicionando como la poetisa la contempla, como la expresa en sus poemas. Sólo así se comprenden los nombres negativos, angostos y agobiantes, de sus primeros libros, Cautiva y El muro, o que el tercero se titule  simplemente Rebelión. Así, sin tapujos y componendas. Farrojzad no puede vivir como se le exige, como se le dicta y ordena, no por mero capricho transgresor, sino porque doblegarse, someterse, claudicar, supone renunciar a su humanidad. A ser según su naturaleza, a sentir el mundo de manera personak, a vivir de manera plena.

Y sin embargo, a pesar de esa rebelión, de su clamor contra la opresión -religiosa y social-, de desgarrarse ante nuestro ojos, no puede negar su cultura y su tradición. Mejor dicho, aunque su lenguaje es eminentemente moderno, trufado de los hallazgos del expresionismo y del surrealismo, sus imágenes nos remiten -como ocurría en nuestros poetas del 27- a todo el pasado literario de su lengua, a esas grandes glorias cuya lectura es esencial, como si fueran mantillo, para que pueda florecer un gran poeta.

Por eso su voz, en casi milagrosa mezcla, es a la vez antigua y moderna. Arrebatada por los torbellinos de la experimentación, hacia casi hacerse incomprensible, pero al mismo tiempo con la sonoridad, la calma, el equilibrio de los clásicos.

De quienes que no pertenecen a un tiempo en concreto, sino a todos ellos, sin que importe tampoco la edad de sus lectores.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Todo acto es, en esencia, político

Jörg Immendorf, Para traer el orden a Alemania
Como viene siendo habitual, el MNCARS sigue obsequiándonos con sus exploraciones en el arte post-1945. Una época que es, a partes iguales, desconocida y despreciada por el público, ya que en ella se acabaron por demoler los últimos dogmas de la experiencia estética occidental: la belleza y el propio concepto de arte. Durante el periodo que media entre 1960 y 1990, se destruyó, asímismo, la propia modernidad de la que habían surgido esas conclusiones, para dar paso a la ambigua postmodernidad en la que nos hallamos sumidos. Una época que fue también de profunda crisis ideológica, cuando pareció que el sistema capitalista estaba dando sus últimas boqueadas para dejar paso a la utopia marxista, pero que llevó en realidad al resultado opuesto, el derrumbamiento del socialismo real y el triunfo de un neoliberalismo devorador y despiadado.

No es extraño que en esas tres décadas se produjera un resurgimiento del arte político, en forma de doble oposición. Primero, reivindicando un arte figurativo, inteligible para el espectador, que le llevase a la acción, permitiendo escapar del autismo y la impotencia política en que se había enclaustrado la abstracción triunfante. Segundo, adoptando formas de contestación -casi subversión- de clara raigambre anarquista, en conflicto y combate con otro tipo de arte político, el de los países comunistas, loa indisimulada de conquistas inexistentes. En ese contexto se desarrolla la obra de los dos artistas cuya trayectoria se esboza en sendas muestras del MNCARS: el alemán Jörg Immendorf y la frances Delphine Seirig.  

Dos personalidades a quienes que ya conocía, sin saberlo. Así que ya se pueden suponer mi doble (agradable) sorpresa

domingo, 13 de octubre de 2019

Maestros y discípulos/Antecesores y sucesores


Si se trata de ser "meta", creo que pocas instituciones saben hacerlo tan bien como la Juan March. Si al comienzo de su andadura, durante la transición, se volcó en traer a Madrid la obra de los grandes de la vanguardia -lo que los anglosajones denominan Modern Movement-, desde hace unos años está enfrascada en salirse de ese marco, apartándose o elevándose del mismo, para que el cambio de perspectiva nos permita comprender mejor los cambios, mutaciones y revoluciones del arte del siglo pasado. O dicho de otra manera, para hacer justicia, de manera que no olvidemos ni hagamos de menos las muchas vías laterales -que no secundarias- en las que abunda la modernidad.

En este caso, Genealogías del Arte, la nueva muestra de la March, parte de otra exposición, la organizada para el MOMA por Alfred H. Barr en 1936, con el título Cubism and Abstract Art (Cubismo y Abstracción). Lo importante de aquella muestra mítica es que el frontispicio de su catálogo era un diagrama que buscaba dar una explicación, clara y concisa, pedagógica y divulgativa, de las múltiples filiaciones y progenituras que habían dado a lugar a la vanguardia, arte contemporáneo o modernidad, como se guste. Un metaestilo que abarca casi todo el siglo XX y parte del XIX, del mismo orden que el Renacimiento o el Barroco, y que en aquéllos días de 1930 aún era una obra en construcción. Una normativa en redacción, un proyecto en marcha que se pretendía único, inclusivo y absoluto -lo que no pertenecía a él, no existía, sencillamente-, para seguir evolucionando en una ascensión sin término. Como de hecho ocurrió hasta 1980, cuando las contradicciones del propio movimiento dejaron paso al ámbito caótico que llamamos postmodernismo, a  falta de una etiqueta mejor.

domingo, 18 de agosto de 2019

Caleidoscopios históricos (VII)

Esa es la verdad: ¿qué me he creído? ¿Que porque me fue mal fuera de las fronteras, a los treinta y pico de años, puedo compararme en daños con éstos que nacieron veinte años más tarde? Velos. A la edad que tu te acogiste a España -en 1914- despertaron en la guerra. Tú venías huyendo, ellos no pudieron hacerlo y la sufrieron. Tal vez no conocieron los campos a los que te viste arrastrado. Mas ¿cómo crecieron? Pudiste educarte en una escuela atea, siéndolo o no, y pudiste escoger, ellos no. Crecieron en un ambiente en que les enseñaron (aunque no lo creyeran) que sus padres eran unos asesinos y gente de la peor ralea. Los educaron contra sí mismos. Tan opuestos a sí mismos que -tal vez- alguno, para protestar contra lo que le atosigaba diariamente, sin contemplaciones, durante toda su adolescencia, se hizo pederasta. De todos modos, entre plegaria, blasfemia, iniquidades, vergüenzas, mentiras, represiones, castigos, inhabilitaciones, multas, destierros, afrentas, a pan y agua crecieron con la ilusión de un mundo mejor, evidente tras las fronteras, al alcance de la mano; un mundo justo donde nosotros estábamos viviendo. Hablo de los nacidos de 1920 a 1930. Centenares de miles de hijos de liberales y republicanos y aun de falangistas y fascistas de buena fe. Tal vez no eran muchos estos últimos, pero los había, Bástate con los primeros que llamaron multitud. ¿Sabes lo que fue su niñez -la guerra-, su adolescencia, -la guerra, la otra, más la represión- y falsas glorias españolas repartidas a manos llenas y el Imperio, y la  Hispanidad, y Cara al Sol? No hablo de los presos, de las represalias, de los represaliados, de los asesinados, eran sus padres, a menos que se hubieran convertido en ausentes o en seres tristes, escondidos de los demás y de sí mismos. O en traidores. Y no me salgas con el hambre que, a lo sumo, todos pasamos la misma, con la sola diferencia de que ellos, en general, no alcanzaban la razón. Tuvieron hambre en la base misma de su vida. Evidentemente una vida así no es para favorecer los entrañables lazos familiares.

Max Aub, La Gallina Ciega. Diario español.

Al examinar la obra de Max Aub, es fácil darse cuenta que gira, por entero, alrededor de un mismo hecho traumático: la Guerra Civil. Ese conflicto quedó novelado en el ciclo de El laberinto mágico -o los seis Campos, si lo prefieren-, que les ido comentando en las últimas semanas. Sin embargo, la contienda impregna y marca toda su obra, aparecía ya antes de que se comenzase la escritura del ciclo novelístico, en obras de teatro, ensayos y cuentos, y continúo haciéndolo hasta el final de su vida. Es más, ciertos hilos argumentales abiertos en El laberinto mágico, los destinos de bastantes de sus personajes, ya sean secundarios o principales, van a hallar continuación y conclusión en cuentos y relatos. Obras situadas aparte del ciclo, desgajadas del mismo, pero que podemos considerar como un único universo, imbuidas de la misma preocupación testimonial que la narración principal, necesarias para que todo acabe cobrando sentido.

En ese corpus extendido de El laberinto mágico se puede incluir La gallina ciega. No es una obra de ficción, una pieza teatral o un ensayo, sino un diario. Unas anotaciones, además, que al contrario que un diario al uso, estaban pensadas desde el inicio para su publicación, como si fueran un informe destinado a un público concreto, el de los españoles de dentro y fuera de España, el de los exiliados y el de quienes se habían quedado atrapados, encerrados, en la España de Franco. Porque la gallina ciega es el relato del viaje que Aub, en 1969, ya anciano -moriría en 1972-, realizó por la España de las postrimerías del franquismo, con permiso especial de las autoridades.

miércoles, 14 de agosto de 2019

Caleidoscopios históricos (VI)

Este es el lugar de la tragedia: frente al mar bajo el cielo, en la tierra. Éste es el puerto de Alicante, el treinta de marzo de 1939. Las tragedias siempre suceden en un lugar determinado, en una fecha precisa, a una hora que no admite retraso.

El cielo está cubierto porque tiene vergüenza de lo que va a suceder. Dios es el responsable de las desgracias humanas, aunque en su indiferencia no lo quiera reconocer. Quiero dejar esto sentado de una vez, no volveré a mencionarlo porque no vale la pena.  Lo mismo da, para el hombre, que Dios exista o no; la pena es idéntica. ¿Qué mal le ha hecho al cielo haciéndose? ¿Para qué las tristezas son aquí más punzantes? ¿Por qué la tierras más secas o más fértiles que en otros lugares?

-No es cierto- rectifica. Pero es una tragedia y viviré para contarla. Lo que debo hacer es tomar notas desde ahora.

Max Aub. Campo de almendros.

Con Campo de Almendros se cierra El laberinto Mágico, el ciclo novelístico que Max Aub dedicó al via crucis, calvario y muerte de la Segunda República. Es la novela más larga de todas, casi el doble que la siguiente en extensión, Campo de Sangre, pero no puede ser de otra manera: el tema así lo exige. Se trata de narrar los últimos días de la República y los primeros del nuevo régimen dictatorial, descritos como si de un descenso a los infiernos se tratase. Primero, la tensa calma en la zona republicana antes de la debacle final, que aún parece increíble. Luego, la huida desesperada de toda aquél que se distinguió, aunque fuera en lo mínimo, hacia los puertos, huyendo de las tropas nacionales, en pos de los barcos que se supone habrían de evacuarlos. Una vez allí, en los puertos, la angustiosa espera por unos transportes, ya fueran mercantes, ya buques de guerra, que nunca llegan, en medio de una barahúnda de rumores, aprisionados, atenazados, por una multitud cada vez más nutrida, cada vez más exasperada. Al final, la desilusión, el derrumbe de todas las esperanzas de salvación, seguido por el transporte a campos de prisioneros, la clasificación en categorías, la saca, aleatoria y arbitraria, de los que van a ser fusilados de inmediato, olvidados en cárceles.

No es una lectura fácil. Tampoco debió serlo escribir esa novela. La amargura, el desaliento, la indignación, la consciencia de la injusticia que se estaba cometiendo son presentes en todas las páginas. Al igual que a todo lo largo de todo el ciclo, Aub ofrece una visión polifónica del conflicto, a través de sus muchos participantes en el bando republicano. Vemos así cuantos destinos han sido tronchados, cuantos personas de valía, los que necesitaba el país para progresar, van a ser extirpados  de su seno, por capricho, por mala suerte, por envidia, por venganza. Todos a merced de los arbitrios del vencedor, a quien puede la sed de revancha, la borrachera del triunfo, la insaciable codicia por el botín que ha caído en sus manos. Sentir colectivo, universal, que fuerza esa extensión inusual del relato, pero también privado y personal, cercano y reconocible. En medio de ese maelstrom humano, arrastrados por sus corrientes,  destrozados en las rocas que esconden, resurgen viejos conocidos. Los enamorados Vicente Dalmases y Asunción Meliá, en perenne búsqueda mutua en medio de la confusión. Templado y Cuartero, encallados sin posibilidad de escape en el último bastión republicano. Todos condenados sólo por haber pertenecido al bando perdedor.

domingo, 11 de agosto de 2019

Caleidoscopios históricos (V)

Traidores todos: los republicanos, los anarquistas, los socialistas; ni que decir tiene: los fascistas, los conservadores, los liberales; traidores todos, traidor, el mundo. Si el mundo es traidor, nadie lo es. Pero lo son: Casado, Besteiro, Mera, el padre de Lola, yo. Traidor yo a Asunción. Todos traidores. Unos por haberlo hecho con pleno conocimiento de causa, otros por haberse dejado arrastrar, traidores por cobardía, por dejadez, por imbéciles, por ciegos, por sordos, por callados. Traidores por desesperanza, indiferencia, saciedad, conveniencia; por vileza, por humildad -¿por humildad?-. Sí, por envidia, por celos, por amargor, ofuscación, prejuicios; por tontos, necios, ingeniosos; traidores por instinto, por distracción, por error, por sobra de imaginación, por incredulidad, por imprevisión, por ignorancia, por inexpertos, por salvajes, por dejarse llevar por la ocasión, por cálculo y falsos cálculos. Por dejar en el atolladero a los demás, por salvar el pellejo, por creerlo conveniente, por incomprensión, por confusos -traidores por aproximación-, por fútiles, por medianos, por mediocres, por la fama, la oportunidad, la importancia que les dará.

Max Aub, Campo del Moro. 

Ya les había comentado que El laberinto Mágico, el ciclo novelístico de Max Aub sobre la Guerra Civil, no es realmente una crónica de ese conflicto, sino una descripción de la agonía de la Segunda República. Campo de Sangre tenía como gozne la batalla de Teruel, momento en que la guerra se volvió en contra del bando republicano, arrebatándola cualquier posibilidad la victoria final, dejando sólo abierto en qué condiciones, más o menos penosas, se decidiría la paz. Campo Francés, por su parte, se centraba en las penalidades de los exiliados en Francia tras la caída de Cataluña. En ese país, los refugiados no fueron acogidos como los correligionarios políticos que suponían ser, sino que fueron recluidos en campos de internamiento, considerados como extranjeros peligrosos, de los que se sospechaba la intención de minar el sistema político francés.

Campo del Moro, la quinta novela del ciclo, relata otra etapa de ese Via Crucis, la penúltima y quizás más dolorosa. En el último mes de la guerra, marzo de 1939, se desato una guerra civil dentro de la guerra civil, enfrentando a republicanos contra republicanos. Por un lado, el coronel Casado, parte de la jerarquía del PSOE, encabezado por Besteiro, además del apoyo crucial de las tropas anarquistas de Cipriano Mera. Por el otro, las unidades comunistas y el resto del partido socialista, comenzando por el propio presidente del gobierno, Juan Negrín. Los combates se centraron en Madrid, medio sitiada por los franquistas, que observan complacidos desde sus posiciones como la República se desmoronaba ella sola.

domingo, 4 de agosto de 2019

Caleidoscopios históricos (IV)

Weicsen: Me van a expulsar y me duele horriblemente. Desde que recuerdo, fui del partido.
Juan: ¿Qué has hecho?
Weicsen: Provocar yo mismo mi expulsión.
Juan: No te entiendo.
Weicsen: Siempre luché por lo que consideré no sólo justo, sino irremediable.
Juan: ¿Y? ¿Ya no crees en la victoria del proletariado?
Weicsen: Sí. Pero a ese precio, no vale la pena.
Juan: ¿Qué precio?
Weicsen: La guerra.
Juan: ¿Crees que la firma del pacto germano-soviético es la guerra?
Weicsen: Sí
Juan: ¿Te das cuenta que va a ganar la URSS?
Weicsen: Desde aquí encerrados, fuera de juego como estamos, es posible que se pueda considerar así. Pero piensa en los millones de trabajadores que van a morir.
Juan: ¿No habíamos quedado en que de todos modos habría guerra?
Voz de Karpaty: ¿Queréis callar?
Weicsen: (más bajo) Es otra cosa. No se puede hacer lo que Stalin ha hecho. No es decente.
Juan: Pues lo hizo.
Weicsen: Contra ello me rebelo.
Juan: Te vas a quedar solo.
Weicsen: Lo sé.
Juan: Ni yo te dirigiré la palabra.
Weicsen: Lo sé.
Juan: Pediré que me trasladen a otra barraca.
Weicsen: No te preocupes, ya lo harán ellos por su cuenta.
Juan: Acabaras vendido
Weicsen: ¿Lo crees?
Juan: No, pero... podrías pensarlo un poco más.
Weicsen: Es inútil: le di la carta a Carlos.
Voz de Karpaty: ¿Queréis callar, hijos de Satanás? ¿No podéis discutir tonterías a otra hora?
Voces: ¡Chist! ¡Chist!
(Ruido de pasos de una patrulla)

Max Aub, Campo Francés.

El cuarto volumen de El laberinto Mágico, Campo Francés, es el más radical y vanguardista de toda la serie de novelas en la que Max Aub relató la Guerra Civil. De hecho, podría unirse a una corriente subterránea de la novela española de primeros de siglo, poco conocida y menos estudiada, que se caracteriza por su proximidad a los experimentos literarios que se estaban realizando en la Europa de aquella época. Se tendrían asi las novelas teatrales/teatro novelado de Galdós, ese atisbo del potsmodernismo que es Niebla de Unamuno, o el expresionismo desatado en forma de esperpento de El Ruedo Ibérico de Vallé-Inclán.

La originalidad de Campo Francés tiene sus raíces de su génesis compositiva. Si creemos el testimonio de Aub, ésta sería la primera novela compuesta del ciclo, escrita en el barco que le llevaba del Marruecos francés a México en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial. Estaría muy cercana a los hechos de la Guerra Civil, impregnada aún por el miedo y el odio de aquéllos años, sin que una  reflexión posterior hubiera ayudado a limpiar y equilibrar los ajustes. Más exacerbado aún, puesto que lo narrado es casi autobiográfico. El calvario del protagonista, detenido por las autoridades francesas bajo la sospecha de ser un extranjero indeseable, potencial elemento subversivo, replica el del mismo escritor, quien fue internado en un campo de internamiento al estallar la guerra mundial, tras solicitud de la nuevas autoridades franquistas, vía su embajada en París. En los siguientes dos años, su vida sería un continuo entrar y salir de prisiones y campos, de traslados y tránsitos, hasta ser deportado a Argelia, tras la derrota francesa a manos de Alemania y la institución del régimen pronazi de Vichy.

lunes, 29 de julio de 2019

Caleidoscopios históricos (III)

- Un pueblo arrasa otro y el arrasado te arrasa a los dos años y si queda alguien lo vende como esclavo. Y si el rey quiere enterarse se queda a la luna de Valencia, que allí no son cristianos. Alfonso V hizo ejecutar en su misma silla al juez municipal. Los fueros y la libertad, capitán, con eso hace usted lo que quiera del pieblo. Lo mismo da que sean cristianos que moros. ¿No murió el muy católico Pedro II defendiendo a los albigenses? Los moros se quedaron cultivando la tierra cuando llegaron los reconquistadores: que aquello se parecía a todas las invasiones, la única gloria: la espada, el desprecio del trabajo y el apoderarse de las tierras con los siervos incluidos. Tanto montaba que fueran moros en el campo o judíos en las ciudades, o cristiano. Cuenta el número, que los invasores siempre entran a caballo. Pero la sangre queda, capitán. Todos hemos sido, por lo menos, mozárabes. ¿Cuántos cristianos se establecieron siguiendo los ejércitos de la reconquista? No lo sabe nadie, capitán. La demografía es una ciencia obscura. Las invasiones se parecen más a las modas que a otras cosas; no es cuestión de número, sino de que cuajen. Los invasores son siempre menos de los que dicen. La cantidad da tono, capitán. ¡Tanta sangre africana! Ya sé que corre por debajo la ibera, pero ¿quién sabe lo que es eso? Y la celta, la romana, la judía, la francesa. Tantas sangres que no nos dejan vivir. Sangre junta y dispar; de ahí el vivir muriendo y otras quisicosas literarias. Finisterre, capitán: del Asia y del África. Tanta agonía por no poder ir más allá, cercados de mar. ¿Quién había de dar el salto a América sino nosotros? Sucede que todo ha ido hundiéndose. Nos quedan sirtes y algún arrecife: las piedras y la espuma de los libros. El gran olvido de la mar y los toros paciendo por las marismas, Tartesos. Y luego la fuerza de los tranquilos. Cuando el agua está clara se puede leer en el fondo, «En tiempo de los moros...», ¿Usted cree que la guerra de Marruecos era impopular por guerra? No, capitán.

-  ¿Por qué no los dejamos en paz? ¿Qué mal nos han hecho?

- Lo que usted quiera, capitán, pero en el fondo: la solidaridad de la sangre. Y si no, ¡predique usted una guerra contra los franceses! ¡Verá usted la diferencia!

Max Aub, Campo de sangre.

En la entrada anterior, les  comentaba como en Campo abierto Aub había introducido dos personajes, los jóvenes amantes Vicente Dalmases y Asunción Meliá, que sirven al lector de hilo de Ariadna en medio del laberinto de la contienda civil. Se me olvidó señalar que no eran los únicos. En esa novela, también se incluía un grupo de amigos que van a enhebrar el relato y que en esta tercera parte, Campo de Sangre, se van a erigir en protagonistas. Se trata del juez Rivadavia, el médico Templado, el intelectual Cuartero, el capitán comunista Fajardo y el tanquista Herrera. Todos hombres y derechos en el momento del estallido del conflicto, con un pasado a cuestas, más de un lastre y demasiadas derrotas, a quienes el desarrollo de la guerra va a ir carcomiendo sus convicciones, erosionando sus ilusiones. Convirtiendo en cínico a alguno de ellos, matando a otros, desengañando sin esperanza a los más.

viernes, 26 de julio de 2019

Caleidoscopios históricos (II)

El calorcillo tenue. ¿Hasta cuándo estaría metido allí? ¿No vendría una nube? La luna parecía ahuyentarlas. Un conejo. Era un conejo. Lo habían cazado como un conejo. Y ese joven, a su lado, muerto. Seguramente había muerto el día anterior. ¿Dónde estaría su alma? El cielo, el purgatorio, el infierno. ¿Creía de verdad en todo eso? El padre Rigoberto le había absuelto. Además, había comulgado el día anterior,  en Segovia. Si moría, podía ir al cielo, cuando mucho al purgatorio. En cambio, el alma del Maño debía estar en el infierno. Sabía que no. Procuró huir de esa idea y concentrarse en el muerto que tenía al lado. ¿Cuántos años tendría? ¿Veinte? ¿Veinticinco? ¿Andaluz, gallego? Decidió que era bilbaíno, por la boina. Había muerto en defensa del orden y de la religión. De pronto, le asaltó una duda: ¿y si fuese un rojo?

Se sintió desgraciado, miserable, pequeño. Iba a morir, y no le importaba. Entonces, ¿por qué tenía miedo? Iría al cielo. No, no iría al cielo, ni al infierno, ni a ninguna parte. Moriría, y no habría más. Se quedaría como ése, hediendo. Y llovería, y nevaría, y se desharía. Y no había más. Por eso tenía miedo. Veía su mano, enorme, apretando el gatillo para que salieran en trozos los sesos del Maño, la luz redonda de la linterna, súbitamente apagada. El traquido y, luego, nada. Ahora, por lo menos, las balas silbaban. No, hacía rato que ya nadie disparaba. La luna sola, allí arriba, y, a lo lejos, holanda, tenues nubes. El silencio. La tierra, los pedruscos, que le dolían. Se atrevió a moverse un poco. Una guija desprendida le atenazó de pavor. Se quedó encogido, las manos agarrotadas al fusil. «Con el alma en un hilo». Un hilo de sangre. «No le quedaba una gota de sangre en el cuerpo». Se ciscaba de miedo. No pudo más, y, convulsivamente, se bajó los pantalones. Así le agarraron prisionero.

Max Aub. Campo abierto.

Como les comentaba en una entrada anterior, Campo cerrado, la primera novela del ciclo El  laberinto mágico de Max Aub, es al mismo tiempo la más sencilla y la más difícil. Sencilla, por centrarse en la peripecia vital de un único personaje, desde su pueblo natal en el Maestrazgo hasta la Barcelona del 19 de Julio de 1936; difícil, por la riqueza de su lenguaje, rebosante de todo tipo de localismos y arcaísmo, que pueden tornar algunos párrafos en ininteligibles. Destaca también por mostrar qué afilada, resbaladiza e invisible era la divisoria que separaba a los futuros bandos en conflicto. No porque sus posturas no fueran ya opuestas e irreconcilables, sino porque un individuo cualquiera, en un contexto de ignorancia política, enfrentado a debates cuyos términos le quedaban muy por encima de su comprensión, podía acabar uniéndose y defendiendo a sus enemigos naturales. En concreto, pensar que quienes iban a librarle de la miseria y la explotación que le aplastaba eran aquéllos mismos que sólo pretendían tornarla permanente, utilizándole para ello como carne de cañón. Contexto político del pasado, por cierto, de cercanía inquietante a nuestro hoy, cuando amplios sectores desprotegidos, o en vías de serlo, votan a partidos próximos a posturas fascistas.

Ambigüedad política en su personaje central que no quiere decir que Aub lo sea también, mucho menos ingenuo, sino que sirve para separar su obra de la novela de tesis y de tantos maniqueísmos literarios, ya sean pasados, como el Realismo socialista  plagado de abnegados líderes del proletariado, como presentes, ese neopuritanismo politicamente correcto que ensalza el final feliz y la bondad natural de sus personajes. Los personajes de Aub, como el  Rafael López Serrador de Campo cerrado, son demasiadas veces corchos arrastrados por la corriente, cuyo posicionamiento moral depende de la casualidad y las circunstancias en que se encuentren. Dependiendo de como les vengan dadas, una misma persona podría convertirse en un héroe o un traidor, o más sencillamente, sin tanto dramatismo, no pasar de ser alguien mediocre, cuyo destino lo decida el azar, mientras que su consideración y juico final depende de otros.

viernes, 19 de julio de 2019

Caleidoscopios históricos (I)

- Honra de muchos y respeto de todos. ¿Te gusta? Te lo regalo como definición del socialismo. Los anarquistas se satisfacen con la mitad: respeto de todos. La honra... Vosotros, y ves si os concedo - ,e paso de honrado -, os batiréis siempre por el honor, que es gloria y reputación, brillo y anaquelería, por la presentación y el escaparate, por la vista y el qué dirán. El honor no es una cualidad moral, es una apariencia, un signo exterior, un realidad palpable, una cosa que se toca y se cotiza, que hasta es cuestión de palabras, de partículas, de dineros, de deudas. Honor para unos y ceguera para todos. También te lo regalo como definición de lo vuestro; ya no es «de», sino «para»; no es «de adentro», sino «para afuera». Tanto monta para vosotros el ser humano; cuenta su caparazón; no os importa el talle, sino la cotilla, la vista. No niego que es muy español. Aquí nadie se asombra de pagar con su vida las apariencias. Teatro. Os vale el boato; en lo cristiano, las sobrepellices, las casullas, las ataujías. Ya sé que es hermoso morir por una palabra... Heroico, pero no honrado. Igual confundís púdico con pudiente.
- ¿Algo más?
. Sí.  Y como siempre, los idealistas nosotros; nos costará la ida, pero no escarmentamos; nosotros honrados que honrados - y deshonrados por vosotros -. Hasta que llegue el día...

Max Aub, Campo Cerrado

Se habla de la novela picaresca como un género literario característico de España, pero quizás habría que añadir otro que se podría llamar meditación o rememoración histórica. Sin confundirla con novela histórica, en el sentido habitual del término, tan cargado de consideraciones negativas. Demasiadas novelas de ese otro género, tan común en nuestros días, tienen bien poco de historia, siendo más bien excusas para liberarse del rigor del realismo novelístico estricto, de manera que se pueda narrar al antojo de la fantasía del autor, sin que nadie les venga a pedirles cuentas. Fuera, claro está,  de cuatro eruditos picajosos, especializados en esa época, a los que nadie hace mucho caso y cuyos reparos tienen más de rabieta.

Un ejemplo, en otras literaturas, de ese subgénero de la rememoración/meditación histórica sería  Guerra y Paz de León Tólstoi. La distancia que separa los acontecimientos novelados de los reales, la invasión napoleónica de Rusia, es demasiado corta, unos cuarenta años, como para producir una cisura real entre el novelista y el pasado. Lo que narra, aunque pueda parecer extraño para nuestra sociedad desmemoriada, pertenece a su presente, ya que le ha sido transmitido a través de padres y abuelos. Los sentimientos de sus mayores en ese tiempo, sus temores, aspiraciones, vacilaciones y dilemas, han sido escuchados de primera mano, en incontables reuniones familiares. Una experiencia que cualquier español crecido en los setenta reconoce como propia, puesto que la guerra civil de cuatro décadas antes, era una realidad palpable para él. Objeto de orgullo o de temor, de rencor o de exaltación, según el bando al que hubiesen pertenecido sus abuelos y los avatares que hubiesen atravesado.

Así, en la literatura española de los siglos XIX y XX, hay multitud de novelas que miran a ese pasado reciente, intentando desentrañar los hechos de los que no se fue testigo, pero cuyas repercusiones siguen pesando en las nuevas generaciones. Y no sólo en novelas aisladas, sino constituyéndose en titanovelas, que dicen en ciertos blogs, como el Herrumbrosas lanzas de Benet, incluso en ciclos completos que buscan recrear toda una época, en su inagotable variedad y complejidad, como los Episodios nacionales de Galdós o el Ruedo Ibérico de Vallé Inclán, que les he estado comentando en entradas anteriores.

O El laberinto mágico de Max Aub.

domingo, 16 de junio de 2019

Los rincones inesperados


Desde hace un par de años, la fundación Mapfre cierra durante el verano sus salas dedicadas a la fotografía. Mejor dicho, las traslada a su recinto mayor, centrado de ordinario en la pintura y escultura, para profundizar con más detalle en la obra de un fotógrafo o un aspecto concreto de este arte. No es que me moleste ni mucho menos. Si vienen leyendo estas anotaciones, sabrán que estoy más que agradecido a esa institución por ese afán catalogador. Gracias a él, he podido colmar mis muchas lagunas en lo que se refiere a la historia de un arte que,  aunque inventado a finales del siglo XIX, ha pasado ya por muchas revoluciones, estilos y movimientos. Hasta el extremo de poder figurar como fuerza y motor fundamental de la vanguardia de primeros del XX, mientras que el cine siempre fue a remolque.

En este caso el fotógrafo alrededor del que gira la exposición es una mujer, Berenice Abbot, quien no sólo es una artista de primerísima categoría, sino una pionera en la concepción moderna de la fotografía. Por partida doble, además, puesto que no sólo consiguió hacerse un nombre en un momento histórico, a principios del siglo XX, en el que el arte, todas las artes, aún era patrimonio exclusivo de los varones, sino que contribuyó a impulsar la introducción y desarrollo de la vanguardia. Frente al retrato pictórico del siglo XIX, la vista de paisajes indistinguible de la postal o la preparación minuciosa en estudio de lo soñado y ansiado, los fotógrafos de principios del siglo pasado salieron a las calles, rompieron la frontalidad de los encuadres, aceptaron la imperfección técnica y la fealdad, cuando no la provocaron directamente, dando la vuelta y negando ese trabajo de laboratorio que buscaba repintar la belleza sobre la realidad capturada.

sábado, 1 de junio de 2019

Por otros medios


A esta alturas, es obvio que ninguna exposición va a venir a descubrirnos a Matisse, fuera de aquéllos aficionados que apenas han comenzado a serlo. El puesto de este pintor como el otro gran gigante de la vanguardias de la primera mitad del siglo XX - el primero sería Picasso - parece inamovible, fijado en el canon como artículo de fe, verdad revelada. Sin embargo, en la obra de todo artista siempre quedan áreas en la penumbra, bien por olvido, bien por no hallarse a la altura, de forma que ese descubrimiento, ese relámpago repentino, se hace realidad posible, por mucho que Matisse nos parezca conocido, trillado, de ordinaria administración. Esto es lo que ocurre con la muestra Matisse, Grabador, abierta hace nada en la Fundación Canal madrileña

Por supuesto, Matisse sigue siendo Matisse, sea cual sea la técnica en la que plasme su arte. En sus obras finales, aquellas que recortaba en papel charol, cuando la enfermedad le impedía pintar al óleo, siguen presentes esa pasión por la línea, ese enamoramiento del color, que le llevaron a ser el más fauve de los fauve. El único, quizá, que no acabó perdiéndose en los laberintos y recovecos de la revolución que habían desatado en 1905, como le ocurrió a un pintor que estimo muchísimo, Derainm, cuya obra desde 1920 hasta su muerte es la constatación de una inexorable decadencia, interrumpida por chispazos de genio, breves y aislados. Por el contrario, la evolución de Matisse, a pesar de parones y desvíos, siempre acababa por encontrar nuevos cauces por donde fluyera su creatividad, aunque fuera mutando radicalmente de formato y materiales.

Como sucede en esta exposición, en la que se comprueba como Matisse logró transmutar y destilar su arte, adaptarse a técnicas que obligaban a renunciar al color deslumbrante, suplido y substituido en parte por la infinita variedad de tonos y difuminados de gris. Una traducción que podría parecer sencilla - todo artista parte siempre de esbozos monocromos -, pero en la que sólo han logrado brillar unos pocos pintores de genio: Durero, Rembrandt, Goya, Picassa. También Matisse, quien supo conservar la elegancia de su trazo, su habilidad para el arabesco exuberante, tan avezados ambos que le permiten crear una figura con cuatro lineas, sin perder nada de su belleza, ganando incluso en fascinación

miércoles, 1 de mayo de 2019

La sororidad de las melancólicas (y III)

Perdóname mi silencio tan involuntario que no debería llamarlo «mío». Tu sabes qué nos pasa cuando nos pasa unadostrescuatrocinco cosas que nos pasan y se quedan y tienen formas circulares, prisiones, laberintos, conflictos, y todos al unísono como una cajita de música en el cerebro que de repente mana un coral de lobos que ululan entre insecto ponzoñosos y plantas andófobas.

Carta de Alejandra Pizarnik a Antonio Fernández Molina del 8/VI/1970

En la entrada anterior, les comentaba como me había adentrado en la lectura de los diarios de Alejandra Pizarnik en busca de respuestas a un doble enigma: el suyo y el mío. Lo único que había encontrado era una nueva constatación de la cercanía de nuestras personalidades, hermanadas por esa melancolía paralizante que nos separa, nos torna ausentes, del resto del mundo. Sin embargo, les señalaba también como, a partir de su retorno de París a Buenos Aires en 1964, las entradas en el diario se iban haciendo cada vez más escasas y ralas, funcionales y opacas, refractarias, sin dejar apenas traslucir ese remolino sin escapatoria que acabó desembocando en su suicidio. Pareciera que su necesidad de hablar, de comunicarse, se hubiera volcado en exclusiva en su poesía, plena en imágenes ásperas y desoladoras.

domingo, 28 de abril de 2019

La sororidad de las melancólicas (y II)

Pero si llego a aceptar mi soledad. Estoy tan sola, y no tengo por amigo ni siquiera un libro, ni siquiera un recuerdo que acariciar, un nombre amado o que amé, no tengo nada en este mundo para evocar con alegría o por lo menos con cierta sensación de calma, de bienestar. Eso es lo que me aterroriza: nada, nada, me une o enlaza a este mundo, nada sino el miedo, las humillaciones pasadas, mi oscuro rencor, mi odio mudo. Cómo es que aún persisto, Qué fuerza, qué milagro estoy cumpliendo.

 Alejandra Pizarnik, diarios, anotación del 4 de junio de 1960

En una entrada anterior, les hablaba, con demasiada brevedad, de la obra poética de la argentina Alejandra Pizarnik. Una poesía de gran profundidad y no menor audacia, que rápidamente se apartó del autismo que caracteriza a la vanguardia mal digerida, para construirse un mundo propio de enigmas y símbolos, de gran fuerza y resonancia sentimental. Un paisaje desolado, un desierto sin término, en donde la poetisa vagaba, clamando por la infancia idealizada, por el amor inalcanzable. Anhelos que la realidad, o mejor dicho, el orden establecido de las cosas, quebraba, derribaba y ensuciaba a cada instante, sin permitir siquiera espacio a la esperanza.

Una obra que se intentaba interpretar separándola del suicidio que interrumpió su labor creativa. La intención es evitar que Pizarnik quede etiquetada, reducida y restringida, como poetisa suicida, al igual que Anne Sexton o Silvia Plath, de forma que sus versos sólo cobren sentido en función de ese acto final. Un empeño loable y necesario, cierto, pero que, en mi caso, me parece una amputación de la figura de esta poetisa. Si sólo porque en ella había reconocido a un miembro de la sororidad de las melancólicas, a cuya rama masculina pertenezco. Sus miedos, sus temores, sus ansias, eran en gran parte los míos, salvando las distancias, de forma que profundizar en su psique era explorar también la mía.

Por tanto, pueden imaginarse el interés que sentía por leer sus diarios. En gran parte, por una idea equivocada, la de que fueran a constituir una piedra Rosetta para entender su poesía y su personalidad. Como si allí, en esas anotaciones, estuvieran las claves, escritas y descritas por ella misma, que la llevaron al borde de la locura, luego al suicidio. Grave error el mío, porque en todo diario abundan los silencios. Por muy privado que sea, aunque lo consideremos un diálogo a solas con uno mismo, sincero y sin tapujos, en la mente del diarista siempre permanece la imagen de que alguien, conocido o desconocido, habrá de leerlo después. Como consecuencia, muchas veces se calla lo esencial. Lo que no podemos revelarnos ni a nosotros mismos.