Hablé, algunas entradas más atrás, de una serie de anime de esta temporada llamada Touka Gettan. Desgraciadamente, la novedad de su planteamiento, el estar narrada del futuro al pasado, y su enrevesada estructura narrativa, donde era imposible saber el qué, el cómo, el quién y, lo más importante, el con quién, hace ya mucho que se desvanecieron... una desafortunada consecuencia de que una serie pensada en principio para sólo 13 capítulos se allá extendido hasta 26 y gran parte de ellos, sean simplemente filler con el que llenar el tiempo de programación.
Sin embargo ya he hablado de lo imprevisible del anime y esta serie, mejor dicho el capítulo 19, ha venido a confirmar eso que ya conocía, pero que tiendo a olvidar. Como son capaces de reinventarse, de encontrar soluciones nuevas y, en definitiva llegar a sorprender al espectador, por muy avezado que se sea, por muy hastiado que se halle.
Simplemente porque en este episodio, director y guionistas, han decidido jugar con la forma, traicionar lo que podría denominarse la esencia del cine. En efecto, en vez de narrar la historia como hacen todas las películas, retratando la realidad presente, en este caso se ha preferido que nosotros, los espectadores, formemos parte del público de una representación de teatro, con la cámara también sentada entre el público, observando el escenario como un espectador más, sin poder moverse y sin poder elegir el mejor plano, casi replicando lo que podríamos llamar teatro filmado. Una reproducción de una representación teatral tan precisa que incluso escuchamos el retumbar de las pisadas de los actores sobre el escenario y percibimos ese tono falso al hablar tan típico del actor del teatro y tan aborrecido en el cine, pero que es tan efectivo en la obscuridad de un teatro, donde sabemos que lo que vemos es artificio, falsedad, arbitrariedad... y nadie nos quiere convencer de lo contrario.
Esto no dejaría de ser una curiosidad, un ejemplo de realismo llevado un poco más allá de lo normal. Un experimento que no llega a ser completamente extremo, puesto que la cámara, tras introducir cada escena de la forma que hemos relatado, si se acerca a los actores, para que, como en el cine, podamos ver claramente sus gestos y sus expresiones. El rizar el rizo, por llamarlo así, es que los actores que vemos son los protagonistas de la serie interpretando sus propios papeles en una obra que representa los mismos sucesos narrados en la serie. Casi como si la serie fuera la adaptación de la obra de teatro, o la obra de teatro la adaptación de la serie y el mismo reparto hubiera sido contratado en ambas ocasiones, para tener más gancho entre el público y aprovechar su experiencia.
Así que tenemos un primer salto mortal, la aparente objetividad del cine, que nos hace creer que personajes, historia, decorados y acciones son reales, se transforma en la arbitrariedad y artificiosidad del teatro, donde sabemos en todo momento que lo que vemos es irreal, falso. Una falsedad que podríamos negar, al decir que presenciamos la grabación de una representación, pero que, al tratarse de un dibujo animado, es una grabación de algo inexistente, de algo que no ha existido jamás. De forma que si realmente viésemos la grabación de una obra de teatro, al menos podríamos decir que el actor, el ser humano que vemos, continúa existiendo aunque el personaje que representa desaparezca al caer el telón, mientras que aquí nunca ha existido en primer lugar.
Un apasionante juego formal, donde, para rizar aún más el rizo, entre escena y escena, el escenario se convierte en pantalla de cine, un cine de colores desvaídos y celuloide envejecido, para que, en un último giro Brechtiano, no olvidemos que todo lo que estamos viendo no existe en realidad, es una representación de una representación, irreal e inexistente.
Por muy bellas que sean las palabras que escuchemos.
Sin embargo ya he hablado de lo imprevisible del anime y esta serie, mejor dicho el capítulo 19, ha venido a confirmar eso que ya conocía, pero que tiendo a olvidar. Como son capaces de reinventarse, de encontrar soluciones nuevas y, en definitiva llegar a sorprender al espectador, por muy avezado que se sea, por muy hastiado que se halle.
Simplemente porque en este episodio, director y guionistas, han decidido jugar con la forma, traicionar lo que podría denominarse la esencia del cine. En efecto, en vez de narrar la historia como hacen todas las películas, retratando la realidad presente, en este caso se ha preferido que nosotros, los espectadores, formemos parte del público de una representación de teatro, con la cámara también sentada entre el público, observando el escenario como un espectador más, sin poder moverse y sin poder elegir el mejor plano, casi replicando lo que podríamos llamar teatro filmado. Una reproducción de una representación teatral tan precisa que incluso escuchamos el retumbar de las pisadas de los actores sobre el escenario y percibimos ese tono falso al hablar tan típico del actor del teatro y tan aborrecido en el cine, pero que es tan efectivo en la obscuridad de un teatro, donde sabemos que lo que vemos es artificio, falsedad, arbitrariedad... y nadie nos quiere convencer de lo contrario.
Esto no dejaría de ser una curiosidad, un ejemplo de realismo llevado un poco más allá de lo normal. Un experimento que no llega a ser completamente extremo, puesto que la cámara, tras introducir cada escena de la forma que hemos relatado, si se acerca a los actores, para que, como en el cine, podamos ver claramente sus gestos y sus expresiones. El rizar el rizo, por llamarlo así, es que los actores que vemos son los protagonistas de la serie interpretando sus propios papeles en una obra que representa los mismos sucesos narrados en la serie. Casi como si la serie fuera la adaptación de la obra de teatro, o la obra de teatro la adaptación de la serie y el mismo reparto hubiera sido contratado en ambas ocasiones, para tener más gancho entre el público y aprovechar su experiencia.
Así que tenemos un primer salto mortal, la aparente objetividad del cine, que nos hace creer que personajes, historia, decorados y acciones son reales, se transforma en la arbitrariedad y artificiosidad del teatro, donde sabemos en todo momento que lo que vemos es irreal, falso. Una falsedad que podríamos negar, al decir que presenciamos la grabación de una representación, pero que, al tratarse de un dibujo animado, es una grabación de algo inexistente, de algo que no ha existido jamás. De forma que si realmente viésemos la grabación de una obra de teatro, al menos podríamos decir que el actor, el ser humano que vemos, continúa existiendo aunque el personaje que representa desaparezca al caer el telón, mientras que aquí nunca ha existido en primer lugar.
Un apasionante juego formal, donde, para rizar aún más el rizo, entre escena y escena, el escenario se convierte en pantalla de cine, un cine de colores desvaídos y celuloide envejecido, para que, en un último giro Brechtiano, no olvidemos que todo lo que estamos viendo no existe en realidad, es una representación de una representación, irreal e inexistente.
Por muy bellas que sean las palabras que escuchemos.