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jueves, 3 de diciembre de 2020

Adoctrinamientos invisibles

Aurelia Navarro, Desnudo
Aurelia Navarro, Desnudo

El sábado pasado pasé a ver la muestra Invitadas, que se puede visitar en el museo del Prado. Como sabrán, se trata de una exposición política, en el mejor sentido de la palabra, con un objetivo doble: mostrar como la ideología patriarcal del siglo XIX halló un vehículo de propaganda en la pintura oficial, la consagrada en concursos y  premios, además de indicar como el arte realizado por mujeres fue sistemáticamente excluido y ocultado, como impropio de ese género. En ese sentido, resulta incomprensible la falsa polémica levantada por ciertos medios de izquierda, por la cual esta exposición sería ejemplo de los mismos vicios que pretende denunciar. Con demasiada frecuencia -y es algo con lo que me topado en múltiples ocasiones-, la pureza política a ultranza acaba desembocando en cometer similares injusticias a las que se denuncian. Baste recordar cuantos revolucionarios en pro de la libertad y la igualdad han terminado convertidos en tiranos.

Antes de analizar la exposición, un apunte personal: el periodo artístico en el que se centra me resulta bastante indiferente, cuando no cargante. Cuando la colección de pintura del siglo XIX del museo del Prado estaba concentrada en el Casón del Buen Retiro, su visita era para mí como cruzar un árido desierto: fuera de su inicio, los seguidores de Goya, y su final, un magnífico retrato de Juan Gris, el resto me parecía aburrido y prescindible. En general,  ese hastío me ocurre no sólo con la pintura del siglo XIX español, sino con toda la europea de ese periodo. No soporto ese arte destinado a contentar  y no molestar a la burguesía, concebido como medio de amasar fortunas, condecoraciones y distinciones, ni sus muchos movimientos de revival en busca de una pureza perdida, echada a perder por el progreso. Los artistas que admiro de este tiempo son los que se quedaron un poco al margen, fuera de esas corrientes mayoritarias: los precursores de la modernidad y la vanguardia, tal y como esta se enseñaba hace cuarenta o cincuenta años.

domingo, 1 de diciembre de 2019

La descarnada realidad

Indiferentes siguieron hablando, simbiotizándose, apelmazados en una única materia sensitiva. La ciudad, el momento, la rigidez propia de una determinada situación, de unos determinados placeres, de unas prohibiciones inconscientemente acatadas, de un vivir parásito pecaminosamente asumido, de un desprenderse de dogmas dogmáticamente establecido, de un precisar de normas estéticamente indeterminado, de un carecer de norte con varonil violencia -aunque con estéril resultado- urgentemente combatido, los hacían tal como sin remedio eran (como ellos creían que eran gracias a su propio esfuerzo). El bajorrealismo de su vida no llegaba a cuajar en estilo. De allí no salía nada.

Luis Martín-Santos, Tiempo de Silencio

Hace unas entradas les señalaba de la difícil misión, casi imposible, que supone diseñar un sistema educativo. Pueden pasar hasta veinte años en que el escolar salga con un título universitario, sin que nada garantice en ese momento que sus conocimientos sigan siendo válidos, mucho menos relevantes. El problema, el que lo torna irresoluble, no es de planificación, sino de incertidumbre. Vivimos en un tiempo en el que, sin exagerar, se producen revoluciones tecnológicas anuales, por lo que no tiene ningún sentido inculcar,  desmenuzándolos hasta en sus más nomios detalles, saberes que se habrán quedado anticuados en unos pocos años. Las herramientas en uso serán muy otras cuando haya que buscar un empleo y ganarse la vida. Y quien habla de ciencia e ingeniería, se refiere también al arte y literatura. Nadie puede predecir qué, de lo que está de moda en una década, seguirá siendo recordado a la siguiente.
Ejemplos hay a montones. Cuando yo era un adolescente, el op-art -ya saben, Vasarely y Riley- parecía el último estadio en la ascensión sin límite de la modernidad. Cuarenta años más tarde, la modernidad es repudiada de forma general, mientras que el op-art ha quedado arrumbado a la categoría de retro-futuro. Ya saben, esas fantasías del porvenir que se figuran las sociedades, pero que no pasan de ser destilaciones de sus sueños y aspiraciones en esa época, sin parecido alguno con lo que acaecerá en realidad. De la misma manera, en mi manual de literatura de bachillerato -el famoso Lázaro-Carreter-, la novelística posterior a 1940 -que sólo abarcaba hasta 1980, recuerden-, quedaba reducida a una árida e indigerible lista de nombres, sin clasificación ni jerarquía alguna, fuera de algunos hitos esenciales: La familia de Pascual Duarte de Cela, Nada de Carmen Laforet, Tiempo de Silencio de Martín-Santos. Inicio y acicate de cambios cuantitativos, revolucionarios incluso, en la literatura española de posguerra.

Un inciso. A punto he estado de escribir que Martín-Santos NO aparecía en el Lazaro-Carreter, lo que iba a utilizar como apoyo de mi tesis del olvido inevitable, la inutilidad del conocimiento, la ingratitud patria, etc, etc. Por suerte, sí que figuraba y con dos menciones, además, aunque breves. Lo cierto es que en mi memoria, Tiempo de silencio y Martín-Santos no quedaron impresos entre los imprescindibles, los de obligada lectura. Fue sólo un poco más tarde, en COU, cuando cobre consciencia de su importancia. Un profesor de la rama de letras lo recomendaba a a los que seguían ese camino y yo, que había escogido ciencias, les veía enfrascados en su lectura, aunque no lo leí entonces. No obstante, también es cierto -redundando en mi tesis- es que aún en fechas recientes se ha querido restar importancia a este autor. En el compendio colectivo Cuarenta años con Franco, dirigido por Julián Casanova, ni se le nombraba en el capítulo dedicado a las artes. Sospecho que era una venganza por el lugar preeminente que Gregorio Morán le había reservado en El Cura y los Mandarines, demolición controlada del canon literario, interesado y parcial, que se construyó durante el franquismo y se continuó durante la transición.

O tempora. O mores.

sábado, 16 de noviembre de 2019

Lo visto/lo pintado

Marina de Gustave Le Gray
En la fundación Thyssen madrileña lleva ya unas cuantas semanas abierta una muestra de título Los impresionistas y la fotografía. Dejando a un lado la manía de esa institución por meter a los impresionistas hasta en la sopa, lo cierto es que en ella se aborda un tema muy interesante: las relaciones entre dos artes, pintura y fotografía, que competían por un mismo espacio, el visual, en el imaginario del espectador del siglo XIX. El tema se complica aún más si consideramos que en el último tercio de ese siglo, el arte más vieja de las dos, la pintura, va a experimentar una revolución estética, comparable a la del quatrocento; mientras que la fotografía, recién inventada, no va a encontrar un lenguaje propio hasta casi 1900, cuando consigue liberarse de referencias pictóricas o reinterpretarlas al modo vanguardista.

Ese cruce de relaciones, influencias, investigaciones e innovaciones lleva a un problema similar al de la gallina y el huevo: ¿qué arte influyó en cuál? ¿La pintura en la fotografía o la fotografía en la pintura? Se suele considerar que la fotografía fagocitó gran parte del campo comercial de la pintura, en especial cuando consiguió ser reproducible. Aún así, casi desde su invención en 1830, facilitó que miembros de la burguesía media y baja, sin recursos para contratar un pintor -o tiempo para las largas sesiones de posado que exigía las primeras fotografías- pudieran hacerse con un retrato de familia o del patriarca. Asímismo, el mundo entero, cualquier región y cultura, podía ser traído a esos mismos salones acomodados, sin tener que depender de la veracidad y fidelidad de un dibujante. Como resultado, la pintura tuvo que buscar otros horizontes estéticos para afrontar esa competencia, lo que llevó a la sacudida impresionista y la larga cadena de ismos que le siguieron en la década de 1880.

martes, 16 de octubre de 2018

Aledaños


En el palacio de Gaviria se acaba de abrir, a bombo y platillo, una amplia exposición dedicada a la pintora Tamara de Lempicka. Sin embargo, a pesar de la expectación que la precedía y la mucha publicidad que se le está haciendo, anuncios gigantes en el metro incluidos, les debo decir que me ha dejado bastante frío. Le falta algo y ese algo es muy concreto: más obras representativas de la propia pintora.

Pero antes de entrar en materia, una pequeña introducción personal. Desde muy joven, el nombre de Lempicka me producía especial fascinación. Durante muchos años, la única obra suya que conocía era la que abre esta entrada y esto únicamente porque aparecía en unos anuncios de libros carísimos de arte, destinados a conaisseurs exquisitos y de refinamiento extremo... y con espuertas de dinero que gastar. Esos libros y esa pintura tenían para mí consideración de objetos inalcanzables, prohibidos, ajenos a mi realidad personal. Proscripción a la que se unía una promesa de libertad, la de los autos y las mujeres independientes, aún más atrayente en un mundo en que el machismo era presencia cotidiana, que se aunaba con insinuaciones de placeres desconocidos, extremados en su goce, como ocurría cierto tipo de literatura coetánea con la pintora y también perteneciente al ámbito de lo cuchicheado y susurrado, pero ansiado en su secreto y misterio. Me refiero a los relatos de la bohemia parisina realizados por Henry Miller, famosos por la libertad sexual que en ellos reinaba, tan subyugante en tiempos pasados de prohibición, sanción y hambre.

jueves, 12 de julio de 2018

Mundos aparte

Marina de Eugène Boudin
Visitando la exposición Boudin/Monet, recién abierta en la Thyssen madrileña, he llegado a la solución del problema que me planteaba, hace poco, con otra exposición muy distinta: la dedicada a Fortuny. Por edad, este pintor bien podría haber figurado en las filas de los impresionistas, pero su posible evolución posterior quedó truncada por su muerte en la década de los setenta del siglo XIX, dejando el enigma de si se habría unido a la modernidad o quedaría como otro más de los últimos pintores clásicos.

Pues no. Su formación se lo habría impedido. 

Recapitulemos. La nueva exposición de la Thyssen realiza una comparación entre dos pintores, Monet y Boudin,  estrechamente relacionados tanto en lo profesional como en lo personal, lo que sitúa sus intercambios y mutuas influencias fuera del simple esquema de maestro y discípulo, mentor y alumno. Monet nació en 1840, mientras que Boudin lo hizo en 1824, de manera que Fortuny, nacido en 1838, pertenece de manera estricta a la misma generación que el primero. Sin embargo, si se tiene en cuenta las gradaciones estilisticas, sorprende que Fortuny parezca anterior al propio Boudin.

sábado, 10 de febrero de 2018

El viejo y los jóvenes


André Derain, Naturaleza Muerta

Se acaba de abrir, en la Fundación Mapfre madrileña, una exposición de titulo Derain, Balthus, Giacometti, una amistad entre artistas. El punto de partida no deja de ser interesante, ya que señala un hecho no muy conocido para el aficionado medio, la amistad íntima que unió desde finales de los años 20 al viejo maestro fauve, Derain, y dos artistas jovenes, Balthus y Giacometti, quienes llegarían a convertirse en figuras imprescindibles de la vanguardia. Asímismo, la muestra insinúa que la obra de Derain tuvo una fuerte influencia en los periodos formativos de los otros dos artistas jóvenes, lo que podría llevar a considerarlos como discípulos suyos, con todas las reservas que se quiera.

En mi opinión, éste último punto es una de las dos debilidades de la exposición. Esa influencia podría aceptarse a regañadientes para Balthus, puesto que tanto él como Derain eran pintores realistas con pasión por la pintura del quatrocento italiano. Un estilo del que toman esa rigidez racional y geométrica tan característica de Piero de la Francesca. Tan cerca están, en ocasiones, que me ocurrió lo siguiente. Mientras visitaba la muestra jugué a intentar adivinar la autoría de las obras y adjudique algunos Derain a Balthus, precisamente aquéllas obras más renacentistas. Sin embargo, esa supuesta entrega de testigo de Derain no tiene sentido alguno en el caso de Giacometti. Su estilo es tan distinto que disuena fuertemente cuando la muestra lo coloca junto con los otros dos. Sin contar con que su  propia obra en los años 30 era cualquier cosa menos realista, una mezcla de surrealismo abstracto, que a su vez disuena con su producción posterior de postguerra, la más conocida y emblemática.

sábado, 16 de diciembre de 2017

El signo de interrogación


Con el título Fortuny (1838-1874), el Museo del Prado ha abierto una amplia retrospectiva de este pintor del siglo XIX. La muestra se inscribe dentro de un continuado esfuerzo, orientado a despertar el interés por la pintura española del siglo XIX, tan olvidada y menospreciada hasta hace un par de décadas. Ese siglo, se nos decía, estuvo poblado por relamidos neoclásicos, clones los unos de los otros,  que nunca rebasaron el nivel de copistas serviles de lo que venía del norte de los Pirineos. Para empeorarlo aún más, rebosaba de astragantes pinturas de historia, de las que se compraban por metros, según fueran las medidas de la pared del ministerio a cubrir.

Como todas las etiquetas, esta visión del siglo XIX  tiene mucho de verdad, pero también es muy injusta. Dado que se abre y se cierra con dos genios absolutos de la pintura, Goya y Picasso, cualquier pintor decimonónico lo tiene muy difícil para brillar por sí solo y no acabar siendo comparado, aplastado por la gloria que fue y la que vendría. En ese sentido, esa recuperación de la pintura del siglo XIX es bienvenida, pero no lo es caer en el otro exceso: que se nos intente convencer de las virtudes de la pintura de historia, fastidiosa en su grandilocuencia, o de las maravillas de tantos y tantos pintores resabiados cargados de medallas, pero abrumados por las reglas que les inculcaron.

Sin embargo, si nos olvidamos de Goya y Picasso, si limpiamos el mineral de la ganga de tanto pintor oficial como nos trajo el XIX, es posible encontrar unas cuantas figuras interesantes. Leonardo Alenza e Eugenio Lucas, por ejemplo, crearon obras que siguen la estela del Goya final, lo actualizan con el sentimiento romántico contemporáneo, e incluso preludian el expresionismo posterior. En otro ámbito estético distinto, tendríamos a Mariano Fortuny, cuya fama se debe a su carácter de pintor malogrado, fallecido muy joven antes de que su estilo fraguase, pero con los suficientes rasgos de interés como para intuir que podría haber sido uno de los grandes. De la pintura española y la mundial.

sábado, 7 de octubre de 2017

De vuelta en la España negra


La exposición Zuloaga en el París de la Belle Epoque, que se acaba de abrir en la Fundación Mapfre, sólo tiene un defecto. En mi opinión, si se quitasen unos pocos de los cuadros de Zuloaga, fácilmente se  podría hacerla por otra que se titulase: Arte en el Paris de 1900.  Más que un ilustración de la obra del pintor vasco,  artista enamorado de Castilla, como tantos periféricos de la generación 98, lo que se nos muestra es un corte transversal del arte en Francia justo antes de que se produjera el estallido de la vanguardias, con Fauvismo y Cubismo a la vuelta de la esquina. Un momento en que las convulsiones estéticas de la década de 1880, puntillismo, simbolismos varios, y tantos otros heraldos de la modernidad, se habían aquietado y acomodado un tanto; mientras que los tres grandes pintira que ahora recordamos como imprescindibles, Gaugin, van Gogh y Cezanne, no pasaban de ser considerados como excéntrico, loco y misántropo, respectivamente.

Zuloaga, a pesar de que su obra artística florece precisamente en esa raya del 1900, nunca va a llegar a formar parte de las vanguardias. Se puede decir que se quedó anticuado, cultivando un realismo sereno, preciso y equilibrado del que abjurarían sus coétanos más jóvenes... y del que se había apartado la pintura francesa desde los impresionistas, fuera de pompiers y artistas del Salon. No obstante, el estilo de Zuloaga es único y original, muy lejano de las formas relamidas de los pintores que se limitaban a copiar los esplendores del clasicismo francés. Diametralmente opuesto,  a su vez, al impresionismo respetable que practicaba Sorolla y que tanto predicamento tiene en nuestra época, de contrarrevoluciones estéticas y políticas. Más cercano asímismo a Gutierrez Solana, aunque le falte la mordiente caústica que es inseparable del estilo de este otro artista, al que se puede clasificar en un expresionismo hispano.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Viejos conocidos

El almuerzo de los remeros, Auguste Renoir
En el Caixaforum madrileño se puede visitar en estos meses una amplia selección de los fondos de la Colección Phillips de Washington DC. No es la primera vez que esa institución americana nos visita. Ya lo hizo en los años 90, entonces en las salas del MNCARS y con un invitado excepcional: El almuerzo de los Remeros, arriba ilustrado, de Augusto Renoir.

Obviamente, era mucho pedir que en esta ocasión volvieran a prestar ese cuadro excepcional, así que a pesar de las ganas que tenía de volver a verlo no me queda otra que resignarme. Sin embargo, dado que no compré el catálogo de la otra exposición aunque varias veces estuve a punto de hacerlo, no puedo juzgar si el resto de lo que trajeron era mejor o más representativo que lo que se puede ver ahora. Si les diré que no guardo un recuerdo claro, ni para bien ni para mal, de la primera muestra. Quizás porque en aquel entonces yo me guiaba por los nombres más famosos, sin haber descubierto aún la importancia de las carreteras secundarias en el arte... ni contar con el criterio o la experiencia para explorarlas.

Lo que queda bien a las claras es que esta colección, como la de gran parte de los museos de los EEUU, pertenece a un marco histórico muy preciso: el del auge económico de ese país en su camino hacia la hegemonía económica. Las riquezas acumuladas en manos privadas a finales del siglo XIX  principios del XX condujeron a que una buena parte del patrimonio artístico europeo migrase hacia el otro lado del Atlántico. No sólo el que podríamos llamar clásico y que estaba consagrado por la academia de aquel tiempo como digno de admirar y de continuar, sino también el de las vanguardias más avanzadas y tumultuosas, cuya adquisición permitía a los magnates en ascenso distinguirse de los demás también en su gusto artístico.

martes, 5 de abril de 2016

Realismos antifotográficos

Cristine, Andrew Wyeth
Más de una vez me he quejado de la política interesada de algunas instituciones culturales, como la Thyssen, que no hacen más que apelar al impresionismo del XIX y a los (neo/hiper/foto)realismos del XX como valores seguros con los que atraer multitudes a sus recintos. Sin embargo, a pesar de mis objeciones a estas estrategias comerciales, hay que reconocerles que de vez en cuando nos traen sorpresas muy agradables. En concreto, y en esta primavera, dos. Por una parte, la exposición Realistas de Madrid, de la que ya les he hablado, ha permitido conocer a la mitad olvidada de ese grupo, a pintoras como María Moreno, Isabel Quintanilla o Amalia Avia, que poco tienen que envidiar a sus colegas masculinos, mucho más conocidos. 

El otro afortunado encuentro ha sido con la obra de dos pintores realistas americanos de la segunda mitad del siglo XX, Andrew y Jamie Wyeth. Padre e hijo, respectivamente. Una exposición mucho menos visitada que la de los realistas madrileños - el nombre de Antonio López sigue tirando mucho entre el público - pero que resulta casi más interesante que aquella. En primer lugar, porque se trata de dos pintores poco conocidos para el público hispano; pero sobre todo, porque vienen a demostrar lo equivocadas que son las etiquetas de realistas, incluso las de hiperrealistas, que se aplican a estos pintores españoles y americanos.

Evidentemente, tanto Andrew como Jamie, más Andrew que Jamie en realidad, son pintores plenamente realistas. Mejor dicho, son pintores figurativos, en el sentido de que toman la representación cabal y precisa de la realidad como punto de partida de su producción artística, sin que eso sea motivo ni objeción para ser menos formalista, excéntrico o incluso vanguardista. Andrew, el padre de los Wyeth, por ejemplo, parece un pintor plenamente clásico, casi decimonónico. Sin embargo, cuando se observa con atención su obra, se descubren una serie de características que no acaban de cuadra con nuestra idea habitual de realismo, tan deformada por los prefijos hiper y foto.

Señalaba que Andrew Wyeth parece un pintor decimonónico, pero esta relación estilística no se establece con la escuela francesa, ni mucho menos con los pintores pompiers que alababan el gusto de los burgueses, sino que estaría más cercana del territorio sentimental de los prerrafaelistas. No porque detrás de sus obras se encuentre un símbolo, un misterio trascendente, que confiriera auténtico significado e importancia al cuadro, sino porque sus luces son frías y su trazo de miniaturista, detalles que junto con sus encuadres inusuales imbuen a sus cuadros de un desasosiego, de una inquietud difícil de definir, pero fascinante en esa misma indeterminación.

De hecho, la auténtica referencia, los auténticos maestros que sigue Andrew Wyeth, se hallan muchos siglos más atrás, entre los primitivos holandeses del siglo XV, con los que comparte ese mismo sentido de maravilla, de descubrimiento repentino del mundo a través de su representación veraz en el lienzo. Una comparación cierta y precisa, pero también falsa y engañosa, porque aunque Andrew parezca en ocasiones discípulo directo de los Eyck o de Weyden, su técnica pictórica es muy distinta, semejante a la de un Tiziano nórdico, frío, ensoñador y romántico. Sus pinturas, si se observan de cerca, no dependen de un dibujo preciso, sino del color y sus manchas, de la ilusión visual que surge de aplicar una base uniforme de pigmento, para sobre ella disponer, a veces de forma aleatoria como si fuera un impresionista abstracto, sombras y brillos.

Que al conjuntarse en el lienzo, al mezclarse en el lienzo, crean esa ilusión de la realidad.

Seven Deadly Sins, Anger, Jamie Wyeth

Muy distinta, y al mismo tiempo, muy similar, es la pintura de su hijo Jamie Wyeth. El también es un pintor figurativo, pero a la precisión casi notarial de su padre, basada en los primitivos flamencos, el opone un estilo más abocetado y libre. Un desarreglo - o al menos una renuncia a la representación completamente fidedigna - que podría confundirse con el impresionismo, pero que en realidad apela a otros pintores flamencos, a los expresionistas que surgieron en esas tierras a finales del siglo XIX y cuyo mejor ejemplo es Ensor.

Ocurre así que si Andrew es un pintor decididamente clásico, Jamie es un pintor de la modernidad - del Modern Movement, en esa expresión anglosajona tan difícil de traducir al castellano - si sólo por que su mirada sobre la realidad es profundamente irónica, desconfiada y desapegada. Una ironía que no sólo le lleva a cultivar un realismo que poco tiene de hiperreal o fotográfico -  y que en muchos aspectos es completamente opuesto y contrario al de su padre - sino que le lleva a adentrarse, como ya les he apuntado, en los terrenos del expresionismo satírico, e incluso del surrealismo. Las personas, por tanto, en sus cuadros acaban asemejándose a espectros cuyas actividades se reducen a rituales esterotipados sin sentido alguno, ambientadas en escenarios discordantes y absurdos. A veces incluso, claramente infernales.

En ocasiones esa distorsión del hombre y de su entorno puede producir un efecto de rechazo, de repulsión en el espectador, que la encuentra irreconciliable con la supuesta serenidad y sosiego que se esperaría de un pintor realista. Sin embargo, en sus mejores obras ese mismo realismo irónico sirve de subrayado necesario a un contenido que sin él aparecería plano, irrelevante, anticuado y por ello mismo pretencioso. Ese es el caso de la serie The Seven Deadly Sins (Los siete pecados capitales), una realaboración (post)moderna de ese tema religioso medieval, donde los protagonistas no son seres humanos, sino gaviotas.

Un claro distanciamiento - extrañamiento - que paradójicamente sirve para que ese tema tan lejano a nuestra sensibilidad - que haya pecados y que estos sean mortales - se torne actual, cercano y necesario. En parte por la ironía con la que ha sido tratado el tema, en parte por la técnica pictórica utilizada, libre y atrevida, pero sobre todo porque con esa distorsión del tema original y de su plasmación habitual, apela a las tradiciones de la fábula clásica. 

La que traslada los conflictos humanos al mundo animal para realizar una sátira sin piedad sobre las conductas humanas, sobre nuestra estupidez, ignorancia, orgullo y endiosamiento.

miércoles, 23 de marzo de 2016

¿Filiaciones auténticas?

Emilio Longoni
Lo primero, un tirón de orejas a la Fundación Mapfre, ya que ha decidido empezar a cobrar la entrada a sus exposiciones, de manera que sólo queda ya como gratuita la Juan March. Si a eso unimos los elevadísimos precios del Prado y el timo reciente de las entradas conjuntas de la Thyssen, es fácil comprobar que nos hemos movido a un modelo en el que el arte se considera un privilegio para los que saben o un reclamo para turistas, no un bien común a disposición de los habitantes de un país... concepto que se reserva para la basura televisiva, los toros y las procesiones religiosas.

Dejando a un lado las jeremiadas sobre los tiempos que nos han tocado vivir, cada vez más similares a esas democracias para privilegiados tan típicas de la transición entre el siglo XIX y XX, les confieso que tengo sentimientos encontrados sobre la última exposición de la Mapfre: Del Divisionismo al Futurismo. No es que la intención de esta muestra no sea clara, ya que se intenta cubrir el vació entre el impresionismo-que-no-fue de los Macchiaioli italianos de mediados del XIX, ilustrado en una exposición anterior, con la explosión futurista en los años previos a la Primera Guerra Mundial y el primer Fascismo.

sábado, 12 de marzo de 2016

La mitad del mundo

Amalia Avia
Si recuerdan mi entrada del sábado pasado, clamaba entonces contra algunas instituciones que sólo piensan en términos de realistas e impresionistas, medio seguro de atraer multitudes y hacer caja. Se pueden imaginar, por tanto,que no estaba yo muy bien dispuesto a disfrutar de la muestra Los Realistas de Madrid, abierta en la Thyssen, institución famosa por su tendencia a descafeinar y desnatar todo ismo que caiga en sus manos.

Pues bien, les debo decir que me he llevado una agradable sorpresa.

La cuestión es que al hablar de estos (hiper)realistas españoles de la segunda mitad del siglo XX es difícil escapar a la impresión de que todo se reduce a mostrar de nuevo las obras de Antonio Lopez, pintor muy querido del público debido al equívoco general que imagina sus obras como fotos en óleo, de ahí lo del hiperrealismo.  Sin embargo, el propio López se niega a que se le encasille en esa categoría, y tiene buena razón, puesto que su realismo extremo se basa en muchas simplificaciones y artimañas que poco tienen que ver con la reproducción milimétrica de la realidad, como hubieran hecho los primitivos flamencos.

La exposición, por tanto, corría el riesgo de reducirse a un nuevo montaje de su obra pictórica, con breves incursiones en su escultura, y aún más breves en las creaciones de sus compañeros de ese llamado realismo madrileño. No sólo no es así, sino que por el contrario, la exposición se las arregla para encontrar un equilibrio en la presentación de las obras de ese grupo de artistas, tan parecidos y tan distintos, e incluso para convertirse en una decidida reivindicación de la figura de la mitad de sus componentes: las pintoras que acabaron convirtiéndose en mujeres de los hombres del grupo y cuya obra es tan interesante como la de sus maridos... y en ocasiones incluso más.

sábado, 2 de mayo de 2015

El mal de Stendhal

Descendimiento, Roger van der Weyden
He visitado esta mañana el Museo del Prado sólo por ver la impresionante restauración de la Crucifixión de Roger van der Weyden. No obstante, por increíble que sea el estado final en que ha quedado el cuadro, al final la función se la lleva otro cuadro del mismo pintor, el Descendimiento. Una obra que siempre que siempre visito cuando voy al Prado - y hace ya tres décadas que empecé -, y por la que sigo tan enamorado como el primer día que la contemplé. Pintor y obra que forman parte integrante de mi ser, de lo que consideró ser yo, y que creo serán de los últimas que olvidaré llegado el momento, por mucho que esto suene a exageración, baladronada y fantasmada.

Inciso: No me extraña que el director del futuro museo de las colecciones reales quiera llevarse esta obra - y alguna otra como el jardín de las delicias de El Bosco o el Lavatorio de Tintoretto -. Claramente quiere una garantía de que su museo vaya a ser visitado por alguien, preferentemente hordas de turistas. Como pueden imaginarse me opongo frontalmente a esta maniobra, por lo que tiene de desmembramiento de un museo paradigma, sólo para servir al capricho de un recién llegado. O como dice el refrán, desvestir a un santo para vestir a otro.

Retomando el hilo: ¿Qué tiene de grande ese cuadro? Pues primero que es un cuadro definitivo, de esos que un pintor sólo pinta una vez en la vida y que te mueven a buscar en toda su obra algo similar, aún sabiendo que será imposible, porque algo así no volverá a repertise, por muy excelso e inspirado que sea ese creador.

Sí, pero no has respondido. ¿Qué tiene de grande ese cuadro?


martes, 23 de diciembre de 2014

Placeres Privados

Ribera, El Olfato
En Madrid, se han abierto - o recuperado - una serie de espacios expositivos cuya función y permanencia son más que dudosos, al no quedar claro a quién o a qué institución representan. Uno de estas salas es la que recibe el curioso nombre de CentroCentro, ubicada en el antiguo edificio de correos, que ahora se ha convertido en una extraña amalgama de antiguas funciones postales, nueva sede del ayuntamiento madrileño, atracción abierta a las visitas turísticas y recinto de exposiciones varias e inconexas.

La última que aún permanece abierta allí es la dedicada a la colección privada de pintura de Juan Abelló, poderoso financiero e industrial de la transición. No voy a dedicarme aquí a realizar una semblanza de las actividades económicas y políticas de este personaje, baste decir que en ambos mundos, el de los negocios y el del gobierno, ninguna fortuna es inocente, ninguna carrera es pura, sino que cualquier éxito, y más en nuestra patria, sólo se consigue a base de intrigas, traiciones, pasteleos, untes y componendas. Lo que sí que quiero señalar es que en el ámbito del arte la colección Abelló es una de las mejores,dejando traslucir un evidente gusto, bien informado y sensible, ya sea el suyo o el de sus asesores.

sábado, 7 de diciembre de 2013

What could not be


Telemaco Signorini, Marina a Viareggio
 En la fundación Mapfre madrileña, se puede visitar aún la exposición dedicada a un grupo de pintores italianos del siglo XIX, los Machiaioli, muy poco conocido en España. Este olvido se debe en gran parte a que no dejaron de ser una excepción en el arte Europeo, sin continuidad en su país, mientras que su periodo pleno, apenas abarca los años finales de la década de los cincuenta y los primeros de la de los 60. De hecho, si se les recuerda es simplemente porque su arte, como el de otros grupos de la misma época, tiene más de un lazo de unión - "recuerda", en definitiva - al de los impresionistas franceses de la década de lo setenta.

No obstante, resultaría  equívoco etiquetarlos como preimpresionistas o protoimpresionistas - o como hace de forma ambigua la exposición, realismo impresionista, expresión que por su indefinición es completamente inútil - ya que ese movimiento aún ni se sospechaba en el momento de madurez de este grupo. Es más útil intentar encuadrarlos en los muchos realismo de la primera mitad del siglo XIX -  Corot y Courbet, la escuela de Barbizon - todos esos pintores que empezaron a pintar la realidad tal y como la veían, ya fuera por convencimiento estético o político, y descubrieron que los modos y técnicas de la pintura académica - o de los muchos romanticismo - no les servían para ese propósito.