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lunes, 22 de noviembre de 2021

Japón, Una historia de amor y guerra. Exposición en el Centro Centro

 

Vista del monte Fuji, Hokusai
 

Se lo adelanto: el Centro Centro madrileño no suele figurar entre mis espacios expositivos habituales. No porque no traiga grandes exposiciones -las ha habido excelentes- sino porque no lo he insertado en mis rondas de periódicas de comprobación. Así que no es de extrañar que se me escapen sus muestras, como ha estado a punto de ocurrir con Japón, Una historia de amor y guerra. Amplia exposición que recorre la evolución de la cultura japonesa desde el periodo de los reínos guerreros -en el siglo XVI- a las primeras décadas del siglo XX.

El Japón -más que la  India y mucho más que China- se ha convertido en la niña bonita de la cultura occidental, que desde el siglo XIX ha ido enamorándose a intervalos regulares de ese país, ya sea con el Ukiyo-e en tiempo de los impresionistas, con la tecnología en los cincuenta y sesenta, o con el anime en estas últimas décadas. Como es de imaginar, tampoco han escaseado las exposiciones dedicadas a su arte y cultura. Así, en la década de los 90 del pasado siglo se pudo disfrutar de tres: la inmensa dedicada al periodo Momoyama, de finales del siglo XVI, con su arte híbrido influido por los modos de los europeos, recién llegados a esas latitudes; la muy completa dedicada al periodo Edo, del siglo XVII al XIX, un tiempo que para los europeos se confunde con el Japón "ideal", al igual que para ellos nosotros seguimos siendo la revolución industrial del XIX; y la muy condensada dedicada a los fondos japoneses de la biblioteca nacional, en donde brillaban un par de grabados del pintor Hiroshige, casi páginas de manga.  Sin olvidar la muy reciente que rescataba del olvido una excepción histórica, la embajada que Date Masamune envío a Felipe III, a comienzos del XVII, para solicitar la ayuda del rey hispano contra el recién instaurado shogunato Tokugawa. Y tantas y tantas otras que su  sola enumaración terminaría por ser astragante


domingo, 24 de octubre de 2021

Exposición Tornaviaje (y otras) en el Museo del Prado

Los tres mulatos de Esmeraldas, Sánchez Galque

En el Museo del Prado acaban de abrirse tres exposiciones a cada cual más interesante: la llamada Tornaviaje, dedicada al arte creado en la América Hispana que acabó en la metrópoli; la titulada El hijo pródigo de Murillo y el arte de narrar en el Barroco andaluz, comparación de los estilos e intereses de tres pintores de ese periodo y lugar; para terminar con Leonardo y la copia de Mona Lisa, montada alrededor de la copia de ese cuadro, realizada en el taller de Leonardo, que fue descubierta y restaurada recientemente en el Museo del Prado.

Tornaviaje es un término marinero que se refiere específicamente a la ruta de vuelta en una travesía marítima. Descubrir esos tornaviajes era crucial en todo viaje de exploración, puesto que sin esas rutas de retorno -o si éstas eran difíciles e impracticables- era imposible mantener un establecimiento comercial en territorios que estaban, literalmente, al otro extremo del mundo. Así, la ciudad de Manila no fue viable hasta que Legazpi descubrió como navegar desde las Filipinas hasta México, evitando cruzar las zonas de influencia portuguesa. Una ruta que podía haber sido descubierta medio siglo antes: un hecho poco conocido de la expedición de Elcano es que, cuando ésta pierde a Magallanes en ese archipiélago, se decide dividirla en dos. Una, la comandada por Elcano, intentaría volver a España por el cabo de Buena Esperanza, la otra intentaría recruzar el Pacífico, empresa en la que encontrarían la ruta de Legazpi y estuvieron a punto de tener éxito.

martes, 28 de septiembre de 2021

Exposiciones Morandi/Judith Joy Ross en la Fundación Mapfre

Bodegón, Giorgo Morandi

Acaban de abrirse en la Fundación Mapfre madrileña dos exposiciones que comparten un mismo enfoque estético, a pesar de ubicarse en artes distintas y periodos separados. Por un lado, el del pintor italiano Giorgo Morandi, cuya trayectoria cubre la primera mitad del siglo y cuya obra se centró, casi en exclusiva, en el cultivo del bodegón. Por otro lado, la fotógrafa norteamericana Judith Joy Ross, empeñada en retratar los habitantes de ese país y sus muchas diferencias, durante las décadas finales del siglo XX e iniciales del XXI. Ambos, sin embargo, coincidiendo en reducir su recursos expresivos al mínimo, intentando apurar, hasta sus últimas consecuencias y con un cierto punto de obsesión, un único modo de plasmación.

jueves, 23 de septiembre de 2021

La máquina Magritte, exposición en el museo Thyssen

Las memorias de un santo
Las memorias de un santo

Vaya por delante que Magritte es uno de mis pintores favoritos. La explicación es sencalla: me encontré con su obra cuando mi afición por el arte "contemporáneo" se estaba consolidando, espoleada por una serie mítica, The Shock of the New. En aquel tiempo, a mediados de los ochenta del siglo pasado tuve la oportunidad de ver una serie de exposiciones que me marcaron: las Cezanne y  Monet del antiguo MEAC, antecesor del MNCARS, y las Ernst y Magritte de la Juan March. De ahí quizás que esta nueva retrospectiva del Thyssen, dedicada al surrealista belga, me parezca no llegar al nivel de la de hace casi cuarenta años. Los lazos sentimentales, los recuerdos embellecidos, pesan demasiado.

Pero vayamos por partes. A pesar de mi admiración por Magritte, es innegable que se trata de un pintor mediocre en los aspectos técnicos. Sabe pintar objetos reconocibles, pero no hay que esperar alardes ni florituras en su plasmación. Lo que lo distingue y lo coloca entre los grandes es otro aspecto: su capacidad para crear enigmas visuales que se tornan automáticamente en iconos. Hay pinturas de Magritte que se conocen antes de haberlas visto, tal es la difusión que sus invenciones han tenido en la cultura popular.  

Creaciones, además, que no se limitan a un exiguo puñado de aciertos, siempre repetidos. Si la exposición se llama La máquina Magritte es porque este pintor surrealista no paraba de crear nuevas paradojas visuales, las desarrollaba en infinitas variaciones, para luego injertarlas las unas en las otras. De ahí que ninguna exposición de Magritte parezca la misma, aunque sea que inevitable que se repitan obras, o que siempre se queden imágenes icónicas fuera.

lunes, 21 de junio de 2021

Su propio camino

 

Lo primero, pedirles disculpas por mi silencio en este último mes. Entre unas cosas y otras, no he estado muy por la labor de escribir entradas, pero ha llegado el momento de recuperar el tiempo perdido, que tengo varias entradas muy atrasadas. Entre ellas, mis impresiones sobre la exposición sobre Ida Applebroog, reciéntemente abierta en el MNCARS

Creo que ya les he comentado varias veces lo mucho que me gusta la política expositiva de esa institución. Desde hace ya varios lustros se ha entregado a la exploración del arte posterior a 1950, una región poco conocida por el aficionado medio, de ordinario deslumbrado por el fulgor de las vanguardias históricas. Queda oculto que en ese periodo de posguerra, y hasta la actualidad, el arte va a sufrir unas transformaciones igual de cataclísmicas como las de la primera mitad del siglo XX. Entre ellas, la quiebra de la modernidad y el concepto de progreso asociado al arte, la disolución del concepto de belleza y el mismo de arte, la huida de la prisión en que se habían tornado las formas habituales -pintura y escultura- para volcarse en las artes consideradas menores y las extendidas, etc.

Una política de exposiciones que se combina con otra no menos importante: la reivindicación de las artistas, una labor tanto más de justicia cuanto que no caben las excusas que se utilizan para otras épocas. En especial, justificar su ausencia del espacio del museo basándose en la discriminación pasada, cuando una característica del siglo XX es precisamente la conquista, por parte de las mujeres, del espacio social y cultural reservado hacia los hombres.

En ese sentido, podría decirse que toda exposición dedicada a una mujer tiene una intencionalidad política feminista, sin importar que sea explícita o implícita. Tanto más en el caso de una artista como Ida Applebroog, cuyas inclinaciones sociales y políticas son evidentes. Se hayan en el centro de su obra, cuyo significado sería ininteligible si las dejásemos a un lado.


El inicio de la exposición puede resultar desconcertante: la chispa de la producción artística de Applebroog fue el periodo de depresión que atravesó a finales de los años sesenta. Las acuarelas que pinto en ese periodo se caracterizan por unos colores encendidos y unas formas serpenteantes que tanto pueden deberse a la influencia de la psicodelia contemporánea como a las medicinas que le estuviesen recentando. Sin embargo, esas influencias y circunstancias exteriores no pueden ocultar la originalidad y fuerza de esas representaciones. Sólo pueden provenir de la mente y la mano de una gran artista.

Applebroog, sin embargo, no se quedó encerrada en ese formalismo que podrían hacer presagiar esas primeras obras. Casi de inmediato se entregó a una reflexión sobre la condición femenina, tanto desde un punto de vista personal, como social. Es decir, orientado a la contemplación y exhibición de su propio cuerpo - como la instalación compuesta por dibujos de su vagina - como al lugar social que la sociedad americana - de entonces y de ahora reservaba a las mujeres. 

Para realizar ese análisis Applebroog encontró una forma propia, a medias entre el formato del cómic, el guiñol y el retablo medieval. Su obras contienen una viñeta principal a la que se adosan otras menores, las cuales componen una historia. Narraciones que hablan de soledad y aislamiento, como en las aventuras de un misterioso hombre sin cabeza, que es tanto torturador como víctima, humillado por sus superiores, tirano para los inferiores.
 
Obras que van tornándose cada vez más ambiciosas, despegándose de la superficie de la pared y ocupando el espación del recinto expositivo. Obligando al visitante a perderse por el laberinto que proponen.


lunes, 3 de mayo de 2021

Explosiones de color


Acaba de abrirse, en el Museo Thyssen, una amplia retrospectiva de la pintora norteamericana Georgia O'Keefe. No es la primera vez que se puede disfrutar de la obra de esta artista -hace casi veinte años hubo una muestra similar en la Fundación Juan March-, e incluso gran parte de las pinturas que se exponen ahora son las mismas que en ocasiones ocasiones. No obstante, más allá de coincidencias y repeticiones, estas exposiciones siempre han buscado disipar el estereotipo que suele asociar con ella: el de pintora de flores gigantescas de subtexto sexual.

Aunque ese tipo de cuadros ocupan un lugar central en la exposición -de manera literal-, la muestra se expande en otras direcciones, temáticas y cronológicas. O'Keefe fue paisajista, tanto urbana como rural, además de adentrarse en terrenos que podríamos calificar de místicos y metafísicos. En realidad, el rasgo que unifica su obra es el de hallarse siempre al borde de la abstracción. Aunque podamos identificar los motivos representados, hasta el extremo de determinar su situación geográfica, incluso desde dónde fueron pintadas, sus creacciones habitan una tierra de nadie a mitad de camino entre el sueño y la vigilia. La realidad ha sido deformada, simplificada, idealizada, de manera que termina por desmaterializarse, convertiéndose en puerta de acceso hacia un mundo paralelo que queda envuelto en la penumbra.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Parangones

 

Jordaens, Meleagro y Atalanta

La exposición Pasiones Mitológicas, apenas inaugurada en el Museo del Prado, es un auténtico who is who de la pintura renacentista y el primer barroco. La nómina de grandes pintores de esos periodos es apabullante: Tiziano, Veronés, Rubens. Ribera, Poussin, van Dyck, Jordaens, Velázquez, asi como otros no tan conocidos, pero no menos interesantes. Por si sola esta muestra equivale a un pequeño museo, aunque de una calidad que pocas instituciones -ni siquiera las mastodónticas- soñarían igualar. Sólo por eso ya valdría la pena visitarla, pero la cosa no se queda ahí. Todas las exposiciones del Prado, de un tiempo a esta parte, vienen con su subtexto y aunque este no sea tan enjundioso como el de la pasada Invitadas, no deja de tener interés.

domingo, 21 de febrero de 2021

Pasados/Presentes

Tomoko Yoneda, fotografía de la serie Kimusa
 

En la Fundación Mapfre madrileña han coincidido dos exposiciones muy distintas -una de fotografía contemporánea, la otra de pintura de las vanguardias históricas-, que, no obstante, acaban por armonizar de manera inesperada. ¿La razón? Que ambas constituyen el resultado de sendas obsesiones estéticas. La fotógrafa Tomoko Yoneda busca encontrar las escasas huellas del pasado histórico en un  presente anodino, desligado ya de esos hechos, mientras que el pintor Alexéi von Jawlenski plasmaba un mismo tema una y otra vez, hasta borrar todas las conexiones figurativas que pudiesen ligar su pintura con la realidad.

La historia, como les apuntaba, es central en la fotografía de Tomoko Yoneda. Una y otra vez, parte a lugares de gran resonancia, como las playas de Normandía, para retratarlos en su estado actual. Sin embargo, siguiendo el ejemplo del desembarco en el día D, esto no significa que su obra sea un traveloge, un itinerario en el que se vayan marcando los hitos  -búnkeres, cementerios, monumentos-, consagrados en el relato histórico. Sus fotos, por el contrario, tienen como tema escenas y paisajes anodinos, indistinguibles de otros similares en cualquier lugar del mundo. Lo único que los diferencia es que sabemos, gracias al título de la fotografía, lo que ocurrió allí, en ese lugar banal, muchos años atrás, en un tiempo que ya no es el nuestro.

De ese pasado sólo quedan fantasmas, conocidos e ignotos, que el espectador se esfuerza por invocar, muchas veces sin resultado. Por ejemplo, en fotografías como la que abre esta entrada, perteneciente a la serie Kimusa. Kimusa era un antiguo hospital que, tras la guerra de Correa, fue utilizado como centro de detención y tortura por la dictadura surcoreana de Sygman Ree. Con el tiempo fue reconvertido en museo, momento que Yoneda escoge para fotografiarlo, en unas instantáneas planas y claustrofóbicas que buscan evocar los horrores que allí sucedieron, las personas que allí sufrieron. ¿Sin éxito? Sí y no, puesto que aunque ya no queden huellas de ese pasado tétrico, el sólo hecho saber el secreto que ocultan las vuelve inquietantes. Tanto, que ya nos será imposible habitar en esos espacios.

¿Hay retorno posible al pasado?  No, ya no existe, está muerto y ha sido borrado por completo, de manera que cualquier recreación no pasan de garabato. Mentiras toscas, útiles para no perder la conexión con esos hechos que, como muertos vivientes, siguen atormentando nuestro presente. Porque aunque nos esforcemos en eliminarlo, en pensar que nuestros pecados ya no ejercen influencia alguno en nosotros, siguen ahí, en esa realidad paralela, tan real como la tangible, que conforma nuestra memoria y nuestros pensamiento.

Alexei von Jawlensky, Variación

Esa obsesión por intentar plasmar lo invisible -o una realidad superior que apenas llegamos a vislumbrar- es común con la obra de Alexei Jawlensky. Jawlensky es un pintor expresionista, afincado en la Alemania de primeros del siglo XX, cuya gran fama está reñida con su exiguo periodo de gloria: apenas una década, en el entorno de 1920, desde que descubrió su estilo característico hasta que su habilidad técnica se vio coartada por una artrosis degenerativa. De hecho, esa cumbre de su obra se reduce a una serie de variaciones sobre dos temas: el paisaje rural que contemplaba desde su retiro en suiza y las llamadas cabezas místicas o de salvador.

Esta concentración temporal y temática de la producción de Jawlensky trabaja en contra de la exposición de la Mapfre. No por su concepción expositiva, que busca correctamente trazar la evolución de este artista desde sus inicios, sino porque cuando se llega a sus obras más famosas es casi al final de la exposición. Se tarda demasiado en culminar, consecuencia de que Jawlensky fue un pintor al que le costó mucho encontrarse a su mismo, y cuando se hace, la exposición termina de manera abrupta. Pasadas las grandes series ya citadas, las pocas obras que quedan son mediocres, imbuidas de la enfermedad que fue minando la pericia técnica de Jawlensky.

Sin embargo, ese breve segmento final, apenas un chispazo entre dos eriales, justifica el cariño que algunos tenemos por este pintor. Es asombroso, en su Variaciones, comprobar como una curva en un camino, sin belleza propia ni rasgos distintivos, se convierte en un motor de experimentación constante. Roza la abstracción completa, aunque Jawlensky no se atreva a desprenderse de las últimas ataduras figurativas. Por su parte, en los rostros místicos/de salvador, se reduce la faz humana a un conjunto mínimo de rasgos, los justos para hacerlo reconocible, que se representan con una paleta distinta en cada versión. Con colores antinaturales, disonantes incluso, pero que nunca llegan a chirriar

Un único motivo, infinitas versiones, de variedad inagotable, en las que sumergirse sin experimentar jamás canasancio.

Alexei von Jawlensky, Rostro místico

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jueves, 3 de diciembre de 2020

Adoctrinamientos invisibles

Aurelia Navarro, Desnudo
Aurelia Navarro, Desnudo

El sábado pasado pasé a ver la muestra Invitadas, que se puede visitar en el museo del Prado. Como sabrán, se trata de una exposición política, en el mejor sentido de la palabra, con un objetivo doble: mostrar como la ideología patriarcal del siglo XIX halló un vehículo de propaganda en la pintura oficial, la consagrada en concursos y  premios, además de indicar como el arte realizado por mujeres fue sistemáticamente excluido y ocultado, como impropio de ese género. En ese sentido, resulta incomprensible la falsa polémica levantada por ciertos medios de izquierda, por la cual esta exposición sería ejemplo de los mismos vicios que pretende denunciar. Con demasiada frecuencia -y es algo con lo que me topado en múltiples ocasiones-, la pureza política a ultranza acaba desembocando en cometer similares injusticias a las que se denuncian. Baste recordar cuantos revolucionarios en pro de la libertad y la igualdad han terminado convertidos en tiranos.

Antes de analizar la exposición, un apunte personal: el periodo artístico en el que se centra me resulta bastante indiferente, cuando no cargante. Cuando la colección de pintura del siglo XIX del museo del Prado estaba concentrada en el Casón del Buen Retiro, su visita era para mí como cruzar un árido desierto: fuera de su inicio, los seguidores de Goya, y su final, un magnífico retrato de Juan Gris, el resto me parecía aburrido y prescindible. En general,  ese hastío me ocurre no sólo con la pintura del siglo XIX español, sino con toda la europea de ese periodo. No soporto ese arte destinado a contentar  y no molestar a la burguesía, concebido como medio de amasar fortunas, condecoraciones y distinciones, ni sus muchos movimientos de revival en busca de una pureza perdida, echada a perder por el progreso. Los artistas que admiro de este tiempo son los que se quedaron un poco al margen, fuera de esas corrientes mayoritarias: los precursores de la modernidad y la vanguardia, tal y como esta se enseñaba hace cuarenta o cincuenta años.

domingo, 2 de febrero de 2020

Los nuevos/viejos caminos

Miguel Ángel Campano, Rithm & Blues

Han coincidido, en el MNCARS, dos muestras de artistas españoles contemporáneos. Por un lado, la titulada D'Apres y dedicada al pintor Miguel Ángel Campano, quien apenas tuvo tiempo de colaborar en ella antes de su muerte hace dos años. Por otro, Abandonar la escritura, que se centra en la figura del poeta experimental Ignacio Gómez de Liaño, aún vivo y que no se muerde la lengua a la hora de defender ciertas opciones políticas muy recientes y no menos despreciables. Vaya por delante, que he visto ambas exposiciones con cierto apresuramiento, a pesar del interés de su contenido, así que, por desgracia, mis comentarios no van a pasar de superficiales y estereotipados.

Con claridad, Campano se inscribe en la larga y caudalosa corriente de la pintura abstracta, ya centenaria. Incluso, a primera vista, se le podría encuadrar con los informalismos que surgieron, un tanto a destiempo, a finales de los cincuenta en la España de la dictadura, si no fuera porque Campano pertenece una generación posterior, la que desarrollaría su obra en tiempos de la transición y la democracia. Una época, no se olvide, que presencia la quiebra de la modernidad y su disolución en el posmodernismo de los ochenta, por lo que cualquier intento de perseverar en la abstracción - o en cualquiera de los dejes modernos- por fuerza debería parecer anticuado. Una mirada hacia un pasado que comenzaba a ser historia, de ésa que permanece cogiendo polvo en los manuales especializados.

Hay que reconocer que Campano, en su larga trayectoria, no se limitó a encontrar una fórmula reconocible que pudiese rentabilizar con facilidad. Su obra se caracteriza por una elogiable experimentación, en la que abundan los vuelcos completos, los bruscos virajes. Tan radicales que se podría confundir esta exposición monográfica con una colectiva, en la que se hubiese ilustrado una época y un estilo artístico describiendo un sistema solar de pintores, con sus influencias y referencias. No obstante, a pesar del afán renovador de Campano, sus pinturas pueden clasificarse en dos ramas bien diferenciadas de la abstracción: la colorista, a la que volvería una y otra vez, que remitiría tanto al primer Kandinski como a los autores más dinámicos del informalismo de los cincuenta,  enfrentad un geometrismo monocromático de acabado tosco y áspero, no tanto al estilo de la Bauhaus y sus reencarnaciones de posguerra, pero sí con claras referencias a Malevich y a los supermantistas.

Dos opciones entre las que prefiero la colorista, quizás por aparecerme más musical y menos cerebral.





Respecto a Liaño, su obra se inscribe en la exploración de un problema que la modernidad no supo resolver y que la posmodernidad adoptaría como uno de sus rasgos definitorios. Hacia los sesenta del pasado siglo quedó claro que las divisiones entre las artes se habían convertido en corsés, que limitaban la expresividad del artista y el impacto sobre los espectadores. Nació así el concepto de artes extendidas, que buscaba romper esas barreras entre técnicas y formatos, con el objetivo de rescatar el arte de unos museos que habían devenido templos sacrosantos, cuando no mausoleos inaccesibles. Lugares en los que el carácter sagrado de lo expuesto imposibilitaba cualquier otra reacción que no fuera la de sumisión, humillación y adoración. Sin dudas y sin fisuras.

Esa reacción no era nueva, puesto que su primera expresión había tenido lugar con el Dadá de 1910, del cual estos artistas se proclamaban herederos y admiradores. La diferencia es que sólo en los años sesenta pasó a formar parte de la corriente principal de la creación artística, mientras que las categorías tradicionales se tornaban caducas, por mucho que hubieran vertebrado hasta entonces las vanguardias. Así, la poesía, que es el campo que cultiva Gómez de Liaño, busca escapar de las páginas de los libros e invadir la vida cotidiana, ya sea en forma de manifiestos en video -que ahora youtube permite alcanzar una difusión masiva-, instalaciones en que las frases se convierten en paisajes, juegos que utilizan el azar y la arquitectura para generar poemas de forma aleatoria -y supuestamente de variedad infinita-. o esculturas-paradoja donde el temblor del poema se materializa en objeto visible.

¿Funciona? Es discutible y ese es su mayor fracaso. Si se pretendía que el arte de vanguardia llegase e  influyese a amplios sectores de la población, en especial los que no tienen tiempo o inclinación para apreciarlo, el experimento se ha cerrado con un fiasco. Este arte extendido/expandido, diseñado para la calle, concebido para la participación de todos, ha devenido otro prisionero más de los museos de arte contemporáneo a los que tanto detestaba. Una curiosidad ante la que desfilan escasos curiosos, que no ocultan su desinterés  y aburrimiento.

Un arte para nuevas élites, como el antiguo. Como mucho para quienes conocen la broma.

miércoles, 1 de enero de 2020

Incluso la muerte tenía miedo de Auschwitz


Cuando visitaba la exposición de la pintora Ceija Stojka, titulada Esto ha pasado, en el MNCARS, recordaba la frase de Claude Lanzman en uno de las adendas a su film Shoah (1985): nunca puede llegar a conocer el holocausto en su totalidad. A cada nuevo testimonio se descubre un detalle que completa, modifica, incluso invalida, las ideas previas, ésas que parecían seguras e inamovibles. En este caso, lo que la exposición ofrece es el testimonio de una mujer de origen romaní -gitana, para que nos entendamos- , que con diez años, en 1943, fue deportada a Auschwitz con su familia. Ése fue el comienzo de un largo periplo por el sistema concentracionario nazi, del que emergería, junto con su madre, en abril de 1945 en el campo de Bergen-Belsen, tras haber pasado por por Ravensbrück. Ambos de recuerdo infame, éste por ser el único campo femenino del imperio nazi; aquél, por las imágenes horripilantes grabadas por las tropas aliadas cuando se produjo su liberación.

El caso del pueblo romaní es una de tantas paradojas en las que abunda el absurdo del Nazismo. Por un lado, en la cosmogonía nazi, los roma eran considerados como arios, dado su origen en el Punjab indio. Por tanto, material biológico valioso en la construcción del nuevo orden nazi. Por el otro, sin embargo, pertenecían a la categoría de los asociales: todas esas personas que por su modo de vida no conseguían adaptarse a la comunidad nacional propuesta por el sistema. En el caso de los Roma, por sus costumbres nómadas, sin domicilio fijo, además de mostrarse siempre refractarios a cualquier asimilación que diluyese su identidad, su lengua y su cultura. Éste ultimo aspecto fue el que prevaleció en la mentalidad nazi, conduciendo a señalarlos como candidatos del exterminio o, como mínimo, de la esterilización forzosa.

lunes, 28 de octubre de 2019

Consonancias

Autorretrato, Sofonisba Anguissola

Se acaba de abrir, en el museo de El Prado, la exposición Historia de dos pintoras: Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana. No creo exagerar al decir que era una muestra esperada con impaciencia  por todos los aficionados. Incluso se podría decir que era LA exposición, así con mayúsculas, sin la que este año no podía considerarse completo.

Se inscribe en esa tendencia actual, de unas pocas décadas acá, que busca recuperar del olvido a las muchas pintoras que figuran en la historia de la pintura occidental. Unas reivindicaciones que no se limitan al muy necesario acto de justicia, por parte de una sociedad que se ufana de un feminismo constituido como rasgo de identidad cultural. La restitución de su memoria corre el peligro de quedar limitada a breves menciones en las enciclopedias, algunas telas expuestas en salas secundarias de los museos, peor sin alcanzar mayor repercusión, fuera de los expertos. Dando la razón a la opinión retrógada que sostiene que si esas mujeres fueron olvidadas, menospreciadas y apartadas, es porque nunca alcanzaron el talento, ni la valía, de sus colegas masculinos. No porque todo, absolutamente todo, estuviera en contra suya

Cuando no es así, ni mucho menos. No estamos hablando de caprichos, ni de cupos. A cada descubrimiento, a cada reivindicación, se descubre a pintoras cuyo valor va más allá de lo anecdótico. Artistas con verdadero talento, que poco tienen que envidiar a la mayoría de los hombres recordados por la historia. enumerados en los canones oficial. Esas mujeres bien pudieran haberse colado entre los más grandes, si su tiempo  hubiera dejado florecer su talento, si hubieran gozado del mismo respeto y consideración que sus colegas. Aún así, habiendo quedado malogradas sus carreras en muchos casos -por indiferencia, ignorancia, envidia y desprecio-, no hay nada que las pueda quitar su condición de heroínas. Como las dos pioneras, Anguissola y Fontana, separadas una generación, a las que se dedica la muestra de El Prado.

martes, 22 de octubre de 2019

Ocasiones desaprovechadas


En los últimos años, el panorama expositivo madrileño se ha visto ampliado con las muestras que Artemisia, un conglomerado artístico italiano, organiza en el Palacio de Gaviria, recuperado y restaurado para esas ocasiones. Debería alegrarme, -todo nuevo espacio expositivo es bienvenido- pero les confieso que tengo sentimientos encontrados. Empezaron muy fuertes, con Escher y el Surrealismo, aunque sin esconder que buscaban apelar al público y los recientes cambios de gusto. Así, entre medias tiraron de Mucha -que empacha y astraga como los dulces en grandes cantidades- para continuar con Tamara de Lempicka. Una exposición, esta última, muy loable, ya que recuperaba a una pintora valiosa, por desgracia famosa por razones extrapictoricas, pero que en su selección de piezas acababa por ser un injerto entre almacén de Ikea y planta de moda del Corte Inglés. Con poca pintura, mucho vestido y demasiado mueble.

Tras haber estado centrada en la modernidad, Artemisia ha vuelto la vista a los antiguos maestros, en concreto a la pintura flamenca de los siglos XVI y XVII. La nueva muestra tiene de nombre Bruegehel, Maravillas del arte flamenco, y se propone trazar la historia de esa larga dinastía de pintores, central en la evolución del arte europeo de esa época, y con varias figuras notables entre sus filas, más allá de su fundador. Para que se hagan una idea, primero tenemos a Pieter Brueghel el Viejo, el más famoso de todos, creador de una serie de imágenes icónicas que figuran en todas las historias del arte. No sólo por su carácter de símbolo reconocible al instante, sino por la riqueza de su detalle y la calidad de su pincelada. Digno cierre a ese miniaturismo obsesivo, creador de un realismo asombroso por vía de la  microscopía -y no la perspectiva, como el Renacimiento Italiano-, que había caracterizado el arte flamenco desde los van Eyck.

martes, 24 de septiembre de 2019

Elogio de la cursilería


Desde que la modernidad en arte se disolvió en la nada a finales de la década de los setenta, ha ido siendo más y más habitual la deconstrucción del relato basado en las vanguardias históricas. La marcha inevitable hacia la abstracción, punteada por sucesivas revoluciones estéticas, surgidas las unas de las otras, se ha revelado una visión incompleta, incluso injusta. Deja fuera a pintores inmensos que se apartaron, voluntariamente, de un arte militante, de confrontación y escándalo, para explorar otros caminos, no menos rompedores, que sólo ahora comenzamos a apreciar. Con la vuelta a un arte que intenta ser figurativo, transmitir un mensaje, dialogar con su público, sin que eso signifique copiar a rajatabae los estilos del pasado.

Sin embargo, hallo que muchas veces ese esfuerzo por rescatar pintores del olvido acaba por errar su objetivo: reparar injusticias evidentes. Por ejemplo, los museos que tienen colecciones del siglo XIX han vuelto a exponer en lugar de honor la pintura de historia del siglo XIX, señalando la pericia técnica de sus creadores. En contrapartida, intentan ocultar el carácter de encargo de la gran mayoría esas obras, muchas veces compradas por metros. La mayoría, a pesar de su maestría, no dejan de ser  un acúmulo de convenciones concebidas para no asustar al cliente, cuando no absurdos temáticos y compositivos que bordean el ridículo. Vergüenza ajena que se extiende a la pintura de Salón, en tantos casos indistinguible de un erotismo solapado para consumo de burgueses bien acomodados con sólidos principios morales. Una pintura al que le falta el brío, la naturalidad, la sensualidad, incluso el descaro, con que esos mismos temas eran abordados en el renacimiento y en el barroco.

Esta introducción viene a cuento de que en la fundación Mapfre acaba de inagurarse una exposición de título Boldini y la pintura española a finales del siglo XIX. Su tésis es recuperar la figura de Giovanni Boldini, pintor del último tercio, más o menos, del siglo XIX, presentado como figura de gran relieve y talento, además de relacionarlo con una ristra de pintores españoles de esa época, todos bien conocidos por el público: Fortuny, Sorolla, Zuloaga.

Pues no. Lo siento, pero no. Boldini es un pintor con muchas carencias, además de notarse demasiado que estaba en eso por el dinero. Les explico.


lunes, 15 de julio de 2019

Un pero y varios reencuentros

La callejuela, Vermeer

Antes de nada, les señalo el gran pero que tengo a la exposición Velázquez, Rembrandt, Veermer, Miradas Afines, abierta en el museo de El Prado. Su tesis pretende subrayar las semejanzas entre la escuela holandesa y la española, pero me parece un ejercicio forzado, que oscila entre lo obvio y el malabarismo, para acabar pareciendo más una excusa que cualquier otra cosa. Disculpable por traernos un buen puñado de Hals, Rembrandt y Vermeer, entre otros muchos nombres notables, pero que no deja por ello de ser un pretexto para montar una exposición con ese plantel.

La existencia de concomitancias entre ambas escuelas pictóricas es algo archiconocido, evidente cualquier estudiante o aficionado, por poco conocimiento que tenga. La sombra de Caravaggio es alargada y prácticamente no hubo pintor barroco que no lidiase con el peso su herencia, fuera para adaptarlo a sus afinidades estéticas, fuera para superarlo en busca de nuevos horizontes pictóricos, fuera para rechazarlo por entero. Sin contar que la Roma del primer tercio del siglo XVII se convirtió en lugar de encuentro de artistas de todas las procedencias, cuyos hallazgos y polémicas fertilizarían y determinarían las diferentes escuelas nacionales. Figuras como la de Poussin, Claudio de Lorena o Ribera asumieron un carácter híbrido, formalmente adscritos a las historias de sus países de origen, pero incomprensibles fuera de su Roma o Nápoles de adopción.

martes, 25 de junio de 2019

Las olvidadas


No sé si se seguirá manteniendo esa metodología, pero hace muchos años se solía dividir la producción pictorica de Picasso, una vez pasados los periodos rosa, azul y cubista, de acuerdo con sus amantes/esposas. Esas mujeres quedaban reducidas a meras piedras miliares, accidentes en la vida de un genio, sin otra importancia que la de marcar y etiquetar sus cambios de estilo, tiñendo de una tonalidad unifirmae a periodos estilísticos más o menos definidos.

Con el tiempo, sin embargo, aprendí que algunas de esas mujeres había sido artistas de talento, cuya vida y obra había quedado en la penumbra causada por la cercanía al genio. El caso más claro era el de Dora Maar, artista cercana a los surrealistas, creadora de collages fotográficos turbadores, de los mejores salidos de ese movimiento. De hecho, el descubrimiento de su obra, junto con la de otras muchas mujeres que orbitaron alrededor del Surrealismo, ha supuesto un vuelco en su apreciación. No es tan cierta ya esa idea de un movimiento en exclusiva masculino, rabiosamente sexista, en el que la mujer quedaba reducida a musa, juguete un objeto de deseo, sino que en parte ha sido substituida por la constatación de que nada impedía, entonces y ahora, que las mujeres aplicasen sus presupuestos estéticos con talento y pericia. Sin deber ni envidiar nada a sus compañeros masculinos.

martes, 18 de junio de 2019

Arte y vida


De ordinario, suelo evitar hablar de la vida de los artistas al referirme a su obra. No porque crea que no tienen relación e influencia la una sobre la otra, la otra sobre la una. Tampoco por la seducción de esa falsa idea que nos habla de sublimación, de huida, como si el artista accediese a nuevos mundos, ajenos y contrarios a su experiencia vital, intentando huir de las frustraciones y limitaciones cotidianas. Es más bien porque esa disociación me permite proyectar mis propias obsesiones, temores y errores  sobre la obra que contemplo, como si fuera un lienzo en blanco. Apropiándomela, cierto, por muy derogatorio que haya devenido ese término, pero que es el único modo que conozco de hacerla mía, de sentirla como parte de mí mismo. De ahí, quizás, mi fascinación por la abstracción, ejemplo máximo de arte que se amordaza a sí mismo, prefiriendo ser lo que el espectador quiera o desee.

Sin embargo, hay veces que ese esfuerzo de separación es imposible. La obra de un artista es su vida, surgió en respuesta a ella, fue conformada por entero por fracasos y decepciones. Ocultar la biografía es amputar la obra, hurtarle su auténtico significado e impulso, traicionar al artista, de manera sutil y amable, casi compasiva, pero no menos cruel y despiadada. Ese el caso de David Wojnarowicz, de quien se puede visitar una amplia muestra en el Reina Sofia, subtitulada La historia me quita el sueño. Una exposición que es tanto encuentro con un artista de raigambre pop y expresionista como un recorrido por la bohemia/marginalidad del Nueva York de los años setenta y ochenta. A través de los ojos de un homosexual y toxicómano, asiduo de ambientes sórdidos, evitados por la gente normal, que acabaría muriendo de la nueva peste finisecular: el SIDA. Esa enfermedad que para el conservadurismo renacido de la América de Reagan era castigo divino infligido sobre pecadores, díscolos, disidentes y contestatarios.

domingo, 21 de abril de 2019

Como los niños


Ejemplo de los juguetes educativos propuesto y diseñados por Friedrich Fröbel
He necesitado visitar una segunda vez la exposición El juego del arte, abierta en la Fundación Juan March madrileña, antes de poder comenzar a escribir estas breves notas. El motivo es simple: hay tantas obras expuestas que el visitante puede llegar a sentirse agobiado e intimidado, incapaz de asimilar lo que se le propone, obligado a interrumpir su visita por el cansancio. De hecho, la muestra me ha recordado a esas colecciones de pintura de los siglos XVII y XVIII, en que todo el espacio disponible en las paredes estaba cubierto por cuadros, sin que hubiese mención a sus títulos y autores. Sólo una confusión de figuras, estilos y temas en los que era fácil perderse, ser incapaz de identificarlas, renunciar a encontrar las obras de altura,  ante la imposibilidad de orientarse en ese desorden estético.

Lo que no quiere decir que la muestra sea mala. Muy al contrario, para mí es una de las exposiciones del año, a la misma altura que la exposición Toulouse Lautrec y el espíritu de Montmartre, que, como ya les comenté, no trata casi del pintor postimpresionista, más allá de alusiones y referencias aísladas. Lo que comparten ambas, por fortuna para el visitante, es un loable esfuerzo por salirse de los caminos trillados, para explorar en cambio territorios que suelen quedar ocultos a la vista del aficionado o al menos no figuran en las listas de lo que se debe o no debe ver. En el caso de la muestra de la March, además, proponiendo una tesis que puede parecer traída de los pelos, pero que cuantas más vueltas le doy, me parece más interesante y válida. 

En concreto, que en la génesis y consolidación se creó un ciclo de realimentación entre los métodos pedagógicos y la innovación vanguardista. Así, los métodos de enseñanza con los que fueron educados los artistas de las primeras décadas del siglo XX,  tenían en germen algunas de las ideas que estos desarrollarían, en especial en lo referido a la abstracción, mientras que, a su vez, las nuevas maneras artísticas inspiraron nuevos métodos educativos, cerrando así un círculo de influencias que desde entonces no ha hecho más reforzarse.

viernes, 19 de abril de 2019

Las cosas claras



Se acaba de abrir, en el MNCARS, una retrospectiva dedicada a Rogelio López Cuenca, artista conceptual español, cuya obra se extiende a caballo del siglo XX y el XXI. Como ya sabrán, el arte conceptual rehuye los aspectos estéticos del arte, que se consideran secundarios, incluso prescindibles, para centrarse en los político-ideológicos. Lo importante es el mensaje, al que se supeditan todos los elementos, sin que esto quiera decir que se conforme con ser panfleto o  manifiesto. Lo que se intenta, normalmente, es crear una paradoja visual que ponga en tela de juicio la convicciones, tenidas por inconmovibles, de nuestra sociedad. Sólo así, con la denuncia de sus contradicciones, evidentes y al mismo tiempo invisibles, es posible articular una solución a  nuestros problemas, emprender el camino que lleva a ella, de ordinario vedado por esas mentiras convenientes.

No obstante, todo arte conceptual se enfrenta a un grave riesgo: tornarse críptico, autista, como la abstracción intelectual contra la que se rebeló. Extraño destino para un modo que es eminentemente político, pero que en demasiados casos acaba siendo contemplado con indiferencia por el mismo público al que quiere incitar a la acción. Nadie ha compartido la broma con el espectador, para quien los objetos representados, resiginificados, no adquieren otro sentido que el que les es propio, sin apuntar al verdadero blanco deseado por el artista. No es así en el caso de López Cuenca, cuyas puyas son claras y certeras, al menos para un español, o por extensión un europeo, de estas últimas décadas.