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martes, 22 de octubre de 2019

Ocasiones desaprovechadas


En los últimos años, el panorama expositivo madrileño se ha visto ampliado con las muestras que Artemisia, un conglomerado artístico italiano, organiza en el Palacio de Gaviria, recuperado y restaurado para esas ocasiones. Debería alegrarme, -todo nuevo espacio expositivo es bienvenido- pero les confieso que tengo sentimientos encontrados. Empezaron muy fuertes, con Escher y el Surrealismo, aunque sin esconder que buscaban apelar al público y los recientes cambios de gusto. Así, entre medias tiraron de Mucha -que empacha y astraga como los dulces en grandes cantidades- para continuar con Tamara de Lempicka. Una exposición, esta última, muy loable, ya que recuperaba a una pintora valiosa, por desgracia famosa por razones extrapictoricas, pero que en su selección de piezas acababa por ser un injerto entre almacén de Ikea y planta de moda del Corte Inglés. Con poca pintura, mucho vestido y demasiado mueble.

Tras haber estado centrada en la modernidad, Artemisia ha vuelto la vista a los antiguos maestros, en concreto a la pintura flamenca de los siglos XVI y XVII. La nueva muestra tiene de nombre Bruegehel, Maravillas del arte flamenco, y se propone trazar la historia de esa larga dinastía de pintores, central en la evolución del arte europeo de esa época, y con varias figuras notables entre sus filas, más allá de su fundador. Para que se hagan una idea, primero tenemos a Pieter Brueghel el Viejo, el más famoso de todos, creador de una serie de imágenes icónicas que figuran en todas las historias del arte. No sólo por su carácter de símbolo reconocible al instante, sino por la riqueza de su detalle y la calidad de su pincelada. Digno cierre a ese miniaturismo obsesivo, creador de un realismo asombroso por vía de la  microscopía -y no la perspectiva, como el Renacimiento Italiano-, que había caracterizado el arte flamenco desde los van Eyck.

sábado, 14 de febrero de 2015

Revisiones y reconciliaciones

Riña de Gatos, Francisco de Goya
Se lo aviso ya desde el principio, de la obra de Goya, sus cartones para tapices era lo que menos me gustaba. Había excepciones como la que abre esta entrada, a medio camino entre el cómic y la casi abstración, un auténtico OVNI en el panorama de ese rococó final, primer neoclasicismo hispano que fue la década de los 80 del siglo XVIII. Pero aparte de éste cartón singular, el resto nunca me llegó a decir nada, puesto que los veía aún poco Goya, muy atados al modelo de la pintura galante del XVIII en su versión española, y por tanto, muy alejados de sus retratos de la década de los 90 y siguientes, de sus grabados y sus pinturas negras, de ese Goya, que acabó convertido en, pintor sin iguales, excepción sin discípulos ni seguidores, excepto ya en Francia y en la década de los sesenta del XIX.

Se podría decir, por tanto, que si Goya hubiera muerto hacia 1790, sólo le recordarían los estudiosos de la pintura. Hecho aún más excepcional puesto hacia esa fecha, Goya ya contaba con 44 años, edad a la que muchos pintores ya habían dado todo lo que podían, mientras que el español pareció mejorar a medida que envejecía, hasta convertirse en el pintor único de un tiempo pródigo en excepcionalidades, como Napoleón, Beethoven o Ghöte. Dicho esto, sin embargo, hay que reconocer a El Prado su continuado esfuerzo por recuperar a ese Goya antes de Goya, por así decirlo, intentando demostrar exposición tras exposicion que su estilo maduro estaba ya allí, en germen, desde un principio, y que el pintor aragonés sólo tuvo que pulirlo, limpiarlo de impurezas, para descubrírselo a sí mismo.

En ese sentido la Exposición Goya en Madrid del Prado, sigue en esa misma línea, centrándose en esta ocasión en los archifamosos cartones para tapices, y a pesar de su nombre desafortunado - si precisamente algo caracteriza a Goya es residir y trabajar en Madrid - nos ha servido a muchos para reencontrarnos y reconciliarnos con el Goya de los tapices.