Aurelia Navarro, Desnudo |
Antes de analizar la exposición, un apunte personal: el periodo artístico en el que se centra me resulta bastante indiferente, cuando no cargante. Cuando la colección de pintura del siglo XIX del museo del Prado estaba concentrada en el Casón del Buen Retiro, su visita era para mí como cruzar un árido desierto: fuera de su inicio, los seguidores de Goya, y su final, un magnífico retrato de Juan Gris, el resto me parecía aburrido y prescindible. En general, ese hastío me ocurre no sólo con la pintura del siglo XIX español, sino con toda la europea de ese periodo. No soporto ese arte destinado a contentar y no molestar a la burguesía, concebido como medio de amasar fortunas, condecoraciones y distinciones, ni sus muchos movimientos de revival en busca de una pureza perdida, echada a perder por el progreso. Los artistas que admiro de este tiempo son los que se quedaron un poco al margen, fuera de esas corrientes mayoritarias: los precursores de la modernidad y la vanguardia, tal y como esta se enseñaba hace cuarenta o cincuenta años.
Como pueden ver, mi desinterés tiene, en realidad, raíces formativas. Sé que en las décadas recientes ha habido un movimiento de recuperación del arte académico del XIX, con argumentos que son de bastante peso. Por ejemplo, la calidad técnica o la audacia pictórica de algunos de estos artistas "relamidos". Sin embargo, mi aversión no me ha impedido disfrutar de la exposición Invitadas, que me ha parecido de lo mejor de los año.. Sus tesis están muy bien ilustradas y, en el camino, esperan varios descubrimientos importantes. Es el momento, por tanto, de volver a la exposición y examinar sus presupuestos ideológicos. No los estéticos, puesto que no busca ilustrar un autor o un estilo, ni basa su interés en la importancia o belleza de las piezas reunidas, sino en la descripción de los ideales sociales de una época determinada y su plasmación en el arte de ese tiempo.
Copia de Murillo por Isabel II |
En ellas se presencia la exaltación de la pureza y la virginidad en la mujer, llevada hasta el martirio personal. La denigración de la mujer independiente, cuya vida se consideraba disoluta, rayana en la prostitución. Abocada, por tanto, a la exclusión social y aún merecido castigo. La sumisión al hombre como única vía honrosa, en especial en su papel de madre abnegada. Todos los reflejos de una sociedad jerarquizada, machista y conservadora, pero que como suele ocurrir, escondía sus vicios bajo una máscara de hipocresía.
El público masculino, comprador de esos cuadros, exigía también imágenes de mujeres casquivanas -ma non troppo- con las que poder dar rienda suelta a sus fantasías eróticas inconfesables y pecaminosas. En forma de mujer moderna coqueta y pizpireta, sin demasiadas inhibiciones sexuales, con la que tener una aventura sin consecuencias, o el desnudo clásico, incluso bíblico, que permitiese una mirada lasciva con la excusa de un tema noble. Ya saben, tapándose lo ojos con la mano ante un espectáculo soez, mientras se deja una rendija entre los dedos para no perderse detalle.
No obstante, quizás porque no intenta señalar lo obvio, me parece mucho más interesante la segunda parte de la muestra. Es aquí donde se encuentran los descubrimientos a los que me refería, en forma de artistas femeninas cuya obra cayó en el olvido: bien porque se las ninguneo en su tiempo, bien porque se las toleró con condescendencia. Entre las primeras figura Aurelia Navarro, la autora del cuadro que abre esta entrada, quien se atrevió a pintar un desnudo femenino. El experimento se saldó con un escándalo mayúsculo, seguido por la renuncia de la pintora a su carrera y su retirada a un convento.
La indignación no se debía al tema, la calidad de la pintura o la pericia de la autora. Como se puede apreciar, ella eligió la pose y la composición con mucho cuidado para que revelase su deuda con los maestros antiguos: Velázquez y Ticiano. El problema, como pueden imaginar, estaba en que una mujer hubiese pintado un desnudo, algo que descolocaba a los espectadores masculinos, en busca de solaz en esas imágenes, además de poner en contradicción sus concepciones sobre la mujer decente: es decir, ajena a su sexualidad y su cuerpo. Inocente, pero al mismo tiempo lujuriosa por causa de su propia naturaleza.
El segundo aspecto es el de la relegación de la pintura femenina a nichos muy exiguos: la copia de cuadros famosos, la pintura de flores, todo aquéllo que correspondiese a quienes se les suponía encerradas en el hogar, de una sensibilidad especial, pero también de carácter errático e inestable. No es de extrañar que algunas pintoras incluso desarrollaran cierta aversión vergonzosa por su oficio, evitando autorretratarse en su actividad, para buscar, en su lugar, dar la imagen de la burguesa respetable. La de quien no suponía un peligro para el orden imperante y su mentalidad.
Y para terminar, un último apunte. Entre esas pintoras estuvieron dos reínas de España, la regente María Cristina e Isabel II, quienes no sólo destacaron por su talento, como pueden ver en la imagen de un poco más arriba, sino que se embarcaron en la protección de otras pintoras. Adquiriendo sus cuadros e incluyéndolos en las colecciones reales.
dd
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