Recuerdo un libro que preparé para un inspector extraordinario y plenipotenciario. Cada página estaba coloreada con un tono distinto. Lo recuerdo presentando la primera hoja, sin duda ante los funcionarios inferiores, una página con sólo dos sellos triangulares. Los guardas de las puertas abrían los pernos a regañadientes. Y luego, con un leve giro, mostraba la segunda hoja, en verde, ahora frente a los rígidos funcionarios. Luego, en la mesa del cuartel de guardia arrojaba la tercera y cuarta página, de un blanco deslumbrante, con el gran sello redondo, rojo sangre. Lo miraban atentamente, temblando, y saludaban mientras el hombre avanzaba hasta la puerta principal, donde estaba el Guardián General de las Puertas, que un momento antes permanecía inaccesible, metido en un uniforme bellamente adornado con gotas de oro, en ese momento empapado en sudor por el celo oficial puesto en la tarea, y el sonido de la cerradura abriéndose y mezclándose con el tintineo de las medallas sobre su pecho. Y el anciano es una imagen militar, alzando su brillante espada, honrando no a la persona que cruza el umbral sino al documento que el emisario lleva en mano. ¡Que delicia el pensamiento de ese trasiego maravilloso de los salvoconductos, esas crecientes dosis de "poder perfectamente legal"! ¡Ni las escenas de batallas de Sienkiewicz, ni ningún rugido de cañones podrían igualar jamás el murmullo de los Cupones de Poder colocados sobre la mesa gris entre los muros grises del castillo! No puedo llegar a comprender la magia oculta en el Gran Sello, pues en su centro reposa el mismísimo Signo Secreto, esto es, un "código sin clave", lo que significa que quien lo lleva tiene que ser un emisario del Innombrable.
Stanislaw Lem, El castillo alto.
Ya sabrán de mi profunda admiración por Stanislaw Lem. Le considero como uno de los grandes de la literatura del siglo XX, opinión que no está más extendida, me temo, debido a su catalogación como autor de ciencia ficción. Un genero en el que pueden encuadrarse la mayoría de sus obras, pero en el que encaja mal, dada su tendencia a sobrepasarlo y transcenderlo. De hecho, siempre fue una presencia excéntrica en ese mundo, alejado de la tendencia al travestismo que lastra la mayor parte de la ciencia-ficción occidental, a la que que criticó sin piedad. Antes incluso de la decadencia reciente del género, que poco a poco ha ido derivando en fantasía con toques tecnológicos o space-opera que recicla el género de aventuras.
Por el contrario, Lem siempre perteneció a la sección más "dura" del genero, aquélla que pretendía desarrollar los problemas morales y sociales que se suponía acarrearían los avances tecnológicos, intentando plasmarlos con lógica férrea y una coherencia no menos sólida. Las obras de Lem, por tanto, siempre pueden reescribirse como ensayos filosóficos puros - una de sus obras más importantes, Summa Technologia, es precisamente esto -, cuya peripecias narrativas son la ilustración de esos dilemas y de las consecuencias que de ellos derivarían. De ahí, precisamente, surge el mayor defecto de la obra de Lem, la debilidad de sus personajes, meros vehículos para el desarrollo de sus tesis, pero esto se ve compensado por dos virtudes esenciales. Primero, sus dotes para inventar mundos complejos, laberínticos y aún así coherentes, cuyos detalles es capaz de describir con intensidad casi obsesiva, hasta hacerlos plausibles. Hasta conseguir, en definitiva, que podamos verlos. El segundo, ser capaz de seguir el desarrollo lógico de sus postulados hasta el propio absurdo, sin permitirse trampas ni traiciones, sino resaltando y remachando las contradicciones en ellos ocultos.
Especialmente aquéllas que no somos capaces de ver. O no queremos.