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sábado, 16 de noviembre de 2019

Lo visto/lo pintado

Marina de Gustave Le Gray
En la fundación Thyssen madrileña lleva ya unas cuantas semanas abierta una muestra de título Los impresionistas y la fotografía. Dejando a un lado la manía de esa institución por meter a los impresionistas hasta en la sopa, lo cierto es que en ella se aborda un tema muy interesante: las relaciones entre dos artes, pintura y fotografía, que competían por un mismo espacio, el visual, en el imaginario del espectador del siglo XIX. El tema se complica aún más si consideramos que en el último tercio de ese siglo, el arte más vieja de las dos, la pintura, va a experimentar una revolución estética, comparable a la del quatrocento; mientras que la fotografía, recién inventada, no va a encontrar un lenguaje propio hasta casi 1900, cuando consigue liberarse de referencias pictóricas o reinterpretarlas al modo vanguardista.

Ese cruce de relaciones, influencias, investigaciones e innovaciones lleva a un problema similar al de la gallina y el huevo: ¿qué arte influyó en cuál? ¿La pintura en la fotografía o la fotografía en la pintura? Se suele considerar que la fotografía fagocitó gran parte del campo comercial de la pintura, en especial cuando consiguió ser reproducible. Aún así, casi desde su invención en 1830, facilitó que miembros de la burguesía media y baja, sin recursos para contratar un pintor -o tiempo para las largas sesiones de posado que exigía las primeras fotografías- pudieran hacerse con un retrato de familia o del patriarca. Asímismo, el mundo entero, cualquier región y cultura, podía ser traído a esos mismos salones acomodados, sin tener que depender de la veracidad y fidelidad de un dibujante. Como resultado, la pintura tuvo que buscar otros horizontes estéticos para afrontar esa competencia, lo que llevó a la sacudida impresionista y la larga cadena de ismos que le siguieron en la década de 1880.

jueves, 12 de julio de 2018

Mundos aparte

Marina de Eugène Boudin
Visitando la exposición Boudin/Monet, recién abierta en la Thyssen madrileña, he llegado a la solución del problema que me planteaba, hace poco, con otra exposición muy distinta: la dedicada a Fortuny. Por edad, este pintor bien podría haber figurado en las filas de los impresionistas, pero su posible evolución posterior quedó truncada por su muerte en la década de los setenta del siglo XIX, dejando el enigma de si se habría unido a la modernidad o quedaría como otro más de los últimos pintores clásicos.

Pues no. Su formación se lo habría impedido. 

Recapitulemos. La nueva exposición de la Thyssen realiza una comparación entre dos pintores, Monet y Boudin,  estrechamente relacionados tanto en lo profesional como en lo personal, lo que sitúa sus intercambios y mutuas influencias fuera del simple esquema de maestro y discípulo, mentor y alumno. Monet nació en 1840, mientras que Boudin lo hizo en 1824, de manera que Fortuny, nacido en 1838, pertenece de manera estricta a la misma generación que el primero. Sin embargo, si se tiene en cuenta las gradaciones estilisticas, sorprende que Fortuny parezca anterior al propio Boudin.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Espirales descendentes

Después del Almuerzo, Renoir
Visitaba esta mañana la exposición Renoir: Intimidad, abierta en la Thyssen y no me podía quitar el recuerdo de Derain de la cabeza. Supongo que sabrán la historia, tras ser uno de los mejores pintores fauves y estar a punto de inventar la abstración antes de tiempo, Derain se perdió en su propio laberinto hasta quedar reducido a la consideración de artista de segunda fila. Algo parecido ocurre con Renoir, aunque en su caso, nunca haya perdido su puesto como figura esencial de la pintura. Sin embargo, si que es perceptible que tras el callejón sin salida estético al que llegó en la década de 1880 y sus intentos por reinventarse, a sí mismo y a su pintura, en esos mismos años, a partir de 1890 su pintura comienza a ser cada vez menos interesante, cada vez más rutinaria y ñoña, sin ese instinto por el color que caracteriza sus mejores obras.

Esta cisura irreparable en la obra de Renoir lastra de manera irremediable la muestra de la Thyssen, ya que la mayor parte de los cuadros expuestos pertenecen precisamente a la etapa final de Renoir. Es difícil no cansarse de tantas jóvenes en actitudes cursis o de esa reducción se su paleta a la gama cálida, restringida incluso a los amarillos y anaranjados. Un modo de pintar muy distinto al de unas décadas antes, e indigno de un gran maestro, como demuestra la comparación de cualquiera de esos cuadros tardíos con la obra maestra de la exposición, el Después del Almuerzo que abre esta entrada. Una pintura que aunque pertenece a esa década de crisis del 1880, deja bien claro la maestría como colorista de un Renoir aún en su mejor momento, alguien capaz de crear infinitos tonos de turquesas y aquamarinas, velados delicadamente con un blanco traslúcido, como se puede apreciar en el magnífico vestido de la mujer sentada en primer plano del cuadro.

Un pintor que, además, se siente con la fuerza y la pericia suficiente como para armonizar colores casi contrarios, como los blancos del mantel y el negro de los trajes, añadir toques como los lilas, violetas y magenta de los adornos florales, incluir un espléndido bodegón en la parte inferior y disponer todo sobre un fondo vegetal que casi es un tapiz bordado. Una obra que sólo puede surgir de los pinceles de un maestro y que una vez concluida le confiere merecedamente este título... y como éstas Renoir pintaba varias al año en aquel entonces.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Viejos conocidos

El almuerzo de los remeros, Auguste Renoir
En el Caixaforum madrileño se puede visitar en estos meses una amplia selección de los fondos de la Colección Phillips de Washington DC. No es la primera vez que esa institución americana nos visita. Ya lo hizo en los años 90, entonces en las salas del MNCARS y con un invitado excepcional: El almuerzo de los Remeros, arriba ilustrado, de Augusto Renoir.

Obviamente, era mucho pedir que en esta ocasión volvieran a prestar ese cuadro excepcional, así que a pesar de las ganas que tenía de volver a verlo no me queda otra que resignarme. Sin embargo, dado que no compré el catálogo de la otra exposición aunque varias veces estuve a punto de hacerlo, no puedo juzgar si el resto de lo que trajeron era mejor o más representativo que lo que se puede ver ahora. Si les diré que no guardo un recuerdo claro, ni para bien ni para mal, de la primera muestra. Quizás porque en aquel entonces yo me guiaba por los nombres más famosos, sin haber descubierto aún la importancia de las carreteras secundarias en el arte... ni contar con el criterio o la experiencia para explorarlas.

Lo que queda bien a las claras es que esta colección, como la de gran parte de los museos de los EEUU, pertenece a un marco histórico muy preciso: el del auge económico de ese país en su camino hacia la hegemonía económica. Las riquezas acumuladas en manos privadas a finales del siglo XIX  principios del XX condujeron a que una buena parte del patrimonio artístico europeo migrase hacia el otro lado del Atlántico. No sólo el que podríamos llamar clásico y que estaba consagrado por la academia de aquel tiempo como digno de admirar y de continuar, sino también el de las vanguardias más avanzadas y tumultuosas, cuya adquisición permitía a los magnates en ascenso distinguirse de los demás también en su gusto artístico.

jueves, 4 de agosto de 2016

Nuevas visiones

Margaritas, Gustave Caillebotte
Cuando se piensa en el pintor impresionista Gustave Caillebotte, su obra suele quedar reducida a dos cuadros muy famosos: Los acuchilladores de Parqué y Calle de Paris, día lluvioso, ambas pertenecientes a la década de ruptura y triunfo de los impresionistas. Por otra parte, aunque ambas pinturas comparten la inmediatez y el gusto por la vida diaria de ese movimiento, su pincelada no deja de ser demasiado pulida para lo que Renoir o Monet estaban haciendo en esas mismas fechas. Caillebotte sigue terminando demasiado sus obras, a pesar de ser un moderno, lo que le coloca en una posición periférica del movimiento impresionista.

Precisamente lo que permite la otra - ya les hablé de la una - exposición abierta en la Thyssen, Caillebote, pintor y jardinero,  es romper esa dependencia de un pintor con sus obras más famosas, como si pintadas ellas, hubiera dejado de ser pintor, perdido para siempre su talento, su mirada y su brillo. Lo que se descubre en esta exposición, por el contrario, es un artista que siguió buscando  caminos nuevos, aunque estos le apartasen de lo que se consideraba su mejor producción. O quizás debido precisamente a esto, y no le quedase otro remedio que huir de sí mismo para evitar ser encasillado y malinterpretado, como desgraciadamente ocurrió con el juicio de la posteridad.

sábado, 17 de enero de 2015

Polos Opuestos

Retrato de Miss R, Alvin Langdon Coburn
Como sabrán, mi manía de visitar las exposiciones dos veces y no comentarlas hasta la segunda visita, provoca que mi reseñas siempre aparezcan cuando ya no hacen falta: cercanas a las fechas de clausura o ya clausuradas. Incluso ocurre que, dada la cantidad de muestras que coinciden últimamente en el panorama expositivo madrileño, tengo que componer pequeños cuadrantes para asegurar que no soy yo el que vaya a perdérselas.

Así, el sábado pasado visité dos exposiciones muy distintas, casi in extremis. Primero, la llamada Impresionismo Americano, abierta en la Thyssen. Luego, la Alvin Langdon Coburn en las salas de fotografía de la Mapfre. Una, típica de una institución que sólo sabe seguir caminos trillados, mejor dicho, aquellos que le granjean visitantes e ingresos; la otra empeñada en ilustrar fenómenos artísticos un tanto en la penumbra o simplemente desconocidos para el aficionado medio.

Pero para saber cuál es cuál tendrán que seguir leyendo tras el salto.

jueves, 25 de diciembre de 2014

Viejas glorias

Sorolla, Retrato de Clotilde

Hace unas semanas les hablaba de que este tiempo del año es muy dado a las listas de mejores cosas, sean exposiciones, películas o artículos de broma. Les indicaba también que veía difícil que una muestra como la de Metamorfosis de La Casa Encendida se colase en los diferentes palmarés, pero de lo que no hay duda es que la exposición Sorolla y Estados Unidos de la Mapfre figurará en ellos. No por méritos propios, ya que tiene más de un problema y debilidad, sino porque Sorolla es un pintor popular, alguien que atrae multitudes, ya en el presente y el pasado, y cuyo nombre asegura el éxito de cualquier exposición que se le dedique.

Esa preferencia del público y de los expositores se debe en primer lugar a su afiliación impresionista, adjetivo artístico que siempre es un valor seguro para cualquier museo o institución, por lo que trae consigo de pintura que celebra el placer de vivir, la belleza del mundo y el gozo de su contemplación. Unas características que, no es sorpresa alguna, son especialmente apreciadas en una sociedad hedonista como la nuestra, donde esos placeres, antaño de ricos y privilegiados, han pasado a ser experiencia común de la mayor parte de nosotros.

A esta sintonía entre pintor y público - presentes y pasados, no lo olvidemos - se añade el hecho de que Sorolla es un artista de gran capacidad técnica, capaz de asimilar las lecciones del impresionismo y adaptarlas a tierras y paisajes que no son los originarios, de forma que su pintura se nos aparece no como la de un mero copista o seguidor, sino original y personal. Esta novedad se muestra especialmente en sus escenas de playa, donde supo representar como nadie las múltiples tonalidades y reflejos del mar, la claridad cegadora del mediterráneo y el blanco inmaculado de ropas y velas. Características que aunque tópicas, no dejan de ser menos ciertas.

Hasta aquí los elogios, pasemos ahora a los defectos.

lunes, 29 de julio de 2013

On the Road


La côte des Boeufs, L'Hermitage

 Se podría discutir largo y tendido sobre el modo en que el Museo Thyssen anuncia, presenta y vende su retrospectiva Pissarro - un nuevo paso en su lucha para demostrar que ellos son más impresionistas que nadie, cuando en realidad no es sino una excusa para atraer multitudes - pero sería hacer de menos a Pissarro que no tiene culpa de nada, ni él ni su pintura.

Así que olvidemos esas menudencias y disfrutemos de su pintura que es lo importante.