miércoles, 29 de agosto de 2007

On the Stage


Hablé, algunas entradas más atrás, de una serie de anime de esta temporada llamada Touka Gettan. Desgraciadamente, la novedad de su planteamiento, el estar narrada del futuro al pasado, y su enrevesada estructura narrativa, donde era imposible saber el qué, el cómo, el quién y, lo más importante, el con quién, hace ya mucho que se desvanecieron... una desafortunada consecuencia de que una serie pensada en principio para sólo 13 capítulos se allá extendido hasta 26 y gran parte de ellos, sean simplemente filler con el que llenar el tiempo de programación.

Sin embargo ya he hablado de lo imprevisible del anime y esta serie, mejor dicho el capítulo 19, ha venido a confirmar eso que ya conocía, pero que tiendo a olvidar. Como son capaces de reinventarse, de encontrar soluciones nuevas y, en definitiva llegar a sorprender al espectador, por muy avezado que se sea, por muy hastiado que se halle.

Simplemente porque en este episodio, director y guionistas, han decidido jugar con la forma, traicionar lo que podría denominarse la esencia del cine. En efecto, en vez de narrar la historia como hacen todas las películas, retratando la realidad presente, en este caso se ha preferido que nosotros, los espectadores, formemos parte del público de una representación de teatro, con la cámara también sentada entre el público, observando el escenario como un espectador más, sin poder moverse y sin poder elegir el mejor plano, casi replicando lo que podríamos llamar teatro filmado. Una reproducción de una representación teatral tan precisa que incluso escuchamos el retumbar de las pisadas de los actores sobre el escenario y percibimos ese tono falso al hablar tan típico del actor del teatro y tan aborrecido en el cine, pero que es tan efectivo en la obscuridad de un teatro, donde sabemos que lo que vemos es artificio, falsedad, arbitrariedad... y nadie nos quiere convencer de lo contrario.

Esto no dejaría de ser una curiosidad, un ejemplo de realismo llevado un poco más allá de lo normal. Un experimento que no llega a ser completamente extremo, puesto que la cámara, tras introducir cada escena de la forma que hemos relatado, si se acerca a los actores, para que, como en el cine, podamos ver claramente sus gestos y sus expresiones. El rizar el rizo, por llamarlo así, es que los actores que vemos son los protagonistas de la serie interpretando sus propios papeles en una obra que representa los mismos sucesos narrados en la serie. Casi como si la serie fuera la adaptación de la obra de teatro, o la obra de teatro la adaptación de la serie y el mismo reparto hubiera sido contratado en ambas ocasiones, para tener más gancho entre el público y aprovechar su experiencia.

Así que tenemos un primer salto mortal, la aparente objetividad del cine, que nos hace creer que personajes, historia, decorados y acciones son reales, se transforma en la arbitrariedad y artificiosidad del teatro, donde sabemos en todo momento que lo que vemos es irreal, falso. Una falsedad que podríamos negar, al decir que presenciamos la grabación de una representación, pero que, al tratarse de un dibujo animado, es una grabación de algo inexistente, de algo que no ha existido jamás. De forma que si realmente viésemos la grabación de una obra de teatro, al menos podríamos decir que el actor, el ser humano que vemos, continúa existiendo aunque el personaje que representa desaparezca al caer el telón, mientras que aquí nunca ha existido en primer lugar.

Un apasionante juego formal, donde, para rizar aún más el rizo, entre escena y escena, el escenario se convierte en pantalla de cine, un cine de colores desvaídos y celuloide envejecido, para que, en un último giro Brechtiano, no olvidemos que todo lo que estamos viendo no existe en realidad, es una representación de una representación, irreal e inexistente.

Por muy bellas que sean las palabras que escuchemos.





lunes, 27 de agosto de 2007

Le premier Homme

Mais le hasard n'est pas le plus mauvais aux choses de la culture.

Le premier homme, Albert Camus.

Desconozco si Camus tendrá aún algo de predicamento entre la juventud de hoy. En mis tiempos allá por el principio de los años 80 del siglo pasado, Camus era lo que se podría llamar un must. Algo que había que leer obligatoriamente, para luego discutirlo largo y tendido. Algo que tenía que gustarte necesariamente, que era imposible que no te gustase.

Por supuesto, había muchas razones para ese prestigio. En primer lugar, la obra del autor francés era eminentemente política, algo que cabía esperarse de alguien que viviera la ocupación nazi, las esperanzas de la liberación y el terremoto ideológico que supusieran las guerras de Indochina y Argelia, para la tan aparentemente moderna y liberal sociedad francesa. Una situación política que necesariamente debía resonar en nosotros, cuya niñez asistiera a la descomposición de una dictadura y al surgimiento de una democracia, casi de la nada, y en cuyas mentes se entrechocaban el cristianismo aún universal en occidente, los cismas excluyentes entre sí del marxismo, las ideas aún relucientes pero ya reducidas a curiosidad histórica, del 68, sin contar las múltiples guerras culturales entre tradición y modernidad, alta y baja cultura, etc, etc.

Pero había algo más en Camus. Todos sabemos de escritores eminentemente políticos que no ha pasado de pergeñadores de panfletos y que han sido rápidamente olvidados, una vez pasado el momento histórico al que pertenecían. Camus, sin embargo, y en esto no creo descubrir nada, era profundamente humanista, en el sentido de que para él, las personas particulares estaban antes de cualquier idea, o por decirlo recurriendo a un extremo expresivo, que las ideas, cualquier idea, eran prescindibles, fáciles de arrojar al cubo de la basura, mientras que las personas particulares no lo eran, y que por tanto, la piedra de toque que debía servirnos para juzgar la validez de cada idea era precisamente en el modo en que trataba a la gente del montón.
Todas estas divagaciones vienen a cuento de que estaba leyendo últimamente la obra inacabada, apenas primer borrador, de la novela que Camus estaba escribiendo justo antes de morir en un accidente de circulación, y que se centra en la infancia argelina de un francés nacido allí, trasunto literario del propio escritor y de su infancia.

No es que esta novela, o lo que nos ha llegado de ella, no sea una obra política El tiempo presente de la narración es el de la guerra de independencia del país árabe frente a los franceses. Un tiempo en que ejército francés y guerrillas del FLN se dedicaban a exterminarse entre sí y a los civiles del bando opuesto, una situación que aparece a retazos en el viaje iniciático del protagonista, en busca de su padre, en forma de bombas en las calles de Árgel, y de la evacuación de los colonos franceses de la región, expulsado por una mayoría de población árabe que recupera sus tierras... porque y Camus nos lo cuenta claramente, los colonos franceses (y los emigrantes españoles que llegaran después) no se asentaron en un espacio vacío, sino que desplazaron a otras gentes que ya estaban allí, una victoria que pagarían muriendo a decenas por la malaria, el cólera y la disentería. Una fundación que se realizo en medio de un conflicto sangriento entre dos comunidades, y que terminaría del mismo modo sangriento.

Una obra política por tanto, un aspecto que seguramente, se hubiera acentuado en posteriores redacciones de la novela, pero una obra humanista, al mismo tiempo. Un humanismo que se traduce en que la narración nunca se convierte en denuncia explícita, en que Camus jamás se coloca de un lado concreto, ni de los argelinos ni de los pieds noirs, sino que constata el pecado original de aquella fundación colonial y el resultado inevitable en el que desemboca.

Inevitable y fatalista, por tanto, puesto que a pesar de las personas particulares, árabes y franceses, cada una con su historia digna de ser contada, cada una con sus razones y problemas, cada una al fin y al cabo, buena y justa, el conflicto entre los pueblos y su resolución sangrienta no podrá ser evitado, ocurrirá necesariamente, y nada quedará de aquellos que, durante unos decenios, hicieron de aquella tierra su patria.

Pero esto es secundario, o al menos lo es en el estado en que nos ha llegado la novela. Lo que destaca en este fragmento de borrador es precisamente la faceta humanista de Camus, ese algo que une todas sus obras y que sólo aquí se muestra en solitario. En efecto, lo que se puede leer ahora de ese Le premier Homme, es la narración de la infancia y adolescencia argelina de su protagonista, el alter ego de Camus, narrada en todo momento desde dentro, en una sobria tercera persona, como si nosotros los lectores experimentásemos todas y cada una de las vivencias que van sedimentándose en el interior del protagonista y construyendo su personaje.

Una de esas escasas novelas, como digo, donde tenemos una visión de la juventud y de la infancia que parece haber sido escrita por alguien de esa edad, por la cantidad de pequeños detalles, de anécdotas y de vivencias incluidos, y que sólo alguien que los tuviera muy frescos, que los acabase de vivir, sería capaz de ponerlos por escrito con esa precisión y veracidad. Sin contar, claro está, como ese conjunto de trivialidades y banalidad que es la infancia y juventud, conecta, en manos de Camus, con la experiencia que todos hemos tenido de ese tiempo, se hace universal, reconocible, compartido. No es la infancia de un francés argelino, es la infancia común de todos nosotros.

Una novela en fin, que demuestra la maestría y el dominio del oficio de un escritor de antaño, antes de los ordenadores, su corrección al vuelo, su corta y pega. Los tiempos en que capítulos enteros se tenían que guardar, reconstruir y remozar previamente en la cabeza, puesto que corregirlos y reescribirlos era una tarea inabordable, con lo cual el resultado, ya desde los primeros borradores, era casi perfecto, casi listo para ser impreso, excepto las inevitables erratas, excepto por las dudas y los temores del escritor, esos callejones sin salida creativos que llevan a repudiar hojas y hojas magníficas, porque no coinciden con lo que se quería decir, porque no expresan, a pesar de su perfección, aquello que se deseaba.

Y esto nos sirve para concluir, porque otra cosa admirable de este borrador, además de su coherencia narrativa, de ser prácticamente una novela acabada, es la belleza, la serenidad, la tersura del estilo con que esta escrita, donde apenas es posible encontrar una frase a la que le sobre o le falte algo.

Algo que como digo, solo está alcance de los grandes escritores, con muchos años de experiencia.

jueves, 23 de agosto de 2007

Mirrors inside Mirrors

Richard Estes, Central Savings, 1975

Había ya señalado que entre las exposiciones de este atípico, por las bajas temperaturas, verano madrileño había una, la de Van Gogh, que casi podía considerarse como un timo. Justo al lado de ella, en el mismo recinto de la Thyssen hay otra, la del artista norteamericano, Richard Estes, que de timo sólo tiene los cuatro euros que hay que pagar para visitar las dos salas que la componen.

Normalmente suele citarse a este artista como uno de los iniciadores del fotorrealismo, aunque el siempre lo haya negado, un estilo que podría decirse que consiste en calcar fotografías y trasladarlas al lienzo, transformado lo que son efectos fotográficos en efectos pictóricos, algo muy distinto, aunque el resultado sea parecido, al hiperrealismo, pues en este estilo, aunque también se pretenda una representación fotográfica de la realidad, esa representación se realiza sin fotografías, o al menos sin calcar fotografías.

He utilizado la palabra "calcar" a sabiendas. El caso es que el fotorrealismo siempre ha tenido mala prensa entre el público, al contrario del hiperrealismo. Este segundo estilo se ha visto como una restauración de la pintura, frente a los estragos de la vanguardia, como una auténtica appel à l'ordre y un retorno a las esencias que, desgraciadamente, el modernismo había dejado de lado. No es de extrañar, puesto que al ser una arte esencialmente figurativo, es directamente descifrable por el espectador, o mejor dicho, éste se puede quedar simplemente en admirar el arte con que los objetos materiales están pintados, sin necesidad de ir más allá, buscando una justificación ideológica/política de lo representado o, cuando se trata de la vanguardia, la gracia del chiste para poder reírse.

Dicho si puede haber sonado a condena, pero no lo es en absoluto, ha habido ya tantos estilos en la historia de la pintura, y tantos movimientos el siglo pasado, que esas oposiciones fondo/forma, figuración/abstracción, dibujo/pintura, en las que cada término se identifica con la auténtica esencia de la pintura y se obliga al artista o al espectador a elegir un bando y despreciar al otro, me parecen completamente inútiles, de esas cosas que si se toman demasiado a pecho, sólo sirven para agriar el placer que supone contemplar una pintura, mirarlas con la intención de demolerlas si no corresponden al ideal supremo al que hemos jurado obediencia, en vez de intentar buscar que nos pueden aportar, que nos pueden enseñar, que nos pueden descubrir.

No, si hubiera alguna censura estaría en la palabra "calcar" que he utilizado al hablar del fotorrealismo. Simplemente, porque parecería que al convertir una fotografía en una pintura, el artista no estaría realizando nada, que el verdadero autor sería el fotógrafo que captó la imagen, mientras que el pintor fotorrealista no sería otra cosa que un pintor de brocha gorda que rellena las partes huecas y repasa los contornos, algo por tanto al alcance de cualquiera con los mínimos conocimientos del oficio, sin pretensiones de innovar, por utilizar la palabra vacía que tan de moda esta, o experimentar.

Pero, claro, podríamos hablar de los collages, podríamos señalar como Max Ernst no era un grabador, pero recortando viejas ilustraciones decimonónicas, y pegando esos recortes unos junto a otros, consiguió crear turbadoras imágenes surrealistas, que incluso llegaron a engañar a otros artistas, haciéndoles creer que eran grabados originales.

Y puede parecer que peco de pedante al citar a Max Ernst, hablando de Richard Estes, pero el caso es que su obra tan realista y tan fotográfica, tiene mucho de collage, de varias fotos sobre el mismo tema, de las cuales se han ido recortando detalles particulares, los cuales se han reunido luego en el lienzo, para ser transformados en pintura.

poseía en Unos detalles, unas visiones parciales, que no se limitan a colocarse los unos junto a los otros, sino que se superponen unos sobre otros, puesto que el artista tiene predilección por los escaparates, esas superficies reflectantes que, como el estanque de los nefufares que Monet poseía en Giverny, tienen la propiedad de permitirnos ver lo que hay tras ellos, y lo que se refleja sobre ellos, de forma que, por un momento, nos sentimos sobre la acera representada, frente al escaparate de esa tienda, y, por utilizar la frase tópica que se aplica a la Meninas de Velazquez o al Bar del Folies Bergere de Manet, buscamos nuestro reflejo en ese cristal.

Un juego de reflejos que llega, como en el cuadro que he elegido para esta entrada, a extremos de sofisticación inesperados, donde no podemos distinguir que está delante, que está detrás, donde, como en los mejores cuadros de la vanguardia, somos incapaces de descodificar lo que se nos muestra, de reducirlo a un sistema lógico que nos permita colocarlos ante él. Un tour de force que llega a su extremo en la serie de los autobuses, en las cuales no se llega a saber donde está el espectador, si dentro o fuera, puesto que el espacio pictórico cruza la pared del vehículo, permitiéndonos ver lo que hay dentro y lo que hay fuera, los reflejos interiores y los reflejos exteriores.

Un estilo, en fin, que nos revela lo efímero de la existencia, puesto que todo ese juego de reflejos y reflexiones se desvanecerá en cuanto el autobús se marche, en cuanto una nube tape el sol y el cristal se haga transparente, o simplemente porque la reproducción de los anuncios ciudadanos, de los productos de moda en ese tiempo, hace imposible que visitemos en persona los lugares representados por Estes, ya que cuando lleguemos a ellos, todo habrá cambiado.

Un estilo en fin que, a pesar de pretender una traducción fotográfica de la realidad, destaca esa transitoriedad de la vida, al difuminar los contornos de las figuras, al ablandarlos y desvaír los colores.

Casi, en un nuevo ejemplo de reflejos y reflexiones, al hacer que parezca que vemos una imagen sobre las aguas, que el más mínimo temblor podría hacer desaparecer por entero.

martes, 21 de agosto de 2007

Painterly Effects





He señalado ya en otras ocasiones, como esta temporada, que se presentaba mediocre, tirando a mala, se ha poblado de pequeñas joyas, que demuestran como el espíritu innovador del anime, o mejor dicho las ganas de jugar y experimentar con el medio, siguen siendo una de las constantes de la animación de esas latitudes. Desgraciadamente, lo peor del anime son sus fans, que en vez de aplaudir aquellos productos que son distintos, se limitan a jalear la eterna repetición del mismo contenido.

Una de estas series diferentes de esta temporada es Mononoke, la continuación del mejor de los tres arcos narrativos de una serie de hace dos años anterior, Ayakasi Ayashi, también extraña y peculiar, una afortunada excepción el panorama habitual de harems, shoujos y mechas.


Peculiar porque en un ambiente donde la reproducción exacta y milimétrica de la realidad, y por tanto, el uso de la animación 3D, se han convertido, para el público en general, en el marchamo de calidad de la animación, en aquello que distingue al producto artístico del objeto de consumo, en esta serie se sigue el camino contrario.

En efecto, el aspecto visual de esta serie es pictórico, pero, por supuesto, a la japonesa, siguiendo las tradiciones de los grabados del Ukiyo-e. Como puede apreciarse en las capturas el colorido es antinatural, la planaridad acusada, hasta el extremo de que cuando se muestran recintos o habitaciones en perspectiva, los personajes parecen estar pegados a las paredes, superpuestos sobre ella, incluso, si se fija uno bien, en las zonas más claras se pueden observar defectos que intentan imitar la textura del papel de arroz casi transparente, los grumos que se adivinan al mirar al trasluz.

Una pictoricidad que se refleja incluso en el estatismo forzado de la animación, de personajes que no se mueven, que ocupan posiciones prefijadas, casi de representación teatral, y donde el movimiento se simula mediante el montaje.... un estatismo que es claramente voluntario, puesto que cuando los creadores animan estos tableaux vivants, es para destacar gestos plenos de significados, justo aquellos que pasan desapercibidos al verlo, pero que dan la vida, el reflejo de la realidad que esta serie necesita.

Una pictoricidad que como digo replica la del Ukiyo-e, incluso en los temas al retomar el mundo sobrenatural ,de onis, fantasmas, maldiciones y héroes que luchan contra estas fuerzas del otro mundo, tan caro al teatro para las masas que era el Kabuki, y tan lejano del teatro para las elites que era el No. Una réplica que en ningún momento se intenta actualizar, ni trasladar al futuro, sino que se mantiene en ese doble pasado, el del Ukiyo-e y el de las leyendas representadas por esos pintores, un mundo viejo, pasado, desconectado de nuestra experiencia diaria, y quizás por eso mismo, fascinante y cautivador, pues en él podemos dar rienda suelta a nuestras fantasías y a nuestros temores.

Y con esto hemos llegado a un punto crucial. Visto así, la serie se podría concebir, identificar, criticar y dar de lado como un huero ejercicio de estilo, como un alarde de esteticismo estéril. Sin embargo, no es así, y aunque así lo fuera, merecería sólo por ese mero derroche de imaginación y de talento, que bastarían para llenar diez o doce series de las normales, unido al cariño y la dedicación evidentes con que han sido creadas.

Porque este estilo arrealista, llamativo e incluso a veces chirriante, no hace más que potenciar el efecto de las historias de misterio y horror que se cuentan. Contadas de otra manera, al estilo realista y preciso que para algunos es la esencia del cine, o con el naturalismo cochambroso del horror de serie B, estas historias solo me habrían provocado indiferencia, la sensación de estar viendo lo de siempre, narrado de la misma manera.

Envueltas así, presentadas además mediante una secuencia narrativa llena de interrupciones, despojada de explicaciones, que se enreda en sí misma, y hurta las respuestas de las conclusiones que expone, es cuando realmente vuelvo a sentir la agitación, la angustia que sentía de joven leyendo los cuentos de Poe.

El encuentro con una realidad que estaba fuera de mi experiencia cotidiana y que mi mente era incapaz de comprender.

domingo, 19 de agosto de 2007

No way out (y IV)

Visita a quien amas y no hagas caso de las palabras del envidioso. El envidioso jamás ha sido de utilidad en el amor.
Te he visto, en sueños, tendido a mi lado y he bebido de tus labios el más dulce refresco.
¡Juro que ha de ser verdad todo lo que he contemplado y que he de obtenerlo a pesar del envidioso!
Nunca han visto los ojos imagen más hermosa que la de dos amantes en un mismo lecho,
abrazados, vestidos con el traje de la satisfacción, utilizando como almohada la muñeca y el brazo.
La gente pega en hierro frío cuando los corazones están enamorados.
¡Oh tú que censuras el amor de los que aman! ¿Podrías sanar a un corazón corrupto?
Si entre tus contemporáneos encuentras uno que te ame, ése es el que te conviene: vive con ése.



Releía esta cita de las una y mil noches (desgraciadamente, no apunte la noche que era) y pensaba que, si siguiera mis hábitos, mis vicios, debería convertirse en una excusa para escribir una entrada larguísima, de esas tan habituales en este blog, cuyas ideas y las líneas en que están escritas acabasen enrollándose y enredándose sobre sí mismas, como los anillos de una serpiente.

Pero, como he dicho, releía esta entrada y sentía que no había necesidad, que todo estaba escrito allí, que mi palabras sólo servirían para desdorar esas líneas, puesto que en ellas estaba encerrada una lección moral que seguía siendo tan válida, ahora, en esta nuestra sociedad tecnificada y siempre cambiante, como antaño, en plena edad media, en un mundo que se pretendía inmóvil e inmutable.

Que quizás todo se reduzca a eso, a encontrar ese contemporáneo, ese aquel en cuya compañía aguardar a la muerte, para evitar pasar a solas el invierno que sucederá a la primavera y al verano, y que será largo, casi eterno, de forma que te hará olvidar completamente que existieron esa primavera y ese verano, peor aún, que alguna vez tú llegaste a vivirla.

Pero no es sólo eso, no basta el encuentro, como bien indica el pasaje, se necesita también el valor, el coraje de adueñarse de lo que es tuyo por derecho propio, sin que se necesite otra razón que la belleza de ese estado y el placer que de él se reportará. Coraje, no para vencerse a uno mismo, pues llegado a ese punto, no cabrán las dudas, sino para derrotar a los envidiosos.

Porque desde el momento en que se hagan público, todos esos envidiosos serán tus enemigos mortales, simplemente porque ellos no pueden gozar, nunca pudieron gozar o nunca podrán gozar de aquello que tu disfrutas.... y si ellos no pueden obtenerlo, concluirán, nadie más puede tener derecho, así que buscarán tu caída y tu perdición, por el mero placer de destruir.

Y así ocurre como que el que encuentra un tesoro, que no puede hacer nada mejor que ocultarlo a los ojos de la gente, pues estos lo codiciarán y buscarán arrebatárselo, y si no pueden, procurarán destruirlo.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Across the wide world (y 1)

Hace siete años, emprendí un viaje a Uzbekistán. Un lugar que dicho así, puede no significar nada para el lector, pero que si pronunciara el nombre de Samarcanda, debería despertar una serie de asociaciones muy precisas, la ruta de la Seda, la capital de Tamerlán, la última ciudad conquistada por Alejandro en casi los límites del mundo, el culmen en definitiva del exotismo y el refinamiento.

Es en estos viajes cuando descubre uno la inmensidad del mundo. Llegar hasta allí, lleva casi un día entero en avión, escalas incluidas. Una travesia que destroza el cuerpo y la mente, que embota ambos y los deja fuera de funcionamiento, descolocados, por la falta de sueño y el cambio ritmos horarios.

Pero ninguna de nuestras molestias actuales, no pasa de ser eso, molestias, comparada con las penalidades de los viajeros de antaño. Llevaba conmigo en ese viaje la crónica de otro viaje del siglo XV, que recorriera casi la misma ruta, de España a Constantinopla, de Constaninopla a Samarcanda, la embajada famosa de Ruy de Clavijo a Tamerlán, enviada por un rey castellano que esperaba convencer al último de los mogoles para que se aliase con él en la lucha contra el moro, al enterarse de como el guerrero de las estepas había aplastado el ejército del sultán otomano en la batalla de Angora, la actual Ankara, y se lo había llevado prisionero a Samarcanda, retrasando cincuenta años la caída del Imperio Bizantino.

Lo que más me llamaba la atención, según leía la crónica de aquel viaje, me llamaba la atención comprobar que se trataba de un asunto de vida o muerte. Los viajeros sabían que no habrían de llegar todos con vida al destino, que alguno se quedaría por el camino. No por los peligros de los hombres, no por las guerras, no por los bandidos, no por el capricho y la arbitrariedad de los gobernantes y las gentes de los países que cruzaban.

No. Simplemente porque aquel viaje habría de durar muchos meses. Meses cuyos días se reducirían a caminar y caminar, sin tregua ni descanso, puesto que un retraso podía estropear la misión, cambiar las circunstancias, invalidar su permisos y salvoconductos. Un tiempo de ejercicio continuo que acabría en el agotamiento, un agotamiento que les debilitaría, una debilidad que les haría más sensibles a las enfermedades, unas enfermedades que les llevarían a la tumba.

De esa manera, la crónica del viaje, según se adentran en Irán y luego en los desiertos inmensos que les separaban de Samarcanda, deja de prestar atención a los pueblos y a las tierras que visitan. Poco a poco, sólo queda un tema. Hoy, tal cayó enfermo. Hoy, no podía continuar la marche. Hoy, tememos que nos abandone para siempre. Una crónica que deja de ser el relato sereno y reposado que era hasta ese momento, y que poco a poco se va tiñiendo de una cierta desesperación, porque la meta está cerca, lo peor ya ha pasado, y sin embargo, todo puede acabar yéndose al traste, puesto que todos absolutamente todos están gravemente enfermos y no saben si podrán avanzar un día más, una legua más.

Todo se fue al traste finalmente. No por falta suya. El aliado al que iban a ver, el mogol dueño del mundo que tendría que ayudarles a combatir al moro, era un musulman él mismo. Alguien que había conquistado el mundo mediante la fuerza bruto, y para el que las gentes se dividían en dos clases, los que se le sometían y se convertían en sus subditos, los que se le oponían y eran exterminados. Un hombre que por tanto sólo tenía una pregunta para aquellos castellanos, si le rendirían pleiteisa o no.

Una misión que se fue al traste también por otras razones, porque Tamerlan habría de morir al poco de abandonar ellos su corte, y su imperio se descompondría tan rápido como había sido construido, casi sin dejar rastro, excepto algunas mezquitas, palacios y madrasas destartalados.

Aquellos castellanos no habían sido los únicos europeos que habían llegado a esas tierras. Antes que ellos, esos desiertos que yo sobrevolaba y que luego habría de recorrer en autobús, habían sido cruzados a pie por el ejército de Alejandro que, desde Afagnistán había llegado hasta Samarcanda. Un viaje que, nos cuentan los cronistas, Marco Rufio y Arriano, estuvo lleno de terrores difusos, de amenazas que no existían, excepto en la imaginación de los macedonios, pero que hubieran bastado para provocar el pánico, y el pánico una estámpida similar a la de los rebaños enloquecidos.

Así, los cronistas nos hablan de las voces que se oían en medio de la noche, de las formas desconocidas que rondaban el campamento, de todo los fantasmas de la obscuridad que se desvanecían en la nada cuando se reunía el valor y se marchaba a su encuentro. También nos hablan del río de aguas gélidas, el Yaxartes, el Sir Daria actual, que fluía en medio del desierto, amplísimo y sin vados, de aguas rugientes y obs curas, y en el cual muchos de los macedonios habrían de perder la vida ahogadas.

Yo también vi ese río, rodeado por la nada, enterrado en el surco que sus aguas habían excavado, inmenso y majestuoso, producto de quién sabe qué milagro, y llegué también, en cierta manera, a comprender el miedo, el terror que puede provocar el desierto, ése desierto en partícular, porque desde la ciudad, desde la carretera, no parece peligroso, tan plano es que no piensa uno que pueda extravieras, y está cubierto de vegetación, de forma que aparenta rebosar de agua.

Es una ilusión, basta adentrarse unas decenas de metros, para descubir que es una sucesión de colinas y hondonadas, desde cuyo fondo no es posible ver nada, excepto las cimas verdes de las elevaciones más cercanas, a las cuales hay que escalar si quiere vislumbrar algún punto de referencia, pero para ello hay que recorrer la arena y la tierra suelta, realizar un esfuerzo agotador, sólamente para descubrir un paisaje que es igual en todas las direcciones, donde todas ycada una de ellas son la equivocada.

Un lugar donde reína el silencio más absoluto, el que hace que te duelan los oídos y nos escuches ni tus propios gritos.

lunes, 13 de agosto de 2007

The happiest life




Había señalado ya a Seirei no Moribito como una de las dos joyas de esta temporada de Anime , pero si la traígo de nuevo a colación, es por una de esas extrañas coincidencias culturales que, de vez cuando, parecen conectar culturas opuestas, como si nos enseñasen que las diferencias que aparentemente nos separan no fueran más que ilusiones que nos empeñamos en mantener.

El caso es que, al ver como este personaje moría de una forma serena y reposada, como en definitiva, tenía una buena muerte, no podido evitar pensar en Herodoto y sus siete libros de la Historia, en concreto el pasaje en que Solón y Creso discuten, un encuentro que, como bien es conocido nunca pudo tener lugar, y en el cual Creso hace a Solón aquella pregunta tan famosa de ¿Quién es el hombre más feliz del mundo?

Por supuesto, Creso hace esa pregunta esperando una respuesta muy concreta, que Solón reconozca el poder y riqueza de su reíno, la sabiduría y previsión de su rey, y que le señale a él, rey de Lidia, aquél que ha conseguido todo lo que los hombres ansían, a aquel que ha escalado todos los peldaños de la ambición humana, como el hombre más feliz de la tierra. A lo cual Solón, para el desconcierto de Creso, enumera perfectos desconocidos, cuya vida transcurrío en la mediocridad, sin llegar a ser nunca nada, más aún, sin desearlo, pero que tampoco conocieron el dolor, la penuria y la necesidad. Unas personas que murieron jóvenes, cuando el vigor de sus cuerpos y sus mentes aún no se había desvanecido, y a quienes la muerte les llego de repente y sin dolor, sin que tuvieran que experimentar los horrores de la agonía.

Unos ejemplos que Creso no comprende, es más que sospecha que son sólo una broma, una trampa de sofista que Sólon le ha preparado, así que le espeta directamente ¿Y yo?, a lo cual el atieniense responde: Nadie puede decir que ha sido feliz hasta el día de su muerte.

Nadie puede decir que ha sido feliz hasta el día de su muerte.

O dicho de otra manera. Somos prisioneros del azar, que en cualquier momento puede destruir todo lo que hemos construido y arrebatarnos todo lo que amamos. O sin ser tan trágicos, o quizás siendo más trágicos, que el tiempo nos oblige a descender uno por uno todos los escalones de la vejez, para culminar en una agonía larga y horrible, en la que el dolor inextinguible nos obligue a aceptar la liberación que trae la muerte.

Por ello, quizás la vida más feliz, sea aquélla que termina cuando uno está en posesión de todas su fuerzas, y los más dichosos aquellos cuyo transito de la vida a la muerte, se realiza apenas sin dolor, con serenidad, aceptando lo inevitable.

Eso es lo que me ha venido a la cabeza al ver como la vida de ese personaje se extinguía. En la más completa serenidad. En la mayor de las plenitudes.

sábado, 11 de agosto de 2007

Unexplored Musical Landscapes (y XIV): Falla

Quizás esta sea la última entrada en esta serie dedicada a la música del siglo XX, así que intentaré hacerlo bien, para que no desmerezca.

En la entrada anterior me planteaba la pregunta retórica ¿Por qué Stravinski es un paisaje musical inexplorado? y si esta pregunta era necesaria en el caso del compositor ruso, aún lo es más para el español.

Su obra puede parecer cualquier cosa menos inexplorada, más bien al contrario, algunas de ellas, como El Sombrero de Tres Picos, El Amor Brujo o Noches en los Jardines de España, son casi lugares comunes de la música y exponentes de lo que podríamos llamar nacionalismo musical, ese estilo de música enfocado a ennoblecer la expresión musical popular, llevándola a la sala de conciertos, como expresión más pura del sentir y las esencias de esa nación.

Sin embargo, se olvida frecuentemente, que Falla no es un compositor local, si no que al contrario estuvo muy al corriente de las innovaciones en Europa, especialmente de aquellas que trajera la vanguardia. Que fue así, lo demuestra que su última obra, que quedó inacabada tras su muerte, fuera completada en la segunda mitad del siglo XX por un músico joven, francamente vanguardista, señal de que no encontraba la música del maestro demasiado lejano.

No hace falta irse a la fase final del compositor, para encontrar otros ejemplos de esto. Si se toma por ejemplo el concierto para Clavecín, se observa que no se sigue una aproximación historicista, la versión moderna de un concierto barroco, si no que se intenta dar una voz nueva al instrumento, dotándolo de un sonido realmente sorprendente, de máquina de producir notas, que aún hoy 80 años más tarde, sigue resultando tan fresco, tan vanguardista como en 1924.

Pero donde realmente se ve esta modernidad de Falla es en, por supuesto, el Retablo de Maese Pedro. En primer lugar, tenemos un partitura en la que los instrumentos de percusión tienen una parte promiente y además, aquellos que relacionaríamos con la infancia, las ferias, con lo popular y no perteneciente a las formas más elevadas del arte... unido esto a un partitura que mezcla romances populares, que se muestra ruidosa y que trata de imitar el habla agria y poco educada de esos mismos ambientes populares, pero que al mismo tiempo es profundamente formalista y difícil, apartada indefectiblemente de esos mismos ambientes que busca retratar.

Todo esto que, sin explicación, podría sonar a capricho formal se debe a las necesidades del texto adaptado. Un texto del Quijote que en sí también es un ejemplo de dualidad, de ambigüedad y de contradicciones. Un texto donde los personajes asisten a un representación de títeres ( y en el libreto de la obra de falla, se exigía que los personajes reales fueran representados también por marionetas, de tamaño natural en este caso) , durante la cual la acción es narrada por un personaje/dios que aprovecha su papel para aclarar, comentar, juzgar y condenar, lo que está sucediendo en escena, y que a su vez sirve a Cervantes para críticar el arte de la época.

Un mundo de fantasía, el del teatro de titeres, donde se representan los sueños de Don Quijote, aquellos que leyera en sus novelas de caballería, y que le condujeron a la locura, y donde, de repente, en otro juego postmoderno antes de tiempo, se rompe la separación entre mundo real y ficción, porque el caballero de la triste figura acaba por convencerse de que lo que allí se representa es real e interviene en los sucesos que se desarrollan ante sus ojos.

Un momento que le sirve para declamar, espada en mano, una vibrante apología de la cabellería andante, de su utilidad, de su gloria y de su pervivencia, como lo único verdaderamente noble en este mundo.

Un alegato que, en manos de Falla, a nosotros también se nos hace creíble y posible.

Necesario, incluso.

sábado, 4 de agosto de 2007

Arabesques

Hay una diferencia esencial entre el cómic occidental y el manga, como se puede ver en este escaneado.

¿No lo ven? Por dar una pista, se refiere a la composición de página.









¿Siguen sin verlo? Quizás ahora esté más claro.

Efectivamente, en el manga son muy frecuentes composiciones de este tipo, donde la vista puede recorrer todas las viñetas de una sola vez, describiendo un arabesco, mientras que en el cómic occidental hay que ir saltando de fila en fila, debido a nuestro hábito de escritura y lectura.

Unas composiciones que tienden a considerar la página como un todoorgánico y que se realizan de forma natural, casi rutinaria, mientras que en nuestro ambiente es mucho menos frecuente esa interralación entre viñetas.

Una interrelación que en los maestros llega a producir un efecto similar al del encabalgamiento en la poesía, es decir, que si en la poesía la frase se parte entre dos versos, y tiene distinto significado según consideremos sólo el primero o los dos a la vez, asímismo en el cómic hay quien realiza encabalgamiento entre hojas, de manera que quede todo preparado en la última viñeta de una página y el significado de lo que allí vemos cambie completamente al dar la vuelta a la página.

Pero ejemplos de esto quedan para otra ocasión.

Nota: Este post queda dedicado a cierto lector que me linka en foros de por ahí, cosa que, como bien sabe, yo le agradezco.

jueves, 2 de agosto de 2007

Taken in

Hablaba desde hace ya algunas entradas de la exposición timo de este, ¡al fin! caluroso verano madrileño.

Como podían esperarse los lectores, se trata ni más ni menos que de la exposición Van Gogh: Los últimos paisajes, que puede visitarse en el Museo Thyssen.

Antes de que alguien se asuste. No se trata de tirria al pintor, muy al contrario, siempre es un honor que traigan a estas tierras, tan pobres en colecciónes de pintura de las vanguardias históricas, obras de ese tiempo crucial en la historia del arte europeo... y más si se trata de un pintor mítico, como es el caso.

El problema es el circo que se monta alrededor.

Simplemente porque los pintores expresionistas han alcanzado, en nuestro ambiente cultural, el rango de artistas pop, personalidades tan famosas, tan conocidas por todos, cuyas obras han sido tantas veces vistas que es imposible acercarse a ellos sin prejuicios, ver sus cuadros dejando a parte todo lo que se nos ha contado, mostrado, señalado, inculcado... hasta el punto que esas obras, en cierta manera, han sido substituidas y reemplazados por todo ese mito y leyenda creado sobre ellas... un mito y leyenda que es como el famoso traje del emperador, que nadie se atreve a decir que no existe.

Una situación que se agrava en el caso de Van Gogh, por su breve y trágica biografía, que nos hace buscar en sus cuadros trazas y huellas de ese su camino hacia la locura, sin reparar en que Van Gogh era incapaz de pintar en sus periodos de enajenación, o intentar descubrir la clave de la genialidad en ellas para así aplicarla a nuestras vidas, sin darse cuenta tampoco, que si algo tienen en común los genios es que sus vidas han sido completamente dispares, sin que sea posible determinar un factor común en sus biografías.

Además, esta condición de artistas pop de la pintura que comparten los impresionistas y Van Gogh, consigue que sea imposible disfrutar tranquilamente de las exposiciones que se les dedican. En otras, es posible elegir días, horas, donde las salas de exposiciones están más o menos vacías o aún no se han llenado, de forma que uno puede disfrutar los cuadros a solas, entretenerse a ellos, volver a visitarlos en busca del detalle del que se acaba uno de acordar o que se había perdido.

En estos casos, no es posible obrar así. Todos quieren ver la exposición, incluso aquellos para los que la pintura al oleo es indistinguible del papel pintado, así que se plantan allí, haciendo cola, armados con toda clase de guías y audoguías, para luego pasar rápidamente ante los lienzos, con un ¡qué bonito! en los labios, que les sirve tanto para calificar una paella como la canción de moda, para así marcharse satisfechos, con la cabeza llena de datos sobre el cuadro (en qué fecha se hizo, quienes eran sus propietarios, como se llama el gato que aparece entre la azotea de la casa roja del fondo) que son lo menos importante a la hora de disfrutar de la pintura, pero que, como es mensurable, les sirve de medida de su satisfacción, de si el dinero y el tiempo gastado merece la pena.

(Y es que en una de mis visitas a la exposición una guía, frente a un cuadro que representaba los festejos del 14 de Julio, no hacía más que repetir el significado casi subversivo que tenía esa fecha en los primeros años de la III república, como símbolo de una Francia república, antinobiliaria y anticlerical, algo muy correcto y muy cierto, sino fuera porque el cuadro no dejaba traslucir nada de ese espíritu revolucionario, más bien al contrario)

Así que, los organizadores, para evitar inmensas colas ante el museo han tenido la gran idea de vender entradas numeradas, que dan derecho a entrar a una hora determinada, hora que suele ser tres cuartos de hora más tarde en las mañanas de los días laborables, hasta dos horas en las tardes y ¡Hasta cuatro en los festivos!

Algo que, para poder verla y no perder demasiado tiempo, me ha obligado a hacer encaje de bolillos, concretamente a quedarme sin comer para poder salir antes del trabajo y llegar cuando no había aún mucho follón.

Algo que no me hubiera molestado, si realmente la exposición mereciese la pena, y no fuera lo que és, un timo.

Porque el espacio de exposiciones de la Thyssen comprende normalmente ocho o nueve salas, mientras que en este caso sólo se han utilizado cuatro, para, además un número francamente exíguo de cuadros, que no son todos de Van Gogh (se han añadido una serie de Pissarros, Cezzanne y Daubigny, claramente para hacer bulto, cuyo único interés es que representan paisajes de la misma area donde pintaba Van Gogh) y además no son los realmente importantes de ese periodo (esos están para mayor Inri, reproducidos fotográficamente a la entrada de la exposición)

Lo dicho, un timo. La mancha negra en un verano de exposiciones realmente espléndidas.