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viernes, 4 de diciembre de 2020

En busca de Varda (XIV): Jane B. par Agnes V. (Jane B. por Agnes V., 1988)

A riesgo de parecer repetitivo, tengo que volver a confesarles mi rendida admiración por Agnès Varda. Me sorprende y me fascina su capacidad para reinventarse a cada película, así como su habilidad para deslizarse entre los géneros, descubriendo allí amplias tierras inexploradas. Ninguna de sus películas es ficción o documental puro, sino algo entre medias, cuando no acaba derivando hacia el puro ensayo fílmico o rompiendo las barreras que separan al director de los actores.

Ese el caso de Jane B. par Agnes V. (Jane B. por Agnes V., 1988), una biografía fílmica de la actriz y cantante Jane Birkin que es muchas otras cosas: conversación íntima entre actriz y directora, regalo de cumpleaños a una figura esencial de los sesenta y setenta, exploración de las limitaciones y servidumbres del medio, plasmación de fantasías compartidas, así como análisis de la condición femenina y alegato feminista. Una obra, por tanto, de recorrido sinuoso, que no teme digresar en meandros, perderse en rutas secundarias, quedar atrapado en pantanos... pero que siempre sabe encontrar el camino de vuelta y brillar con fuerza. Como la obra de arte única que es.

Contar de qué va este film, como pueden imaginarse, es harto difícil, ya que se compone de multitud de escenas, de meditaciones aisladas. El único hilo conductor es la profunda simpatía, acompañada de una evidente complicidad, que siente Agnès Varda por Jane Birkin. Esa conexión entre ambas mujeres permite la realización de un pequeño milagro: aunque se trata de una biografía, su tema no es la personalidad pública que atiende al nombre de Jane B, sino la mujer que se esconde detrás. 
 
Para señalar esa diferencia, como pueden apreciar en las capturas que abren esta entrada, Varda nos muestra la profunda desconfianza que Birkin siente hacia las cámaras: como las personas de épocas pretéritas,  la actriz teme que el ojo frío del objetivo le robe sus secretos más íntimos. Recela que pueda llegar a confundirla con una persona real, tolerar desnudarse ante ella, física y psíquicamente, ante ella, para luego descubrir que ha sido traicionada y que sus confidencias, destinadas a una única persona, andan en boca de todos.
 
Siendo Varda quien es -ya saben, alguien capaz de hacerse amigo de cualquiera y de granjearse su absoluta confianza - lo primero que hace es jugar limpio: con Birkin y con los espectadores. Tal es el sentido de esa escena, el establecer una contrato, dejar claro que con quién va a hablar Birkin, con quien va a compartir ese viaje fílmico, no es con un objeto impersonal, frío y ajeno, sino con la propia Varda, quien también se expondrá a la mirada de los demás. Un juego, me atrevería a decir, rayano en la seducción, pero donde desde el principio queda claro que Birkin es quien tiene el control y quien decide hasta donde van a llegar.

Dualidad, la de directora/actriz, a la que se anexa otra: la de Birkin como mujer real y como símbolo. Por un lado, la persona que rememora su infancia, enumera las alegrías cotidianas, casi banales, que jalonan su vida y la tornan plena, la que nos confiesa sus sueños y anhelos más preciados. Por otro, la mujer símbolo, admirada y codiciada por todos, cuyo cuerpo deviene última encarnación de un símbolo más antiguo: el de la diosa, santa y heroína. Vertiente en donde Birkin, con la ayuda de Varda, interpreta esas tantas otras desencarnaciones femeninas que nos acompañan desde la antigüedad, ya sean las venus de Tiziano o Goya, excepciones como Juana de Arco, o las femme fatales del cine negro.

Sin limitarse tampoco a poner en escena encorsetados tableaux vivants. Como buena feminista y militante de izquierdas, Varda no pierde oportunidad de llevar a primer plano a quienes siempre habían permanecido en segundo plano en esos cuadros, en esas películas y en esos mitos: mujeres anónimas que no pertenecían a la élite.

jueves, 5 de noviembre de 2020

En busca de Varda (IX): Cortos 1970-1977






















Siguiendo con mis proclamaciones de rendida admiración por Agnès Varda, no se pueden imaginar lo mucho que le agradezco que no dejase de lado el formato de cortometraje. En el mundo profesional y comercial, este modo se considera como algo menor, un mero trámite incómodo, sólo necesario para dar el salto al largo, la auténtica manera noble de la cinematografía. Sin embargo, Varda integró sus cortos como parte esencial de su obra, como otro camino más, de igual importancia a los largos, con el que ponerse en contacto con el mundo y mostrarnos su visión del mismo. Porque el otro género al que nunca renunció fue el documental, siempre presente incluso entre sus creaciones más de ficción, que nunca llegan a serlo de forma absoluta.

Black Panthers (Panteras negras, 1970) es importante por varios motivos. Con él se cierra el primer periodo norteamericano de Varda, coincidente con la explosión hippy, contracultural y contestataria de los 60, que ella describió con pasión y detalle, declarándose a su favor. Por otra parte, el objeto de este documental es un movimiento político que siempre se ha descrito con incomprensión, juzgado de forma negativa. Los Black Panthers, una de las muchas corrientes de defensa de los derechos de la negritud americana surgidos en los sesenta, se suelen condenar como violentos y radicales, opuestos a los objetivos de fraternidad y reconciliación entre razas promovidos por Martin Luther King.

Sin embargo, no solemos caer en la cuenta que esa es la versión presentada por sus enemigos. En realidad, jamás hemos escuchado hablar, defenderse, a sus ideólogos, dirigientes y miembros de a pie. Esa voz, precisamente, es la que les presta Varda en este documental, permitiéndoles hablar con libertad, insertando apenas algunos comentarios para ponernos en contexto. ¿El resultado? Es cierto que los Black Panthers perseguían construir un estado dentro del estado, una especie de apartheid a la inversa donde la comunidad negra se gobernase por sus propios medios, sin responder ante el gobierno blanco, así como que carecer de  escrúpulos en perseguir ese fin por medios violentos.

Puntos negativos que no evitan que la mayor parte de sus reivindicaciones fueran justas y razonables. En resumen, que se reconociese a la negritud el papel esencial que había tenido en la formación de los EE.UU, así como los muchos agravios derivados de la esclavitud, primero, y de la segregación racial, después. De igual manera, con sus acciones mostraban la esquizofrenia e hipocresía de la sociedad americana con respecto a las razas y a sus derechos. En concreto, que portar armas y exhibirlas se considere normal para la población blanca -lo estamos viendo en la América de Trump-, mientras que visto en los negros se contempla como signo de delincuencia, que hay que reprimir sin piedad.

No es de extrañar, por tanto, que se granjeasen firmes apoyos entre la gente de su misma raza -sus concentraciones, según muestra el documental de Varda, están llenas a rebosar-, al tiempo que la policía, mayoritariamente blanca, se embarcase en una caza del hombre contra sus cuadros directivos. Sin tener escrúpulos en abatirlos a tiros.





















Réponse de femmes (Respuesta de mujeres, 1975) es una muestra de ese feminismo militante que, como les comentaba en una entrada anterior, echaba en falta en esta directora.Viéndolo, me ha recordado esa frase, tan deprimente pero tan real, que se viene diciendo ahora, con el resurgir de la nueva ola del feminismo y la consabida reacción de tantos machismos rancios: « I cannot believe that I have still to fight this shit».

La doloroso en este film es que cada una de las quejas que estas mujeres, anónimas y no tan anónimas, expresan siguen siendo tan válidas hoy como en los años setenta. Incluso igual de urgentes. Arriba, en las capturas, queda reflejada la utilización del cuerpo femenino como reclamo publicitario, una estrategia de venta que sigue bien presente en la actualidad, aunque no de forma tan descarada -y repelente- como hace cincuenta años. Ahora es más sutil, menos ruidosa, pero sigue mostrando esa discriminación humillante entre la forma en que se presenta al hombre en la publicidad, comparada con la de la mujer. Colocando a una como objeto, al otro como amo y señor. Sin olvidar, por supuesto, esa condición de cebo, incitante y premio que se asocia a la mujer a la hora de vender un producto. En especial aquellos pensados para un público masculino o reservados a éste. 

Esa asociación mujer/reclamo obedece a una contradicción aún más profunda en la concepción que los los hombres -y por ende, las sociedades en que somos dominantes- tienen del cuerpo de la mujer. Por una parte, se les exige que se comporten y vistan con decoro y recato: por otra, que enseñen cacho y adopten las formas y actitudes de una sexualidad encarnada en el cuerpo femenino. Sólo en él y en exclusiva. Esa dualidad incompatible, entre sí y con la vida de cualquier mujer, lleva a que los hombres puedan censurarlas -castigarlas, incluso- por cualquier infracción a alguna de esas reglas en oposición. Sin fundamentos y sin necesidad de razones, sólo por no ajustarse al modelo que se elija, en un instante preciso, por mera arbitrariedad y capricho.

La solución, para Varda, está en decir basta, en no tolerar esas trampas y en exigir una transformación radical de las costumbres. Aquí y ahora. Tarea cuya responsabilidad recae, de manera completa, en los hombres. Sólo si somos capaces darse cuenta de la cárcel en que el machismo nos ha encerrado, de la trampa en que nos ha sumido, será posible obrar la reconciliación entre los sexos. Conseguir la auténtica igualdad y respecto que todos, sin importar el género que tengamos, ansiamos.
















Por último, Plaisir d'amour en Iran (Placeres de amor en Irán, 1977) es un spin-off, como se dice ahora, de L'une chante, l'autre pas (Una canta, la otra no, 1977). En aquélla, una de las protagonistas -la cantora- se enamora de un estudiante iraní, con el que se casa y migra a ese país. En Plaisir d'amour en Iran se amplia y complementa esta relación, mostrándonos el primer viaje de la pareja a Irán y el encuentro de la protagonista con una civilización extraña a la suya. Ajena, pero al mismo tiempo muy cercana, resultado que para un francés puede suponer una inesperada paradoja, pero que para nosotros, tras 800 años de Islám en España, no resulta natural y lógica.

Lo atractivo de este corto es que, al contrario que los anteriores, no es político, sino poético. Se trata de una meditación lírica sobre el amor, que se refleja en el paisaje urbano que visitan, exótico para la mirada europea, pero habitual -casi banal- para quien lo habita de manera cotidiana. Decorado que parece estremecido, recorrido de un extremo a otro, por una pasión sexual incontenible, pero que en realidad está destinado a uso religioso, a la exaltación de una divinidad única, cuyo rostro es invisible a los humanos.

Sensualidad unidad al pudor, en una mezcla que puede parecer ajena a un occidente donde ambos conceptos están separados por un foso infranqueable, pero que tiñe toda la cultura iraní. Al menos en su arquitectura, sus artes plásticas y su literatura.