Alguna vez he dicho como el añadir "impresionista" a una exposición es un magnífico truco publicitario para llenar las arcas de un museo, ya que con esa etiqueta se tienen aseguradas las colas alrededor del edificio. Afortunadamente estaba equivocado, ya que no creo que la muestra Berthe Morrisot, abierta en los bajos del Museo Thyssen madrileño, vaya a convertirse en un fenómeno de masas, así que puede visitarse con total tranquilidad y sin tener que pelearse para poder contemplar los cuadros.
Esta falta de resonancia de la exposición, a pesar de tener el "impresionista" puesto en lugar visible, no se debe a que la selección de cuadros sea mala o que nos enfrentemos a una pintora sin interés. El problema es que en el imaginario popular (y crítico) Morrisot pertenece a la periferia del movimiento junto con Sisley, alejada de los astros principales, Manet, Degas, Renoir y Monet, y por tanto se tiende a dejarla en el olvido, especialmente cuando el tiempo y el espacio son exiguos.
En sí, esto es una injusticia, o mejor dicho una consecuencia indeseable de nuestro modo de narrar la historia del arte, ya que como cualquier aficionado avanzado sabe, Manet, aparte de ser el impulsor de la revolución, nunca se consideró impresionistas, mientras que Degas iba por libre, negándose a adoptar los modos de la pintura à plein air, creando sus cuadros en el estudio. Por el contrario, Morrisot siempre estuvo estrechamente relacionada con el grupo principal, participando activamente en las diferentes exposiciones impresionistas, y, sobre todo, sin abandonar la via abierta por el movimiento, más similar como veremos, a Monet que a Renoir.
La segunda causa de esa semiobscuridad en la que se halla Morrisot es, como pueden imaginarse, su calidad de mujer. Con demasiada frecuencia, se la asocia con la americana Mary Cassat, la otra pintora impresionistas, como si ambas fueran una única unidad, a pesar de que su estilo, sus fundamentos estéticos y sus temas, no pueden ser más dispares (la francesa es más vanguardista y casi abstracta, la americana más realista y académica). Esta consideración de pintora de segunda fila, que se puede catalogar con otra pintora de segunda fila, obviamente, tiene su origen en los prejuicios de la sociedad de su tiempo, en el que la pintura (o la música o la literatura) podían ser el pasatiempo de una señorita, pero no su profesión, que se limitaba a traer niños al mundo... y curiosamente era palpable entre sus mismos colegas, como demuestra la famosísima anécdota en que Manet corrige un cuadro de la joven Morrisot, modificándolo por entero, ante el horror de esta última, que ve como su obra es destrozada ante sus ojos
No obstante, la mejor prueba de que Morrisot no era una pintora de segunda fila está en el hecho de que consiguió el respeto de sus colegas y como digo participó en la mayoría de exposiciones impresionistas. Cabe pensar a que nivel habría llegado en otra época más avanzada, pero conviene recordar que aunque nuestros tiempos sean mucho más tolerantes, los prejuicios del pasado siguen actuando sobre nosotros, como demuestran los salvajes ataques de cierta críticia a las mujeres que se atreven a ser directoras de cine. Es más, aunque ya no se ataque a la mujer por dedicarse a profesiones mayoritariamente masculinas, se sigue creando un ghetto invisible donde recluirlas, hablando de temas femeninos, de toque femenino, de elegancia y belleza, de características que supuestamente las distinguen de sus colegas del otro sexo, más burdos y violentos ellos.
... y sin embargo, para destruir todos esos prejuicios, basta con dejar que se expresen con su propia voz, para ver que distintas son nuestras ideas preconcebidas a la realidad...
Pero volviendo a Morrisot y su relación con los impresionistas, lo que más llama la atención de esta exposición, aunque siempre ha estado a la vista de todos, es que, como decía antes, esta pintora es esencialmente vanguardista y experimental, de gran audacia formal, rozando en ocasiones la abstracción pura hasta el momento de su muerte a finales de la década de los 90 del siglo XIX. Si hubiera que hacer una comparación, habría que colocarla en el mismo ámbito de Monet, con el que sus paisajes tienen más de un punto en común, tanto formal como temáticamente, de manera que cabe hacerse la pregunta de como habría evolucionado esta pintora en las primeras décadas décadas del siglo XX y sobre todo, como habría reaccionado ante la explosión de las vanguardias históricas, dada su trayectoria hasta ese instante.
La anterior puede parecer una pregunta ociosa, pero es que ese parecido con Monet nos lleva a descubrir un rasgo fundamental de su carácter, la perseverancia y la tenacidad. Como es sabido, a mediados de los 80, Renoir abandonó el impresionismo y volvió a una pintura más acabada y académica que se reveló un callejón sin salida, del que ya no supo salir, de manera que su pintura final, adquirió un acabado que casi podría calificarse de femenino, en el peor sentido (ese que comentaba arriba), sino supiéramos el género de su creador. Monet, por el contrario, continúo la depuración de su arte, investigando las vías que había abierto, hasta crear en sus últimos años uno de los corpus pictóricos más impresionantes de la historia de la pintura occidental.
Es esa vía, la que sigue Morrisot, la de continuar en el camino abierto por ella misma y de perseverar en la investigación de las posibilidades que se le ofrecían. Una fuerza de carácter que nuevamente podríamos tildar de masculina (nuevamente en el mal sentido) pero que lo que nos rebela a una pintora de gran rigor y de profundo compromiso con su arte. Alguien en fin, que aún no había producido su gran obra, pero que seguía persiguiéndola sin descanso, sin repanchingarse en un estilo probado y seguro, ni dejarse tentar por lo fácil y conocido.
Una pintora, en fin, a la que es urgente sacar de la semiobscuridad en la que se la ha relegado y de la que es urgente realizar una revisión de su obra... empezando por lo que puede verse ahora mismo en los bajos del Museo Thyssen.