Lunes,tiempo de Forjadores de Imperios. Éste es el final de la saga alejandrina y el final de la colección de cuentos. No sé si alguien la habrá estado siguiendo estas semanas ni si la han disfrutado, pero al menos ya no está criando polvo en mi ordenador o esperando a que el disco casque para desaparecer.
Tampoco sé que haré a continuación, si publicaré aquí algún fragmento de una novela inacabada que se llamaba Ad Majorem Gloriam Dei (cuyas últimas versiones se perdieron con la muerte de mi PC en mayo pasado) o si intentaré republicar algunos de los artículos cinéfilos que ya no se pueden visitar en Tren de Sombras.
Veremos, pero por ahora me tomaré un descanso en la cita de los lunes. Les dejo con el último cuento, completamente anticlimático y sin la opresión y desesperación de los anteriores, puesto que todo estaba ún por suceder.
Final II: Año 334 a.C. Estrecho de los Dardanelos
Las palas de los remos entran en el agua, permanecen bajo su superficie un instante y vuelven a salir cubiertas de espuma. El navío avanza suavemente como lo impulsase otra fuerza distinta de la de los remeros. La costa del otro lado del estrecho se aproxima. Ya se distinguen las rocas de la orilla y las olas que rompen sobre ellas. Nuestras manos se aferran nerviosas a las asas de los escudos y las astas de las lanzas. Nuestros ojos no se apartan de la línea de rompientes, escrutándola, examinando el más mínimo detalle de su contorno. Nadie nos espera al otro lado. Nadie se opondrá a nuestro desembarco. A pesar de eso, la angustia seca nuestras bocas y pone un nudo en nuestros estómagos. Estamos en marcha, ya no podemos volver atrás aunque queramos.
La quilla de nuestra embarcación roza el fondo. El impacto nos lanza los unos sobre los otros. El barco gira violentamente y se pone de través a las olas. Un crujido se eleva de sus entrañas. La cubierta escora, pero se estabiliza repentinamente y se detiene. Gritando, salto al agua. Esta fría y me hundo en ella hasta las axilas. Apenas puedo andar, el muro de agua que me rodea me oprime y detiene, mientras que el peso de mis armas y la coraza me abruma, me empuja hacia el fondo. Trato de mantener la cabeza sobre la superficie, pero una ola tras otra pasan sobre ella. El agua salada inunda mi boca, mi nariz, ahogándome. Lucho por conseguir una bocanada de aire, pero apenas tengo tiempo de conseguirlo antes de que la siguiente ola me sumerja. Los ojos me escuecen, no puedo mantenerlos abiertos. Me aferro al hombre que me precede y continuo avanzando, un paso tras otro, hacia la orilla.
De repente hago pie. Mi cuerpo se eleva sobre las aguas. Corro hacia la costa, chapoteando y salpicando a los que me rodean, que también están corriendo, despreocupados, alegres por verse libres del mar. Rebaso la línea de rompientes y sigo corriendo por la playa, la vista fija en las colinas que la cierran, hasta que mis pies ya no se hunden en la arena, hasta que ya no se oye el rumor de las olas al romper, hasta que mi vista se pierde en los campos de Asia.
Entonces me siento, el aliento perdido, el cuerpo cubierto de sudor.
Ya hemos llegado. Todo nuestro miedo se ha desvanecido y, sin embargo, frente a nosotros se extiende la inmensidad del Asia, inabarcable y desconocida. Tendremos que medirnos con ejércitos cuya cifra sólo es superada por la de las arenas del mar y sitiar ciudades cuyo contorno se pierde en el horizonte, pero ninguno de esos peligros nos viene a la mente. Estamos en Asia y sus riquezas nos aguardan, inagotables, inimaginables, suficientes para otorgar la felicidad a un hombre hasta el fin del tiempo. Sólo tenemos que extender la mano para alcanzarlas. Otros, antes que nosotros, han pretendido lo mismo y han fracasado, pero fue porque permitieron que se pusiera término a sus sueños. No será ése nuestro caso. Nada ni nadie podrá imponernos límites excepto nosotros mismos.
Unos caballos se acercan. Alejandro viene hacia nosotros. Nos ponemos en pie, alzamos lanzas y escudos y le recibimos entre aclamaciones. Él cruza a caballo entre nosotros, seguido por sus generales. Nos dirige miradas de ánimo, estrecha nuestras manos y acaricia nuestras mejillas. El orgullo y la satisfacción le desbordan.
- Con estos hombres nada nos estará vedado – Le oímos comentar a uno de sus acompañantes.
Las aclamaciones apagan su voz. Con ese rey tampoco, gritamos.
Nota: Se ha descrito el paso de los Dardánelos por parte de Alejandro
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lunes, 13 de diciembre de 2010
lunes, 6 de diciembre de 2010
FdI Final I: Año 44 a.C Roma
Es lunes y por tanto, tiempo de Forjadores de Imperios. Con este cuento concluye el ciclo romano y la narración del camino hacia la gloria de esa ciudad y sus ciudadanos. Por supuesto, la conclusión es muy distinta de lo que podría suponerse, aunque los que hayan leído estos cuentos saben por donde van los tiros. Sin embargo, ha pasado ya tanto tiempo desde que escribí este cuento final que no sé si mi conclusión seguirá siendo válida. Eso sí, es de lo mejor que haya escrito, lo cual tampoco es decir mucho.
Año 44 a.C Roma
La multitud me rodea y aprisiona. Me ahogo en su hedor acre y penetrante. Los que tengo detrás me empujan, clavan sus codos en mis costillas tratando de hacerse sitio, o me utilizan como apoyo para encaramarse y ver lo que ocurre en la rostra. Me revuelvo y me encaro con ellos, pero ninguno repara en mí. Su atención esta fija en lo que sucede en la tribuna. Sus ojos no ven nada más. Están embrujados. Sus rostros, curtidos por el sol, surcados por profundas arrugas, destruidos por la vida y el sufrimiento, pasan sin transición alguna del odio a la compasión, del entusiasmo a la desesperanza.
Yo también me vuelvo. En lo alto de una plataforma erigida sobre la tribuna han colocado una camilla. En ella se adivina la forma de un cadáver envuelto en un sudario. Dispuestos a su alrededor, se halla un grupo de ciudadanos, vestidos de luto, que lloran en público sin ningún pudor, como mujerzuelas. Sus ropas son ricas y caras, nuevas y limpias, en contrastaste con los andrajos grises y raídos que porta la muchedumbre que les escucha.
Uno de esos ciudadanos respetables se ha recogido la toga sobre los hombros y ha ascendido hasta las parihuelas. Allí arriba comienza a gesticular y retorcerse como un alienado. Su rostro, congestionado por el esfuerzo, se contrae en una mueca tras otra. Tan pronto se abraza al cadáver y llora sobre él, hundiendo la cabeza en su pecho, como se alza de repente, con los ojos llenos de furia, y extiende sus manos hacia nosotros, señalando alternativamente el cielo y el cuerpo que yace a sus pies. Su agitación es tan grande que parece que va a desplomarse ante nosotros en cualquier momento. Por último, aparta el sudario, toma el manto que cubre el cadáver y lo extiende ante nuestros ojos, mientras pasa las manos por las rasgaduras que hicieron los puñales y señala cada una de las manchas de sangre que produjeron las heridas.
Ninguna palabra acompaña a estas imágenes. La multitud ruge y gime enloquecida, acallando todo sonido que no sea el suyo, semejante al estruendo del mar que rompe furioso contra las rocas. La boca del orador se abre y cierra mecánicamente, como la de un muñeco. Sus movimientos son también los de un muñeco, torpes, incoherentes, desmañados. A nadie le importa. Las emociones saltan sobre nosotros, incontenibles, contagiando a un muñeco tras otro de los que se hacinan en el foro, corroyendo y traspasando con su potencia mi inútil máscara de escepticismo. Ya no lucho. Me dejo llevar. Yo también grito. Yo también lloro. Me inunda la rabia. Deseo matar y vengarme.
Han alzado un muñeco auténtico sobre la tribuna. Reconozco la efigie del muerto, representada tal y como era en vida, sólo que ahora su rostro muestra la expresión incrédula con la que le sorprendió la muerte. Aún cuando se estaba desangrando, no podía concebir que alguien se atreviese a levantar la mano contra él o que armas humanas pudieran herirle, cuando de tantos combates había escapado ileso. Sobre el maniquí de cera también han sido representadas las heridas que le robaron la vida, con sus bocas frescas y sangrantes. Sin que sepamos cómo, dan la vuelta al muñeco, levantan sus brazos y lo inclinan para que podamos contemplarlas mejor. El orador las señala una tras otra, deteniéndose en cada una de ellas. Sus ojos se inflaman, su boca se retuerce. Está nombrando a quién la causó, cubriéndole de insultos, azuzando a la multitud contra él.
Entonces estalla. Tan inesperado como el primer trueno de una tormenta, el alarido atronador de la multitud congela en sus posiciones a todos los que se hallan sobre la tribuna. Sus miradas se vuelven bobas y vacías, las de gentes que no saben si deben alegrarse o aterrorizarse, que desconocen sí la fuerza que acaban de despertar va a volverse contra ellos y consumirles. Antes de que puedan reaccionar, la multitud ha roto sobre la rostra y les ha arrebatado el cadáver. La pira destinada para él ha comenzado arder al mismo tiempo, con llamas salvajes y furiosas, las mismas que están devorando el edificio del senado. El fuego se extiende por la ciudad, transportado por la muchedumbre rabiosa que abandona el foro, que se disuelve de dentro hacia fuera, como una casa que se derrumba sobre la calle. Todos corren, los primeros empujados por los que les siguen, sin saber a dónde, pero en cada uno anida el deseo de matar a alguien, a los conjurados, a sus parientes, a sus amigos, a cualquiera que les conozca o haya cometido el error de saludarles amistosamente.
Silencio.
La riada me ha arrastrado hasta el foro Boario. Estoy solo. Mis oídos aún zumban, mis manos tiemblan, pero a mi alrededor todo está tranquilo y silencioso. Tengo la impresión de estar en otra ciudad, una ciudad en paz. Sólo las columnas de humo que comienzan a elevarse sobre las colinas traicionan la realidad en la que vivo.
Abandono el foro. Me pierdo por las callejuelas vacías, llenas de sombra. Apenas vislumbro una estrecha franja de cielo azul entre los tejados. No tengo ninguna referencia de lo que sucede en la ciudad fuera de las paredes que me rodean. Espero llegar a tiempo, ya voy con retraso, pero al torcer una esquina, me topo con un control. Ellos también me han visto. No tengo más remedio que acercarme y esperar que los dioses me protejan. Los hombres que me han detenido están muy irritados. Preferirían estar con sus compañeros, cazando a los conjurados, incendiando casas, en vez de permanecer aquí de guardia, en este rincón perdido de la ciudad. Tiemblo al percibir que están dispuestos a tener su parte de diversión, pese a quien pese.
Comienzan a interrogarme, uno tras otro, interrumpiéndose entre sí, disputando agriamente entre ellos sobre las preguntas que deben dirigirme. Tengo que demostrarles que no estoy relacionado con ninguno de los asesinos de César, que ni siquiera les conocía de vista. No les convenzo. He salido a la calle y no estoy colaborando en la captura de los culpables. Eso basta para convertirme en sospechoso. Quizás lleve algún mensaje a algún conjurado escondido, o puede que esté comprobando la ubicación de los puestos de control para facilitar la huida de otro.
Tras mucho rato de discutir, optan por dejarme marchar. Mi aspecto me ha salvado. Soy igual que ellos. Visto ropa pobre y raída, mi cabello y barba están mal cuidados, no tengo barriga. Evidentemente, no soy uno de los hombres adinerados que han concebido y apoyado la muerte de César. Me permiten continuar mi camino. Cuando cruzo entre los guardias dirijo una mirada de reojo a los cuerpos que se amontonan en el arroyo. Otros no han tenido tanta suerte. No me detengo, sé que tras de mí hay quien vigila mis reacciones.
No es el último control que encuentro y en cada puesto se repite la misma historia. De nada me sirve haber franqueado los otros, hay que empezar desde cero. Cuando llego al burdel dónde trabajas, se me ha hecho ya muy tarde. Lo encuentro lleno de clientes.
Tras matar, incendiar y saquear, estos ciudadanos han decidido otorgarse una recompensa. Risas y cantos llenan el lugar. Hombres y mujeres se retuercen entrelazados sobre los lechos, sobre el pavimento, allí dónde el deseo les ha alcanzado, allí dónde queda un sitio libre. Las eslavas recorren la sala llevando ánforas de vino, bandejas de carne, cestas de fruta. Caminan con cuidado, vigilando donde ponen los pies, para no pisar los cuerpos que yacen en el suelo, inconscientes por el vino o debatiéndose aún en los espasmos del amor. Un grupo de músicos toca en un rincón pero nadie les presta atención, puesto que el rumor de tantas voces aplasta su música. La obscuridad vela sus caras, sólo se alcanza a ver las manos que recorren incansables los instrumentos.
Cruzo la sala y asciendo corriendo por la escalera, hacia tu aposento. Temo que no me esperes. He tardado demasiado. Un día tan bueno para el negocio como hoy no puede desaprovecharse, debes estar trabajando. No te tendrá cualquiera, sin embargo, y menos uno de los don nadie que se revuelcan en la sala común. Tu precio es alto y sólo los más acaudalados pueden presumir de haberte tenido entre sus brazos. Nunca he llegado a explicarme por qué te has encaprichado conmigo, por qué me reservas un día entero cada semana, cuando un pobre poeta como yo jamás podrá pagarte ni la décima parte de una de tus horas.
Cuando abro la puerta, me saluda tu sonrisa, más preciosa que todas las sedas y todas las joyas que cubren tu cama. Es nuestro día, aquél en que podemos olvidarnos de nuestras miserias y de nuestras decepciones. Tú me has aguardado y yo he venido. Nada más importa.
Hemos terminado, pero en vez de apartarme, me quedo un rato más en tu regazo. Me estrechas contra tu pecho y me acaricias el cabello. Tu calor adormece y embota mi cuerpo, difuminando el contacto duro y estrecho de tus brazos y tus piernas contra él. Rompo a llorar. No me preguntas nada, sólo me abrazas aún más fuerte. No hubiera sabido que responderte.
El revoque aún está fresco. Si lo tocase, la huella de mis dedos quedaría impresa en su superficie. Sin mirar, extiendo el brazo hasta uno de los cuencos y remojo el pincel en la pintura. Al alzarlo hacia el techo, una gota cae sobre mi frente. No me la limpio. No tengo tiempo. Debo acabar antes de que el techo se seque o tendríamos que picarlo entero y empezar de nuevo.
Con mucho cuidado trazo el perfil de un pájaro, siguiendo los puntos que indican su contorno. Sus alas están extendidas para remontar el vuelo. Lleva una baya en el pico con la que va a alimentar a sus polluelos. No me ocupa mucho dibujarlo, así que tomo otro pincel y comienzo a rellenarlo de color. El pico, el punto de los ojos, las plumillas de la cabeza y el cuello, el plumón del pecho, las largas remeras, las escamas de las patas.
Me vuelvo de repente, sobresaltado. El maestro está detrás de mí, observando mi trabajo.
“Me habéis asustado, maestro. Quería terminar esta parte del techo antes de que nos fuéramos”
“No está mal. Vas cogiendo soltura, pero déjame”
Toma otro pincel y comienza a dibujar una maraña de líneas sin sentido. De vez en cuando se detiene, medita un instante y añade una nota de color.
“Mira ahora y dime que te parece”
Se aparta para dejarme ver. Su pájaro está volando sobre nuestras cabezas. Recoge sus alas y se lanza como una flecha sobre el arbusto que está pintado más abajo en la pared. Comparado con éste, el que yo he pintado no es más que un garabato informe.
El maestro apoya su mano en mi hombro.
“ Acaba de pintar el fondo del techo antes de que se seque.”
Termino y desciendo del andamio. El maestro está pintando el rostro de un niño. El pequeño acaba de descubrir la escena que se desarrolla junto a él y se vuelve sorprendido. Tan absorto está, que no se da cuenta de que ha inclinado demasiado el cesto de frutas que lleva y que éstas se están precipitando al suelo, rodando y esparciéndose por doquier.
Sigo la mirada del niño. Un héroe y una diosa acaban de encontrarse. Esta zona aún no ha sido pintada. Sólo las siluetas de los personajes han sido trazadas sobre la pared aún desnuda, con leves indicaciones que muestran la posición de las manos, la situación de boca y ojos, la expresión que adoptarán.
El maestro da la última pincelada. Seca el pincel con un paño y se levanta. Mi presencia no le sorprende.
“¿Qué piensas?”
“Si sólo pudiera pintar como vos…”
“Lo harás. Yo también tuve que pintar muchos techos cuando era aprendiz. Al menos ya no te toca moler los colorantes y aplicar el revoque. Algo has avanzado”
Ambos guardamos silencio.
“Señor…”
“Dime”
“¿Cuándo vais a pintar la escena principal? Estoy ansioso por verla, con el esfuerzo que ponéis en los detalles, estoy seguro que será algo fuera de lo común.”
“Es la parte que menos me importa”
“¡Pero es la escena central! ¡La que da sentido al resto!”
“Y por la que me pagan. Cierto, Esa escena será lo primero que se verá cuando se entre por la puerta. Por eso no puedo defraudarles”
“¿Defraudarles?”
“Exactamente. Aunque nadie lo diga, todos esperan que esta escena se represente de una forma precisa. El héroe debe mostrar bravura y fortaleza. La diosa, nobleza y sabiduría. Todos los gestos, todos los colores deben subordinarse a este fin. Ninguna fantasía está permitida. Siempre debe aparecer lo mismo, como si se aplicase el mismo calco una y otra vez. Para eso mi talento no es necesario. Cualquiera de vosotros, hasta el menos dotado, podría pintarla igual de bien que yo. Muchas veces he pensado en dejarlo en vuestras manos, pero creo que los clientes no se sentirían muy contentos si lo descubrieran…” Se sonríe para sí “Si sólo tuviéramos que pintar lo que a ellos les place…”
“¿Qué hay que pintar entonces?”
“Lo que nos haga aprender. ¿Por qué crees que le doy tanta importancia a los detalles? Otros colegas dejan toda esa labor a sus ayudantes, al fin y al cabo no da dinero y ocupa demasiado tiempo, el tiempo que necesitan para aceptar otros encargos. Así les va. Nunca dejarán de ser unos pintamonas. Se han sentado en su arte y sólo les preocupa en la medida en que cubra sus gastos. Es una actitud muy apropiada para un bodeguero, pero si quieres llamarte pintor… Escucha bien, lo serás cuando pintes una casa sumergida en la luz del verano y te acuerdes de incluir en ella un toldo hinchado por el viento, cuando logres que un perro mire lleno de admiración a su amo, o que un gato aceche con ojos desorbitados a la presa que está a punto de atrapar. Entonces podrás llamarte pintor, si encuentras el color verdadero de la carne, si cuatro líneas tuyas bastan para crear un rostro y en él se refleja el temor, la espera, la meditación, la tranquilidad, el odio o la resignación. Todos tus colegas se tirarán de los pelos, incapaces de descubrir tu secreto… Pero ten cuidado, mucho cuidado”
“¿Con qué?”
“Nunca hay que olvidar a los ignorantes. Si no les das lo que piden, no te lo perdonarán. Pon lo que exigen en el lugar más visible, ahí donde no puedan dejar de encontrarlo. Lo que te interesa, no lo subrayes ni lo destaques. Sitúalo en el lugar que le corresponde, con sus tonos apropiados, no otros. Aquellos que saben, aquellos que entienden, sabrán qué buscar y cómo.“
La obscuridad nos rodea y separa, pero me bastaría estirar el brazo para tocarte. Escucho tu respiración, lenta y pausada, al igual que tú escuchas la mía. Sé que estás despierta, pero no quiero hablarte. Dejo pasar el tiempo, sabiéndote a mi lado, seguro de que no te marcharás, olvidado del mundo que se derrumba fuera de estas cuatro paredes.
- He escrito más versos.
- ¿Y ahora me lo dices? Léemelos. A qué esperas.
Doy lumbre a la lucerna y me levanto por el rollo de poemas que guardo entre la ropa. Cuando vuelvo al lecho, te has incorporado y sentado sobre la cama, cruzando las piernas. La débil luz de la llama tiembla sobre tu rostro, sobre la fina red de arrugas que comienza a formarse en tu piel, sobre tus pechos que empiezan a vencerse. La impaciencia te consume, Te abalanzas sobre mí, con la intención de arrebatarme el rollo, y forcejeamos juntos por su posesión.
Casi se nos olvidan los poemas, pero logras calmarte y vuelves a sentarte. Jadeas y en tu rostro se refleja el agotamiento de tantos años, la monotonía, la frustración. Es sólo un momento. Cuando descubres que te miro, vuelves a sonreírme, tu rostro se ilumina, retornas a tu juventud. Eres cruel, sabes que no puedo soportar el brillo de tu mirada cuando te pones así, y, sin embargo, no tienes reparo en jugar conmigo. Aparto la cabeza para no verte, pero cada vez que la levanto, estás ahí esperándome, vuelvo a encontrarme con tus ojos, con tu sonrisa maliciosa y picara, y no tengo otro remedio que hurtar de nuevo la mirada. Ríes despreocupada y confiada, como una niña.
- Vas a dejarlo ya o no.
- Vale, vale, no te pongas así.
Finges ponerte seria, aparentas arrepentimiento e inclinas la cabeza, contrita, pero lo haces mal a propósito, apenas puedes controlar la risa que te domina. Me acerco a ti y rozo tu mejilla con el puño cerrado. No me miras. Te esfuerzas en permanecer seria y digna. Rompo en carcajadas.
-¿A que esperas? – susurras
Me recuesto contra la pared y desenrollo el papiro. Tú te acurrucas contra mi hombro. Siento tu pecho rozar contra mi brazo. Comienzo a leer.
Tu risa me interrumpe.
-¿Qué pasa ahora?
-¿Cómo puedes escribir algo así? – dices mientras tus brazos se enroscan alrededor de mi torso
-¿Qué tienen de malo?
-¿Qué qué tienen de malo? Son una cursilada. Peor que eso, seguro que estabas pensando en mí cuando los escribiste. ¿Aún no te has dado cuenta de con quién estás ahora mismo? – tu voz se quiebra. Nunca la había oído en ese tono.
Tú eres una prostituta que me recibe una vez a la semana. Yo soy un poeta a quien sus versos no le van a sacar de la miseria, pero ahora, sobre este lecho, somos iguales que los reyes.
¿Cómo era aquello?
“Ni toda la gloria de Alejandro, ni todas las riquezas de los reyes, valen lo que el lento transcurrir de una tarde de verano o el secreto frescor de un vaso de agua”
Mi mano está en tu mejilla. Cierras los ojos y te aprietas contra ella.
“No pienso volver a pintar. Jamás en la vida. Es inútil que intentes convencerme.”
“¿Te crees que nadie sufre en este mundo, aparte de ti? ¿Te acuerdas de Cina? Has leído sus versos, incluso un día os presente. Ahora está muerto, su nombre era demasiado parecido al de un conjurado”
“Cina ha tenido mucha suerte. Ha muerto antes que su obra. Yo he tenido que ver como esos bárbaros asaltaban la casa de Bruto y la prendían fuego. No he podido hacer nada por evitarlo. En el lugar donde estaban mis frescos, ahora sólo quedan escombros requemados. Me había dejado la vida en ellos, había puesto todo de lo que soy capaz y ahora no queda nada. ¿Te enteras? ¡Nada en absoluto!”
“¿Eso es todo? ¿Te conformas con no ver ni sentir? Te voy a poner un ejemplo. Dentro de unos años, el nieto o el bisnieto de Bruto se cansa de ver unos garabatos pasados de moda y decide picar las paredes. Eso no debería importante. Tú ya estarás muerto.”
“Eso no va a ocurrir. Las personas que poseen mis pinturas son personas entendidas, no unos incultos que no tienen dónde caerse muertos”
“¿Por qué no va a ocurrir? ¿Por qué tú lo digas? Tú eras el primero en reírte a escondidas de los bocetos de tu maestro. Decías que estaban faltos de inspiración, que eran torpes y repetitivos. ¿Crees que no van a opinar lo mismo de los tuyos? Aunque seas un genio lo harán. Espera a que el último pintamonas haya copiado tus trazos, entonces tus pinturas sólo servirán para aburrir. Preferirán cualquier novedad, aunque la ejecución sea torpe y los colores estridentes. Métete eso en la cabeza.”
“¿Quieres palabras duras? Yo también tengo puedo decirte unas cuantas. Tú y todos los poetas escribís sólo para el momento, para agradar a la mujer con la que queréis acostaros, para adular al rico que os mantiene, para entretener a los comensales de una cena. ¿Crees que alguno recuerda tus versos? A los postres ya se les han olvidado. En cambio, yo y el arquitecto que ha construido la casa donde voy a pintar trabajamos para la eternidad, para personas que van a vivir allí un día tras otro, que van a crecer y envejecer rodeados de nuestra obra, para quienes va a ser tan suyo como su brazo o su pierna. Por eso es tan terrible su destrucción, es como si te lo amputaran.”
“Sin darte cuenta me das la razón.“
“No te doy la razón.”
“Sí me la das. Mira, ¿Crees que me importa que recuerden más una indigestión que mis versos? Si fuera así, me hubiera hecho cocinero. ¿Qué tu arte es más duradero que el mío?. También lo sé. Quizás alguno de mis poemas esté de moda una temporada o dos, pero dudo que la próxima generación recuerde mi nombre. No todos tenemos la suerte de Homero, si es que existió en realidad. Soy consciente de todo eso y sin embargo sigo escribiendo, pues no busco el aplauso, ni la fama, ni la riqueza. Tú haces como yo”
“No hago como tú. Tu actitud es suicida. Hay que contemporizar o si no, te convertirás un paria o un apestado. Nadie puede colocarse aparte de todo el mundo.”
“Sí que haces como yo, porque tú tampoco pintas por dinero o por fama. Si sólo quisieses eso, te bastaría con calcar patrones en las paredes y colorearlos. Tienes la técnica suficiente para que cada copia parezca una obra nueva y original. ¿Actúas así? No, quieres que tus pinturas estén vivas, al contrario que las de tus competidores que sólo son una colección de monigotes.”
“No puedo pintar de otra manera... El día que no pueda…”
“Romperás tus pinceles. ¿Ves porque digo que somos iguales? Ambos creamos para nuestro propio placer. Lo que nos mueve es un deber íntimo e ineludible, tan necesario como respirar, comer o dormir. Si fueras un mercader podrías dejar de pintar. Podrías convencerte en cualquier momento de que no merece el esfuerzo, de que lo que ganas no compensa tus sacrificios y de que mejor te iría vendiendo trigo o madera. Por desgracia, esa opción te está vedada.”
”¿Por qué?”
”Porque no está en tu mano cambiar a los hombres, ni impedirles que destruyan lo que es bello. Por el contrario, sí está a tu alcance pintar. Te ha sido concedido, de la misma forma que a mí me ha sido concedido escribir. No puedes traicionar ese don. No puedes rendirte.”
“Pero no puedo soportarlo más, es demasiado doloroso. Creas y luego tienes dejar tu obra a merced de cualquier salvaje que se crea con derecho a mutilarla y desfigurarla. No puedo tolerarlo. No puedo permitir que tengan ese destino.”
“Tendrás que acostumbrarte. ¿Crees que no se han reído de mis versos? Los han retorcido y reformado hasta hacerlos irreconocibles, para poder burlarse de ellos o hacerlos pasar por suyos. Sin embargo, me he acorazado. Sus dardos ya no pueden alcanzarme. El mundo es así. Tienes que aceptarlo. No podemos hacer nada. Lo que hoy es adorado, mañana será aborrecido. Esa es la única verdad. No podemos proteger a nuestras obras una vez que han abandonado nuestras manos.”
“Como si fueran nuestros hijos.”
“De la misma forma. Al igual que a ellos, los engendramos, los alimentamos, los vestimos y educamos para entregarlos al mundo, sin saber que les espera allí. Deberíamos negarnos a procrear. Deberíamos negarnos a pintar y escribir. Más aún. Deberíamos encerrarnos en una habitación y negarnos a comer. Sin embargo, nadie obra así. Seguimos aferrados a la vida, por muy dura y horrible que sea.”
“Porque siempre hay esperanza, porque mientras estemos vivos, siempre podremos alcanzar la felicidad.”
“Nosotros o los que nos sigan. Si ven que no nos hemos rendido a pesar de todas las dificultades, a pesar de nuestra frustración y desaliento, ellos continuaran trabajando y luchando.”
“Una sola obra nuestra que les llegue bastará.”
-¿Qué hora es? Me he quedado dormido.
-No te preocupes. Aún queda mucho tiempo. Duerme. Duerme.
-Imposible. Ya no podré. La mañana se acerca. Dentro de poco tendremos que separarnos… A veces pienso…
-No te lo guardes. No hay nada peor.
-Pienso en cuando lo nuestro termine. En cuando tú no quieras recibirme o yo no desee visitarte. ¿Cuánto tiempo nos queda aún de felicidad? Nada es eterno… Sabes, creo que me gustaría morir antes de… antes de ese día en que comencemos a aburrirnos
-No pienses en la muerte. No pienses en el futuro. Lo que tenga que venir, ya vendrá. Demasiados días nos aguardan para lamentarnos. No es necesario empezar ahora. Ahora es el momento de ser feliz. Aprovéchalo. No lo dejes ir.
-¿Aunque el mundo se esté derrumbando?
-El mundo siempre está derrumbándose.
El maestro ha cambiado en estos últimos meses. Ha despedido a todos sus aprendices. Mi presencia es la única que no le enoja. Él se ocupa ahora personalmente de todo el trabajo, prepara la pared, mezcla los colores, traspasa los diseños al muro. Todas las tareas monótonas de los aprendices las ha hecho suyas. A pesar de esas nuevas cargas que se ha echado encima, no rechaza ningún encargo. Se ve obligado a pintar cada día más y más horas, robando tiempo al sueño y a la comida, pero no le importa, sólo quiere pintar, pintar, pintar. No sé que genio malo se ha apoderado de su alma. Cada día está más delgado y las ojeras que cubren sus ojos se han vuelto permanentes. Temo que se desplome frente a mí en cualquier momento, muerto de agotamiento, pero él continúa pintando frenéticamente, sin pausas, sin descanso. La propia tensión que le consume le mantiene en pie.
Nunca había pintado mejor. Nunca había sido tan audaz. Moja la esponja en la pintura y la arroja contra la pared. Salpica con otro color sobre la mancha aún fresca. Sumerge sus dedos en los tintes y recorre con ellos la pared. Cuando se aparta, veo alzarse las montañas, ocres y opacas, en el horizonte ardiente del atardecer. Otras veces, son arboles y casas, rocas y cascadas que se materializan entre la niebla. Ya no hay partes más o menos importantes. Todo es uno. Parece soñar con el momento en que sea imposible eliminar cualquier fragmento de su obra, por pequeño e insignificante que éste sea, como si quisiera dotarla de los medios con que defenderse por sí sola de cualquier agresión.
Desconozco la razón por la que me mantiene a su lado. “Mira” me dice “contempla esto. Esto es pintar de verdad. Mi obra anterior no eran más que pintarrajos de niño.” y sigue pintando a increíble velocidad, como si quisiera recuperar los años que ha perdido. “Aprende” me advierte “No tendrás una oportunidad igual” pero no me deja tocar los pinceles, ni siquiera acercarme a la pared. Soy un simple espectador de su arte, un testigo de su gloria.
No puedo continuar así, llevo meses sin pintar nada, me estoy oxidando. Tengo que buscarme otro maestro, me repito todas las noches cuando me acuesto, pero al día siguiente vuelvo a acompañarle y a seguir su juego. Me da pena. Si yo desaparezco, nadie querrá ocuparse de él. Nadie.
Los clientes han comenzado a abandonarle. No pueden soportar su obra, les da miedo. Lo que mi amo pinta no son las imágenes que uno espera ver cuando intenta conciliar el sueño en su cubículo, cuando invita a los amigos a comer a casa o cuando se sienta a tomar el fresco en el patio. Su pintura es demasiado dolorosa, demasiado real, demasiado cercana. La gente sacude la cabeza al verlo, preocupada. Comienzan a hablar de él en tiempo pasado. No le encargan nada.
El trabajo escasea, el dinero nos falta, pero mi maestro no se da cuenta. No puede permanecer inactivo. Ha comenzado a pintar las paredes y los techos de nuestro taller. “Ahora soy libre” grita “ya no tengo que pintar para nadie, sólo para mí” pero su pasión hace que los pinceles se quiebren en sus manos. Ya no le sirven para nada, no puede plasmar con ellos las ideas que bullen en su mente. Ellos pagan su impotencia y su frustración. Nada de lo que hace le satisface. La rabia y la desesperación le dominan, golpea la pared con sus puños y hace trizas los tarros de colorantes, como si éstos pudieran sentir dolor o responderle.
Acaba de tener un nuevo ataque. Ahora yace en el suelo, en medio de un sueño inquieto, luchando, combatiendo por su ideal. Le contemplo desde el umbral del taller, por última vez, antes de cerrar la puerta tras de mí.
Las calles de Roma están llenas de legionarios. Se despiden apresuradamente de los suyos y corren a unirse a sus unidades. Luego marchan por las calles, entre los vítores y aclamaciones de la plebe. Las ancianas les arrojan flores, las jóvenes se cuelgan de sus cuellos y les regalan besos. – ¡Vamos a vengar a César! – gritan hasta enronquecer – ¡Ay de sus asesinos! – La ilusión y el entusiasmo brillan en los rostros de todos. Ya ven en sus manos el botín que van a obtener de los enemigos, ya aran las tierras con las que van a ser recompensados tras la campaña. Adiós a la pobreza, hasta nunca a las privaciones, se dicen, mientras sonríen y saludan a los que les vitorean. Sin embargo, su alegría es sobrepasada por la de sus jefes, aunque éstos la oculten celosamente. El mundo es suyo. Una vez derrotados los conjurados, podrán ejercer el poder sin oposición ni impedimentos, como ni Flaminios, ni Escipiones, ni Gracos, ni Silas pudieron soñar jamás.
Yo ya poseo mi propia gloria, mi propio tesoro. No tengo que embarcarme a tierras lejanas, ni arriesgar mi vida. Sólo el breve espacio de una semana me separa de ella. Me basta con esperar para tenerla de nuevo por entero, para mí solo, simplemente porque ambos lo deseamos así. Mientras aguardo, tengo mi oficio, la dura e ingrata labor de pegar palabras una detrás de la otra, para formar versos y con ellos estrofas. Si ella ríe al leerlos o sus ojos se emocionan, merecerá la pena. Esta vida merecerá la pena
Nota: El entierro de César fue así en realidad. El resto de la peripecia es inventado, aunque los frescos que aparecen se corresponden con frescos reales y los versos son de Cátulo.
Año 44 a.C Roma
La multitud me rodea y aprisiona. Me ahogo en su hedor acre y penetrante. Los que tengo detrás me empujan, clavan sus codos en mis costillas tratando de hacerse sitio, o me utilizan como apoyo para encaramarse y ver lo que ocurre en la rostra. Me revuelvo y me encaro con ellos, pero ninguno repara en mí. Su atención esta fija en lo que sucede en la tribuna. Sus ojos no ven nada más. Están embrujados. Sus rostros, curtidos por el sol, surcados por profundas arrugas, destruidos por la vida y el sufrimiento, pasan sin transición alguna del odio a la compasión, del entusiasmo a la desesperanza.
Yo también me vuelvo. En lo alto de una plataforma erigida sobre la tribuna han colocado una camilla. En ella se adivina la forma de un cadáver envuelto en un sudario. Dispuestos a su alrededor, se halla un grupo de ciudadanos, vestidos de luto, que lloran en público sin ningún pudor, como mujerzuelas. Sus ropas son ricas y caras, nuevas y limpias, en contrastaste con los andrajos grises y raídos que porta la muchedumbre que les escucha.
Uno de esos ciudadanos respetables se ha recogido la toga sobre los hombros y ha ascendido hasta las parihuelas. Allí arriba comienza a gesticular y retorcerse como un alienado. Su rostro, congestionado por el esfuerzo, se contrae en una mueca tras otra. Tan pronto se abraza al cadáver y llora sobre él, hundiendo la cabeza en su pecho, como se alza de repente, con los ojos llenos de furia, y extiende sus manos hacia nosotros, señalando alternativamente el cielo y el cuerpo que yace a sus pies. Su agitación es tan grande que parece que va a desplomarse ante nosotros en cualquier momento. Por último, aparta el sudario, toma el manto que cubre el cadáver y lo extiende ante nuestros ojos, mientras pasa las manos por las rasgaduras que hicieron los puñales y señala cada una de las manchas de sangre que produjeron las heridas.
Ninguna palabra acompaña a estas imágenes. La multitud ruge y gime enloquecida, acallando todo sonido que no sea el suyo, semejante al estruendo del mar que rompe furioso contra las rocas. La boca del orador se abre y cierra mecánicamente, como la de un muñeco. Sus movimientos son también los de un muñeco, torpes, incoherentes, desmañados. A nadie le importa. Las emociones saltan sobre nosotros, incontenibles, contagiando a un muñeco tras otro de los que se hacinan en el foro, corroyendo y traspasando con su potencia mi inútil máscara de escepticismo. Ya no lucho. Me dejo llevar. Yo también grito. Yo también lloro. Me inunda la rabia. Deseo matar y vengarme.
Han alzado un muñeco auténtico sobre la tribuna. Reconozco la efigie del muerto, representada tal y como era en vida, sólo que ahora su rostro muestra la expresión incrédula con la que le sorprendió la muerte. Aún cuando se estaba desangrando, no podía concebir que alguien se atreviese a levantar la mano contra él o que armas humanas pudieran herirle, cuando de tantos combates había escapado ileso. Sobre el maniquí de cera también han sido representadas las heridas que le robaron la vida, con sus bocas frescas y sangrantes. Sin que sepamos cómo, dan la vuelta al muñeco, levantan sus brazos y lo inclinan para que podamos contemplarlas mejor. El orador las señala una tras otra, deteniéndose en cada una de ellas. Sus ojos se inflaman, su boca se retuerce. Está nombrando a quién la causó, cubriéndole de insultos, azuzando a la multitud contra él.
Entonces estalla. Tan inesperado como el primer trueno de una tormenta, el alarido atronador de la multitud congela en sus posiciones a todos los que se hallan sobre la tribuna. Sus miradas se vuelven bobas y vacías, las de gentes que no saben si deben alegrarse o aterrorizarse, que desconocen sí la fuerza que acaban de despertar va a volverse contra ellos y consumirles. Antes de que puedan reaccionar, la multitud ha roto sobre la rostra y les ha arrebatado el cadáver. La pira destinada para él ha comenzado arder al mismo tiempo, con llamas salvajes y furiosas, las mismas que están devorando el edificio del senado. El fuego se extiende por la ciudad, transportado por la muchedumbre rabiosa que abandona el foro, que se disuelve de dentro hacia fuera, como una casa que se derrumba sobre la calle. Todos corren, los primeros empujados por los que les siguen, sin saber a dónde, pero en cada uno anida el deseo de matar a alguien, a los conjurados, a sus parientes, a sus amigos, a cualquiera que les conozca o haya cometido el error de saludarles amistosamente.
Silencio.
La riada me ha arrastrado hasta el foro Boario. Estoy solo. Mis oídos aún zumban, mis manos tiemblan, pero a mi alrededor todo está tranquilo y silencioso. Tengo la impresión de estar en otra ciudad, una ciudad en paz. Sólo las columnas de humo que comienzan a elevarse sobre las colinas traicionan la realidad en la que vivo.
Abandono el foro. Me pierdo por las callejuelas vacías, llenas de sombra. Apenas vislumbro una estrecha franja de cielo azul entre los tejados. No tengo ninguna referencia de lo que sucede en la ciudad fuera de las paredes que me rodean. Espero llegar a tiempo, ya voy con retraso, pero al torcer una esquina, me topo con un control. Ellos también me han visto. No tengo más remedio que acercarme y esperar que los dioses me protejan. Los hombres que me han detenido están muy irritados. Preferirían estar con sus compañeros, cazando a los conjurados, incendiando casas, en vez de permanecer aquí de guardia, en este rincón perdido de la ciudad. Tiemblo al percibir que están dispuestos a tener su parte de diversión, pese a quien pese.
Comienzan a interrogarme, uno tras otro, interrumpiéndose entre sí, disputando agriamente entre ellos sobre las preguntas que deben dirigirme. Tengo que demostrarles que no estoy relacionado con ninguno de los asesinos de César, que ni siquiera les conocía de vista. No les convenzo. He salido a la calle y no estoy colaborando en la captura de los culpables. Eso basta para convertirme en sospechoso. Quizás lleve algún mensaje a algún conjurado escondido, o puede que esté comprobando la ubicación de los puestos de control para facilitar la huida de otro.
Tras mucho rato de discutir, optan por dejarme marchar. Mi aspecto me ha salvado. Soy igual que ellos. Visto ropa pobre y raída, mi cabello y barba están mal cuidados, no tengo barriga. Evidentemente, no soy uno de los hombres adinerados que han concebido y apoyado la muerte de César. Me permiten continuar mi camino. Cuando cruzo entre los guardias dirijo una mirada de reojo a los cuerpos que se amontonan en el arroyo. Otros no han tenido tanta suerte. No me detengo, sé que tras de mí hay quien vigila mis reacciones.
No es el último control que encuentro y en cada puesto se repite la misma historia. De nada me sirve haber franqueado los otros, hay que empezar desde cero. Cuando llego al burdel dónde trabajas, se me ha hecho ya muy tarde. Lo encuentro lleno de clientes.
Tras matar, incendiar y saquear, estos ciudadanos han decidido otorgarse una recompensa. Risas y cantos llenan el lugar. Hombres y mujeres se retuercen entrelazados sobre los lechos, sobre el pavimento, allí dónde el deseo les ha alcanzado, allí dónde queda un sitio libre. Las eslavas recorren la sala llevando ánforas de vino, bandejas de carne, cestas de fruta. Caminan con cuidado, vigilando donde ponen los pies, para no pisar los cuerpos que yacen en el suelo, inconscientes por el vino o debatiéndose aún en los espasmos del amor. Un grupo de músicos toca en un rincón pero nadie les presta atención, puesto que el rumor de tantas voces aplasta su música. La obscuridad vela sus caras, sólo se alcanza a ver las manos que recorren incansables los instrumentos.
Cruzo la sala y asciendo corriendo por la escalera, hacia tu aposento. Temo que no me esperes. He tardado demasiado. Un día tan bueno para el negocio como hoy no puede desaprovecharse, debes estar trabajando. No te tendrá cualquiera, sin embargo, y menos uno de los don nadie que se revuelcan en la sala común. Tu precio es alto y sólo los más acaudalados pueden presumir de haberte tenido entre sus brazos. Nunca he llegado a explicarme por qué te has encaprichado conmigo, por qué me reservas un día entero cada semana, cuando un pobre poeta como yo jamás podrá pagarte ni la décima parte de una de tus horas.
Cuando abro la puerta, me saluda tu sonrisa, más preciosa que todas las sedas y todas las joyas que cubren tu cama. Es nuestro día, aquél en que podemos olvidarnos de nuestras miserias y de nuestras decepciones. Tú me has aguardado y yo he venido. Nada más importa.
Hemos terminado, pero en vez de apartarme, me quedo un rato más en tu regazo. Me estrechas contra tu pecho y me acaricias el cabello. Tu calor adormece y embota mi cuerpo, difuminando el contacto duro y estrecho de tus brazos y tus piernas contra él. Rompo a llorar. No me preguntas nada, sólo me abrazas aún más fuerte. No hubiera sabido que responderte.
El revoque aún está fresco. Si lo tocase, la huella de mis dedos quedaría impresa en su superficie. Sin mirar, extiendo el brazo hasta uno de los cuencos y remojo el pincel en la pintura. Al alzarlo hacia el techo, una gota cae sobre mi frente. No me la limpio. No tengo tiempo. Debo acabar antes de que el techo se seque o tendríamos que picarlo entero y empezar de nuevo.
Con mucho cuidado trazo el perfil de un pájaro, siguiendo los puntos que indican su contorno. Sus alas están extendidas para remontar el vuelo. Lleva una baya en el pico con la que va a alimentar a sus polluelos. No me ocupa mucho dibujarlo, así que tomo otro pincel y comienzo a rellenarlo de color. El pico, el punto de los ojos, las plumillas de la cabeza y el cuello, el plumón del pecho, las largas remeras, las escamas de las patas.
Me vuelvo de repente, sobresaltado. El maestro está detrás de mí, observando mi trabajo.
“Me habéis asustado, maestro. Quería terminar esta parte del techo antes de que nos fuéramos”
“No está mal. Vas cogiendo soltura, pero déjame”
Toma otro pincel y comienza a dibujar una maraña de líneas sin sentido. De vez en cuando se detiene, medita un instante y añade una nota de color.
“Mira ahora y dime que te parece”
Se aparta para dejarme ver. Su pájaro está volando sobre nuestras cabezas. Recoge sus alas y se lanza como una flecha sobre el arbusto que está pintado más abajo en la pared. Comparado con éste, el que yo he pintado no es más que un garabato informe.
El maestro apoya su mano en mi hombro.
“ Acaba de pintar el fondo del techo antes de que se seque.”
Termino y desciendo del andamio. El maestro está pintando el rostro de un niño. El pequeño acaba de descubrir la escena que se desarrolla junto a él y se vuelve sorprendido. Tan absorto está, que no se da cuenta de que ha inclinado demasiado el cesto de frutas que lleva y que éstas se están precipitando al suelo, rodando y esparciéndose por doquier.
Sigo la mirada del niño. Un héroe y una diosa acaban de encontrarse. Esta zona aún no ha sido pintada. Sólo las siluetas de los personajes han sido trazadas sobre la pared aún desnuda, con leves indicaciones que muestran la posición de las manos, la situación de boca y ojos, la expresión que adoptarán.
El maestro da la última pincelada. Seca el pincel con un paño y se levanta. Mi presencia no le sorprende.
“¿Qué piensas?”
“Si sólo pudiera pintar como vos…”
“Lo harás. Yo también tuve que pintar muchos techos cuando era aprendiz. Al menos ya no te toca moler los colorantes y aplicar el revoque. Algo has avanzado”
Ambos guardamos silencio.
“Señor…”
“Dime”
“¿Cuándo vais a pintar la escena principal? Estoy ansioso por verla, con el esfuerzo que ponéis en los detalles, estoy seguro que será algo fuera de lo común.”
“Es la parte que menos me importa”
“¡Pero es la escena central! ¡La que da sentido al resto!”
“Y por la que me pagan. Cierto, Esa escena será lo primero que se verá cuando se entre por la puerta. Por eso no puedo defraudarles”
“¿Defraudarles?”
“Exactamente. Aunque nadie lo diga, todos esperan que esta escena se represente de una forma precisa. El héroe debe mostrar bravura y fortaleza. La diosa, nobleza y sabiduría. Todos los gestos, todos los colores deben subordinarse a este fin. Ninguna fantasía está permitida. Siempre debe aparecer lo mismo, como si se aplicase el mismo calco una y otra vez. Para eso mi talento no es necesario. Cualquiera de vosotros, hasta el menos dotado, podría pintarla igual de bien que yo. Muchas veces he pensado en dejarlo en vuestras manos, pero creo que los clientes no se sentirían muy contentos si lo descubrieran…” Se sonríe para sí “Si sólo tuviéramos que pintar lo que a ellos les place…”
“¿Qué hay que pintar entonces?”
“Lo que nos haga aprender. ¿Por qué crees que le doy tanta importancia a los detalles? Otros colegas dejan toda esa labor a sus ayudantes, al fin y al cabo no da dinero y ocupa demasiado tiempo, el tiempo que necesitan para aceptar otros encargos. Así les va. Nunca dejarán de ser unos pintamonas. Se han sentado en su arte y sólo les preocupa en la medida en que cubra sus gastos. Es una actitud muy apropiada para un bodeguero, pero si quieres llamarte pintor… Escucha bien, lo serás cuando pintes una casa sumergida en la luz del verano y te acuerdes de incluir en ella un toldo hinchado por el viento, cuando logres que un perro mire lleno de admiración a su amo, o que un gato aceche con ojos desorbitados a la presa que está a punto de atrapar. Entonces podrás llamarte pintor, si encuentras el color verdadero de la carne, si cuatro líneas tuyas bastan para crear un rostro y en él se refleja el temor, la espera, la meditación, la tranquilidad, el odio o la resignación. Todos tus colegas se tirarán de los pelos, incapaces de descubrir tu secreto… Pero ten cuidado, mucho cuidado”
“¿Con qué?”
“Nunca hay que olvidar a los ignorantes. Si no les das lo que piden, no te lo perdonarán. Pon lo que exigen en el lugar más visible, ahí donde no puedan dejar de encontrarlo. Lo que te interesa, no lo subrayes ni lo destaques. Sitúalo en el lugar que le corresponde, con sus tonos apropiados, no otros. Aquellos que saben, aquellos que entienden, sabrán qué buscar y cómo.“
La obscuridad nos rodea y separa, pero me bastaría estirar el brazo para tocarte. Escucho tu respiración, lenta y pausada, al igual que tú escuchas la mía. Sé que estás despierta, pero no quiero hablarte. Dejo pasar el tiempo, sabiéndote a mi lado, seguro de que no te marcharás, olvidado del mundo que se derrumba fuera de estas cuatro paredes.
- He escrito más versos.
- ¿Y ahora me lo dices? Léemelos. A qué esperas.
Doy lumbre a la lucerna y me levanto por el rollo de poemas que guardo entre la ropa. Cuando vuelvo al lecho, te has incorporado y sentado sobre la cama, cruzando las piernas. La débil luz de la llama tiembla sobre tu rostro, sobre la fina red de arrugas que comienza a formarse en tu piel, sobre tus pechos que empiezan a vencerse. La impaciencia te consume, Te abalanzas sobre mí, con la intención de arrebatarme el rollo, y forcejeamos juntos por su posesión.
Casi se nos olvidan los poemas, pero logras calmarte y vuelves a sentarte. Jadeas y en tu rostro se refleja el agotamiento de tantos años, la monotonía, la frustración. Es sólo un momento. Cuando descubres que te miro, vuelves a sonreírme, tu rostro se ilumina, retornas a tu juventud. Eres cruel, sabes que no puedo soportar el brillo de tu mirada cuando te pones así, y, sin embargo, no tienes reparo en jugar conmigo. Aparto la cabeza para no verte, pero cada vez que la levanto, estás ahí esperándome, vuelvo a encontrarme con tus ojos, con tu sonrisa maliciosa y picara, y no tengo otro remedio que hurtar de nuevo la mirada. Ríes despreocupada y confiada, como una niña.
- Vas a dejarlo ya o no.
- Vale, vale, no te pongas así.
Finges ponerte seria, aparentas arrepentimiento e inclinas la cabeza, contrita, pero lo haces mal a propósito, apenas puedes controlar la risa que te domina. Me acerco a ti y rozo tu mejilla con el puño cerrado. No me miras. Te esfuerzas en permanecer seria y digna. Rompo en carcajadas.
-¿A que esperas? – susurras
Me recuesto contra la pared y desenrollo el papiro. Tú te acurrucas contra mi hombro. Siento tu pecho rozar contra mi brazo. Comienzo a leer.
Primero dame un beso y luego dos más
Continua con mil y sigue con cien
Y luego otros cien y después otros mil
Hasta que perdamos la cuenta
Y no nos importe tener que ignorarla
Entonces empieza de nuevo
Primero dame un beso y luego dos más
Continua con mil y sigue con cien
Y luego otros cien y después otros mil
Hasta que perdamos la cuenta
Y no nos importe tener que ignorarla
Entonces empieza de nuevo
Primero dame un beso y luego dos más
Tu risa me interrumpe.
-¿Qué pasa ahora?
-¿Cómo puedes escribir algo así? – dices mientras tus brazos se enroscan alrededor de mi torso
-¿Qué tienen de malo?
-¿Qué qué tienen de malo? Son una cursilada. Peor que eso, seguro que estabas pensando en mí cuando los escribiste. ¿Aún no te has dado cuenta de con quién estás ahora mismo? – tu voz se quiebra. Nunca la había oído en ese tono.
Tú eres una prostituta que me recibe una vez a la semana. Yo soy un poeta a quien sus versos no le van a sacar de la miseria, pero ahora, sobre este lecho, somos iguales que los reyes.
¿Cómo era aquello?
“Ni toda la gloria de Alejandro, ni todas las riquezas de los reyes, valen lo que el lento transcurrir de una tarde de verano o el secreto frescor de un vaso de agua”
Mi mano está en tu mejilla. Cierras los ojos y te aprietas contra ella.
“No pienso volver a pintar. Jamás en la vida. Es inútil que intentes convencerme.”
“¿Te crees que nadie sufre en este mundo, aparte de ti? ¿Te acuerdas de Cina? Has leído sus versos, incluso un día os presente. Ahora está muerto, su nombre era demasiado parecido al de un conjurado”
“Cina ha tenido mucha suerte. Ha muerto antes que su obra. Yo he tenido que ver como esos bárbaros asaltaban la casa de Bruto y la prendían fuego. No he podido hacer nada por evitarlo. En el lugar donde estaban mis frescos, ahora sólo quedan escombros requemados. Me había dejado la vida en ellos, había puesto todo de lo que soy capaz y ahora no queda nada. ¿Te enteras? ¡Nada en absoluto!”
“¿Eso es todo? ¿Te conformas con no ver ni sentir? Te voy a poner un ejemplo. Dentro de unos años, el nieto o el bisnieto de Bruto se cansa de ver unos garabatos pasados de moda y decide picar las paredes. Eso no debería importante. Tú ya estarás muerto.”
“Eso no va a ocurrir. Las personas que poseen mis pinturas son personas entendidas, no unos incultos que no tienen dónde caerse muertos”
“¿Por qué no va a ocurrir? ¿Por qué tú lo digas? Tú eras el primero en reírte a escondidas de los bocetos de tu maestro. Decías que estaban faltos de inspiración, que eran torpes y repetitivos. ¿Crees que no van a opinar lo mismo de los tuyos? Aunque seas un genio lo harán. Espera a que el último pintamonas haya copiado tus trazos, entonces tus pinturas sólo servirán para aburrir. Preferirán cualquier novedad, aunque la ejecución sea torpe y los colores estridentes. Métete eso en la cabeza.”
“¿Quieres palabras duras? Yo también tengo puedo decirte unas cuantas. Tú y todos los poetas escribís sólo para el momento, para agradar a la mujer con la que queréis acostaros, para adular al rico que os mantiene, para entretener a los comensales de una cena. ¿Crees que alguno recuerda tus versos? A los postres ya se les han olvidado. En cambio, yo y el arquitecto que ha construido la casa donde voy a pintar trabajamos para la eternidad, para personas que van a vivir allí un día tras otro, que van a crecer y envejecer rodeados de nuestra obra, para quienes va a ser tan suyo como su brazo o su pierna. Por eso es tan terrible su destrucción, es como si te lo amputaran.”
“Sin darte cuenta me das la razón.“
“No te doy la razón.”
“Sí me la das. Mira, ¿Crees que me importa que recuerden más una indigestión que mis versos? Si fuera así, me hubiera hecho cocinero. ¿Qué tu arte es más duradero que el mío?. También lo sé. Quizás alguno de mis poemas esté de moda una temporada o dos, pero dudo que la próxima generación recuerde mi nombre. No todos tenemos la suerte de Homero, si es que existió en realidad. Soy consciente de todo eso y sin embargo sigo escribiendo, pues no busco el aplauso, ni la fama, ni la riqueza. Tú haces como yo”
“No hago como tú. Tu actitud es suicida. Hay que contemporizar o si no, te convertirás un paria o un apestado. Nadie puede colocarse aparte de todo el mundo.”
“Sí que haces como yo, porque tú tampoco pintas por dinero o por fama. Si sólo quisieses eso, te bastaría con calcar patrones en las paredes y colorearlos. Tienes la técnica suficiente para que cada copia parezca una obra nueva y original. ¿Actúas así? No, quieres que tus pinturas estén vivas, al contrario que las de tus competidores que sólo son una colección de monigotes.”
“No puedo pintar de otra manera... El día que no pueda…”
“Romperás tus pinceles. ¿Ves porque digo que somos iguales? Ambos creamos para nuestro propio placer. Lo que nos mueve es un deber íntimo e ineludible, tan necesario como respirar, comer o dormir. Si fueras un mercader podrías dejar de pintar. Podrías convencerte en cualquier momento de que no merece el esfuerzo, de que lo que ganas no compensa tus sacrificios y de que mejor te iría vendiendo trigo o madera. Por desgracia, esa opción te está vedada.”
”¿Por qué?”
”Porque no está en tu mano cambiar a los hombres, ni impedirles que destruyan lo que es bello. Por el contrario, sí está a tu alcance pintar. Te ha sido concedido, de la misma forma que a mí me ha sido concedido escribir. No puedes traicionar ese don. No puedes rendirte.”
“Pero no puedo soportarlo más, es demasiado doloroso. Creas y luego tienes dejar tu obra a merced de cualquier salvaje que se crea con derecho a mutilarla y desfigurarla. No puedo tolerarlo. No puedo permitir que tengan ese destino.”
“Tendrás que acostumbrarte. ¿Crees que no se han reído de mis versos? Los han retorcido y reformado hasta hacerlos irreconocibles, para poder burlarse de ellos o hacerlos pasar por suyos. Sin embargo, me he acorazado. Sus dardos ya no pueden alcanzarme. El mundo es así. Tienes que aceptarlo. No podemos hacer nada. Lo que hoy es adorado, mañana será aborrecido. Esa es la única verdad. No podemos proteger a nuestras obras una vez que han abandonado nuestras manos.”
“Como si fueran nuestros hijos.”
“De la misma forma. Al igual que a ellos, los engendramos, los alimentamos, los vestimos y educamos para entregarlos al mundo, sin saber que les espera allí. Deberíamos negarnos a procrear. Deberíamos negarnos a pintar y escribir. Más aún. Deberíamos encerrarnos en una habitación y negarnos a comer. Sin embargo, nadie obra así. Seguimos aferrados a la vida, por muy dura y horrible que sea.”
“Porque siempre hay esperanza, porque mientras estemos vivos, siempre podremos alcanzar la felicidad.”
“Nosotros o los que nos sigan. Si ven que no nos hemos rendido a pesar de todas las dificultades, a pesar de nuestra frustración y desaliento, ellos continuaran trabajando y luchando.”
“Una sola obra nuestra que les llegue bastará.”
-¿Qué hora es? Me he quedado dormido.
-No te preocupes. Aún queda mucho tiempo. Duerme. Duerme.
-Imposible. Ya no podré. La mañana se acerca. Dentro de poco tendremos que separarnos… A veces pienso…
-No te lo guardes. No hay nada peor.
-Pienso en cuando lo nuestro termine. En cuando tú no quieras recibirme o yo no desee visitarte. ¿Cuánto tiempo nos queda aún de felicidad? Nada es eterno… Sabes, creo que me gustaría morir antes de… antes de ese día en que comencemos a aburrirnos
-No pienses en la muerte. No pienses en el futuro. Lo que tenga que venir, ya vendrá. Demasiados días nos aguardan para lamentarnos. No es necesario empezar ahora. Ahora es el momento de ser feliz. Aprovéchalo. No lo dejes ir.
-¿Aunque el mundo se esté derrumbando?
-El mundo siempre está derrumbándose.
El maestro ha cambiado en estos últimos meses. Ha despedido a todos sus aprendices. Mi presencia es la única que no le enoja. Él se ocupa ahora personalmente de todo el trabajo, prepara la pared, mezcla los colores, traspasa los diseños al muro. Todas las tareas monótonas de los aprendices las ha hecho suyas. A pesar de esas nuevas cargas que se ha echado encima, no rechaza ningún encargo. Se ve obligado a pintar cada día más y más horas, robando tiempo al sueño y a la comida, pero no le importa, sólo quiere pintar, pintar, pintar. No sé que genio malo se ha apoderado de su alma. Cada día está más delgado y las ojeras que cubren sus ojos se han vuelto permanentes. Temo que se desplome frente a mí en cualquier momento, muerto de agotamiento, pero él continúa pintando frenéticamente, sin pausas, sin descanso. La propia tensión que le consume le mantiene en pie.
Nunca había pintado mejor. Nunca había sido tan audaz. Moja la esponja en la pintura y la arroja contra la pared. Salpica con otro color sobre la mancha aún fresca. Sumerge sus dedos en los tintes y recorre con ellos la pared. Cuando se aparta, veo alzarse las montañas, ocres y opacas, en el horizonte ardiente del atardecer. Otras veces, son arboles y casas, rocas y cascadas que se materializan entre la niebla. Ya no hay partes más o menos importantes. Todo es uno. Parece soñar con el momento en que sea imposible eliminar cualquier fragmento de su obra, por pequeño e insignificante que éste sea, como si quisiera dotarla de los medios con que defenderse por sí sola de cualquier agresión.
Desconozco la razón por la que me mantiene a su lado. “Mira” me dice “contempla esto. Esto es pintar de verdad. Mi obra anterior no eran más que pintarrajos de niño.” y sigue pintando a increíble velocidad, como si quisiera recuperar los años que ha perdido. “Aprende” me advierte “No tendrás una oportunidad igual” pero no me deja tocar los pinceles, ni siquiera acercarme a la pared. Soy un simple espectador de su arte, un testigo de su gloria.
No puedo continuar así, llevo meses sin pintar nada, me estoy oxidando. Tengo que buscarme otro maestro, me repito todas las noches cuando me acuesto, pero al día siguiente vuelvo a acompañarle y a seguir su juego. Me da pena. Si yo desaparezco, nadie querrá ocuparse de él. Nadie.
Los clientes han comenzado a abandonarle. No pueden soportar su obra, les da miedo. Lo que mi amo pinta no son las imágenes que uno espera ver cuando intenta conciliar el sueño en su cubículo, cuando invita a los amigos a comer a casa o cuando se sienta a tomar el fresco en el patio. Su pintura es demasiado dolorosa, demasiado real, demasiado cercana. La gente sacude la cabeza al verlo, preocupada. Comienzan a hablar de él en tiempo pasado. No le encargan nada.
El trabajo escasea, el dinero nos falta, pero mi maestro no se da cuenta. No puede permanecer inactivo. Ha comenzado a pintar las paredes y los techos de nuestro taller. “Ahora soy libre” grita “ya no tengo que pintar para nadie, sólo para mí” pero su pasión hace que los pinceles se quiebren en sus manos. Ya no le sirven para nada, no puede plasmar con ellos las ideas que bullen en su mente. Ellos pagan su impotencia y su frustración. Nada de lo que hace le satisface. La rabia y la desesperación le dominan, golpea la pared con sus puños y hace trizas los tarros de colorantes, como si éstos pudieran sentir dolor o responderle.
Acaba de tener un nuevo ataque. Ahora yace en el suelo, en medio de un sueño inquieto, luchando, combatiendo por su ideal. Le contemplo desde el umbral del taller, por última vez, antes de cerrar la puerta tras de mí.
Las calles de Roma están llenas de legionarios. Se despiden apresuradamente de los suyos y corren a unirse a sus unidades. Luego marchan por las calles, entre los vítores y aclamaciones de la plebe. Las ancianas les arrojan flores, las jóvenes se cuelgan de sus cuellos y les regalan besos. – ¡Vamos a vengar a César! – gritan hasta enronquecer – ¡Ay de sus asesinos! – La ilusión y el entusiasmo brillan en los rostros de todos. Ya ven en sus manos el botín que van a obtener de los enemigos, ya aran las tierras con las que van a ser recompensados tras la campaña. Adiós a la pobreza, hasta nunca a las privaciones, se dicen, mientras sonríen y saludan a los que les vitorean. Sin embargo, su alegría es sobrepasada por la de sus jefes, aunque éstos la oculten celosamente. El mundo es suyo. Una vez derrotados los conjurados, podrán ejercer el poder sin oposición ni impedimentos, como ni Flaminios, ni Escipiones, ni Gracos, ni Silas pudieron soñar jamás.
Yo ya poseo mi propia gloria, mi propio tesoro. No tengo que embarcarme a tierras lejanas, ni arriesgar mi vida. Sólo el breve espacio de una semana me separa de ella. Me basta con esperar para tenerla de nuevo por entero, para mí solo, simplemente porque ambos lo deseamos así. Mientras aguardo, tengo mi oficio, la dura e ingrata labor de pegar palabras una detrás de la otra, para formar versos y con ellos estrofas. Si ella ríe al leerlos o sus ojos se emocionan, merecerá la pena. Esta vida merecerá la pena
Nota: El entierro de César fue así en realidad. El resto de la peripecia es inventado, aunque los frescos que aparecen se corresponden con frescos reales y los versos son de Cátulo.
lunes, 29 de noviembre de 2010
FdI Cuento XXI: Año 316 a.C. Montañas de Persia
Lunes. tiempo de Forjadores de Imperios. Hoy toca otro breve cuento del ciclo alejandrino, ya muerto el conquistador, en el que se viene a mostrar como su gloria no fue más que flor de un día, y su repercusión casi nula, puesto que nadie en las tierras conquistadas por él, se siente heredero suyo.
Así que sin más dilación aquí lo tienen y alégrense porque dos cuentos más y hemos terminado.
Año 316 a.C. Montañas de Persia.
Desde lo alto de una colina, el rey Antíoco contempla como la falange del enemigo forma y se apresta a lanzarse al ataque.
“No podremos pararlos señor” dice uno de los sátrapas que le acompañan.
“Lo sabemos”
“¿Qué vamos a hacer entonces?”
“Nada.”
“¿Nada? Pero…”
“Te repetimos que nada. Eúmenes no tiene otra baza que la que se dispone a jugar ahora. El resto de su ejército se derrumbará en cuanto lo empujemos“ Antíoco sacude la cabeza “Pobre necio. Restaurar el poder real. Aún no se ha dado cuenta que Alejandro ya sólo es un nombre tallado en una losa”
Alejandro ha muerto. Su madre Olimpia ha sido asesinada, como su hermano Filipo, Roxana y el hijo que ésta dio a Alejandro. Sus generales, antaño hermanos, compiten por su imperio. El orbe esta cubierto por los cadáveres de sus conquistadores. Nosotros, la falange escogida de Alejandro, también hemos participado en esa pugna. Sin fin ni esperanza. Con todos y contra todos. Según soplara el viento.
Contemplo mis manos. Son las de un viejo, secas y arrugadas. Solo la experiencia de tantos años de batalla me permite aún blandir la sarisa y dirigirla contra el pecho de los enemigos. Me vuelvo hacia mis camaradas. Sólo veo ancianos. Un niño bastaría para derribarnos y darnos muerte. Sin embargo, cuando atacamos en formación cerrada, oponiendo a nuestro oponente un bosque de lanzas, aún somos temibles. Nada ni nadie puede detenernos.
Así ha ocurrido hoy. Hemos cruzado a través de las filas de Antígono, sin que pudieran evitarlo. Cuando hemos querido darnos cuenta estábamos ya al otro lado de su formación. Poco ha durado nuestra euforia. Antígono nos ha dejado hacer y, mientras, ha barrido las filas de nuestros aliados bárbaros. Nuestro campamento está en sus manos. El viento nos trae los alaridos de nuestras mujeres.
El general observa la escena desde una altura. El enemigo se entrega al saqueo. Dentro de poco su orden se habrá desvanecido. Será el momento de caer sobre ellos para desbaratarlos, pero, entretanto, asesinan y violan a nuestras esposas. Los murmullos se extienden por nuestras filas. Queremos atacar ahora, antes de que sea demasiado tarde, pero Eúmenes, nuestro general, permanece impasible, ajeno a nuestra angustia.
No es la primera vez. Entre él y nosotros media un abismo. No es macedonio, sino griego. No ha sido soldado, sino secretario. Sólo la desaparición de otros mucho más capaces le ha llevado a ese puesto. Sus éxitos se deben únicamente a la incapacidad de sus oponentes. Nos desprecia porque le recordamos lo que no es. No somos más que herramientas de su ambición. Prescindibles.
Ha llegado el momento. Abandono la formación y me aproximó a él lentamente, como si fuera a comunicarle una noticia. Sin levantarse, se vuelve a preguntarme. En ese momento le golpeo con el escudo. Los oficiales se quedan paralizados un instante. Su vacilación basta para salvarme y para perderles a ellos, pues, cuando intentan desenvainar, ya han sido rodeados por el resto de mis compañeros. Mejor unirse a nosotros.
El cuerpo de Eumenes yace a mis pies, inerte. El agradecimiento de Antígono no tendrá límites. Quizás nos permita volver a Macedonia, aunque sólo sea para morir allí.
“¿Cómo fue todo?”
El sátrapa se postrerna a los pies de Antígono antes de contestar “Ninguno se defendió. Aceptaron la muerte como si la esperasen. Algunos parecían incluso dichosos”
“¿Dichosos? Esos viejos estaban ya chochos. Pensar que fueron ellos quienes conquistaron el mundo para nosotros… Vete, ya no te necesito.”
Antígono queda en silencio en la tienda vacía. La preocupación nubla su rostro. Este enemigo ha sido aniquilado, pero aún quedan muchos más, demasiados para vencerlos a todos.
Nota: Eúmenes era el único que pretendía restaurar el poder de Alejandro en la persona de uno de sus descendientes. Para cuando la batalla que se narra tuvo lugar, Antíoco se había hecho coronar rey, seguido por el resto de generales. El cuento se ajusta a los que las fuentes nos han transmitido.
Así que sin más dilación aquí lo tienen y alégrense porque dos cuentos más y hemos terminado.
Año 316 a.C. Montañas de Persia.
Desde lo alto de una colina, el rey Antíoco contempla como la falange del enemigo forma y se apresta a lanzarse al ataque.
“No podremos pararlos señor” dice uno de los sátrapas que le acompañan.
“Lo sabemos”
“¿Qué vamos a hacer entonces?”
“Nada.”
“¿Nada? Pero…”
“Te repetimos que nada. Eúmenes no tiene otra baza que la que se dispone a jugar ahora. El resto de su ejército se derrumbará en cuanto lo empujemos“ Antíoco sacude la cabeza “Pobre necio. Restaurar el poder real. Aún no se ha dado cuenta que Alejandro ya sólo es un nombre tallado en una losa”
Alejandro ha muerto. Su madre Olimpia ha sido asesinada, como su hermano Filipo, Roxana y el hijo que ésta dio a Alejandro. Sus generales, antaño hermanos, compiten por su imperio. El orbe esta cubierto por los cadáveres de sus conquistadores. Nosotros, la falange escogida de Alejandro, también hemos participado en esa pugna. Sin fin ni esperanza. Con todos y contra todos. Según soplara el viento.
Contemplo mis manos. Son las de un viejo, secas y arrugadas. Solo la experiencia de tantos años de batalla me permite aún blandir la sarisa y dirigirla contra el pecho de los enemigos. Me vuelvo hacia mis camaradas. Sólo veo ancianos. Un niño bastaría para derribarnos y darnos muerte. Sin embargo, cuando atacamos en formación cerrada, oponiendo a nuestro oponente un bosque de lanzas, aún somos temibles. Nada ni nadie puede detenernos.
Así ha ocurrido hoy. Hemos cruzado a través de las filas de Antígono, sin que pudieran evitarlo. Cuando hemos querido darnos cuenta estábamos ya al otro lado de su formación. Poco ha durado nuestra euforia. Antígono nos ha dejado hacer y, mientras, ha barrido las filas de nuestros aliados bárbaros. Nuestro campamento está en sus manos. El viento nos trae los alaridos de nuestras mujeres.
El general observa la escena desde una altura. El enemigo se entrega al saqueo. Dentro de poco su orden se habrá desvanecido. Será el momento de caer sobre ellos para desbaratarlos, pero, entretanto, asesinan y violan a nuestras esposas. Los murmullos se extienden por nuestras filas. Queremos atacar ahora, antes de que sea demasiado tarde, pero Eúmenes, nuestro general, permanece impasible, ajeno a nuestra angustia.
No es la primera vez. Entre él y nosotros media un abismo. No es macedonio, sino griego. No ha sido soldado, sino secretario. Sólo la desaparición de otros mucho más capaces le ha llevado a ese puesto. Sus éxitos se deben únicamente a la incapacidad de sus oponentes. Nos desprecia porque le recordamos lo que no es. No somos más que herramientas de su ambición. Prescindibles.
Ha llegado el momento. Abandono la formación y me aproximó a él lentamente, como si fuera a comunicarle una noticia. Sin levantarse, se vuelve a preguntarme. En ese momento le golpeo con el escudo. Los oficiales se quedan paralizados un instante. Su vacilación basta para salvarme y para perderles a ellos, pues, cuando intentan desenvainar, ya han sido rodeados por el resto de mis compañeros. Mejor unirse a nosotros.
El cuerpo de Eumenes yace a mis pies, inerte. El agradecimiento de Antígono no tendrá límites. Quizás nos permita volver a Macedonia, aunque sólo sea para morir allí.
“¿Cómo fue todo?”
El sátrapa se postrerna a los pies de Antígono antes de contestar “Ninguno se defendió. Aceptaron la muerte como si la esperasen. Algunos parecían incluso dichosos”
“¿Dichosos? Esos viejos estaban ya chochos. Pensar que fueron ellos quienes conquistaron el mundo para nosotros… Vete, ya no te necesito.”
Antígono queda en silencio en la tienda vacía. La preocupación nubla su rostro. Este enemigo ha sido aniquilado, pero aún quedan muchos más, demasiados para vencerlos a todos.
Nota: Eúmenes era el único que pretendía restaurar el poder de Alejandro en la persona de uno de sus descendientes. Para cuando la batalla que se narra tuvo lugar, Antíoco se había hecho coronar rey, seguido por el resto de generales. El cuento se ajusta a los que las fuentes nos han transmitido.
lunes, 22 de noviembre de 2010
FdI Cuento XX: Año 123 a.C Roma
Lunes, día de Forjadores de Imperios. Entramos ya en la recta final, en los dos últimos cuentos del ciclo romano, para mí los mejores, aunque otros técnicamente hayan quedado mucho más logrados. No les digo más, juzguen por uds. y sobre todo disfrútenlos...
Año 123 a.C. Roma
Sólo tengo una misión. Consiste en acompañar a mi ama a dondequiera que va, atenta a servirla si así lo requiere. Cuando recibe a alguien debo permanecer a su lado, sentada en el suelo, aunque un poco apartada y en completo silencio e inmovilidad. Mi presencia no debe distraer a sus visitas. Tengo que ser semejante a una pieza más del mobiliario, hermosa e invisible, de forma que los clientes de mi ama no tengan reparo en hablar delante de mí con entera libertad.
Otras razones debieran haber refrenado la lengua de nuestros visitantes. Hubiera bastado la más simple y elemental prudencia, pero el negocio de mi ama se basa precisamente en el placer. Los hombres acuden a ella para hacer realidad lo que su vida diaria no les ofrece. Protegidos por nuestras paredes, separados de amigos y parientes, de superiores e inferiores, de mujeres e hijos, se desvisten de los disfraces que les defienden durante del día. Hablan, hablan, hablan, sin término, sin medida, con la seguridad de no ser contrariados, con la certeza de que sus palabras no saldrán de esta casa.
Mi ama guarda el secreto porque la prosperidad de su negocio depende de su discreción. Las chicas que trabajan en nuestra casa lo hacen porque su vida no valdría nada, si dejasen filtrar algo de lo que oyen aquí. Mi caso es distinto. No he pronunciado una sola palabra desde que llegué a esta ciudad, e incluso antes, durante la travesía en el barco de esclavos que me condujo hasta ella.
No se debe a ignorancia. Mi primer amo me enseño a hablar y a escribir la lengua que utilizan en esta ciudad. Es una de las muchas cosas que le debo. Si se me antojara, podría dejarles con la boca abierta, pero me niego a hacer uso de mis conocimientos. Las personas con las que querría hablar están todas muertas o es como si lo estuvieran, pues me separan de ellas el mar y los desiertos.
Cuando mi ama me compró lo hizo atraída por mi juventud y por el desusado color de mi piel. Yo debía ser un artículo de lujo para su negocio, una rareza exótica que atrajera nuevos clientes y aumentase los ingresos, así que no le importó pagar el precio exorbitado que el tratante le reclamaba. No tardó en darse cuenta del error que había cometido. Yo permitía que los clientes hicieran en mí todo lo que se les antojara, sin oponerme a su violencia ni participar en sus juegos. Permanecía inmóvil, distante, replegada en mí misma, mientras ellos se afanaban sobre mi cuerpo. Los hombres no soportan eso. No tardaron en renunciar a mí y decantarse por otras bellezas más corrientes, pero en compensación más fogosas.
Mi ama pensó muchas veces en deshacerse de mí, pero siempre cambiaba de opinión cuando consideraba la pérdida de dinero que le ocasionaría mi venta. El tiempo que duró su indecisión permitió que descubriera las ventajas de mi silencio y mi frialdad. Era muy útil tener a alguien como yo a su lado para se ocupase de los pequeños detalles fastidiosos, como preparar la mesa, mezclar el vino o encender las lucernas. De esa manera, ella quedaba libre para concentrarse en los clientes que recibía en su habitación y, como consecuencia, éstos se iban más satisfechos y las propinas aumentaban.
Entre sus visitantes los hay de todas clases. Mientras tengan dinero que gastar, a mi ama no le importa si son jóvenes o viejos, senadores o caballeros. La popularidad de nuestra casa es tan grande, que incluso se han formado pequeñas tertulias, que debaten sus asuntos en nuestros salones, antes de hacer uso de las chicas. En todas ellas se reclama la presencia de mi ama, pero aunque ella trata de complacer a todos, procura reservarse para una especial, la formada por los ciudadanos más poderosos e influyentes, los viejos senadores que tienen en sus manos el gobierno de esta ciudad. De ellos depende también que nuestro negocio siga abierto.
Entre nuestros muchos clientes, sólo hay uno que sea pobre. Se trata de un viejo soldado curtido por el sol y cubierto de cicatrices, que viene a visitarla cada vez que su legión vuelve a Roma tras una campaña. La primera vez que lo vi, me sorprendió que aquel desharrapado tuviera la osadía de solicitar ser recibido por mi señora, pero aún me sorprendí más cuando ella lo abrazó y estrechó fuertemente contra su pecho, mientras lloraba en silencio.
Aquel hombre era su hermano, al que no había visto en años.
A ambos les costó mucho empezar a hablar de algo que no fueran trivialidades. El soldado tenía miedo a las reacciones de mi ama y se esforzaba en evitar que la conversación tomase ciertos derroteros. Sin embargo, cuando él menos lo esperaba, fue mi señora quién dio el primer paso y abordó el tema. No les guardaba ya ningún rencor, dijo para tranquilizarle. Comprendía que su hermano mayor y él no habían tenido otra opción. Si no la hubieran vendido a aquel burdel, ella habría muerto seguramente de hambre. De todas formas, al final la jugada no había salido tan mal. Había progresado mucho en esos años. Aquella casa en la que estaban, prospera y conocida, era propiedad suya. Muchas mujeres trabajaban a sus órdenes y era raro que tuviera que ejercer de nuevo a su oficio, excepto en ocasiones muy especiales o si ella así lo deseaba.
Tras aquella confesión, el silencio se instaló entre ellos. Para que el tiempo transcurriera rápidamente, mi ama me ordenó que tocara algo con la cítara. Sin pensar en lo que hacía, comencé a rasguear una melodía triste y melancólica. Era una de mis favoritas. Con ella, mi primer amo me había enseñado a tocar el instrumento. Su sonido me ayudaba a olvidar y me permitía volver brevemente a los tiempos felices, a las épocas perdidas. Cuando levanté la mirada, descubrí que había surtido el mismo efecto en mi ama y en su hermano. Sus ojos estaban cubiertos de lágrimas.
Comenzaron a hablar de la familia que una vez habían tenido. Invariablemente, mi ama respondía con negativas a las preguntas del soldado. No, no había tenido noticias de su hermana menor desde que se extravió en las puertas de Roma. En cuanto tuvo ocasión, había realizado pesquisas por todos los burdeles de Roma, sin obtener nada claro de ellas. No, el hermano mayor no había vuelto de Pérgamo con el ejército. En realidad, no había vuelto ninguno de todos los que tuvieron que alistarse a la fuerza. Se habían librado de ser ejecutados como cómplices en la sedición de Tiberio Graco, pero no de la muerte.
Ambos se perdieron en sus propios pensamientos. Desde mi rincón, les observaba de reojo, sin poder evitar sentir una cierta simpatía. No era tanto lo que nos separaba a amos y esclavos. Como yo, ellos también habían sido despojados de su hogar y sus seres queridos. El destino les había obligado a vagar por el mundo hasta encontrar este refugio, frágil y temporal, es cierto, pero lleno de protección y consuelo en comparación con el desolado mundo exterior. Estuve a punto de romper mi silencio, pero por suerte pude contenerme. La visión de sus rostros me salvó de cometer ese error. Envejecidos prematuramente, endurecidos por el desprecio y la amargura, en ellos sólo tenía cabida su propio sufrimiento. No podían acogerme, ni a mí ni a nadie. En ese preciso momento, menos que nunca, no podía permitirme abandonar mi silencio.
La posición en la que se encontraban mi ama y su hermano era muy distinta de la mía. En cierta manera, era incluso mucho mejor que la que disfrutaban en su aldea antes de que la catástrofe les golpease. Ambos estaban dispuestos a defender a cualquier precio lo que habían conseguido, incluso contra los suyos, si éstos pretendiesen arrebatárselo. Sólo la posibilidad de la venganza podría llevarles a rebelarse contra los que causaron su desgracia, pero el olvido crecía lentamente dentro de ambos, embotando el dolor, borrando los motivos. Los que les habían ofendido habían ido muriendo uno tras otro, arrastrados por el tiempo, y mi ama y su hermano no tenían nada contra los que les habían substituido.
El negocio era lo primero. Mi ama siempre estaría del lado de los senadores que se dejaban el dinero en su establecimiento. Por esa razón, suspiró aliviada al comprobar que su hermano compartía sus mismas opiniones. Él siempre marcharía a dónde su legión marchase. Era previsible, porque ella le daba de comer. Los sueños de una reforma que quebrantase el dominio de los poderosos eran únicamente vanos espejismos, un error que se había llevado por delante a su hermano mayor hacía diez años. Un error que parecía volver a renacer entonces, como una pesadilla que te asalta cada vez que intentas conciliar el sueño.
La inquietud que mi ama sentía no era exagerada. Meses antes, desde nuestras ventanas, les habíamos visto pasar. Durante horas cruzaron bajo nuestros pies, multitudes interminables, aterradoras en su silencio y organización, camino del campo de Marte, dónde se iban a celebrar las elecciones a tribuno de la plebe. Provenían de todos los rincones de Italia, las nutrían todos los desposeídos y desheredados de la península. Se proponían elegir a Cayo Graco, el hermano de aquel Tiberio que había impulsado la reforma hacía diez años, y que parecía el único hombre capaz de consumarla al fin. Si esas muchedumbres hubieran tomado la ciudad por asalto y entregado al saqueo, el miedo de aquellos que, como mi ama, poseían algo no hubiera podido ser mayor. Aquella calma y disciplina proclamaban seguridad en la victoria, certeza en la aniquilación del enemigo.
El miedo se había extendido también entre el grupo de hombres poderosos que tenían su tertulia en nuestra casa. Algunos ya se veían con el cuchillo en la garganta. El pánico les hizo perder la compostura. Se insultaban abiertamente entre sí, acusándose de haber permitido la ascensión de Cayo. Según algunos, la culpa estaba en la excesiva crueldad con que se había reprimido la sedición de Tiberio. Tal rigor sólo había servido para atraer el odio del pueblo sobre los senadores. Según otros, el problema estaba en la indulgencia de los últimos años. Para atenuar el encono de la plebe, se había desterrado a aquéllos que habían abatido a Tiberio. No se juzgó suficiente, así que también se restituyó el tribunado con todos sus poderes e incluso se inició una tímida reforma agraria. Si habían creído poder aplacar a la plebe con todas esas medidas, ahora lo estaban pagando bien caro.
Día tras día perdido en discusiones sin resultado y debates estériles. Esa era la tónica de sus tertulias. Lo único cierto era que Cayo estaba reuniendo en sus manos un poder inmenso, mucho mayor que el que jamás pudo soñar su hermano, y frente al cual los senadores no tenían defensa. Su mala conciencia les perdía. Las leyes que habían propugnado en los últimos años les impedían oponerse a las nuevas que propondría Tiberio, pues el pueblo las vería como su ampliación y continuación lógicas. Además, la vergüenza de lo sucedido hacía diez años pesaba como una losa sobre ellos. Cualquier intento de derribar a Cayo recordaría a todos quiénes habían asesinado a un magistrado en ejercicio. Roma entera se volvería en su contra.
Las noches que mediaron entre la elección de Cayo y su toma de posesión fueron muy malas, tanto para los senadores como para nosotras. La zozobra en que estaban sumidos nuestros clientes les hizo ser especialmente parcos en las propinas. Mi ama se desesperaba, sin saber que se nos reservaban noches aún peores, las que sucederían a los días en los que Cayo aplicase sus golpes de ariete al poder de los senadores.
El asalto no tuvo lugar inmediatamente. Con especial astucia, Cayo dejo confiarse a sus enemigos. Sus primeros proyectos parecían bromas pesadas más que leyes auténticas. Escocían un poco, pero no hacían daño. Cayo no tiene el nervio de su hermano, comentaban nuestros clientes. No es más que una nulidad que debe el cargo al prestigio de su familia, repetían. Esas convicciones hacían recobrar el buen humor a nuestros clientes y el alivio que experimentaban les tornaba especialmente animados. Aquellos vejestorios, tan serios y comedidos de ordinario, se emborrachaban a conciencia y comenzaban a montar escándalo, obligando a mi señora a imponer el orden, no mucho, pero si lo suficiente para que no se desmandasen.
A mitad de su borrachera, perdidas ya sus escasas energías, hacían participe de sus ilusiones a mi ama y ella les escuchaba con una sonrisa de indulgencia, mientras ellos desgranaban los motivos de su alegría. Ese Cayo, decían con lengua torpe y embotada, se limitaba a erigir estatuas en memoria de su madre y a alabar la memoria de su hermano fallecido. Peor para él, que perdía el tiempo. Un año pasa muy pronto y cuando quisiera darse cuenta, se encontraría convertido en un simple particular, sin poder ni prestigio.
Adormecidos en esa falsa confianza, la primera estocada de Cayo les pilló desprevenidos. Quedaron paralizados por la sorpresa y a la noche siguiente no se presentó ninguno. El temor a que sus casas fueran saqueadas les retuvo en ellas. No ocurrió nada, ni esa noche ni las siguientes. Uno tras otro fueron retornando, aunque aún no acabaran de creer lo que había pasado y lo relataran a mi ama una y otra vez, intentando convencerse a sí mismos, mientras agitaban los brazos como posesos o paseaban nerviosos por la habitación.
En realidad no les dolía la pérdida de poder. Si Cayo se hubiera arrogado todo y hecho proclamar cónsul sin colega, dictador vitalicio o incluso rey, ellos habrían terminado por unirse a los aplausos. Una vez seguros de que su poder se había consolidado, los senadores, tan orgullosos y arrogantes de ordinario, no habrían tenido reparo ni vergüenza en arrastrarse ante Cayo para mendigarle favores. Al fin y al cabo, Cayo era uno de su misma clase, equivocado, es cierto, pero de los suyos. Lo que les sacaba realmente de quicio es a quién había tenido la desfachatez de transferir su poder. Desde ese día, los senadores no serían los únicos en ocupar el puesto de jueces en los tribunales. La prerrogativa de decidir cómo y en qué forma debían aplicarse las leyes había dejado de ser suya. Deberían compartirla con los caballeros.
Eso les dolía como ninguna otra cosa podía hacerlo, puesto que para un senador, un caballero no es más que un advenedizo, un don nadie, alguien sin pasado, familia o nombre. Gente que se había enriquecido con medios deleznables y que creía tener derecho a todo, especialmente a codearse con los senadores, sin darse cuenta de que éstos arrugaban la nariz al sentir su penetrante olor a sudor. Cayo no podía haber urdido una humillación más efectiva. De ahora en adelante, los senadores no sólo tendrían que dejarse ver en compañía de los caballeros, sino que deberían solicitar su juicio y opinión, e incluso respetarlo.
Resultaba ridículo ver a aquellos hombres maduros y respetables llorar como niños a los que se les quitado un juguete. Resultaba patético contemplarlos mientras buscaban una solución que les permitiera librarse de Graco. Pensaban, meditaban, discutían hora tras hora, noche tras noche, pero todo era en vano. No se les ocurría nada. En su desesperación, llegaron a volverse hacia mi ama en busca de consejo y ayuda, pero se llevaron la gran sorpresa de encontrar que, de vez en cuando, su mente parecía estar en otra parte. En esas raras ocasiones era necesario llamarla varias veces para conseguir atraer su atención y, aún así, enseguida perdía el hilo de las conversaciones. Un cambio le había sobrevenido.
Únicamente yo, que la acompañaba a todas horas, desde que se levantaba hasta que se acostaba, pude notar que aquel aire distraído era solo la cubierta de una alegría nueva, que día tras día crecía y se desarrollaba en su interior. Frente a los clientes intentaba mostrarse igual que estaban acostumbrados a verla, pero no siempre lo conseguía. Cuando entraba en la habitación reservada para una de las tertulias, se esforzaba en saludar uno por uno a todos los asistentes, interesándose por sus diminutos problemas, y procuraba escuchar pacientemente los lloriqueos de los clientes. Sin embargo, cada día se le hacía más difícil mantener esa costumbre y, más de una vez, me había parecido verla reprimir un gesto de repugnancia. No llegó a cometer la imprudencia que la perdiese porque, como yo, mi ama era lo bastante cauta como para saber que siempre es mejor esperar y guardar silencio, hasta que la situación se aclare. Esa prudencia no impedía que la esperanza, tanto tiempo reprimida y oculta, la invadiera paulatinamente. Comenzaba a creer en el día de la venganza.
Sólo mostraba sus verdaderos pensamientos cuando su hermano venía a visitarla. En esas ocasiones, ambos se sentaban en una esquina del viridarium, bajo las columnas del peristilo, acompañados por una crátera de vino bien mezclado con agua. Si era de noche, ni siquiera llegaban a encender las lucernas, para disfrutar de una intimidad mayor. Solían conversar en voz muy baja, casi en un susurro, temiendo que algún extraño que deambulase por las callejuelas adyacentes llegase a entenderles. Para ocultar aún más sus voces, me ordenaban interpretar algo. Entre las notas de mi instrumento se filtraban sus palabras ahogadas.
Gracias a esas veladas, había llegado a conocerles bien. Ambos hermanos eran muy diferentes. Mi ama no había salido jamás de Roma, excepto durante el penoso viaje que la trajo desde su aldea natal, y su horizonte se reducía a las paredes de nuestro establecimiento, al estrecho círculo de clientes y prostitutas que en él se reunían. Sin embargo, desde su encierro y por intermedio de otros, había sido testigo de la ascensión de Tiberio y de como los senadores lo habían derribado y aplastado. Debería haber aprendido lo que era la vida y lo que podía esperarse de ella, pero si así fue, lo había olvidado por completo. Su mente sólo contemplaba las ilusiones que ella misma se fabricaba. La venganza, próxima y posible, la dominaba y fascinaba. Venganza por sus padres, por sus hermanos, por su estado presente.
Al oírla desgranar sus sueños, su hermano sacudía la cabeza, entristecido. Él había recorrido medio mundo, llevando la amarga vida de un soldado. Había sufrido bajo la rutina estéril y embrutecedora del ejército, que se reducía a marchar, construir y vigilar. Poca comida y aún menos descanso, ése era el pago por todas las penalidades. Ambos habíamos presenciado lo que un soldado sujeto a esa disciplina puede llegar a olvidar, cuando se le promete una ciudad entera como recompensa. Ambos sabíamos que los senadores, aparentemente tan débiles en ese instante, seguían siendo los generales del ejército. En el pasado habían probado la sangre de un tribuno. Si llegaban a verse acorralados, no dudarían en repetirlo.
La victoria es un arma de doble filo. Te destruye si no eres capaz de mantener tu sangre fría. Cayo consiguió ser reelegido como tribuno, sin ninguna oposición, pero, mientras el pueblo y sus partidarios lo celebraban, los senadores por fin encontraron el arma que habría de derribarle. Era una idea de una sencillez obscena. Yo misma, la esclava fría e inalcanzable, me estremecí levemente al escuchar el plan, como se estremecieron todos los que me rodeaban y se quedaron mirando boquiabiertos al hombre que lo había propuesto. Más sorprendente que la misma idea era a quién se le había ocurrido.
Lucio era un hombre joven. Acababa de volver del ejército y pronto tendría derecho a presentarse a alguna magistratura. Su familia era noble y antigua, tanto o más que la de cualquiera de los senadores que nos visitaban. Se contaba incluso que el padre de Lucio había participado en la conjura que Násica dirigiera diez años antes para eliminar a Tiberio. Su hijo, por el contrario, se mantenía al margen de las luchas políticas, como si una derrota de los senadores no fuera a suponer también su desgracia. No participaba en las tertulias de la gente de su clase, ni había intentado aproximárseles. Nuestros contertulios, irritados por la falta de respeto de aquel joven, le auguraban un futuro bastante pobre en la carrera política. Desde luego ellos no iban a ayudarle. Su silencio se respondía con el desprecio.
Sin embargo, bajo su caparazón de desapego, yo sabía que el joven estudiaba con sumo interés las reacciones de los suyos a la amenaza que pendía sobre ellos. Varias veces, al ir a cumplir un encargo de mi ama, lo había sorprendido en la obscuridad protectora de una habitación lateral, atento a los debates. La primera vez se sobresaltó y abandonó la habitación precipitadamente, pero las siguientes permaneció sentado, sin importarle que yo le observase. Sin saber porqué, tenía la impresión de que se sonreía al percibir mi presencia, pero la obscuridad no me permitía comprobarlo. Nada más en él podía darme alguna pista sobre sus pensamientos, hasta que un día, la noche anterior a presentar su plan, se decidió a dirigirme la palabra.
- Tenemos que vivir con ello – dijo sin mirarme al rostro, como si hablara con otra persona que no estaba presente – con lo que hemos creado y con lo que nos han legado. No hay otro remedio. Los dioses no nos han concedido el derecho a la huida. Debemos representar nuestro papel, aunque lo odiemos – y desapareció sin esperar mi respuesta.
No comprendí lo que quiso decirme, pero, extrañamente, tuve la impresión de que entre él y yo se había formado algún tipo de vínculo. Algo cálido y casi olvidado se había despertado en mi interior. Hacía ya mucho tiempo, desde mi primer amo, que nadie se dirigía a mí como los seres humanos lo hacen entre sí, buscando comprensión y aprobación. Sueños vanos, como los de mi ama. Bastó la luz del día para disolverlos. Él seguía siendo el hijo de un senador y yo sólo la criada de una prostituta. El abismo era demasiado ancho para cruzarlo a la vista de todos.
El humor de mi ama sufrió un nuevo cambio. Cuando escuchó el plan de boca de Lucio y presenció la explosión de entusiasmo de los senadores, sus esperanzas se hicieron trizas. Comenzó a odiarse a sí misma. No conseguía explicarse como ella, una mujer de tanta experiencia, había llegado a creer en una esperanza tan descabellada. Así se lo confesaba, llena de amargura, a su hermano, el único, aparte de mí, que conocía la desolación en la que se hallaba sumida. Frente a los demás se esforzaba en seguir siendo la misma, solícita con los clientes, exigente con sus empleados. Un poco más impaciente e intransigente, quizás. Más cansada y envejecida también. Nada que no pudiera achacarse a la tensión de su trabajo.
Sin embargo, inesperada y tumultuosa, la esperanza volvía a renacer con la llama de antes. De vez en cuando, a mi ama se le ocurría la idea de avisar a Cayo de lo que se avecinaba. Si éste tenía la oportunidad de anticiparse, nada estaría perdido. En esas ocasiones la encontraba sentada al borde de su lecho, meditando sobre sí debería vestirse y abandonar las habitaciones que constituían su universo, pero bastaba una conversación con su hermano para disuadirla. Su propósito no serviría de nada. Nadie en el círculo de Cayo iba a creerla. Él los había visto, la idea de la victoria les cegaba el entendimiento. La pasividad de los senadores y la facilidad con que se habían dejado despojar, provocaban que un contraataque se les antojara imposible. Como mucho, mi ama sólo lograría atraer las sospechas sobre ella, pues no era una desconocida y estaba claro a quién le interesaría favorecer.
Mientras mi ama se perdía entre la desesperación y las dudas, el plan ya había sido puesto en marcha. El primer paso consistía en alejar a Cayo de la ciudad. Los senadores no tenían poder suficiente para amañar las elecciones e impedir que el pueblo lo eligiese cuantas veces se le antojase, pero si podían manipular el sorteo en el que se repartían responsabilidades entre los tribunos. Bastaba con motivar adecuadamente a los que lo llevarían a cabo, para que el resultado final fuera el más favorable para los senadores.
El hermano de mi ama le relató aquella noche la escena. Cayo estuvo a punto de derrumbarse al escuchar el resultado. Sólo la consciencia de que toda la asamblea estaba pendiente de sus reacciones le permitió guardar la compostura. Estaba fuera de juego, precisamente en el momento en que su presencia en Roma era más necesaria. Por si no fuera poco, sus enemigos habían añadido un punto cruel de ironía a la humillación que le habían infligido. En efecto, nadie había luchado tanto como Cayo para que se asentase a los campesinos desposeídos en colonias de nueva planta y ésa era precisamente la tarea que se le encargaba. Con la pequeña diferencia de que debía realizar su labor en solitario, sin la colaboración de ningún otro tribuno, y que el emplazamiento elegido no estaba en Italia, sino al otro lado del mar, en Cartago, sobre las ruinas de la ciudad destruida por los romanos y declarada maldita para toda la eternidad. Mientras Cayo permaneciera en África, las noticias de Roma tardarían días en llegarle. La más débil de las tormentas bastaría para dejarlo completamente aislado.
Era urgente elegir un substituto, alguien competente que continuase su labor y mantuviese a raya a los senadores mientras él estaba fuera. Cuando se hizo público el nombre, los senadores brindaron con el mejor vino que teníamos en la bodega. Lucio, siempre mas comedido en todos sus actos, se limitó a sonreír malignamente. Sabía que bastaba con agitar un trapo frente a Fulvio para que éste embistiera, y él tenía en su poder el señuelo perfecto para atraerlo a la trampa. El cebo tenía por nombre Druso, otro tribuno de la plebe, dispuesto a todo, incluso a vender su cargo, para satisfacer su sed de poder y riquezas.
Desde la marcha de Cayo, las asambleas se convirtieron en combates personales entre Fulvio y Druso. Cuando Fulvio proponía que se fundase una colonia, Druso reclamaba diez más. Cuando Fulvio proponía restringir la propiedad de la tierra a una extensión máxima, Druso exigía que la cifra límite fuera diez veces menor. Las aclamaciones del pueblo mostraban bien claro qué propuesta era preferida. Al verse contrariado y abandonado, Fulvio se volvía lleno de ira contra Druso y le cubría de insultos, tildándole de traidor y oportunista, de marioneta de los senadores. Por muy ciertas que fueran esas acusaciones, en boca de Fulvio se convertían en ruido sin ninguna repercusión. Su exasperación les robaba el crédito. Druso sólo tenía que permanecer tranquilo, sonriendo confiado, para derrotar a Fulvio completamente.
Cuando el hermano de mi ama llegaba a este punto de su narración, torcía el gesto en una mueca de contrariedad y permanecía unos momentos callado, meditando. Mi ama también guardaba silencio, abatida. Ya no pensaba en advertir a Fulvio o a Cayo. Su pasividad contrastaba con el entusiasmo que invadía a los senadores de nuestra tertulia. El plan se estaba cumpliendo en su totalidad.
Fulvio y con él, Graco, iban perdiendo el apoyo del pueblo. La gente sencilla que les había aupado hasta el poder, no comprendía porque Fulvio se oponía con tal violencia a medidas que él mismo había defendido poco antes. El espíritu conciliador y pacífico de Druso empezaba a ser preferido. Sin lucha alguna, simplemente con el diálogo, había obtenido concesiones del senado que Cayo y Fulvio ni se atrevían a soñar. Su voz tranquila y suave era escuchada por los poderosos. Él era sin duda el hombre elegido, no Fulvio o Cayo. Él era el único que podía restaurar la armonía de la república y evitar que estallase la guerra civil, como a punto estuvo diez años antes.
Entretanto, Fulvio enviaba carta tras carta urgente a Cayo. Así se hizo público tras su muerte, cuando los cónsules abrieron sus archivos y leyeron su correspondencia privada ante la asamblea, para mostrar a toda Roma su perfidia y doblez. Con creciente nerviosismo, Fulvio le pedía que abandonase la fundación de aquella colonia y volviese cuanto antes a Roma. La ocasión de actuar iba a malograrse. Como respuesta, Cayo sólo enviaba negativas. Si la situación no era tan gran grave como Fulvio alegaba, no podría justificar porque había abandonado la misión que el pueblo y el senado le habían encomendado. Sería una victoria demasiado fácil para sus enemigos. La incredulidad de su jefe terminó por sumir a Fulvio en la desesperación. En las últimas cartas clamaba contra los dioses por haberles abandonado.
Por aquella época, mi ama llegó también a la misma conclusión. Cuando lo comentó con su hermano, encontró que éste le daba la razón. Los dioses jamás han estado de nuestro lado, le decía, nunca podrán estarlo. Ellos son amos y señores, antes que cualquier otra cosa, y actúan como tales. Han creado el mundo de esa forma y se proponen conservarlo en ese estado, puesto que es así como lo quieren. Contra su voluntad no existe, ni existirá, salida ni esperanza posibles. Tras estas palabras, ambos se sumían en el silencio. Tan abstraídos estaban que yo podía dejar de tocar la cítara, sin que ninguno se apercibiera. A través del silencio, nos llegaban las risas apagadas de aquéllos que se entregaban al placer a nuestro lado.
Esa misma alegría infantil invadía a todo el partido de los senadores. De entre todos ellos, Lucio era el único en mantener la serenidad y pensar en el futuro. La fecha del retorno de Cayo se acercaba y Lucio se mostraba cada vez más preocupado. Fulvio perdía apoyo, cierto, pero no al ritmo necesario. La vuelta de Cayo bastaría para equilibrar la balanza. Todos los esfuerzos sólo habrían servido para tornar la lucha más dura y encarnizada, no para asegurar la victoria. El resultado final seguiría siendo incierto y, en esa nueva contienda, el tiempo jugaría a favor de Cayo. Lucio sabía que poco podía esperarse de la inconstancia de los senadores, acostumbrados a una vida de facilidad y comodidad. Había que urdir una manera para derrotar definitivamente a Cayo, pero, por mucho que se esforzase, la aguda mente de Lucio no encontraba ninguna.
Fue entonces cuando ocurrió el incidente.
Empezó como un enfrentamiento más entre Fulvio y Druso, pero está vez Fulvio perdió todo control y se lanzó sobre Druso, escupiendo espumarajos, con intención de acabar con su enemigo de una vez por todas. La falta de un arma le impidió consumar sus propósitos, pero aún así, si Escipión no se hubiera interpuesto, Druso habría salido bastante malparado.
La intervención de Escipión dejó a toda la asamblea en suspenso. Nadie se atrevía a decir o hacer nada hasta estar seguros de lo que Escipión se proponía hacer y saber de qué lado pensaba ponerse. El nombre que llevaba bastaba para infundir ese respeto. Él era el último de una estirpe que había conducido a Roma al dominio del mundo. Escipiones eran quienes habían derrotado a Aníbal, abolido el reino de Macedonia, conquistado Grecia, aplastado a los Seleúcidas. Él mismo había dado el golpe de gracia a Cartago y convertido en ruinas aquella Numancia que desafiaba a Roma desde hacía veinte años. Incluso se rumoreaba que la ley de reforma agraria presentada por Tiberio había sido en realidad obra suya.
No podía tolerar más aquellas discordias, fueron las palabras con las que rompió el silencio. Su mano temblaba de indignación al dirigirse el pueblo. Entre unos y otros iban a destruir la república. Por ese motivo, él se proponía presentar en la asamblea del día siguiente una ley con la que se daría fin a esa situación. Confiaba en que el pueblo no le negaría su apoyo. Una atronadora aclamación fue la respuesta. Sin embargo, Fulvio y Druso hurtaron la mirada avergonzados cuando Escipión se volvió a ellos, la mano extendida, recabando su colaboración.
La noche transcurrió tranquila. Arropada por la esperanza, la ciudad dormía plácidamente. Incluso en nuestra casa, una calma desusada había sucedido a las fiestas desenfrenadas de los últimos días. Los clientes habían acudido a nuestra casa como de ordinario, pero dejaban pasar el tiempo despreocupados, sin apresurarse. Toda la tensión de días pasados había sido abolida y parecía pertenecer a un pasado legendario, aquél donde tienen lugar los cuentos que se relatan a los niños.
Nos trajeron la noticia cuando los últimos clientes se retiraban. Historias de borrachos, exclamó mi ama enfadada. La habían sacado de la cama para comunicarle las novedades y era tanta su irritación por haber sido despertada, que llegó incluso a golpear a uno de los mensajeros, para que escarmentase y no se atreviera a volver con esos embustes. Para nuestra desgracia, no traían mentiras. Con el paso de la mañana los rumores se hicieron cada vez más insistentes y detallados. Se hizo imposible negar la evidencia. Aquella noche, nadie se presentó a nuestra casa, el miedo y la duda se habían vuelto a adueñar de la ciudad, tanto peores cuanto sucedían a la esperanza.
Escipión había muerto. Una criada lo había encontrado tendido en medio de su despacho. Aparentemente, la muerte le había sorprendido cuando estaba trabajando en su discurso. Esto era lo único cierto, porque el resto no era más que confusión e informaciones contradictorias. El desconcierto había sido tal que nadie había pensado en avisar a la asamblea que aguardaba a Escipión. Fue la gente que entraba y salía del foro, para echar un ojo a sus negocios mientras esperaban, la que trajo la noticia. La multitud se precipitó entonces hacia la casa de Escipión, con la intención de llevar su cadáver en procesión hasta el foro, pero se encontraron un cordón de guardias que les cerraba el paso. Al poco, el cadáver fue incinerado a toda prisa y en secreto. No asistió nadie, fuera de la familia. Tampoco se le otorgaron los honores públicos que le correspondían como magistrado.
Esa premura disparó las especulaciones. Todo parecía posible. Se rumoreaba que el cadáver había sido encontrado con signos de violencia. El asesinato era la única explicación. La versión del suicidio o el ataque buscaba encubrir el alto rango de los asesinos. Un nombre empezó a sonar con insistencia en la mente de todos. Fulvio. Fulvio. No podía ser otro. Cuando Escipión le había contenido en la asamblea, todos le habían visto revolverse contra él, amenazándole de muerte si no le dejaba ajustar cuentas con Druso. Aquello había pasado desapercibido en ese instante, puesto que la costumbre era que Fulvio amenazase a todo aquél que se le oponía. Tan habitual era que incluso podía tomarse a broma. Con un muerto, aquellas palabras adquirían otro significado.
Cuando Cayo volvió de Cartago, se le vio cruzar las calles en solitario, acompañado únicamente por un exiguo número de fieles que le escoltaban. Nada quedaba de las multitudes que le habían aclamado y aupado al poder. La gente común temía su ambición. Ser los siguientes en caer.
No consiguió ser elegido una tercera vez. Todo se precipitó. Cayo se mudó a los barrios cercanos al Foro, entre los ciudadanos más empobrecidos y desesperados, buscando protección contra sus enemigos. No albergaba ya ninguna confianza en la república ni en la legalidad. Sólo creía en la acción directa. Así lo había advertido a los senadores, cuando se retiraba del campo de Marte tras fracasar en las elecciones, perseguido por sus burlas. “Peores son las tinieblas que os esperan” se le oyó decir.
Sus enemigos tampoco estaban mano sobre mano. El cónsul electo, un antiguo amigo de Cayo ganado por los senadores, informó a la asamblea que los propósitos de Escipión se reducían a presentar un senadoconsulto, el cual suspendería todas las resoluciones adoptadas en los últimos dos años, hasta que “la concordia y la paz se hubieran restablecido en la república”.
El senadoconsulto nunca llegó a aprobarse. Cuando el cónsul iba a celebrar el sacrificio que permitiría abrir la asamblea en que iba a debatirse la propuesta, un partidario de Cayo asesinó al criado que llevaba las entrañas de la víctima. Era el único medio que les quedaba para impedir la votación.
Todo esto ha tenido lugar esta mañana. Ahora, cuando la noche ha caído, mi ama y yo contemplamos la ciudad desde nuestra casa. Su hermano no está con nosotras, la legión a la que pertenece, lleva acuartelada fuera de las murallas desde que el senadoconsulto se hizo público, en previsión de lo que pudiera ocurrir. Quizás esté ya en la ciudad, pues se escucha el paso de tropas por las calles que nos rodean. Cerca del foro, entre las colinas, brillan multitud de fuegos y luces. El pueblo guarda la casa de Cayo. La venda ha caído de los ojos. Demasiado tarde.
Nos hicieron levantar en medio de la noche. Había que cruzar las murallas y entrar en Roma. Algunos tribunos se atrevieron a discutir la orden, alegando que la ley prohibía que soldados en armas penetrarán en la ciudad, pero la presencia del cónsul y algunos senadores disipó todas las dudas. La República estaba en peligro, se nos dijo. Un grupo de traidores había tramado derribarla. El senado había investido al cónsul de poderes extraordinarios para sofocar la rebelión. No se admitiría vacilación alguna.
Atravesamos la ciudad a paso ligero. Las calles estaban desiertas y los pocos transeúntes con los que nos encontramos huían despavoridos ante nosotros. Sólo cuando nos aproximábamos a la casa de Cayo nos topamos con una multitud que nos cerró el paso.
Apretamos el paso, pero ellos, en vez de apartarse, se volvieron y nos hicieron frente, increpándonos y abucheándonos. La primera fila de legionarios se paró en seco. Toda la formación se dislocó y entremezcló, a medida que las siguientes filas encontraban el paso bloqueado. Se hizo imposible cualquier movimiento. Los centuriones tuvieron que abrirse paso a golpes y empellones para alcanzar la cola de la columna. Los que formábamos la vanguardia teníamos que soportar los insultos de la multitud. “Asesinos”. “Cobardes”. “¿A quién vais a matar ahora?” Comenzaron a arrojarnos piedras. Algunos de los nuestros desenvainaron las espadas y estuvieron a punto de lanzarse contra ellos, pero un centurión que había permanecido en la vanguardia les contuvo. “Estáis locos” su voz apenas podía elevarse entre el griterío “no les irritéis más, pueden aplastarnos desde las azoteas.” Era cierto. Los más osados habían trepado a los techos de las casas y desde allí nos retaban y amenazaban. Cualquier paso en falso sería nuestra muerte.
Por fin, los centuriones consiguieron que la retaguardia diera media vuelta y escapamos del atolladero. Paso a paso, sin perder de vista a la multitud que nos acosaba, sin que nuestra retirada pareciese una huida, simulando bruscos ataques que disuadiesen a los más osados.
La mayoría de las tropas ocupó la colina del Capitolio, pero a nosotros nos hicieron formar en el Foro. Permanecimos allí toda la mañana, junto a la Rostra. Sobre ella, custodiado por los lictores y rodeado de antorchas, habían depositado el cadáver del patriota al que los sicarios de Cayo habían asesinado cobardemente el día anterior. Del templo de Cástor y Pólux, donde el senado se hallaba reunido en sesión de urgencia, no dejaban de entrar y salir senadores.
La mayoría, cuando reparaban en nosotros, formados y prestos para la acción, se detenían un momento para saludarnos. Entonces prorrumpíamos en aclamaciones y comenzábamos a golpear los escudos con los gladios, para mostrarles nuestro apoyo a la República. Sumergidos por nuestro entusiasmo, aquellos hombres poderosos no podían ocultar su satisfacción. Pocos fueron los que se atrevieron a aparecer ante nosotros con semblante preocupado. Sin necesidad de que los mandos nos espoleasen, comenzábamos a abuchearlos. Ellos apretaban el paso, procurando desaparecer cuanto antes por las calles laterales, empujados por el temor de ser tomados por partidarios de Cayo y detenidos.
La espera se hacía larga, el frío de invierno nos entumecía. Teníamos que mover continuamente los dedos de las manos y los pies para que no se nos congelasen. Los centuriones ordenaron encender hogueras a intervalos regulares y aquello nos alivió un tanto.
De repente, un joven apareció en una de las callejas que desembocaban en el Foro. Vestía de suplicante y le acompañaban dos hombres, criados suyos, sin duda. Al encontrarnos allí formados, se asustó e intentó retroceder, pero los lictores ya le habían rodeado y, apoderándose de él, le obligaron a cruzar entre nuestras filas hasta el templo de Cástor y Pólux, llevándole casi en volandas. Tuve tiempo de fijarme en su aspecto cuando paso a mi lado. Era muy joven, casi un niño. Aún no había recibido la toga viril. Temblaba como un azogado y antes de que le entrasen a la fuerza en el templo comenzó a llorar. Toda nuestra formación prorrumpió en carcajadas.
A pesar de los esfuerzos de centuriones y tribunos por mantener el silencio, los rumores se extendieron rápidamente. Alguno había reconocido en el joven al hijo de Fulvio. Estaba claro que los rebeldes le habían encargado parlamentar ante el senado, sabedores de que su juventud nos haría respetar su vida; pero mientras los había que afirmaban que venía a pedir clemencia en nombre de su padre, otros sostenían que no era más que una añagaza para ganar tiempo, hasta poder reunir tropas con las que oponérsenos.
Poco a poco los cuchicheos furtivos se convirtieron en conversaciones. Una voz se elevó. “¡Qué nos congelamos!” Los centuriones se repartieron entre la formación pero no lograron encontrar al insolente. Otros legionarios se atrevieron a quejarse de lo mismo, esta vez abiertamente. Un centurión agarró a uno de los revoltosos e intentó sacarlo de la formación, pero las miradas hostiles de los soldados le obligaron a soltarlo y retirarse. Un sordo rumor de descontento crecía y se extendía por nuestras filas. Los tribunos nos dirigían miradas inquietas.
La salida del joven evitó el estallido. Sin mirarnos, la cara oculta entre las manos, cruzó a todo correr entre nosotros y se perdió por las callejuelas. Al volver la vista, descubrimos al cónsul sobre el podio del Templo, haciéndonos seña de querer hablarnos.
Debíamos tener calma, nos dijo, quizás la situación aún pudiera resolverse sin tener recurrir a la fuerza, sin exponer a la patria a los azares de la guerra civil. Aunque él, como ciudadano, dudase de ese feliz desenlace, como cónsul se veía en la obligación de apurar todos los extremos, antes de dar la orden fatídica. Sin embargo, no quería engañarnos, la situación se agravaba por momentos. Cayo y Fulvio se habían hecho fuertes en el monte Aventino, en el mismo corazón de la ciudad. En su locura, no habían dudado en armar y liberar a los esclavos. Ese detalle, por sí solo, debía bastar para inspirarnos el mayor de los odios, puesto que los rebeldes no dudaban en anteponer su ambición personal a la supervivencia de la patria, concitando contra ella a sus peores enemigos.
“¿Y el hijo de Fulvio? ¿qué pasa con el hijo de Fulvio?” gritó alguien y todos le acompañamos. El cónsul volvió a hacernos señas para que guardásemos silencio.
Todo tenía una explicación, continuó el cónsul, Cayo y Fulvio, en vez de solicitar clemencia, la cual el senado y el cónsul les hubiesen otorgado sin duda, se habían atrevido a proponer por conducto de ese niño un pacto ultrajante para la república. No podía caber un ejemplo mejor de la doblez y perfidia de Fulvio y Graco, quienes hasta hacía poco habían sido considerados como los mejores ciudadanos de la República.
Nuestras aclamaciones interrumpieron su discurso. Cuando el cónsul se hubo marchado, nos dieron permiso para sentarnos y unos esclavos comenzaron a repartir comida y vino caliente entre nosotros. Sonreí con tristeza. Siempre ocurría así antes de las grandes batallas. Arengas, descanso y vino. Luego, a dejarse matar.
Apenas habíamos empezado, cuando nos sobresaltó un griterío. Los legionarios se levantaban por el lado del templo de los Dióscuros. Pronto estábamos todos en pie, estirando las cabezas para saber lo que pasaba. Un centurión se abrió paso entre nosotros. El hijo de Fulvio había vuelto.
No nos dieron tiempo a más. Las trompetas y los timbales llamaron a formar. Sin explicación alguna nos sacaron a paso ligero del foro, centuria a centuria, camino del Aventino, donde nos distribuyeron a lo largo de las pendientes del monte. En lo alto de la colina se veían aparecer y desaparecer algunas cabezas. Eran los rebeldes. No llegamos a tomar posiciones. Nuestro centurión se volvió hacia nosotros y nos animó a tomar el monte los primeros. El momento de vengar la afrenta de anoche había llegado. Además, el cónsul había prometido grandes recompensas para aquellos que le trajeran las cabezas de Cayo y Fulvio. Nos lanzamos contra el monte, gritando. No tuvimos problemas en tomarlo. La pendiente era suave y, aunque nos arrojaron alguna flecha desde arriba, tenían bastante mala puntería. Ni siquiera esperaron el choque, sino que dieron media vuelta y huyeron.
No perdí tiempo en perseguir a los fugitivos. Yo iba por Cayo y la recompensa. Le habían visto huir hacia el puente del Tíber. Eché a correr en esa dirección.
En la boca del puente, unos legionarios luchaban contra varios rebeldes que les cerraban el paso. Uno de los defensores resbaló al recular hacia el puente. Le golpeé con el gladio y salté sobre su cuerpo. Sus compañeros consiguieron bloquear el paso a los otros legionarios, pero no pudieron evitar que yo pasase. Interiormente les agradecí su valentía. Esos necios, antes de morir, iban a hacerme ganar la recompensa.
Seguí el rastro de Cayo hasta el bosque de las Furias y le encontré pasadas las primeras hileras de árboles. Ya estaba muerto. Yacía sobre el suelo, en medio de un gran charco de sangre. Un criado custodiaba su cadáver, un pie a cada lado del cuerpo. Al verme apretó los dientes y se aprestó a defenderse. Estuve a punto de echarme a reír. Se notaba que nunca había blandido el gladio. Bajé el mío y le sonreí.
- Apártate – le dije.
- No.
- Estúpido. Tú eres el que más va a perder.
Abatirlo fue demasiado fácil. Seccioné la cabeza de Cayo, la metí en una bolsa y me la até a la cintura para llevársela al cónsul. La recompensa era mía, sólo mía. Sin embargo, de camino, al sentir el golpeteo de la bolsa contra mi muslo, sentí un escalofrío. Por un instante me pareció que la cabeza que llevaba ahí dentro era la de mi hermano mayor. Apreté los dientes y continué, procurando no pensar.
Todo ha vuelto a la normalidad. El ejército ha partido hacia las provincias, para extender el nombre y la gloria de Roma entre los bárbaros que aún lo desconocen. El hermano de mi ama les ha acompañado. A casa han vuelto los clientes, no todos, es cierto, pero ella finge no darse cuenta. Los negocios van bien, muy bien. No morirá de hambre. De vez en cuando compra nuevas chicas y se deshace de las viejas, para que los clientes no pierdan su interés. Yo soy la única que permanece tras cada cambio.
Un día, al cruzar el campo de Marte, me encontré con Lucio. Lo transportaban en una litera, custodiado por varios guardias. Traté de escabullirme, pero él reparó en mí y envió un criado para que me condujese a su presencia. Una vez ante él, descendió de la litera y marchamos juntos un rato, mientras sus porteadores y escolta nos seguían unos metros más atrás. Caminábamos en silencio, la vista dirigida al frente, como si fuéramos dos desconocidos. Él sonreía, esta vez no había ninguna duda.
- En medio de tanto ruido, tu silencio es un refugio – dijo al fin – Los de atrás deben estar sorprendidos por mi interés. Si quisiera una esclava como tú, no tendría más que ir al mercado y comprarla. Sin embargo, de vez en cuando conviene hacer lo que a uno le apetece, antes de ponerse la máscara de nuevo y volver a la representación.
Se detuvo y me miró directamente a los ojos.
- Tengo que irme. No hagas ninguna tontería. Trata de mantenerte viva.
A veces las comisiones de mi ama me llevan fuera de la ciudad, entre los trigales que comienzan a amarillear. Si tengo tiempo me tumbo entre las espigas y dejo pasar las horas, oculta, protegida, contemplando el paso de las nubes sobre mi cabeza. Entonces acuden los versos a mi memoria y me parece que escucho a mi lado la voz de mi primer amo, recitándolos.
Cuando cruzo de vuelta las puertas de la ciudad no puedo evitar mirar atrás con tristeza.
Si yo fuera un hombre…
Nota: Dejando aparte la peripecia del burdel, los personajes que aparecen (Graco, Fulvio, Druso, Escipión) son históricos y los sucesos que se narran tuvieron lugar. Únicamente se ha hecho coincidir la muerte de Escipión con la marcha de Graco a Cartago para aumentar el impacto dramático. Los versos son de Eurípides
Año 123 a.C. Roma
Sólo tengo una misión. Consiste en acompañar a mi ama a dondequiera que va, atenta a servirla si así lo requiere. Cuando recibe a alguien debo permanecer a su lado, sentada en el suelo, aunque un poco apartada y en completo silencio e inmovilidad. Mi presencia no debe distraer a sus visitas. Tengo que ser semejante a una pieza más del mobiliario, hermosa e invisible, de forma que los clientes de mi ama no tengan reparo en hablar delante de mí con entera libertad.
Otras razones debieran haber refrenado la lengua de nuestros visitantes. Hubiera bastado la más simple y elemental prudencia, pero el negocio de mi ama se basa precisamente en el placer. Los hombres acuden a ella para hacer realidad lo que su vida diaria no les ofrece. Protegidos por nuestras paredes, separados de amigos y parientes, de superiores e inferiores, de mujeres e hijos, se desvisten de los disfraces que les defienden durante del día. Hablan, hablan, hablan, sin término, sin medida, con la seguridad de no ser contrariados, con la certeza de que sus palabras no saldrán de esta casa.
Mi ama guarda el secreto porque la prosperidad de su negocio depende de su discreción. Las chicas que trabajan en nuestra casa lo hacen porque su vida no valdría nada, si dejasen filtrar algo de lo que oyen aquí. Mi caso es distinto. No he pronunciado una sola palabra desde que llegué a esta ciudad, e incluso antes, durante la travesía en el barco de esclavos que me condujo hasta ella.
No se debe a ignorancia. Mi primer amo me enseño a hablar y a escribir la lengua que utilizan en esta ciudad. Es una de las muchas cosas que le debo. Si se me antojara, podría dejarles con la boca abierta, pero me niego a hacer uso de mis conocimientos. Las personas con las que querría hablar están todas muertas o es como si lo estuvieran, pues me separan de ellas el mar y los desiertos.
Cuando mi ama me compró lo hizo atraída por mi juventud y por el desusado color de mi piel. Yo debía ser un artículo de lujo para su negocio, una rareza exótica que atrajera nuevos clientes y aumentase los ingresos, así que no le importó pagar el precio exorbitado que el tratante le reclamaba. No tardó en darse cuenta del error que había cometido. Yo permitía que los clientes hicieran en mí todo lo que se les antojara, sin oponerme a su violencia ni participar en sus juegos. Permanecía inmóvil, distante, replegada en mí misma, mientras ellos se afanaban sobre mi cuerpo. Los hombres no soportan eso. No tardaron en renunciar a mí y decantarse por otras bellezas más corrientes, pero en compensación más fogosas.
Mi ama pensó muchas veces en deshacerse de mí, pero siempre cambiaba de opinión cuando consideraba la pérdida de dinero que le ocasionaría mi venta. El tiempo que duró su indecisión permitió que descubriera las ventajas de mi silencio y mi frialdad. Era muy útil tener a alguien como yo a su lado para se ocupase de los pequeños detalles fastidiosos, como preparar la mesa, mezclar el vino o encender las lucernas. De esa manera, ella quedaba libre para concentrarse en los clientes que recibía en su habitación y, como consecuencia, éstos se iban más satisfechos y las propinas aumentaban.
Entre sus visitantes los hay de todas clases. Mientras tengan dinero que gastar, a mi ama no le importa si son jóvenes o viejos, senadores o caballeros. La popularidad de nuestra casa es tan grande, que incluso se han formado pequeñas tertulias, que debaten sus asuntos en nuestros salones, antes de hacer uso de las chicas. En todas ellas se reclama la presencia de mi ama, pero aunque ella trata de complacer a todos, procura reservarse para una especial, la formada por los ciudadanos más poderosos e influyentes, los viejos senadores que tienen en sus manos el gobierno de esta ciudad. De ellos depende también que nuestro negocio siga abierto.
Entre nuestros muchos clientes, sólo hay uno que sea pobre. Se trata de un viejo soldado curtido por el sol y cubierto de cicatrices, que viene a visitarla cada vez que su legión vuelve a Roma tras una campaña. La primera vez que lo vi, me sorprendió que aquel desharrapado tuviera la osadía de solicitar ser recibido por mi señora, pero aún me sorprendí más cuando ella lo abrazó y estrechó fuertemente contra su pecho, mientras lloraba en silencio.
Aquel hombre era su hermano, al que no había visto en años.
A ambos les costó mucho empezar a hablar de algo que no fueran trivialidades. El soldado tenía miedo a las reacciones de mi ama y se esforzaba en evitar que la conversación tomase ciertos derroteros. Sin embargo, cuando él menos lo esperaba, fue mi señora quién dio el primer paso y abordó el tema. No les guardaba ya ningún rencor, dijo para tranquilizarle. Comprendía que su hermano mayor y él no habían tenido otra opción. Si no la hubieran vendido a aquel burdel, ella habría muerto seguramente de hambre. De todas formas, al final la jugada no había salido tan mal. Había progresado mucho en esos años. Aquella casa en la que estaban, prospera y conocida, era propiedad suya. Muchas mujeres trabajaban a sus órdenes y era raro que tuviera que ejercer de nuevo a su oficio, excepto en ocasiones muy especiales o si ella así lo deseaba.
Tras aquella confesión, el silencio se instaló entre ellos. Para que el tiempo transcurriera rápidamente, mi ama me ordenó que tocara algo con la cítara. Sin pensar en lo que hacía, comencé a rasguear una melodía triste y melancólica. Era una de mis favoritas. Con ella, mi primer amo me había enseñado a tocar el instrumento. Su sonido me ayudaba a olvidar y me permitía volver brevemente a los tiempos felices, a las épocas perdidas. Cuando levanté la mirada, descubrí que había surtido el mismo efecto en mi ama y en su hermano. Sus ojos estaban cubiertos de lágrimas.
Comenzaron a hablar de la familia que una vez habían tenido. Invariablemente, mi ama respondía con negativas a las preguntas del soldado. No, no había tenido noticias de su hermana menor desde que se extravió en las puertas de Roma. En cuanto tuvo ocasión, había realizado pesquisas por todos los burdeles de Roma, sin obtener nada claro de ellas. No, el hermano mayor no había vuelto de Pérgamo con el ejército. En realidad, no había vuelto ninguno de todos los que tuvieron que alistarse a la fuerza. Se habían librado de ser ejecutados como cómplices en la sedición de Tiberio Graco, pero no de la muerte.
Ambos se perdieron en sus propios pensamientos. Desde mi rincón, les observaba de reojo, sin poder evitar sentir una cierta simpatía. No era tanto lo que nos separaba a amos y esclavos. Como yo, ellos también habían sido despojados de su hogar y sus seres queridos. El destino les había obligado a vagar por el mundo hasta encontrar este refugio, frágil y temporal, es cierto, pero lleno de protección y consuelo en comparación con el desolado mundo exterior. Estuve a punto de romper mi silencio, pero por suerte pude contenerme. La visión de sus rostros me salvó de cometer ese error. Envejecidos prematuramente, endurecidos por el desprecio y la amargura, en ellos sólo tenía cabida su propio sufrimiento. No podían acogerme, ni a mí ni a nadie. En ese preciso momento, menos que nunca, no podía permitirme abandonar mi silencio.
La posición en la que se encontraban mi ama y su hermano era muy distinta de la mía. En cierta manera, era incluso mucho mejor que la que disfrutaban en su aldea antes de que la catástrofe les golpease. Ambos estaban dispuestos a defender a cualquier precio lo que habían conseguido, incluso contra los suyos, si éstos pretendiesen arrebatárselo. Sólo la posibilidad de la venganza podría llevarles a rebelarse contra los que causaron su desgracia, pero el olvido crecía lentamente dentro de ambos, embotando el dolor, borrando los motivos. Los que les habían ofendido habían ido muriendo uno tras otro, arrastrados por el tiempo, y mi ama y su hermano no tenían nada contra los que les habían substituido.
El negocio era lo primero. Mi ama siempre estaría del lado de los senadores que se dejaban el dinero en su establecimiento. Por esa razón, suspiró aliviada al comprobar que su hermano compartía sus mismas opiniones. Él siempre marcharía a dónde su legión marchase. Era previsible, porque ella le daba de comer. Los sueños de una reforma que quebrantase el dominio de los poderosos eran únicamente vanos espejismos, un error que se había llevado por delante a su hermano mayor hacía diez años. Un error que parecía volver a renacer entonces, como una pesadilla que te asalta cada vez que intentas conciliar el sueño.
La inquietud que mi ama sentía no era exagerada. Meses antes, desde nuestras ventanas, les habíamos visto pasar. Durante horas cruzaron bajo nuestros pies, multitudes interminables, aterradoras en su silencio y organización, camino del campo de Marte, dónde se iban a celebrar las elecciones a tribuno de la plebe. Provenían de todos los rincones de Italia, las nutrían todos los desposeídos y desheredados de la península. Se proponían elegir a Cayo Graco, el hermano de aquel Tiberio que había impulsado la reforma hacía diez años, y que parecía el único hombre capaz de consumarla al fin. Si esas muchedumbres hubieran tomado la ciudad por asalto y entregado al saqueo, el miedo de aquellos que, como mi ama, poseían algo no hubiera podido ser mayor. Aquella calma y disciplina proclamaban seguridad en la victoria, certeza en la aniquilación del enemigo.
El miedo se había extendido también entre el grupo de hombres poderosos que tenían su tertulia en nuestra casa. Algunos ya se veían con el cuchillo en la garganta. El pánico les hizo perder la compostura. Se insultaban abiertamente entre sí, acusándose de haber permitido la ascensión de Cayo. Según algunos, la culpa estaba en la excesiva crueldad con que se había reprimido la sedición de Tiberio. Tal rigor sólo había servido para atraer el odio del pueblo sobre los senadores. Según otros, el problema estaba en la indulgencia de los últimos años. Para atenuar el encono de la plebe, se había desterrado a aquéllos que habían abatido a Tiberio. No se juzgó suficiente, así que también se restituyó el tribunado con todos sus poderes e incluso se inició una tímida reforma agraria. Si habían creído poder aplacar a la plebe con todas esas medidas, ahora lo estaban pagando bien caro.
Día tras día perdido en discusiones sin resultado y debates estériles. Esa era la tónica de sus tertulias. Lo único cierto era que Cayo estaba reuniendo en sus manos un poder inmenso, mucho mayor que el que jamás pudo soñar su hermano, y frente al cual los senadores no tenían defensa. Su mala conciencia les perdía. Las leyes que habían propugnado en los últimos años les impedían oponerse a las nuevas que propondría Tiberio, pues el pueblo las vería como su ampliación y continuación lógicas. Además, la vergüenza de lo sucedido hacía diez años pesaba como una losa sobre ellos. Cualquier intento de derribar a Cayo recordaría a todos quiénes habían asesinado a un magistrado en ejercicio. Roma entera se volvería en su contra.
Las noches que mediaron entre la elección de Cayo y su toma de posesión fueron muy malas, tanto para los senadores como para nosotras. La zozobra en que estaban sumidos nuestros clientes les hizo ser especialmente parcos en las propinas. Mi ama se desesperaba, sin saber que se nos reservaban noches aún peores, las que sucederían a los días en los que Cayo aplicase sus golpes de ariete al poder de los senadores.
El asalto no tuvo lugar inmediatamente. Con especial astucia, Cayo dejo confiarse a sus enemigos. Sus primeros proyectos parecían bromas pesadas más que leyes auténticas. Escocían un poco, pero no hacían daño. Cayo no tiene el nervio de su hermano, comentaban nuestros clientes. No es más que una nulidad que debe el cargo al prestigio de su familia, repetían. Esas convicciones hacían recobrar el buen humor a nuestros clientes y el alivio que experimentaban les tornaba especialmente animados. Aquellos vejestorios, tan serios y comedidos de ordinario, se emborrachaban a conciencia y comenzaban a montar escándalo, obligando a mi señora a imponer el orden, no mucho, pero si lo suficiente para que no se desmandasen.
A mitad de su borrachera, perdidas ya sus escasas energías, hacían participe de sus ilusiones a mi ama y ella les escuchaba con una sonrisa de indulgencia, mientras ellos desgranaban los motivos de su alegría. Ese Cayo, decían con lengua torpe y embotada, se limitaba a erigir estatuas en memoria de su madre y a alabar la memoria de su hermano fallecido. Peor para él, que perdía el tiempo. Un año pasa muy pronto y cuando quisiera darse cuenta, se encontraría convertido en un simple particular, sin poder ni prestigio.
Adormecidos en esa falsa confianza, la primera estocada de Cayo les pilló desprevenidos. Quedaron paralizados por la sorpresa y a la noche siguiente no se presentó ninguno. El temor a que sus casas fueran saqueadas les retuvo en ellas. No ocurrió nada, ni esa noche ni las siguientes. Uno tras otro fueron retornando, aunque aún no acabaran de creer lo que había pasado y lo relataran a mi ama una y otra vez, intentando convencerse a sí mismos, mientras agitaban los brazos como posesos o paseaban nerviosos por la habitación.
En realidad no les dolía la pérdida de poder. Si Cayo se hubiera arrogado todo y hecho proclamar cónsul sin colega, dictador vitalicio o incluso rey, ellos habrían terminado por unirse a los aplausos. Una vez seguros de que su poder se había consolidado, los senadores, tan orgullosos y arrogantes de ordinario, no habrían tenido reparo ni vergüenza en arrastrarse ante Cayo para mendigarle favores. Al fin y al cabo, Cayo era uno de su misma clase, equivocado, es cierto, pero de los suyos. Lo que les sacaba realmente de quicio es a quién había tenido la desfachatez de transferir su poder. Desde ese día, los senadores no serían los únicos en ocupar el puesto de jueces en los tribunales. La prerrogativa de decidir cómo y en qué forma debían aplicarse las leyes había dejado de ser suya. Deberían compartirla con los caballeros.
Eso les dolía como ninguna otra cosa podía hacerlo, puesto que para un senador, un caballero no es más que un advenedizo, un don nadie, alguien sin pasado, familia o nombre. Gente que se había enriquecido con medios deleznables y que creía tener derecho a todo, especialmente a codearse con los senadores, sin darse cuenta de que éstos arrugaban la nariz al sentir su penetrante olor a sudor. Cayo no podía haber urdido una humillación más efectiva. De ahora en adelante, los senadores no sólo tendrían que dejarse ver en compañía de los caballeros, sino que deberían solicitar su juicio y opinión, e incluso respetarlo.
Resultaba ridículo ver a aquellos hombres maduros y respetables llorar como niños a los que se les quitado un juguete. Resultaba patético contemplarlos mientras buscaban una solución que les permitiera librarse de Graco. Pensaban, meditaban, discutían hora tras hora, noche tras noche, pero todo era en vano. No se les ocurría nada. En su desesperación, llegaron a volverse hacia mi ama en busca de consejo y ayuda, pero se llevaron la gran sorpresa de encontrar que, de vez en cuando, su mente parecía estar en otra parte. En esas raras ocasiones era necesario llamarla varias veces para conseguir atraer su atención y, aún así, enseguida perdía el hilo de las conversaciones. Un cambio le había sobrevenido.
Únicamente yo, que la acompañaba a todas horas, desde que se levantaba hasta que se acostaba, pude notar que aquel aire distraído era solo la cubierta de una alegría nueva, que día tras día crecía y se desarrollaba en su interior. Frente a los clientes intentaba mostrarse igual que estaban acostumbrados a verla, pero no siempre lo conseguía. Cuando entraba en la habitación reservada para una de las tertulias, se esforzaba en saludar uno por uno a todos los asistentes, interesándose por sus diminutos problemas, y procuraba escuchar pacientemente los lloriqueos de los clientes. Sin embargo, cada día se le hacía más difícil mantener esa costumbre y, más de una vez, me había parecido verla reprimir un gesto de repugnancia. No llegó a cometer la imprudencia que la perdiese porque, como yo, mi ama era lo bastante cauta como para saber que siempre es mejor esperar y guardar silencio, hasta que la situación se aclare. Esa prudencia no impedía que la esperanza, tanto tiempo reprimida y oculta, la invadiera paulatinamente. Comenzaba a creer en el día de la venganza.
Sólo mostraba sus verdaderos pensamientos cuando su hermano venía a visitarla. En esas ocasiones, ambos se sentaban en una esquina del viridarium, bajo las columnas del peristilo, acompañados por una crátera de vino bien mezclado con agua. Si era de noche, ni siquiera llegaban a encender las lucernas, para disfrutar de una intimidad mayor. Solían conversar en voz muy baja, casi en un susurro, temiendo que algún extraño que deambulase por las callejuelas adyacentes llegase a entenderles. Para ocultar aún más sus voces, me ordenaban interpretar algo. Entre las notas de mi instrumento se filtraban sus palabras ahogadas.
Gracias a esas veladas, había llegado a conocerles bien. Ambos hermanos eran muy diferentes. Mi ama no había salido jamás de Roma, excepto durante el penoso viaje que la trajo desde su aldea natal, y su horizonte se reducía a las paredes de nuestro establecimiento, al estrecho círculo de clientes y prostitutas que en él se reunían. Sin embargo, desde su encierro y por intermedio de otros, había sido testigo de la ascensión de Tiberio y de como los senadores lo habían derribado y aplastado. Debería haber aprendido lo que era la vida y lo que podía esperarse de ella, pero si así fue, lo había olvidado por completo. Su mente sólo contemplaba las ilusiones que ella misma se fabricaba. La venganza, próxima y posible, la dominaba y fascinaba. Venganza por sus padres, por sus hermanos, por su estado presente.
Al oírla desgranar sus sueños, su hermano sacudía la cabeza, entristecido. Él había recorrido medio mundo, llevando la amarga vida de un soldado. Había sufrido bajo la rutina estéril y embrutecedora del ejército, que se reducía a marchar, construir y vigilar. Poca comida y aún menos descanso, ése era el pago por todas las penalidades. Ambos habíamos presenciado lo que un soldado sujeto a esa disciplina puede llegar a olvidar, cuando se le promete una ciudad entera como recompensa. Ambos sabíamos que los senadores, aparentemente tan débiles en ese instante, seguían siendo los generales del ejército. En el pasado habían probado la sangre de un tribuno. Si llegaban a verse acorralados, no dudarían en repetirlo.
La victoria es un arma de doble filo. Te destruye si no eres capaz de mantener tu sangre fría. Cayo consiguió ser reelegido como tribuno, sin ninguna oposición, pero, mientras el pueblo y sus partidarios lo celebraban, los senadores por fin encontraron el arma que habría de derribarle. Era una idea de una sencillez obscena. Yo misma, la esclava fría e inalcanzable, me estremecí levemente al escuchar el plan, como se estremecieron todos los que me rodeaban y se quedaron mirando boquiabiertos al hombre que lo había propuesto. Más sorprendente que la misma idea era a quién se le había ocurrido.
Lucio era un hombre joven. Acababa de volver del ejército y pronto tendría derecho a presentarse a alguna magistratura. Su familia era noble y antigua, tanto o más que la de cualquiera de los senadores que nos visitaban. Se contaba incluso que el padre de Lucio había participado en la conjura que Násica dirigiera diez años antes para eliminar a Tiberio. Su hijo, por el contrario, se mantenía al margen de las luchas políticas, como si una derrota de los senadores no fuera a suponer también su desgracia. No participaba en las tertulias de la gente de su clase, ni había intentado aproximárseles. Nuestros contertulios, irritados por la falta de respeto de aquel joven, le auguraban un futuro bastante pobre en la carrera política. Desde luego ellos no iban a ayudarle. Su silencio se respondía con el desprecio.
Sin embargo, bajo su caparazón de desapego, yo sabía que el joven estudiaba con sumo interés las reacciones de los suyos a la amenaza que pendía sobre ellos. Varias veces, al ir a cumplir un encargo de mi ama, lo había sorprendido en la obscuridad protectora de una habitación lateral, atento a los debates. La primera vez se sobresaltó y abandonó la habitación precipitadamente, pero las siguientes permaneció sentado, sin importarle que yo le observase. Sin saber porqué, tenía la impresión de que se sonreía al percibir mi presencia, pero la obscuridad no me permitía comprobarlo. Nada más en él podía darme alguna pista sobre sus pensamientos, hasta que un día, la noche anterior a presentar su plan, se decidió a dirigirme la palabra.
- Tenemos que vivir con ello – dijo sin mirarme al rostro, como si hablara con otra persona que no estaba presente – con lo que hemos creado y con lo que nos han legado. No hay otro remedio. Los dioses no nos han concedido el derecho a la huida. Debemos representar nuestro papel, aunque lo odiemos – y desapareció sin esperar mi respuesta.
No comprendí lo que quiso decirme, pero, extrañamente, tuve la impresión de que entre él y yo se había formado algún tipo de vínculo. Algo cálido y casi olvidado se había despertado en mi interior. Hacía ya mucho tiempo, desde mi primer amo, que nadie se dirigía a mí como los seres humanos lo hacen entre sí, buscando comprensión y aprobación. Sueños vanos, como los de mi ama. Bastó la luz del día para disolverlos. Él seguía siendo el hijo de un senador y yo sólo la criada de una prostituta. El abismo era demasiado ancho para cruzarlo a la vista de todos.
El humor de mi ama sufrió un nuevo cambio. Cuando escuchó el plan de boca de Lucio y presenció la explosión de entusiasmo de los senadores, sus esperanzas se hicieron trizas. Comenzó a odiarse a sí misma. No conseguía explicarse como ella, una mujer de tanta experiencia, había llegado a creer en una esperanza tan descabellada. Así se lo confesaba, llena de amargura, a su hermano, el único, aparte de mí, que conocía la desolación en la que se hallaba sumida. Frente a los demás se esforzaba en seguir siendo la misma, solícita con los clientes, exigente con sus empleados. Un poco más impaciente e intransigente, quizás. Más cansada y envejecida también. Nada que no pudiera achacarse a la tensión de su trabajo.
Sin embargo, inesperada y tumultuosa, la esperanza volvía a renacer con la llama de antes. De vez en cuando, a mi ama se le ocurría la idea de avisar a Cayo de lo que se avecinaba. Si éste tenía la oportunidad de anticiparse, nada estaría perdido. En esas ocasiones la encontraba sentada al borde de su lecho, meditando sobre sí debería vestirse y abandonar las habitaciones que constituían su universo, pero bastaba una conversación con su hermano para disuadirla. Su propósito no serviría de nada. Nadie en el círculo de Cayo iba a creerla. Él los había visto, la idea de la victoria les cegaba el entendimiento. La pasividad de los senadores y la facilidad con que se habían dejado despojar, provocaban que un contraataque se les antojara imposible. Como mucho, mi ama sólo lograría atraer las sospechas sobre ella, pues no era una desconocida y estaba claro a quién le interesaría favorecer.
Mientras mi ama se perdía entre la desesperación y las dudas, el plan ya había sido puesto en marcha. El primer paso consistía en alejar a Cayo de la ciudad. Los senadores no tenían poder suficiente para amañar las elecciones e impedir que el pueblo lo eligiese cuantas veces se le antojase, pero si podían manipular el sorteo en el que se repartían responsabilidades entre los tribunos. Bastaba con motivar adecuadamente a los que lo llevarían a cabo, para que el resultado final fuera el más favorable para los senadores.
El hermano de mi ama le relató aquella noche la escena. Cayo estuvo a punto de derrumbarse al escuchar el resultado. Sólo la consciencia de que toda la asamblea estaba pendiente de sus reacciones le permitió guardar la compostura. Estaba fuera de juego, precisamente en el momento en que su presencia en Roma era más necesaria. Por si no fuera poco, sus enemigos habían añadido un punto cruel de ironía a la humillación que le habían infligido. En efecto, nadie había luchado tanto como Cayo para que se asentase a los campesinos desposeídos en colonias de nueva planta y ésa era precisamente la tarea que se le encargaba. Con la pequeña diferencia de que debía realizar su labor en solitario, sin la colaboración de ningún otro tribuno, y que el emplazamiento elegido no estaba en Italia, sino al otro lado del mar, en Cartago, sobre las ruinas de la ciudad destruida por los romanos y declarada maldita para toda la eternidad. Mientras Cayo permaneciera en África, las noticias de Roma tardarían días en llegarle. La más débil de las tormentas bastaría para dejarlo completamente aislado.
Era urgente elegir un substituto, alguien competente que continuase su labor y mantuviese a raya a los senadores mientras él estaba fuera. Cuando se hizo público el nombre, los senadores brindaron con el mejor vino que teníamos en la bodega. Lucio, siempre mas comedido en todos sus actos, se limitó a sonreír malignamente. Sabía que bastaba con agitar un trapo frente a Fulvio para que éste embistiera, y él tenía en su poder el señuelo perfecto para atraerlo a la trampa. El cebo tenía por nombre Druso, otro tribuno de la plebe, dispuesto a todo, incluso a vender su cargo, para satisfacer su sed de poder y riquezas.
Desde la marcha de Cayo, las asambleas se convirtieron en combates personales entre Fulvio y Druso. Cuando Fulvio proponía que se fundase una colonia, Druso reclamaba diez más. Cuando Fulvio proponía restringir la propiedad de la tierra a una extensión máxima, Druso exigía que la cifra límite fuera diez veces menor. Las aclamaciones del pueblo mostraban bien claro qué propuesta era preferida. Al verse contrariado y abandonado, Fulvio se volvía lleno de ira contra Druso y le cubría de insultos, tildándole de traidor y oportunista, de marioneta de los senadores. Por muy ciertas que fueran esas acusaciones, en boca de Fulvio se convertían en ruido sin ninguna repercusión. Su exasperación les robaba el crédito. Druso sólo tenía que permanecer tranquilo, sonriendo confiado, para derrotar a Fulvio completamente.
Cuando el hermano de mi ama llegaba a este punto de su narración, torcía el gesto en una mueca de contrariedad y permanecía unos momentos callado, meditando. Mi ama también guardaba silencio, abatida. Ya no pensaba en advertir a Fulvio o a Cayo. Su pasividad contrastaba con el entusiasmo que invadía a los senadores de nuestra tertulia. El plan se estaba cumpliendo en su totalidad.
Fulvio y con él, Graco, iban perdiendo el apoyo del pueblo. La gente sencilla que les había aupado hasta el poder, no comprendía porque Fulvio se oponía con tal violencia a medidas que él mismo había defendido poco antes. El espíritu conciliador y pacífico de Druso empezaba a ser preferido. Sin lucha alguna, simplemente con el diálogo, había obtenido concesiones del senado que Cayo y Fulvio ni se atrevían a soñar. Su voz tranquila y suave era escuchada por los poderosos. Él era sin duda el hombre elegido, no Fulvio o Cayo. Él era el único que podía restaurar la armonía de la república y evitar que estallase la guerra civil, como a punto estuvo diez años antes.
Entretanto, Fulvio enviaba carta tras carta urgente a Cayo. Así se hizo público tras su muerte, cuando los cónsules abrieron sus archivos y leyeron su correspondencia privada ante la asamblea, para mostrar a toda Roma su perfidia y doblez. Con creciente nerviosismo, Fulvio le pedía que abandonase la fundación de aquella colonia y volviese cuanto antes a Roma. La ocasión de actuar iba a malograrse. Como respuesta, Cayo sólo enviaba negativas. Si la situación no era tan gran grave como Fulvio alegaba, no podría justificar porque había abandonado la misión que el pueblo y el senado le habían encomendado. Sería una victoria demasiado fácil para sus enemigos. La incredulidad de su jefe terminó por sumir a Fulvio en la desesperación. En las últimas cartas clamaba contra los dioses por haberles abandonado.
Por aquella época, mi ama llegó también a la misma conclusión. Cuando lo comentó con su hermano, encontró que éste le daba la razón. Los dioses jamás han estado de nuestro lado, le decía, nunca podrán estarlo. Ellos son amos y señores, antes que cualquier otra cosa, y actúan como tales. Han creado el mundo de esa forma y se proponen conservarlo en ese estado, puesto que es así como lo quieren. Contra su voluntad no existe, ni existirá, salida ni esperanza posibles. Tras estas palabras, ambos se sumían en el silencio. Tan abstraídos estaban que yo podía dejar de tocar la cítara, sin que ninguno se apercibiera. A través del silencio, nos llegaban las risas apagadas de aquéllos que se entregaban al placer a nuestro lado.
Esa misma alegría infantil invadía a todo el partido de los senadores. De entre todos ellos, Lucio era el único en mantener la serenidad y pensar en el futuro. La fecha del retorno de Cayo se acercaba y Lucio se mostraba cada vez más preocupado. Fulvio perdía apoyo, cierto, pero no al ritmo necesario. La vuelta de Cayo bastaría para equilibrar la balanza. Todos los esfuerzos sólo habrían servido para tornar la lucha más dura y encarnizada, no para asegurar la victoria. El resultado final seguiría siendo incierto y, en esa nueva contienda, el tiempo jugaría a favor de Cayo. Lucio sabía que poco podía esperarse de la inconstancia de los senadores, acostumbrados a una vida de facilidad y comodidad. Había que urdir una manera para derrotar definitivamente a Cayo, pero, por mucho que se esforzase, la aguda mente de Lucio no encontraba ninguna.
Fue entonces cuando ocurrió el incidente.
Empezó como un enfrentamiento más entre Fulvio y Druso, pero está vez Fulvio perdió todo control y se lanzó sobre Druso, escupiendo espumarajos, con intención de acabar con su enemigo de una vez por todas. La falta de un arma le impidió consumar sus propósitos, pero aún así, si Escipión no se hubiera interpuesto, Druso habría salido bastante malparado.
La intervención de Escipión dejó a toda la asamblea en suspenso. Nadie se atrevía a decir o hacer nada hasta estar seguros de lo que Escipión se proponía hacer y saber de qué lado pensaba ponerse. El nombre que llevaba bastaba para infundir ese respeto. Él era el último de una estirpe que había conducido a Roma al dominio del mundo. Escipiones eran quienes habían derrotado a Aníbal, abolido el reino de Macedonia, conquistado Grecia, aplastado a los Seleúcidas. Él mismo había dado el golpe de gracia a Cartago y convertido en ruinas aquella Numancia que desafiaba a Roma desde hacía veinte años. Incluso se rumoreaba que la ley de reforma agraria presentada por Tiberio había sido en realidad obra suya.
No podía tolerar más aquellas discordias, fueron las palabras con las que rompió el silencio. Su mano temblaba de indignación al dirigirse el pueblo. Entre unos y otros iban a destruir la república. Por ese motivo, él se proponía presentar en la asamblea del día siguiente una ley con la que se daría fin a esa situación. Confiaba en que el pueblo no le negaría su apoyo. Una atronadora aclamación fue la respuesta. Sin embargo, Fulvio y Druso hurtaron la mirada avergonzados cuando Escipión se volvió a ellos, la mano extendida, recabando su colaboración.
La noche transcurrió tranquila. Arropada por la esperanza, la ciudad dormía plácidamente. Incluso en nuestra casa, una calma desusada había sucedido a las fiestas desenfrenadas de los últimos días. Los clientes habían acudido a nuestra casa como de ordinario, pero dejaban pasar el tiempo despreocupados, sin apresurarse. Toda la tensión de días pasados había sido abolida y parecía pertenecer a un pasado legendario, aquél donde tienen lugar los cuentos que se relatan a los niños.
Nos trajeron la noticia cuando los últimos clientes se retiraban. Historias de borrachos, exclamó mi ama enfadada. La habían sacado de la cama para comunicarle las novedades y era tanta su irritación por haber sido despertada, que llegó incluso a golpear a uno de los mensajeros, para que escarmentase y no se atreviera a volver con esos embustes. Para nuestra desgracia, no traían mentiras. Con el paso de la mañana los rumores se hicieron cada vez más insistentes y detallados. Se hizo imposible negar la evidencia. Aquella noche, nadie se presentó a nuestra casa, el miedo y la duda se habían vuelto a adueñar de la ciudad, tanto peores cuanto sucedían a la esperanza.
Escipión había muerto. Una criada lo había encontrado tendido en medio de su despacho. Aparentemente, la muerte le había sorprendido cuando estaba trabajando en su discurso. Esto era lo único cierto, porque el resto no era más que confusión e informaciones contradictorias. El desconcierto había sido tal que nadie había pensado en avisar a la asamblea que aguardaba a Escipión. Fue la gente que entraba y salía del foro, para echar un ojo a sus negocios mientras esperaban, la que trajo la noticia. La multitud se precipitó entonces hacia la casa de Escipión, con la intención de llevar su cadáver en procesión hasta el foro, pero se encontraron un cordón de guardias que les cerraba el paso. Al poco, el cadáver fue incinerado a toda prisa y en secreto. No asistió nadie, fuera de la familia. Tampoco se le otorgaron los honores públicos que le correspondían como magistrado.
Esa premura disparó las especulaciones. Todo parecía posible. Se rumoreaba que el cadáver había sido encontrado con signos de violencia. El asesinato era la única explicación. La versión del suicidio o el ataque buscaba encubrir el alto rango de los asesinos. Un nombre empezó a sonar con insistencia en la mente de todos. Fulvio. Fulvio. No podía ser otro. Cuando Escipión le había contenido en la asamblea, todos le habían visto revolverse contra él, amenazándole de muerte si no le dejaba ajustar cuentas con Druso. Aquello había pasado desapercibido en ese instante, puesto que la costumbre era que Fulvio amenazase a todo aquél que se le oponía. Tan habitual era que incluso podía tomarse a broma. Con un muerto, aquellas palabras adquirían otro significado.
Cuando Cayo volvió de Cartago, se le vio cruzar las calles en solitario, acompañado únicamente por un exiguo número de fieles que le escoltaban. Nada quedaba de las multitudes que le habían aclamado y aupado al poder. La gente común temía su ambición. Ser los siguientes en caer.
No consiguió ser elegido una tercera vez. Todo se precipitó. Cayo se mudó a los barrios cercanos al Foro, entre los ciudadanos más empobrecidos y desesperados, buscando protección contra sus enemigos. No albergaba ya ninguna confianza en la república ni en la legalidad. Sólo creía en la acción directa. Así lo había advertido a los senadores, cuando se retiraba del campo de Marte tras fracasar en las elecciones, perseguido por sus burlas. “Peores son las tinieblas que os esperan” se le oyó decir.
Sus enemigos tampoco estaban mano sobre mano. El cónsul electo, un antiguo amigo de Cayo ganado por los senadores, informó a la asamblea que los propósitos de Escipión se reducían a presentar un senadoconsulto, el cual suspendería todas las resoluciones adoptadas en los últimos dos años, hasta que “la concordia y la paz se hubieran restablecido en la república”.
El senadoconsulto nunca llegó a aprobarse. Cuando el cónsul iba a celebrar el sacrificio que permitiría abrir la asamblea en que iba a debatirse la propuesta, un partidario de Cayo asesinó al criado que llevaba las entrañas de la víctima. Era el único medio que les quedaba para impedir la votación.
Todo esto ha tenido lugar esta mañana. Ahora, cuando la noche ha caído, mi ama y yo contemplamos la ciudad desde nuestra casa. Su hermano no está con nosotras, la legión a la que pertenece, lleva acuartelada fuera de las murallas desde que el senadoconsulto se hizo público, en previsión de lo que pudiera ocurrir. Quizás esté ya en la ciudad, pues se escucha el paso de tropas por las calles que nos rodean. Cerca del foro, entre las colinas, brillan multitud de fuegos y luces. El pueblo guarda la casa de Cayo. La venda ha caído de los ojos. Demasiado tarde.
Nos hicieron levantar en medio de la noche. Había que cruzar las murallas y entrar en Roma. Algunos tribunos se atrevieron a discutir la orden, alegando que la ley prohibía que soldados en armas penetrarán en la ciudad, pero la presencia del cónsul y algunos senadores disipó todas las dudas. La República estaba en peligro, se nos dijo. Un grupo de traidores había tramado derribarla. El senado había investido al cónsul de poderes extraordinarios para sofocar la rebelión. No se admitiría vacilación alguna.
Atravesamos la ciudad a paso ligero. Las calles estaban desiertas y los pocos transeúntes con los que nos encontramos huían despavoridos ante nosotros. Sólo cuando nos aproximábamos a la casa de Cayo nos topamos con una multitud que nos cerró el paso.
Apretamos el paso, pero ellos, en vez de apartarse, se volvieron y nos hicieron frente, increpándonos y abucheándonos. La primera fila de legionarios se paró en seco. Toda la formación se dislocó y entremezcló, a medida que las siguientes filas encontraban el paso bloqueado. Se hizo imposible cualquier movimiento. Los centuriones tuvieron que abrirse paso a golpes y empellones para alcanzar la cola de la columna. Los que formábamos la vanguardia teníamos que soportar los insultos de la multitud. “Asesinos”. “Cobardes”. “¿A quién vais a matar ahora?” Comenzaron a arrojarnos piedras. Algunos de los nuestros desenvainaron las espadas y estuvieron a punto de lanzarse contra ellos, pero un centurión que había permanecido en la vanguardia les contuvo. “Estáis locos” su voz apenas podía elevarse entre el griterío “no les irritéis más, pueden aplastarnos desde las azoteas.” Era cierto. Los más osados habían trepado a los techos de las casas y desde allí nos retaban y amenazaban. Cualquier paso en falso sería nuestra muerte.
Por fin, los centuriones consiguieron que la retaguardia diera media vuelta y escapamos del atolladero. Paso a paso, sin perder de vista a la multitud que nos acosaba, sin que nuestra retirada pareciese una huida, simulando bruscos ataques que disuadiesen a los más osados.
La mayoría de las tropas ocupó la colina del Capitolio, pero a nosotros nos hicieron formar en el Foro. Permanecimos allí toda la mañana, junto a la Rostra. Sobre ella, custodiado por los lictores y rodeado de antorchas, habían depositado el cadáver del patriota al que los sicarios de Cayo habían asesinado cobardemente el día anterior. Del templo de Cástor y Pólux, donde el senado se hallaba reunido en sesión de urgencia, no dejaban de entrar y salir senadores.
La mayoría, cuando reparaban en nosotros, formados y prestos para la acción, se detenían un momento para saludarnos. Entonces prorrumpíamos en aclamaciones y comenzábamos a golpear los escudos con los gladios, para mostrarles nuestro apoyo a la República. Sumergidos por nuestro entusiasmo, aquellos hombres poderosos no podían ocultar su satisfacción. Pocos fueron los que se atrevieron a aparecer ante nosotros con semblante preocupado. Sin necesidad de que los mandos nos espoleasen, comenzábamos a abuchearlos. Ellos apretaban el paso, procurando desaparecer cuanto antes por las calles laterales, empujados por el temor de ser tomados por partidarios de Cayo y detenidos.
La espera se hacía larga, el frío de invierno nos entumecía. Teníamos que mover continuamente los dedos de las manos y los pies para que no se nos congelasen. Los centuriones ordenaron encender hogueras a intervalos regulares y aquello nos alivió un tanto.
De repente, un joven apareció en una de las callejas que desembocaban en el Foro. Vestía de suplicante y le acompañaban dos hombres, criados suyos, sin duda. Al encontrarnos allí formados, se asustó e intentó retroceder, pero los lictores ya le habían rodeado y, apoderándose de él, le obligaron a cruzar entre nuestras filas hasta el templo de Cástor y Pólux, llevándole casi en volandas. Tuve tiempo de fijarme en su aspecto cuando paso a mi lado. Era muy joven, casi un niño. Aún no había recibido la toga viril. Temblaba como un azogado y antes de que le entrasen a la fuerza en el templo comenzó a llorar. Toda nuestra formación prorrumpió en carcajadas.
A pesar de los esfuerzos de centuriones y tribunos por mantener el silencio, los rumores se extendieron rápidamente. Alguno había reconocido en el joven al hijo de Fulvio. Estaba claro que los rebeldes le habían encargado parlamentar ante el senado, sabedores de que su juventud nos haría respetar su vida; pero mientras los había que afirmaban que venía a pedir clemencia en nombre de su padre, otros sostenían que no era más que una añagaza para ganar tiempo, hasta poder reunir tropas con las que oponérsenos.
Poco a poco los cuchicheos furtivos se convirtieron en conversaciones. Una voz se elevó. “¡Qué nos congelamos!” Los centuriones se repartieron entre la formación pero no lograron encontrar al insolente. Otros legionarios se atrevieron a quejarse de lo mismo, esta vez abiertamente. Un centurión agarró a uno de los revoltosos e intentó sacarlo de la formación, pero las miradas hostiles de los soldados le obligaron a soltarlo y retirarse. Un sordo rumor de descontento crecía y se extendía por nuestras filas. Los tribunos nos dirigían miradas inquietas.
La salida del joven evitó el estallido. Sin mirarnos, la cara oculta entre las manos, cruzó a todo correr entre nosotros y se perdió por las callejuelas. Al volver la vista, descubrimos al cónsul sobre el podio del Templo, haciéndonos seña de querer hablarnos.
Debíamos tener calma, nos dijo, quizás la situación aún pudiera resolverse sin tener recurrir a la fuerza, sin exponer a la patria a los azares de la guerra civil. Aunque él, como ciudadano, dudase de ese feliz desenlace, como cónsul se veía en la obligación de apurar todos los extremos, antes de dar la orden fatídica. Sin embargo, no quería engañarnos, la situación se agravaba por momentos. Cayo y Fulvio se habían hecho fuertes en el monte Aventino, en el mismo corazón de la ciudad. En su locura, no habían dudado en armar y liberar a los esclavos. Ese detalle, por sí solo, debía bastar para inspirarnos el mayor de los odios, puesto que los rebeldes no dudaban en anteponer su ambición personal a la supervivencia de la patria, concitando contra ella a sus peores enemigos.
“¿Y el hijo de Fulvio? ¿qué pasa con el hijo de Fulvio?” gritó alguien y todos le acompañamos. El cónsul volvió a hacernos señas para que guardásemos silencio.
Todo tenía una explicación, continuó el cónsul, Cayo y Fulvio, en vez de solicitar clemencia, la cual el senado y el cónsul les hubiesen otorgado sin duda, se habían atrevido a proponer por conducto de ese niño un pacto ultrajante para la república. No podía caber un ejemplo mejor de la doblez y perfidia de Fulvio y Graco, quienes hasta hacía poco habían sido considerados como los mejores ciudadanos de la República.
Nuestras aclamaciones interrumpieron su discurso. Cuando el cónsul se hubo marchado, nos dieron permiso para sentarnos y unos esclavos comenzaron a repartir comida y vino caliente entre nosotros. Sonreí con tristeza. Siempre ocurría así antes de las grandes batallas. Arengas, descanso y vino. Luego, a dejarse matar.
Apenas habíamos empezado, cuando nos sobresaltó un griterío. Los legionarios se levantaban por el lado del templo de los Dióscuros. Pronto estábamos todos en pie, estirando las cabezas para saber lo que pasaba. Un centurión se abrió paso entre nosotros. El hijo de Fulvio había vuelto.
No nos dieron tiempo a más. Las trompetas y los timbales llamaron a formar. Sin explicación alguna nos sacaron a paso ligero del foro, centuria a centuria, camino del Aventino, donde nos distribuyeron a lo largo de las pendientes del monte. En lo alto de la colina se veían aparecer y desaparecer algunas cabezas. Eran los rebeldes. No llegamos a tomar posiciones. Nuestro centurión se volvió hacia nosotros y nos animó a tomar el monte los primeros. El momento de vengar la afrenta de anoche había llegado. Además, el cónsul había prometido grandes recompensas para aquellos que le trajeran las cabezas de Cayo y Fulvio. Nos lanzamos contra el monte, gritando. No tuvimos problemas en tomarlo. La pendiente era suave y, aunque nos arrojaron alguna flecha desde arriba, tenían bastante mala puntería. Ni siquiera esperaron el choque, sino que dieron media vuelta y huyeron.
No perdí tiempo en perseguir a los fugitivos. Yo iba por Cayo y la recompensa. Le habían visto huir hacia el puente del Tíber. Eché a correr en esa dirección.
En la boca del puente, unos legionarios luchaban contra varios rebeldes que les cerraban el paso. Uno de los defensores resbaló al recular hacia el puente. Le golpeé con el gladio y salté sobre su cuerpo. Sus compañeros consiguieron bloquear el paso a los otros legionarios, pero no pudieron evitar que yo pasase. Interiormente les agradecí su valentía. Esos necios, antes de morir, iban a hacerme ganar la recompensa.
Seguí el rastro de Cayo hasta el bosque de las Furias y le encontré pasadas las primeras hileras de árboles. Ya estaba muerto. Yacía sobre el suelo, en medio de un gran charco de sangre. Un criado custodiaba su cadáver, un pie a cada lado del cuerpo. Al verme apretó los dientes y se aprestó a defenderse. Estuve a punto de echarme a reír. Se notaba que nunca había blandido el gladio. Bajé el mío y le sonreí.
- Apártate – le dije.
- No.
- Estúpido. Tú eres el que más va a perder.
Abatirlo fue demasiado fácil. Seccioné la cabeza de Cayo, la metí en una bolsa y me la até a la cintura para llevársela al cónsul. La recompensa era mía, sólo mía. Sin embargo, de camino, al sentir el golpeteo de la bolsa contra mi muslo, sentí un escalofrío. Por un instante me pareció que la cabeza que llevaba ahí dentro era la de mi hermano mayor. Apreté los dientes y continué, procurando no pensar.
Todo ha vuelto a la normalidad. El ejército ha partido hacia las provincias, para extender el nombre y la gloria de Roma entre los bárbaros que aún lo desconocen. El hermano de mi ama les ha acompañado. A casa han vuelto los clientes, no todos, es cierto, pero ella finge no darse cuenta. Los negocios van bien, muy bien. No morirá de hambre. De vez en cuando compra nuevas chicas y se deshace de las viejas, para que los clientes no pierdan su interés. Yo soy la única que permanece tras cada cambio.
Un día, al cruzar el campo de Marte, me encontré con Lucio. Lo transportaban en una litera, custodiado por varios guardias. Traté de escabullirme, pero él reparó en mí y envió un criado para que me condujese a su presencia. Una vez ante él, descendió de la litera y marchamos juntos un rato, mientras sus porteadores y escolta nos seguían unos metros más atrás. Caminábamos en silencio, la vista dirigida al frente, como si fuéramos dos desconocidos. Él sonreía, esta vez no había ninguna duda.
- En medio de tanto ruido, tu silencio es un refugio – dijo al fin – Los de atrás deben estar sorprendidos por mi interés. Si quisiera una esclava como tú, no tendría más que ir al mercado y comprarla. Sin embargo, de vez en cuando conviene hacer lo que a uno le apetece, antes de ponerse la máscara de nuevo y volver a la representación.
Se detuvo y me miró directamente a los ojos.
- Tengo que irme. No hagas ninguna tontería. Trata de mantenerte viva.
A veces las comisiones de mi ama me llevan fuera de la ciudad, entre los trigales que comienzan a amarillear. Si tengo tiempo me tumbo entre las espigas y dejo pasar las horas, oculta, protegida, contemplando el paso de las nubes sobre mi cabeza. Entonces acuden los versos a mi memoria y me parece que escucho a mi lado la voz de mi primer amo, recitándolos.
“Vientos, vientos del océano
que conducís sobre las olas
las naves veloces ¿A dónde
lleváis a esta infortunada?
¿Qué casa me recibirá,
adquirida como esclava?”
que conducís sobre las olas
las naves veloces ¿A dónde
lleváis a esta infortunada?
¿Qué casa me recibirá,
adquirida como esclava?”
Cuando cruzo de vuelta las puertas de la ciudad no puedo evitar mirar atrás con tristeza.
Si yo fuera un hombre…
Nota: Dejando aparte la peripecia del burdel, los personajes que aparecen (Graco, Fulvio, Druso, Escipión) son históricos y los sucesos que se narran tuvieron lugar. Únicamente se ha hecho coincidir la muerte de Escipión con la marcha de Graco a Cartago para aumentar el impacto dramático. Los versos son de Eurípides
lunes, 15 de noviembre de 2010
FdI Cuento XIX: Año 323 a.C. Babilonia
Lunes, cuento de Forjadores de Imperios, volvemos en esta ocasión al ciclo alejandrino, con el que quizás sea el peor de todos, simplemente por que es más una meditación contemporánea que una ilustración.
En fin, les dejo con él para que lo disfruten o no.
Año 323 a.C Babilonia
Contemplo tu cadáver. Desde hace días yaces sobre esta losa, las manos engarfiadas, los ojos entreabiertos, en la misma postura ridícula en que te sorprendió la muerte. Estás solo, nadie te acompaña. Las multitudes deseosas de cumplir el menor de tus caprichos se han dispersado. Tus guardias ya no tienen que abrirte paso entre los pedigüeños que acechaban tu salida. Los generales tampoco abarrotan tu tienda, aguardando impacientes la más banal de tus órdenes. Ahora sólo te visitan las moscas, que recorren tu cuerpo a voluntad, sin que nadie se preocupe en espantarlas.
No es extraño tu abandono. Los honores, las riquezas y el poder no dependen de tu voluntad, así que los mortales se han apartado de ti. No están muy lejos, sin embargo. Sus voces apagadas me llegan desde la explanada del palacio, donde se celebra la asamblea del ejército. No necesito entender lo que dicen. Desde hace días discuten sobre los mismos temas. Quién habrá de gobernar el imperio que fue tuyo, quién obtendrá como feudo tal o cual provincia que tú conquistaste, quién mandará a los soldados que te juraron fidelidad eterna.
Debería alegrarme. Debería marchar al mercado, comprar un ánfora del mejor vino y emborracharme hasta perder la consciencia. ¡Al fin has caído! ¡Mis deseos se han cumplido! Quisiera que tu cadáver pudiera responderme. ¿De qué te sirve ahora tu fama? ¿Qué beneficios te reportan tus conquistas? ¿Dónde ha quedado tu divinidad? Sonrio. Tú también te vas a pudrir, como nos pudriremos todos. Tu memoria se desvanecerá como ocurrirá con la de todos.
Sin embargo, aquí estoy, sentado junto a tus restos, el único entre los macedonios que ha preferido velarte y abstenerse de participar en la disputa por un jirón de tu imperio. Aquí estoy a tu lado, llorando tu muerte, precisamente yo, el que más te odiaba de entre todos tus enemigos. Él mismo que tantas veces deseo que aquella flecha hubiera perforado tu pecho o que aquella piedra hubiera quebrantado tu cráneo. Él mismo cuyo único anhelo era vivir hasta contemplar el día en que el mundo se viera libre de tu locura y ambición.
Ese día ha llegado al fin y, sin embargo, el dolor me abruma. He comprendido demasiado tarde que tu desaparición no traerá ni paz al mundo ni tranquilidad a los pueblos. Nos aguarda una nueva interminable sucesión de guerras, más crueles y sangrientas que todas las que hemos presenciado. En esta ocasión, no combatiremos a bárbaros, ni lo haremos para enseñarles los beneficios de nuestra civilización. Al contrario. A partir de ahora las guerras se libraran entre nosotros mismos, por arrancar jirones cada vez menores a tu herencia.
Estas nuevas guerras sólo concluirán cuando se haya logrado el exterminio del oponente. De él, de sus partidarios y de todos los que pudieran haber pensado en formar a su lado. Sólo cuando esa condición imposible se haya alcanzado, podrán tus usurpadores dormir tranquilos y disfrutar de su botín. Hasta conseguir ese objetivo, no se ahorrará crueldad alguna, ni se evitará ninguna traición. El miedo y el terror serán las herramientas utilizadas para gobernar a los pueblos y mantenerlos sujetos, puesto que todos, del príncipe al mendigo, soñarán con ser un nuevo tú y asombrar al mundo. Puedes estar contento. No faltará sangre con la que aplacar tu espíritu atormentado.
Nos has dejado solos y te has ido. Te moriste sin comunicarnos tu voluntad sobre quiénes deberían gobernar el imperio y ahora todos se creen interpretes de ella. Tus sucesores por derecho propio. Dádselo al mejor, dijiste antes de dejar escapar tu espíritu. ¿Cómo pudiste ser tan necio? Todo hombre cree ser el mejor, el más apropiado, el elegido. No podías haber encontrado un medio mejor para dividirnos y oponernos los unos a los otros, para conseguir que las enemistades y los rencores nos desgajen.
Siempre has obrado así, como los niños, siguiendo tus antojos, sin importarte sí era realizable o no, sin preocuparte por sí podíamos seguirte. Tus decisiones nos tomaban siempre por sorpresa, jamás te rebajabas a consultar a aquéllos que te éramos fieles, a aquéllos que no te mentiríamos. Las consecuencias de tus actos irreflexivos las pagábamos nosotros y teníamos luego que arreglar tus errores con nuestro sudor, con nuestra sangre, con nuestras vidas. Nada debía interrumpir tus sueños. Tu grandeza siempre debía resplandecer inmaculada.
No hay nadie de tu estirpe que pueda heredar tu diadema. Es preciso un interregno. ¿Cuánto durará? ¿Hasta que el feto que Roxana lleva en su vientre se convierta en un hombre? ¿Hasta que el idiota de tu hermano Filipo recupere la razón? Imposible que aguanten tanto. Durante los días que dura ya esta asamblea, los generales han expuesto sus méritos para obtener la regencia del imperio, mientras que otros más astutos ensalzan a nulidades que les permitan gobernar en su lugar. Discuten, discuten, discuten y discuten, asamblea de ranas que croan a la luna, gallinas que pelean por el pienso, sin alcanzar ningún acuerdo. ¿Qué convenio podría hacerles reyes a todos? Ninguno. Sin embargo, por ahora todos fingen creer esa ficción. ¿Por cuánto tiempo más? ¿Cuándo dejarán la decisión a las espadas?
Aprieto tu fría mano y ruego a los dioses que te devuelvan la vida. Suplico en vano. Nadie va a escucharme. Tu soberbia será castigada en nosotros, que cometimos el pecado de tolerarla. Los dioses así lo han decidido.
Nota: Antes de incinerar el cadáver de Alejandro y proceder a sus exequias, sus generales comenzaron a disputar sobre quien debería heredar su cetro y estuvieron a punto de decidirlo por las armas, tras tres días de discusión. Mientras, el cuerpo de Alejandro se pudría en el interior de palacio.
En fin, les dejo con él para que lo disfruten o no.
Año 323 a.C Babilonia
Contemplo tu cadáver. Desde hace días yaces sobre esta losa, las manos engarfiadas, los ojos entreabiertos, en la misma postura ridícula en que te sorprendió la muerte. Estás solo, nadie te acompaña. Las multitudes deseosas de cumplir el menor de tus caprichos se han dispersado. Tus guardias ya no tienen que abrirte paso entre los pedigüeños que acechaban tu salida. Los generales tampoco abarrotan tu tienda, aguardando impacientes la más banal de tus órdenes. Ahora sólo te visitan las moscas, que recorren tu cuerpo a voluntad, sin que nadie se preocupe en espantarlas.
No es extraño tu abandono. Los honores, las riquezas y el poder no dependen de tu voluntad, así que los mortales se han apartado de ti. No están muy lejos, sin embargo. Sus voces apagadas me llegan desde la explanada del palacio, donde se celebra la asamblea del ejército. No necesito entender lo que dicen. Desde hace días discuten sobre los mismos temas. Quién habrá de gobernar el imperio que fue tuyo, quién obtendrá como feudo tal o cual provincia que tú conquistaste, quién mandará a los soldados que te juraron fidelidad eterna.
Debería alegrarme. Debería marchar al mercado, comprar un ánfora del mejor vino y emborracharme hasta perder la consciencia. ¡Al fin has caído! ¡Mis deseos se han cumplido! Quisiera que tu cadáver pudiera responderme. ¿De qué te sirve ahora tu fama? ¿Qué beneficios te reportan tus conquistas? ¿Dónde ha quedado tu divinidad? Sonrio. Tú también te vas a pudrir, como nos pudriremos todos. Tu memoria se desvanecerá como ocurrirá con la de todos.
Sin embargo, aquí estoy, sentado junto a tus restos, el único entre los macedonios que ha preferido velarte y abstenerse de participar en la disputa por un jirón de tu imperio. Aquí estoy a tu lado, llorando tu muerte, precisamente yo, el que más te odiaba de entre todos tus enemigos. Él mismo que tantas veces deseo que aquella flecha hubiera perforado tu pecho o que aquella piedra hubiera quebrantado tu cráneo. Él mismo cuyo único anhelo era vivir hasta contemplar el día en que el mundo se viera libre de tu locura y ambición.
Ese día ha llegado al fin y, sin embargo, el dolor me abruma. He comprendido demasiado tarde que tu desaparición no traerá ni paz al mundo ni tranquilidad a los pueblos. Nos aguarda una nueva interminable sucesión de guerras, más crueles y sangrientas que todas las que hemos presenciado. En esta ocasión, no combatiremos a bárbaros, ni lo haremos para enseñarles los beneficios de nuestra civilización. Al contrario. A partir de ahora las guerras se libraran entre nosotros mismos, por arrancar jirones cada vez menores a tu herencia.
Estas nuevas guerras sólo concluirán cuando se haya logrado el exterminio del oponente. De él, de sus partidarios y de todos los que pudieran haber pensado en formar a su lado. Sólo cuando esa condición imposible se haya alcanzado, podrán tus usurpadores dormir tranquilos y disfrutar de su botín. Hasta conseguir ese objetivo, no se ahorrará crueldad alguna, ni se evitará ninguna traición. El miedo y el terror serán las herramientas utilizadas para gobernar a los pueblos y mantenerlos sujetos, puesto que todos, del príncipe al mendigo, soñarán con ser un nuevo tú y asombrar al mundo. Puedes estar contento. No faltará sangre con la que aplacar tu espíritu atormentado.
Nos has dejado solos y te has ido. Te moriste sin comunicarnos tu voluntad sobre quiénes deberían gobernar el imperio y ahora todos se creen interpretes de ella. Tus sucesores por derecho propio. Dádselo al mejor, dijiste antes de dejar escapar tu espíritu. ¿Cómo pudiste ser tan necio? Todo hombre cree ser el mejor, el más apropiado, el elegido. No podías haber encontrado un medio mejor para dividirnos y oponernos los unos a los otros, para conseguir que las enemistades y los rencores nos desgajen.
Siempre has obrado así, como los niños, siguiendo tus antojos, sin importarte sí era realizable o no, sin preocuparte por sí podíamos seguirte. Tus decisiones nos tomaban siempre por sorpresa, jamás te rebajabas a consultar a aquéllos que te éramos fieles, a aquéllos que no te mentiríamos. Las consecuencias de tus actos irreflexivos las pagábamos nosotros y teníamos luego que arreglar tus errores con nuestro sudor, con nuestra sangre, con nuestras vidas. Nada debía interrumpir tus sueños. Tu grandeza siempre debía resplandecer inmaculada.
No hay nadie de tu estirpe que pueda heredar tu diadema. Es preciso un interregno. ¿Cuánto durará? ¿Hasta que el feto que Roxana lleva en su vientre se convierta en un hombre? ¿Hasta que el idiota de tu hermano Filipo recupere la razón? Imposible que aguanten tanto. Durante los días que dura ya esta asamblea, los generales han expuesto sus méritos para obtener la regencia del imperio, mientras que otros más astutos ensalzan a nulidades que les permitan gobernar en su lugar. Discuten, discuten, discuten y discuten, asamblea de ranas que croan a la luna, gallinas que pelean por el pienso, sin alcanzar ningún acuerdo. ¿Qué convenio podría hacerles reyes a todos? Ninguno. Sin embargo, por ahora todos fingen creer esa ficción. ¿Por cuánto tiempo más? ¿Cuándo dejarán la decisión a las espadas?
Aprieto tu fría mano y ruego a los dioses que te devuelvan la vida. Suplico en vano. Nadie va a escucharme. Tu soberbia será castigada en nosotros, que cometimos el pecado de tolerarla. Los dioses así lo han decidido.
Nota: Antes de incinerar el cadáver de Alejandro y proceder a sus exequias, sus generales comenzaron a disputar sobre quien debería heredar su cetro y estuvieron a punto de decidirlo por las armas, tras tres días de discusión. Mientras, el cuerpo de Alejandro se pudría en el interior de palacio.
lunes, 8 de noviembre de 2010
FdI Cuento XVIII: Año 82 a.C. Roma
Lunes, Forjadores de Imperios. En esta ocasión, volvemos al ciclo romano y para mí, estos tres cuentos finales figuran entre lo mejor que haya escrito, especialmente porque como decía un amigo mío, en ellos comenzaron a filtrarse los sentimientos, mientras que los anteriores eran especialmente fríos.
Así que les dejo ya con el de esta semana, el peor de los tres que cierran el ciclo romano.
Año 82 a.C: Roma
Coronáis la última colina. La vista de la ciudad de la que habéis sido expulsados os da nuevo brío y coraje. Descendéis como un alud sobre las murallas, rota vuestra formación, arrastrados por vuestro propio entusiasmo. Vuestros gritos de júbilo y triunfo llegan hasta nosotros, pobres mujeres que os observamos desde las murallas, y nos encogen el corazón.
El enemigo también os ha oído. La alarma ha sido dada. Salen a vuestro encuentro en pequeños grupos. Demasiado tarde. Uno tras otro los rodeáis y desbaratáis. La resistencia cesa. La desbandada se generaliza. Vuestros oponentes corren hacia las puertas, presa del pánico, buscando la protección de las murallas. Os mezcláis con ellos, vais a entrar a su lado, vais a tomar la ciudad.
Alguien cruza corriendo a nuestra espalda – ¡Cortad la cuerda! ¡A qué esperáis! – Unas ruedas chirrían. Una cadena se desenrolla fuera de control. Una masa de hierro se desploma. Un alarido de dolor surge bajo nuestros pies, taladrando nuestros oídos. El rastrillo ha caído sobre amigos y enemigos. La ciudad está cerrada.
Un grupo de arqueros toma posiciones junto a nosotros y comienza a disparar hacia el interior de la ciudad, contra los pocos de vosotros que han conseguido franquear las puertas. Sus rostros son fríos e inexpresivos, ojos fijos en el objetivo que están cazando, dientes apretados. No se apresuran. Toman una flecha del carcaj, apuntan y disparan. Toman una flecha del carcaj, apuntan y disparan. Nada en su expresión muestra si han acertado o no. Nada indica si tendremos que llorar a un ciudadano muerto por otro ciudadano.
Llegan más soldados. Sudorosos, pálidos, aterrorizados. El adarve se cubre de ellos. No nos prestan atención. El asalto es inminente. Sin embargo, vosotros os habéis detenido. No sabéis que hacer. No tenéis máquinas de asalto, no tenéis escalas. Los enemigos que han quedado afuera arrojan sus armas, tienden sus manos hacia vosotros y os imploran compasión, arrodillados, postrados, cubiertos de lágrimas, gimiendo como niños.
Es sólo un instante. Un momento perdido. Basta una lanza arrojada desde las murallas, es suficiente que uno de vosotros se desplome atravesado, para que la ira vuelva, ese odio maldito que ha ensangrentado a Italia entera y sembrado de cadáveres sus campos. Giráis a la derecha, atravesando entre los suplicantes, cortando las manos que os tienden, aplastando las cabezas que os ruegan. Corréis a lo largo de la muralla, barriendo lo que encontráis a vuestro paso, buscando una brecha, una puerta menos protegida que ésta. Desde el adarve, todos, soldados y mujeres, observamos vuestra progresión hipnotizados, sin reaccionar, igual se contempla la marcha de una bestia enfurecida.
Alguien tira de mi manto. Sigo con la vista la dirección de una mano. En el horizonte, en la misma dirección por la que habéis venido, se aproxima otro ejercito a marchas forzadas, precedido por el estrépito de timbales y cornetas. Es Sila. Sila que acude en socorro de la ciudad. Sila que viene a destruiros. Sila, a quien no vais a descubrir hasta que le tengáis encima, hasta que nada pueda ya salvaros.
Me dejo caer al suelo y me acurruco contra el parapeto. Cierro los ojos y me tapo los oídos. No quiero ver más. No quiero oír más. Estoy asqueada de muertes, harta de matanzas, harta de ver como os destripáis día tras día, sin pausa, sin fin, sin que cejéis en vuestra locura. No quiero encontrarme con tu rostro, hijo mío, mi bien, mi tesoro, en medio de la refriega que va a tener lugar. No quiero descubrir la lanza que va a atravesarte, la espada que va a hendirte, sin poder avisarte, sin poder interponer mi cuerpo en su camino, sin poder salvarte.
Gritos de desesperación y agonía. Pasos apresurados que cruzan a mi lado sin detenerse. Juramentos, órdenes. Alguien zarandea mi cuerpo y se marcha.
Silencio.
Vuelvo a abrir los ojos. Ya no hay soldados. Las mujeres que me acompañaban siguen aquí, a mi lado. Su mirada se pierde en algún lugar situado fuera de las murallas, en la explanada que se extiende al pie de ellas. Una de las mujeres repara en mí y me ayuda a levantarme. Ahora yo también lo veo. Debería llorar, debería gritar de dolor, arrancarme los cabellos y arañarme la cara, pero ninguna actuamos así. Ya no podemos sufrir. Vuestra locura también nos ha hecho insensibles. Todos los campos de batallas son iguales. Escudos, cascos y espadas esparcidos. Hombres yacientes, solos, abrazados en el momento de darse muerte, apilados en montones. Siempre la misma escena, eternamente repetida, eternamente mostrada.
Descendemos de la muralla, pero los guardias nos impiden salir a la explanada. Orden de Sila. Nadie puede salir. Deberemos esperar hasta mañana para buscar entre los cadáveres el que nos pertenece. Da igual que entre nosotros haya madres y esposas de los vencedores. De igual que supliquemos y lloremos. Da igual que recordemos a los guardias que ellos también tienen madres y esposas. Si cedieran, si se comportaran como seres humanos, si nos mostraran misericordia y nos franquearan el paso, su vida no valdría nada. Eso es lo que espera a todo aquél que desobedezca una orden del nuevo amo de Roma.
El sol se está poniendo. Vuelvo a casa. Sé que si estás ahí afuera, nadie tocará tu cadáver. Sila ha prohibido que se dé sepultura a sus enemigos. Sin excepción alguna. Si te encuentro mañana, me obligarán a abandonarte, prenda mía, mi vida. No lo haré. Me quedaré contigo. Te haré compañía el año que tu sombra debe vagar antes de serle concedido entrar al Hades. Ya soy vieja y no tengo nada que me retenga aquí. Tu padre ha sido ejecutado. Tú has desaparecido. Ojalá te encuentre. Así podré dar término a esta espera que me consume, a esta angustia continua que me roe, a ése agudo no saber si vives o mueres.
Entro en nuestra casa, este cascarón vacío que fue nuestro hogar. No hay nadie, los esclavos han huido, nuestros parientes la evitan. Mis pasos resuenan en las habitaciones desnudas. No enciendo ninguna luz. ¿Para qué? Conozco perfectamente el camino hasta mi cubículo. Me basta con seguir las paredes con la mano. Me acuesto sin desvestirme, sin prepararme nada de cenar, de tan cansada como estoy. El sueño sobreviene casi de inmediato, pesado y vacío como dicen que debe ser la muerte. Liberador. Redentor.
Te llevo en mi vientre. Ya falta muy poco para el día. Tu peso me abruma. Tengo que pasar la mayor parte del tiempo sentada o tumbada. A veces siento como te mueves en mi interior. Entonces acaricio mi vientre y te hablo. Tu padre se ríe de mí cuando me ve hacer esto, pero yo continuo sin prestar atención a sus reproches. Te hablo de nosotros, de la ciudad y los campos, del futuro que te espera, de las grandes cosas que habrás de hacer.
Me encuentro mirando al techo. Me parece que acabo de acostarme, pero la luz de la mañana entra en mi cubículo. Sé que estoy sonriendo. Me siento feliz. Por unos instantes, creo que voy a oír tu voz, discutiendo con tu padre sobre temas que no comprendo. Creo que cuando abra la puerta, se me aparecerá tu rostro, aún el de un niño, pero ya serio y preocupado, como el de un hombre.
La realidad se derrama en mi consciencia. No estás aquí. Nadie me acompaña. Estoy sola. A merced de los enemigos que te han proscrito y condenado a muerte. Pendiente de que vengan a tomar posesión de esta casa que han ganado con su denuncia. Aún no me han comunicado tu muerte, aún no he tenido que soportar que alguien se glorie de haber terminado con un enemigo de la patria, mientras pronuncia tu nombre. Todavía no me ha tocado sufrir esa humillación, pero no creo que tarde mucho. Te atraparán. Por muy lejos que huyas, por muy bien que te escondas, te encontrarán. Italia está repleta de cazadores que esperan hacer su fortuna presentando tu cabeza.
Aunque no den contigo, aunque tengan que desistir en tu búsqueda, eso no significa que sigas con vida. Toda Italia ha sido un campo de batalla. Tu cuerpo puede estar tirado en cualquier parte, a merced de lobos y cuervos. Al borde de un río, cazado cuando descendías a buscar agua. En el fondo de una zanja, pisoteado y aplastado al huir de la caballería. Al pie de alguna muralla en alguna ciudad sin nombre, despeñado al defenderla o a asaltarla.
Quizás al pie de las nuestras.
Me levanto y me arreglo el vestido. Las calles están desiertas. Nadie se atreve a aventurarse por ellas. El miedo a encontrarse con una patrulla nos mantiene encerrados en nuestras casas. Un manto llamativo, una mirada a destiempo y la detención está servida. Una vez en poder de los soldados, ni dioses ni hombres pueden adivinar lo que ocurrirá contigo. Si tu nombre se parece a alguno de los que figuran en la lista, si tienes alguna posesión que pueda despertar su codicia, tu suerte estará echada. Nadie se opondrá a su veredicto. Nadie les reprenderá por lo que han hecho. Ellos mismos se ocuparán de ejecutarte y arrojar tu cuerpo a algún vertedero.
Yo no corro peligro. Soy demasiado vieja. Para mí, cada día que amanece es un regalo que los dioses hacen a este anciana. Si no fuera porque ansío ver tu rostro de nuevo, cariño mío, ya hubiera abandonado este mundo. Cuando esté segura de que tú también me has sido arrebatado, no aguardaré más. Por ahora, mi cuerpo marchito de anciana es mi mejor defensa. Vestida con las ropas que dejaron mis esclavas, camino entre las patrullas sin temer nada de ellas. Nada tengo que pueda excitarles.
Cuando llego a las puertas de la ciudad, me permiten franquearlas, sin oponer ninguna dificultad. Otras mujeres se me han adelantado y se han puesto a buscar a los suyos. Sus siluetas negras se recortan sobre el cielo límpido y claro de la mañana. El sol aún no ha fundido la escarcha. Todo el campo de batalla está cubierto por un manto blanco y brillante, que difumina los cuerpos y suaviza su horror, pero pronto se habrá fundido como todas las mentiras y patrañas que se cuentan, que contáis todos, tú también hijo mío, sobre la guerra.
Ésta es su auténtica belleza. Éste es el honor y la gloria que espera a los que caen por la patria. Venid ahora con esas palabras tan grandes que no caben en vuestras bocas. Llamad a vuestros poetas para que reciten sus versos sublimes, convocad a vuestros filósofos para que hilvanen sus razonamientos vacíos. Intentadlo. Intentad explicar a esos cuerpos muertos porque es bueno que hayan perdido su vida. Intentad convencer a esas mujeres que rebuscan entre los cadáveres que ha sido necesario que sus hijos mueran. No podréis, pero nosotros tampoco podremos cambiar vuestras ideas. Hay que estar aquí para entenderlo. Ninguna palabra puede explicarlo. Ninguna imagen puede transmitir lo que veo ahora mismo.
Camino entre los cadáveres sin poder asentar bien el pie, temerosa de pisar algún brazo o una pierna. Observo los rostros de los caídos. La mayoría son niños sin experiencia. Algunos tienen los ojos abiertos, fijos en el cielo, perdidos en la inmensidad, contemplando respuestas que al fin les han sido reveladas. Otros parecen dormir como recién nacidos, los puños medio cerrados, las bocas entreabiertas. Han vuelto a sus cunas y esperan una mano que les acaricie el cabello.
Muchos están de espaldas y tengo que arrodillarme para darles la vuelta. No es raro que encuentre que ese cuerpo está entrelazado a otro. Se han dado la muerte mutuamente. Tengo que desenredar sus miembros rígidos para conseguir separarlos. Mis manos tiemblan. La nausea crece en mi vientre. La mente se me llena de niebla. Muy lentamente les giro, temiendo a cada instante encontrar los ojos que me sonrieron al despedirse, los labios que me besaron para tranquilizarme.
Desconocidos. Sólo hay desconocidos. Todos los rostros están aquí, menos el tuyo. Ninguno eres tú. Debería alegrarme. Debería saltar y bailar, puesto que tú no estás aquí entre estos muertos, pero no puedo. El dolor es demasiado grande. Por ti. Por todos. Tomo a estos desconocidos y les estrecho en mis brazos, como si fuera su propia madre. Limpio con mi manto sus rostros embarrados y ensangrentados. Arreglo su cabello, acaricio sus mejillas y les beso suavemente en la frente. Quizá esas manos que estrecho entre las mías, dirigieron la lanza que horadó tu escudo y tu coraza, vida mía, la espada que cortó tu carne. No me importa. Todos son ahora mis niños. Todos necesitan alguien que les llore y se ocupe de ellos. Ojalá que alguien haga lo mismo con el mío cuando lo encuentre en vez del suyo.
El día ha pasado sin que yo lo notara. El sol se acerca al horizonte. La neblina lo cela y difumina. Cierro los ojos y agacho la cabeza. El desaliento me invade. Apenas he comenzado a buscar, los muertos son incontables y los que yacen aquí son sólo una pequeña fracción de los que se pudren por todos los rincones de Italia. Quisiera quedarme, seguir buscando, pero no puedo. Me siento agotada, incapaz de moverme. He gastado mis exiguas fuerzas de vieja. El frío aumenta por momentos y se filtra a través de mi manto empapado, helando mis miembros. Mis dedos están entumecidos. Siento un escalofrío.
Al pasar junto a los guardias, uno de ellos desliza una hogaza de pan en mis manos. Tardo en reaccionar y, para cuando me vuelvo a darle las gracias, no consigo encontrarle. Sólo me rodean miradas fatigadas e indiferentes. Quienquiera que haya sido, teme ser visto ayudando a un familiar de los vencidos.
Llego a casa agotada. Hoy tampoco me desvisto, ni preparo algo de cenar. Sólo deseo dormir, caer en la inconsciencia, olvidar, olvidar.
Estoy en cuclillas. He dejado de sostenerte. Tú avanzas por ti solo, alejándote de mí con pasos vacilantes. Sonrío llena de orgullo mientras te sigo con la mirada, presta a sujetarte si veo que vas a caerte. Te detienes de repente. Te vuelves hacia mí, el rostro lleno de tristeza y comienzas a llorar.
Los golpes resuenan en toda la casa. Uno, dos, dos tres, cuatro. Se detienen y vuelven a empezar. Uno, dos, tres, cuatro. Ahora se escuchan también voces. No acierto a entender lo que dicen, pero el odio y la ira son patentes en ellas. Vienen de la puerta de la calle. Me levanto y corro hacia ella a través de la casa a obscuras. Me acurruco contra la hoja y espero. Se han detenido. Deliberan. ¿Quiénes son? ¿Qué quieren?
- Sabemos que hay gente dentro. No nos hagáis tirar la puerta. Será peor para vosotros.
Los golpes vuelven a arreciar. La puerta retiembla con ellos. Entreabro la hoja para ver quién está fuera, pero la empujan violentamente y me arrojan contra la pared. El dolor del golpe casi me hace perder el sentido. Incapaz de moverme, permanezco allí dónde he caído, hecha un rebujo.
La luz de una antorcha me ciega. Aparto la mirada. Uno tras otro los veo surgir de las sombras y volver a perderse en ellas. Los cascos ladeados, las corazas mal ceñidas, los ojos vidriosos, el aliento fétido. Se tambalean y se apoyan los unos en los otros. Avanzan y retroceden sin concierto. Les oigo vagar por la casa, derribar las puertas que se les resisten, descerrajar los arcones y esparcir su contenido, volcar mesas y sillas, haciendo añicos lo que sobre ellas se encuentra. Discuten sobre cómo se repartirán los cubículos, con voces roncas y desabridas, con lenguas torpes y estropajosas que apenas alcanzan a pronunciar las palabras.
Terminan por reparar en mí. Me rodean. La luz temblorosa de las antorchas cae sobre mi cuerpo. Retrocedo. Me arrastro a lo largo de la pared hasta que mi espalda toca con un rincón. Me acurrucó contra él, tratando de cubrirme con mi stola. Ellos me observan con sus ojos bobos de borrachos, sus bocas abiertas y babeantes, sin que sus mentes lleguen a decidir que hacer conmigo. Sólo se escucha el crepitar de las teas.
La idea cruza, salvadora, tentadora. Saltar sobre ellos ahora que están desprevenidos. Vengar vuestras muertes. Hacerles pagar cara la mía y luego terminar de una vez, arrojándome sobre la punta de sus espadas mientras me río en sus caras, mostrándoles de lo que es capaz una anciana. Tenso mis músculos, pero mis manos se cierran en el vacío. No tengo ningún arma, ni siquiera el más fino estilete. La oportunidad se ha perdido. Soy demasiado vieja para arrebatarles una de sus espadas. En cuanto intentase levantarme, les bastaría un solo golpe para quebrar mis huesos.
Uno de ellos se agacha, me toma del brazo y me levanta en vilo. Sus dedos se clavan en mi brazo como si fueran garfios. No encuentro fuerzas con las que oponerme. Intenta ponerme en pie, pero mis piernas no me obedecen, se doblan una y otra vez, sin que pueda hacer nada por evitarlo. Otro soldado acude en su ayuda. Entre los dos me arrastran y me arrojan a la calle. Caigo como un muñeco, sin poder pararme con los brazos. Mi cabeza se golpea contra el pavimento. Cierran la puerta tras de sí y me olvidan.
No siento el agua que lentamente empapa y cala mis vestidos, ni el frío que la acompaña. No percibo ningún dolor. Me hundo. Un sopor cálido y bienhechor se extiende por todo mi cuerpo. Lento y traicionero. Agradable y mortal. Mi cuerpo no me obedece. Intento cerrar la mano, girar la cabeza, pero nada de eso sucede. ¿Para qué? Nada tiene sentido, nada merece la pena. Me dejo arrastrar.
La escarcha. La escarcha sobre los cuerpos. Muñecos humanos abandonados. No quiero, no quiero que me encuentren así. No quiero que eso me suceda. Mi brazo pesa como si fuera de plomo, pero lentamente, palmo a palmo a palmo, arrastro la mano hasta mi hombro, la coloco bajo él y elevo mi cuerpo hasta que éste bascula y me encuentro sentada.
Eso es todo. No puedo continuar. Los ojos se me cierran. Jadeo por el esfuerzo. Estoy empapada en sudor frío. Tiemblo sin poderme controlar. Me enjuago el rostro y descubro que mi mano está llena de sangre. ¿Dónde estoy herida? Sigo sin sentir dolor. La modorra vuelve. Hay que reaccionar. Reúno las pocas fuerzas que me quedan y me pongo en pie. Avanzo apoyando mi peso en las paredes de las casdas, raspándome con ellas. Tengo que llegar. Cómo sea.
Mis manos arañan la puerta. No puedo sostenerme, quedo de rodillas junto a ella. Llamo. Una y otra vez. Una y otra vez, pero mis golpes son demasiado débiles. Nadie me oye. No consigo despertarlos. Gimo como un animal herido. De repente, escucho unos pasos al otro lado, la respiración de alguien que acecha. – ¡Abridme! ¡Por el amor de los dioses! ¡Abridme! – No hay respuesta – ¡Abridme! ¡Soy la hermana de vuestra ama! – Silencio. Los pasos se alejan. – ¡No me dejéis aquí! ¡Tened compasión! – Otros pasos vuelven. La puerta se abre.
Veo frente a mí el rostro desencajado de mi hermana. No me reconoce. Vacila. Apenas tengo fuerzas para extender los brazos hacia ella y pronunciar su nombre. Ya no duda más. Me toma en los suyos, me aprieta contra sí y me entra en su casa, llevándome en volandas. La escucho llorar. Siento su pecho contraerse con los gemidos. Intento tranquilizarla. – No es nada, no ha pasado nada. Estoy bien.
Ella misma me desnuda y me mete en el baño, cuando el agua ya está caliente. El calor me hace temblar violentamente. Emito un gemido ahogado. Con sumo cuidado me lava, mientras sigue llorando en silencio. La observo en silencio. Toma mi cabeza entre sus manos y examina cada uno de mis cortes, cada uno de mis moratones. Procurando no apretar demasiado, los limpia con el borde de su stola y los venda.
Ahora reposo en su propio lecho. Todo lo que me envuelve es limpio y cálido. Mi hermana vela sentada a mi lado. Con ternura acaricia mi frente, mientras canturrea una nana, como haría con uno de sus hijos. Ya puedo abandonarme. Por ahora estoy segura, nadie se atreverá a forzar la puerta de la familia de uno de los vencedores. Por el momento no pueden tocarme, al menos hasta que el marido de mi hermana vuelva de la guerra y me expulse de su casa, pues no puede acoger a ningún traidor bajo su techo. Ambas sabemos que ocurrirá así, nada de lo que hagamos podrá evitarlo, pero ninguna piensa en ello. Estamos juntas, aquí y ahora. En este momento nada más tiene importancia. Mañana ya llegará, si llega. Por eso me abandono, sin miedo, sin temor, me abandono, me abandono.
Hoy es el último día. Aún eres un niño. Todavía llevas la toga pretexta que así lo indica, pero apenas quedan unas breves horas hasta que la ofrendes a nuestros lares y vistas la toga viril. Unas cuantas horas más y te unirás al ejército. Sin embargo, durante estas horas que faltan, aún sigues siendo mi niño, mi pequeño. Nada podrá impedirme, por mucho que te moleste, por mucho que te repugnen todas estas mis sensiblerías, que te tome en mis brazos y te estreche contra mi corazón, que te acaricie y te cubra de besos. Por última vez antes de que te marches, antes de que te pierda.
Mi hermana ha intentado retenerme, pero no ha podido convencerme. La he visto sacudir la cabeza entristecida mientras me alejaba, pero su dolor no puede disuadirme de intentar cualquier cosa, hasta las más descabelladas, por ti, mi única alegría, mi único gozo. Por ese motivo permanezco frente a la casa de Sila desde antes del amanecer, aguardando a que salga, aunque todos mis huesos me duelen, aunque mi rostro está hinchado y amoratado.
Desde que tomó la ciudad, todos los días, hacia el final de la hora segunda, sale de esta casa y marcha hacia el senado. Le gusta fingir que es el cónsul elegido por el pueblo y que debe informarles puntualmente del estado de los asuntos de la ciudad. Sin embargo, sólo va a sumergirse en su aprobación servil y cobarde a cualquier capricho que les proponga. Nada le complace más que ver como se humillan en su presencia.
Ya no tardará mucho en salir. No paran de entrar senadores y optimates a la casa, deseosos de acompañarle en el camino y arrancarle algún favor. La mayoría temen tanto llegar tarde e incurrir en su disfavor, que no prestan atención alguna a la anciana que espera en el pórtico. ¿Por qué deberían? Sólo soy una más entre los muchos pedigüeños que llenan la calle, esperando ansiosos poder acercarse al amo de Roma.
La puerta se abre y un grupo de soldados se precipita fuera de la casa. Sin ningún tipo de miramientos, nos empujan con sus escudos y dejan libre la calle. El nuevo dueño de Roma va a salir. Ya le veo. Sonríe, bromea con los que le rodean, pero sus ojos son fríos e implacables, los de una fiera que puede saltar sin previo aviso sobre ti. Los aduladores que le acompañan también ríen y aparentan tranquilidad, pero cuando él no les mira, el temor y la tensión afloran a sus rostros.
Aclamaciones. Vítores. Sila se detiene un instante para saludar con su mano a sus partidarios. Los soldados vuelven fugazmente la cabeza para ver que sucede, dejando un hueco entre los escudos. Me escurro por él. Un soldado intenta agarrarme y detenerme, pero otros curiosos han visto mi maniobra y siguen mi ejemplo. Ellos acaparan la atención de los guardias que intentan recomponer la barrera.
Yo sigo corriendo, la vista fija en mi objetivo, temiendo ser golpeada y derribada en cualquier momento, pero nadie se interpone en mi camino, nadie me detiene. Me arrojo a los pies de Sila y me abrazo a sus piernas. Un instante solamente. Los que le rodean me apartan violentamente y me inmovilizan. Uno de ellos desenvaina el gladio y se acerca a mí, pero Sila dice que no con la cabeza.
- ¿Qué es lo que quieres anciana?
- Clemencia, señor. Es lo único que pido. Perdón para mi hijo. No me queda nadie más.
- ¿Está en la lista de proscritos?
- Sí señor, pero…
- Entonces no puedo hacer nada. Los traidores no pueden esperar perdón de mí – y hace de ademán de marcharse.
Intento arrojarme de nuevo a sus pies, pero mis captores me retienen.
- Señor, por favor, escuchadme. Él no es un traidor. Él es muy joven, No sabía lo que hacía.
- No está en mis manos perdonar. El partido al que pertenecía tu hijo no ha tenido reparo en ejecutar a sus oponentes sin juicio ni defensa, incluso se ha asesinado a personas cuyo único delito era conocerme. Las familias de las víctimas, la mía entre ellas, exigen justicia. No puedo dejarlas sin satisfacción.
- Pero eso fue obra de unos pocos. No se puede castigar a la mayoría por los excesos de unos exaltados.
- Si una legión retrocede ante el enemigo no castigamos sólo a los primeros en tirar las armas y huir, sino a todos lo que les siguieron. Tu hijo, y con él muchos otros, son culpables por su mismo silencio. Si hubieran puesto trabas a las atrocidades, mi perdón, el perdón de Roma, estaría asegurado, pero no ha ocurrido así. Por el contrario, han aclamado sus decisiones y las han aplaudido, incluso cuando éstas dejaban inerme a su patria ante sus enemigos. ¿Lo has olvidado, mujer? Mitrídates asolaba Grecia y amenazaba Italia. Esos irresponsables me arrebataron las legiones cuando iba a combatirle. Por su culpa, a punto estuvimos de ser derrotados.
- Pero señor, de nada de eso tiene culpa mi hijo. Su único delito ha sido obedecer a su padre. Todo hijo romano está obligado a ello, por la ley y por los dioses. ¿Debe ser castigado por respetar a sus mayores?
- La única fidelidad que cuenta es la del ciudadano a su patria. El resto es secundario. Cualquiera que no comprenda esto y no actúe en consecuencia, debe ser arrojado de la ciudad, desarraigado como las malas hierbas. Sólo así garantizaremos que estas sediciones no vuelvan a repetirse. Sólo así los ciudadanos respetuosos con las leyes podremos vivir en paz.
- Pero él no es ningún peligro. Es sólo un niño. Yo te lo garantizo.
- ¿Y quién me garantiza lo que tú afirmas? Si accedo a tus peticiones, mañana serán diez lo que me pidan lo mismo y pasado cien. No. No puedo acceder. Liberar a uno es liberar a todos.
- Pero señor…
- Basta. No hay nada más que decir. Que cada cual se atenga a las consecuencias de sus actos.
Echa a andar sin mirarme. Guardias, acompañantes y pedigüeños le siguen. La calle se queda vacía.
Vuelvo a casa de mi hermana cruzando el foro. Pocos se atreven a pasar por él en estos días. Los pocos que lo hacen aprietan el paso y agachan la cabeza, intentando mantener la vista fija en el pavimento y no ver lo que allí se muestra. Sobre el pavimento se han erigido decenas de estacas y cada una de ellas sostiene la cabeza cortada de un vencido. Las aves les han arrancado los ojos, roído las orejas y devorado las lenguas. De algunas sólo queda ya la calavera que, desde la altura, se ríe eternamente de los vivos.
Yo no las tengo miedo. Las contemplo y examino, esperando reconocer tu rostro en alguna de ellas. Nada más. Sólo así me será concedido abandonar este mundo, cuando nada quede que me ate a él, ni siquiera tú, corazón mío.
Nota: Cuando Sila tomó Roma durante las guerras civiles, mandó ejecutar a todos los miembros del partido contrario y, de hecho, se confeccionó una lista con los nombres de las personas que debían ser eliminadas. Para la mayor parte de la población, la lista constituyó un alivio, pues evito que los soldados se entregasen a una matanza indiscriminada. Los que encontrasen o denunciasen a un proscrito podían quedarse con sus pertenencias. La actitud de Sila no debe extrañarnos, sus enemigos habían hecho lo mismo con sus partidarios. La batalla que se describe sucedió en realidad (batalla de Porta Colina) y el aspecto del foro es exactamente el que tenía en aquella época.
Así que les dejo ya con el de esta semana, el peor de los tres que cierran el ciclo romano.
Año 82 a.C: Roma
Coronáis la última colina. La vista de la ciudad de la que habéis sido expulsados os da nuevo brío y coraje. Descendéis como un alud sobre las murallas, rota vuestra formación, arrastrados por vuestro propio entusiasmo. Vuestros gritos de júbilo y triunfo llegan hasta nosotros, pobres mujeres que os observamos desde las murallas, y nos encogen el corazón.
El enemigo también os ha oído. La alarma ha sido dada. Salen a vuestro encuentro en pequeños grupos. Demasiado tarde. Uno tras otro los rodeáis y desbaratáis. La resistencia cesa. La desbandada se generaliza. Vuestros oponentes corren hacia las puertas, presa del pánico, buscando la protección de las murallas. Os mezcláis con ellos, vais a entrar a su lado, vais a tomar la ciudad.
Alguien cruza corriendo a nuestra espalda – ¡Cortad la cuerda! ¡A qué esperáis! – Unas ruedas chirrían. Una cadena se desenrolla fuera de control. Una masa de hierro se desploma. Un alarido de dolor surge bajo nuestros pies, taladrando nuestros oídos. El rastrillo ha caído sobre amigos y enemigos. La ciudad está cerrada.
Un grupo de arqueros toma posiciones junto a nosotros y comienza a disparar hacia el interior de la ciudad, contra los pocos de vosotros que han conseguido franquear las puertas. Sus rostros son fríos e inexpresivos, ojos fijos en el objetivo que están cazando, dientes apretados. No se apresuran. Toman una flecha del carcaj, apuntan y disparan. Toman una flecha del carcaj, apuntan y disparan. Nada en su expresión muestra si han acertado o no. Nada indica si tendremos que llorar a un ciudadano muerto por otro ciudadano.
Llegan más soldados. Sudorosos, pálidos, aterrorizados. El adarve se cubre de ellos. No nos prestan atención. El asalto es inminente. Sin embargo, vosotros os habéis detenido. No sabéis que hacer. No tenéis máquinas de asalto, no tenéis escalas. Los enemigos que han quedado afuera arrojan sus armas, tienden sus manos hacia vosotros y os imploran compasión, arrodillados, postrados, cubiertos de lágrimas, gimiendo como niños.
Es sólo un instante. Un momento perdido. Basta una lanza arrojada desde las murallas, es suficiente que uno de vosotros se desplome atravesado, para que la ira vuelva, ese odio maldito que ha ensangrentado a Italia entera y sembrado de cadáveres sus campos. Giráis a la derecha, atravesando entre los suplicantes, cortando las manos que os tienden, aplastando las cabezas que os ruegan. Corréis a lo largo de la muralla, barriendo lo que encontráis a vuestro paso, buscando una brecha, una puerta menos protegida que ésta. Desde el adarve, todos, soldados y mujeres, observamos vuestra progresión hipnotizados, sin reaccionar, igual se contempla la marcha de una bestia enfurecida.
Alguien tira de mi manto. Sigo con la vista la dirección de una mano. En el horizonte, en la misma dirección por la que habéis venido, se aproxima otro ejercito a marchas forzadas, precedido por el estrépito de timbales y cornetas. Es Sila. Sila que acude en socorro de la ciudad. Sila que viene a destruiros. Sila, a quien no vais a descubrir hasta que le tengáis encima, hasta que nada pueda ya salvaros.
Me dejo caer al suelo y me acurruco contra el parapeto. Cierro los ojos y me tapo los oídos. No quiero ver más. No quiero oír más. Estoy asqueada de muertes, harta de matanzas, harta de ver como os destripáis día tras día, sin pausa, sin fin, sin que cejéis en vuestra locura. No quiero encontrarme con tu rostro, hijo mío, mi bien, mi tesoro, en medio de la refriega que va a tener lugar. No quiero descubrir la lanza que va a atravesarte, la espada que va a hendirte, sin poder avisarte, sin poder interponer mi cuerpo en su camino, sin poder salvarte.
Gritos de desesperación y agonía. Pasos apresurados que cruzan a mi lado sin detenerse. Juramentos, órdenes. Alguien zarandea mi cuerpo y se marcha.
Silencio.
Vuelvo a abrir los ojos. Ya no hay soldados. Las mujeres que me acompañaban siguen aquí, a mi lado. Su mirada se pierde en algún lugar situado fuera de las murallas, en la explanada que se extiende al pie de ellas. Una de las mujeres repara en mí y me ayuda a levantarme. Ahora yo también lo veo. Debería llorar, debería gritar de dolor, arrancarme los cabellos y arañarme la cara, pero ninguna actuamos así. Ya no podemos sufrir. Vuestra locura también nos ha hecho insensibles. Todos los campos de batallas son iguales. Escudos, cascos y espadas esparcidos. Hombres yacientes, solos, abrazados en el momento de darse muerte, apilados en montones. Siempre la misma escena, eternamente repetida, eternamente mostrada.
Descendemos de la muralla, pero los guardias nos impiden salir a la explanada. Orden de Sila. Nadie puede salir. Deberemos esperar hasta mañana para buscar entre los cadáveres el que nos pertenece. Da igual que entre nosotros haya madres y esposas de los vencedores. De igual que supliquemos y lloremos. Da igual que recordemos a los guardias que ellos también tienen madres y esposas. Si cedieran, si se comportaran como seres humanos, si nos mostraran misericordia y nos franquearan el paso, su vida no valdría nada. Eso es lo que espera a todo aquél que desobedezca una orden del nuevo amo de Roma.
El sol se está poniendo. Vuelvo a casa. Sé que si estás ahí afuera, nadie tocará tu cadáver. Sila ha prohibido que se dé sepultura a sus enemigos. Sin excepción alguna. Si te encuentro mañana, me obligarán a abandonarte, prenda mía, mi vida. No lo haré. Me quedaré contigo. Te haré compañía el año que tu sombra debe vagar antes de serle concedido entrar al Hades. Ya soy vieja y no tengo nada que me retenga aquí. Tu padre ha sido ejecutado. Tú has desaparecido. Ojalá te encuentre. Así podré dar término a esta espera que me consume, a esta angustia continua que me roe, a ése agudo no saber si vives o mueres.
Entro en nuestra casa, este cascarón vacío que fue nuestro hogar. No hay nadie, los esclavos han huido, nuestros parientes la evitan. Mis pasos resuenan en las habitaciones desnudas. No enciendo ninguna luz. ¿Para qué? Conozco perfectamente el camino hasta mi cubículo. Me basta con seguir las paredes con la mano. Me acuesto sin desvestirme, sin prepararme nada de cenar, de tan cansada como estoy. El sueño sobreviene casi de inmediato, pesado y vacío como dicen que debe ser la muerte. Liberador. Redentor.
Te llevo en mi vientre. Ya falta muy poco para el día. Tu peso me abruma. Tengo que pasar la mayor parte del tiempo sentada o tumbada. A veces siento como te mueves en mi interior. Entonces acaricio mi vientre y te hablo. Tu padre se ríe de mí cuando me ve hacer esto, pero yo continuo sin prestar atención a sus reproches. Te hablo de nosotros, de la ciudad y los campos, del futuro que te espera, de las grandes cosas que habrás de hacer.
Me encuentro mirando al techo. Me parece que acabo de acostarme, pero la luz de la mañana entra en mi cubículo. Sé que estoy sonriendo. Me siento feliz. Por unos instantes, creo que voy a oír tu voz, discutiendo con tu padre sobre temas que no comprendo. Creo que cuando abra la puerta, se me aparecerá tu rostro, aún el de un niño, pero ya serio y preocupado, como el de un hombre.
La realidad se derrama en mi consciencia. No estás aquí. Nadie me acompaña. Estoy sola. A merced de los enemigos que te han proscrito y condenado a muerte. Pendiente de que vengan a tomar posesión de esta casa que han ganado con su denuncia. Aún no me han comunicado tu muerte, aún no he tenido que soportar que alguien se glorie de haber terminado con un enemigo de la patria, mientras pronuncia tu nombre. Todavía no me ha tocado sufrir esa humillación, pero no creo que tarde mucho. Te atraparán. Por muy lejos que huyas, por muy bien que te escondas, te encontrarán. Italia está repleta de cazadores que esperan hacer su fortuna presentando tu cabeza.
Aunque no den contigo, aunque tengan que desistir en tu búsqueda, eso no significa que sigas con vida. Toda Italia ha sido un campo de batalla. Tu cuerpo puede estar tirado en cualquier parte, a merced de lobos y cuervos. Al borde de un río, cazado cuando descendías a buscar agua. En el fondo de una zanja, pisoteado y aplastado al huir de la caballería. Al pie de alguna muralla en alguna ciudad sin nombre, despeñado al defenderla o a asaltarla.
Quizás al pie de las nuestras.
Me levanto y me arreglo el vestido. Las calles están desiertas. Nadie se atreve a aventurarse por ellas. El miedo a encontrarse con una patrulla nos mantiene encerrados en nuestras casas. Un manto llamativo, una mirada a destiempo y la detención está servida. Una vez en poder de los soldados, ni dioses ni hombres pueden adivinar lo que ocurrirá contigo. Si tu nombre se parece a alguno de los que figuran en la lista, si tienes alguna posesión que pueda despertar su codicia, tu suerte estará echada. Nadie se opondrá a su veredicto. Nadie les reprenderá por lo que han hecho. Ellos mismos se ocuparán de ejecutarte y arrojar tu cuerpo a algún vertedero.
Yo no corro peligro. Soy demasiado vieja. Para mí, cada día que amanece es un regalo que los dioses hacen a este anciana. Si no fuera porque ansío ver tu rostro de nuevo, cariño mío, ya hubiera abandonado este mundo. Cuando esté segura de que tú también me has sido arrebatado, no aguardaré más. Por ahora, mi cuerpo marchito de anciana es mi mejor defensa. Vestida con las ropas que dejaron mis esclavas, camino entre las patrullas sin temer nada de ellas. Nada tengo que pueda excitarles.
Cuando llego a las puertas de la ciudad, me permiten franquearlas, sin oponer ninguna dificultad. Otras mujeres se me han adelantado y se han puesto a buscar a los suyos. Sus siluetas negras se recortan sobre el cielo límpido y claro de la mañana. El sol aún no ha fundido la escarcha. Todo el campo de batalla está cubierto por un manto blanco y brillante, que difumina los cuerpos y suaviza su horror, pero pronto se habrá fundido como todas las mentiras y patrañas que se cuentan, que contáis todos, tú también hijo mío, sobre la guerra.
Ésta es su auténtica belleza. Éste es el honor y la gloria que espera a los que caen por la patria. Venid ahora con esas palabras tan grandes que no caben en vuestras bocas. Llamad a vuestros poetas para que reciten sus versos sublimes, convocad a vuestros filósofos para que hilvanen sus razonamientos vacíos. Intentadlo. Intentad explicar a esos cuerpos muertos porque es bueno que hayan perdido su vida. Intentad convencer a esas mujeres que rebuscan entre los cadáveres que ha sido necesario que sus hijos mueran. No podréis, pero nosotros tampoco podremos cambiar vuestras ideas. Hay que estar aquí para entenderlo. Ninguna palabra puede explicarlo. Ninguna imagen puede transmitir lo que veo ahora mismo.
Camino entre los cadáveres sin poder asentar bien el pie, temerosa de pisar algún brazo o una pierna. Observo los rostros de los caídos. La mayoría son niños sin experiencia. Algunos tienen los ojos abiertos, fijos en el cielo, perdidos en la inmensidad, contemplando respuestas que al fin les han sido reveladas. Otros parecen dormir como recién nacidos, los puños medio cerrados, las bocas entreabiertas. Han vuelto a sus cunas y esperan una mano que les acaricie el cabello.
Muchos están de espaldas y tengo que arrodillarme para darles la vuelta. No es raro que encuentre que ese cuerpo está entrelazado a otro. Se han dado la muerte mutuamente. Tengo que desenredar sus miembros rígidos para conseguir separarlos. Mis manos tiemblan. La nausea crece en mi vientre. La mente se me llena de niebla. Muy lentamente les giro, temiendo a cada instante encontrar los ojos que me sonrieron al despedirse, los labios que me besaron para tranquilizarme.
Desconocidos. Sólo hay desconocidos. Todos los rostros están aquí, menos el tuyo. Ninguno eres tú. Debería alegrarme. Debería saltar y bailar, puesto que tú no estás aquí entre estos muertos, pero no puedo. El dolor es demasiado grande. Por ti. Por todos. Tomo a estos desconocidos y les estrecho en mis brazos, como si fuera su propia madre. Limpio con mi manto sus rostros embarrados y ensangrentados. Arreglo su cabello, acaricio sus mejillas y les beso suavemente en la frente. Quizá esas manos que estrecho entre las mías, dirigieron la lanza que horadó tu escudo y tu coraza, vida mía, la espada que cortó tu carne. No me importa. Todos son ahora mis niños. Todos necesitan alguien que les llore y se ocupe de ellos. Ojalá que alguien haga lo mismo con el mío cuando lo encuentre en vez del suyo.
El día ha pasado sin que yo lo notara. El sol se acerca al horizonte. La neblina lo cela y difumina. Cierro los ojos y agacho la cabeza. El desaliento me invade. Apenas he comenzado a buscar, los muertos son incontables y los que yacen aquí son sólo una pequeña fracción de los que se pudren por todos los rincones de Italia. Quisiera quedarme, seguir buscando, pero no puedo. Me siento agotada, incapaz de moverme. He gastado mis exiguas fuerzas de vieja. El frío aumenta por momentos y se filtra a través de mi manto empapado, helando mis miembros. Mis dedos están entumecidos. Siento un escalofrío.
Al pasar junto a los guardias, uno de ellos desliza una hogaza de pan en mis manos. Tardo en reaccionar y, para cuando me vuelvo a darle las gracias, no consigo encontrarle. Sólo me rodean miradas fatigadas e indiferentes. Quienquiera que haya sido, teme ser visto ayudando a un familiar de los vencidos.
Llego a casa agotada. Hoy tampoco me desvisto, ni preparo algo de cenar. Sólo deseo dormir, caer en la inconsciencia, olvidar, olvidar.
Estoy en cuclillas. He dejado de sostenerte. Tú avanzas por ti solo, alejándote de mí con pasos vacilantes. Sonrío llena de orgullo mientras te sigo con la mirada, presta a sujetarte si veo que vas a caerte. Te detienes de repente. Te vuelves hacia mí, el rostro lleno de tristeza y comienzas a llorar.
Los golpes resuenan en toda la casa. Uno, dos, dos tres, cuatro. Se detienen y vuelven a empezar. Uno, dos, tres, cuatro. Ahora se escuchan también voces. No acierto a entender lo que dicen, pero el odio y la ira son patentes en ellas. Vienen de la puerta de la calle. Me levanto y corro hacia ella a través de la casa a obscuras. Me acurruco contra la hoja y espero. Se han detenido. Deliberan. ¿Quiénes son? ¿Qué quieren?
- Sabemos que hay gente dentro. No nos hagáis tirar la puerta. Será peor para vosotros.
Los golpes vuelven a arreciar. La puerta retiembla con ellos. Entreabro la hoja para ver quién está fuera, pero la empujan violentamente y me arrojan contra la pared. El dolor del golpe casi me hace perder el sentido. Incapaz de moverme, permanezco allí dónde he caído, hecha un rebujo.
La luz de una antorcha me ciega. Aparto la mirada. Uno tras otro los veo surgir de las sombras y volver a perderse en ellas. Los cascos ladeados, las corazas mal ceñidas, los ojos vidriosos, el aliento fétido. Se tambalean y se apoyan los unos en los otros. Avanzan y retroceden sin concierto. Les oigo vagar por la casa, derribar las puertas que se les resisten, descerrajar los arcones y esparcir su contenido, volcar mesas y sillas, haciendo añicos lo que sobre ellas se encuentra. Discuten sobre cómo se repartirán los cubículos, con voces roncas y desabridas, con lenguas torpes y estropajosas que apenas alcanzan a pronunciar las palabras.
Terminan por reparar en mí. Me rodean. La luz temblorosa de las antorchas cae sobre mi cuerpo. Retrocedo. Me arrastro a lo largo de la pared hasta que mi espalda toca con un rincón. Me acurrucó contra él, tratando de cubrirme con mi stola. Ellos me observan con sus ojos bobos de borrachos, sus bocas abiertas y babeantes, sin que sus mentes lleguen a decidir que hacer conmigo. Sólo se escucha el crepitar de las teas.
La idea cruza, salvadora, tentadora. Saltar sobre ellos ahora que están desprevenidos. Vengar vuestras muertes. Hacerles pagar cara la mía y luego terminar de una vez, arrojándome sobre la punta de sus espadas mientras me río en sus caras, mostrándoles de lo que es capaz una anciana. Tenso mis músculos, pero mis manos se cierran en el vacío. No tengo ningún arma, ni siquiera el más fino estilete. La oportunidad se ha perdido. Soy demasiado vieja para arrebatarles una de sus espadas. En cuanto intentase levantarme, les bastaría un solo golpe para quebrar mis huesos.
Uno de ellos se agacha, me toma del brazo y me levanta en vilo. Sus dedos se clavan en mi brazo como si fueran garfios. No encuentro fuerzas con las que oponerme. Intenta ponerme en pie, pero mis piernas no me obedecen, se doblan una y otra vez, sin que pueda hacer nada por evitarlo. Otro soldado acude en su ayuda. Entre los dos me arrastran y me arrojan a la calle. Caigo como un muñeco, sin poder pararme con los brazos. Mi cabeza se golpea contra el pavimento. Cierran la puerta tras de sí y me olvidan.
No siento el agua que lentamente empapa y cala mis vestidos, ni el frío que la acompaña. No percibo ningún dolor. Me hundo. Un sopor cálido y bienhechor se extiende por todo mi cuerpo. Lento y traicionero. Agradable y mortal. Mi cuerpo no me obedece. Intento cerrar la mano, girar la cabeza, pero nada de eso sucede. ¿Para qué? Nada tiene sentido, nada merece la pena. Me dejo arrastrar.
La escarcha. La escarcha sobre los cuerpos. Muñecos humanos abandonados. No quiero, no quiero que me encuentren así. No quiero que eso me suceda. Mi brazo pesa como si fuera de plomo, pero lentamente, palmo a palmo a palmo, arrastro la mano hasta mi hombro, la coloco bajo él y elevo mi cuerpo hasta que éste bascula y me encuentro sentada.
Eso es todo. No puedo continuar. Los ojos se me cierran. Jadeo por el esfuerzo. Estoy empapada en sudor frío. Tiemblo sin poderme controlar. Me enjuago el rostro y descubro que mi mano está llena de sangre. ¿Dónde estoy herida? Sigo sin sentir dolor. La modorra vuelve. Hay que reaccionar. Reúno las pocas fuerzas que me quedan y me pongo en pie. Avanzo apoyando mi peso en las paredes de las casdas, raspándome con ellas. Tengo que llegar. Cómo sea.
Mis manos arañan la puerta. No puedo sostenerme, quedo de rodillas junto a ella. Llamo. Una y otra vez. Una y otra vez, pero mis golpes son demasiado débiles. Nadie me oye. No consigo despertarlos. Gimo como un animal herido. De repente, escucho unos pasos al otro lado, la respiración de alguien que acecha. – ¡Abridme! ¡Por el amor de los dioses! ¡Abridme! – No hay respuesta – ¡Abridme! ¡Soy la hermana de vuestra ama! – Silencio. Los pasos se alejan. – ¡No me dejéis aquí! ¡Tened compasión! – Otros pasos vuelven. La puerta se abre.
Veo frente a mí el rostro desencajado de mi hermana. No me reconoce. Vacila. Apenas tengo fuerzas para extender los brazos hacia ella y pronunciar su nombre. Ya no duda más. Me toma en los suyos, me aprieta contra sí y me entra en su casa, llevándome en volandas. La escucho llorar. Siento su pecho contraerse con los gemidos. Intento tranquilizarla. – No es nada, no ha pasado nada. Estoy bien.
Ella misma me desnuda y me mete en el baño, cuando el agua ya está caliente. El calor me hace temblar violentamente. Emito un gemido ahogado. Con sumo cuidado me lava, mientras sigue llorando en silencio. La observo en silencio. Toma mi cabeza entre sus manos y examina cada uno de mis cortes, cada uno de mis moratones. Procurando no apretar demasiado, los limpia con el borde de su stola y los venda.
Ahora reposo en su propio lecho. Todo lo que me envuelve es limpio y cálido. Mi hermana vela sentada a mi lado. Con ternura acaricia mi frente, mientras canturrea una nana, como haría con uno de sus hijos. Ya puedo abandonarme. Por ahora estoy segura, nadie se atreverá a forzar la puerta de la familia de uno de los vencedores. Por el momento no pueden tocarme, al menos hasta que el marido de mi hermana vuelva de la guerra y me expulse de su casa, pues no puede acoger a ningún traidor bajo su techo. Ambas sabemos que ocurrirá así, nada de lo que hagamos podrá evitarlo, pero ninguna piensa en ello. Estamos juntas, aquí y ahora. En este momento nada más tiene importancia. Mañana ya llegará, si llega. Por eso me abandono, sin miedo, sin temor, me abandono, me abandono.
Hoy es el último día. Aún eres un niño. Todavía llevas la toga pretexta que así lo indica, pero apenas quedan unas breves horas hasta que la ofrendes a nuestros lares y vistas la toga viril. Unas cuantas horas más y te unirás al ejército. Sin embargo, durante estas horas que faltan, aún sigues siendo mi niño, mi pequeño. Nada podrá impedirme, por mucho que te moleste, por mucho que te repugnen todas estas mis sensiblerías, que te tome en mis brazos y te estreche contra mi corazón, que te acaricie y te cubra de besos. Por última vez antes de que te marches, antes de que te pierda.
Mi hermana ha intentado retenerme, pero no ha podido convencerme. La he visto sacudir la cabeza entristecida mientras me alejaba, pero su dolor no puede disuadirme de intentar cualquier cosa, hasta las más descabelladas, por ti, mi única alegría, mi único gozo. Por ese motivo permanezco frente a la casa de Sila desde antes del amanecer, aguardando a que salga, aunque todos mis huesos me duelen, aunque mi rostro está hinchado y amoratado.
Desde que tomó la ciudad, todos los días, hacia el final de la hora segunda, sale de esta casa y marcha hacia el senado. Le gusta fingir que es el cónsul elegido por el pueblo y que debe informarles puntualmente del estado de los asuntos de la ciudad. Sin embargo, sólo va a sumergirse en su aprobación servil y cobarde a cualquier capricho que les proponga. Nada le complace más que ver como se humillan en su presencia.
Ya no tardará mucho en salir. No paran de entrar senadores y optimates a la casa, deseosos de acompañarle en el camino y arrancarle algún favor. La mayoría temen tanto llegar tarde e incurrir en su disfavor, que no prestan atención alguna a la anciana que espera en el pórtico. ¿Por qué deberían? Sólo soy una más entre los muchos pedigüeños que llenan la calle, esperando ansiosos poder acercarse al amo de Roma.
La puerta se abre y un grupo de soldados se precipita fuera de la casa. Sin ningún tipo de miramientos, nos empujan con sus escudos y dejan libre la calle. El nuevo dueño de Roma va a salir. Ya le veo. Sonríe, bromea con los que le rodean, pero sus ojos son fríos e implacables, los de una fiera que puede saltar sin previo aviso sobre ti. Los aduladores que le acompañan también ríen y aparentan tranquilidad, pero cuando él no les mira, el temor y la tensión afloran a sus rostros.
Aclamaciones. Vítores. Sila se detiene un instante para saludar con su mano a sus partidarios. Los soldados vuelven fugazmente la cabeza para ver que sucede, dejando un hueco entre los escudos. Me escurro por él. Un soldado intenta agarrarme y detenerme, pero otros curiosos han visto mi maniobra y siguen mi ejemplo. Ellos acaparan la atención de los guardias que intentan recomponer la barrera.
Yo sigo corriendo, la vista fija en mi objetivo, temiendo ser golpeada y derribada en cualquier momento, pero nadie se interpone en mi camino, nadie me detiene. Me arrojo a los pies de Sila y me abrazo a sus piernas. Un instante solamente. Los que le rodean me apartan violentamente y me inmovilizan. Uno de ellos desenvaina el gladio y se acerca a mí, pero Sila dice que no con la cabeza.
- ¿Qué es lo que quieres anciana?
- Clemencia, señor. Es lo único que pido. Perdón para mi hijo. No me queda nadie más.
- ¿Está en la lista de proscritos?
- Sí señor, pero…
- Entonces no puedo hacer nada. Los traidores no pueden esperar perdón de mí – y hace de ademán de marcharse.
Intento arrojarme de nuevo a sus pies, pero mis captores me retienen.
- Señor, por favor, escuchadme. Él no es un traidor. Él es muy joven, No sabía lo que hacía.
- No está en mis manos perdonar. El partido al que pertenecía tu hijo no ha tenido reparo en ejecutar a sus oponentes sin juicio ni defensa, incluso se ha asesinado a personas cuyo único delito era conocerme. Las familias de las víctimas, la mía entre ellas, exigen justicia. No puedo dejarlas sin satisfacción.
- Pero eso fue obra de unos pocos. No se puede castigar a la mayoría por los excesos de unos exaltados.
- Si una legión retrocede ante el enemigo no castigamos sólo a los primeros en tirar las armas y huir, sino a todos lo que les siguieron. Tu hijo, y con él muchos otros, son culpables por su mismo silencio. Si hubieran puesto trabas a las atrocidades, mi perdón, el perdón de Roma, estaría asegurado, pero no ha ocurrido así. Por el contrario, han aclamado sus decisiones y las han aplaudido, incluso cuando éstas dejaban inerme a su patria ante sus enemigos. ¿Lo has olvidado, mujer? Mitrídates asolaba Grecia y amenazaba Italia. Esos irresponsables me arrebataron las legiones cuando iba a combatirle. Por su culpa, a punto estuvimos de ser derrotados.
- Pero señor, de nada de eso tiene culpa mi hijo. Su único delito ha sido obedecer a su padre. Todo hijo romano está obligado a ello, por la ley y por los dioses. ¿Debe ser castigado por respetar a sus mayores?
- La única fidelidad que cuenta es la del ciudadano a su patria. El resto es secundario. Cualquiera que no comprenda esto y no actúe en consecuencia, debe ser arrojado de la ciudad, desarraigado como las malas hierbas. Sólo así garantizaremos que estas sediciones no vuelvan a repetirse. Sólo así los ciudadanos respetuosos con las leyes podremos vivir en paz.
- Pero él no es ningún peligro. Es sólo un niño. Yo te lo garantizo.
- ¿Y quién me garantiza lo que tú afirmas? Si accedo a tus peticiones, mañana serán diez lo que me pidan lo mismo y pasado cien. No. No puedo acceder. Liberar a uno es liberar a todos.
- Pero señor…
- Basta. No hay nada más que decir. Que cada cual se atenga a las consecuencias de sus actos.
Echa a andar sin mirarme. Guardias, acompañantes y pedigüeños le siguen. La calle se queda vacía.
Vuelvo a casa de mi hermana cruzando el foro. Pocos se atreven a pasar por él en estos días. Los pocos que lo hacen aprietan el paso y agachan la cabeza, intentando mantener la vista fija en el pavimento y no ver lo que allí se muestra. Sobre el pavimento se han erigido decenas de estacas y cada una de ellas sostiene la cabeza cortada de un vencido. Las aves les han arrancado los ojos, roído las orejas y devorado las lenguas. De algunas sólo queda ya la calavera que, desde la altura, se ríe eternamente de los vivos.
Yo no las tengo miedo. Las contemplo y examino, esperando reconocer tu rostro en alguna de ellas. Nada más. Sólo así me será concedido abandonar este mundo, cuando nada quede que me ate a él, ni siquiera tú, corazón mío.
Nota: Cuando Sila tomó Roma durante las guerras civiles, mandó ejecutar a todos los miembros del partido contrario y, de hecho, se confeccionó una lista con los nombres de las personas que debían ser eliminadas. Para la mayor parte de la población, la lista constituyó un alivio, pues evito que los soldados se entregasen a una matanza indiscriminada. Los que encontrasen o denunciasen a un proscrito podían quedarse con sus pertenencias. La actitud de Sila no debe extrañarnos, sus enemigos habían hecho lo mismo con sus partidarios. La batalla que se describe sucedió en realidad (batalla de Porta Colina) y el aspecto del foro es exactamente el que tenía en aquella época.
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