sábado, 16 de diciembre de 2017

El signo de interrogación


Con el título Fortuny (1838-1874), el Museo del Prado ha abierto una amplia retrospectiva de este pintor del siglo XIX. La muestra se inscribe dentro de un continuado esfuerzo, orientado a despertar el interés por la pintura española del siglo XIX, tan olvidada y menospreciada hasta hace un par de décadas. Ese siglo, se nos decía, estuvo poblado por relamidos neoclásicos, clones los unos de los otros,  que nunca rebasaron el nivel de copistas serviles de lo que venía del norte de los Pirineos. Para empeorarlo aún más, rebosaba de astragantes pinturas de historia, de las que se compraban por metros, según fueran las medidas de la pared del ministerio a cubrir.

Como todas las etiquetas, esta visión del siglo XIX  tiene mucho de verdad, pero también es muy injusta. Dado que se abre y se cierra con dos genios absolutos de la pintura, Goya y Picasso, cualquier pintor decimonónico lo tiene muy difícil para brillar por sí solo y no acabar siendo comparado, aplastado por la gloria que fue y la que vendría. En ese sentido, esa recuperación de la pintura del siglo XIX es bienvenida, pero no lo es caer en el otro exceso: que se nos intente convencer de las virtudes de la pintura de historia, fastidiosa en su grandilocuencia, o de las maravillas de tantos y tantos pintores resabiados cargados de medallas, pero abrumados por las reglas que les inculcaron.

Sin embargo, si nos olvidamos de Goya y Picasso, si limpiamos el mineral de la ganga de tanto pintor oficial como nos trajo el XIX, es posible encontrar unas cuantas figuras interesantes. Leonardo Alenza e Eugenio Lucas, por ejemplo, crearon obras que siguen la estela del Goya final, lo actualizan con el sentimiento romántico contemporáneo, e incluso preludian el expresionismo posterior. En otro ámbito estético distinto, tendríamos a Mariano Fortuny, cuya fama se debe a su carácter de pintor malogrado, fallecido muy joven antes de que su estilo fraguase, pero con los suficientes rasgos de interés como para intuir que podría haber sido uno de los grandes. De la pintura española y la mundial.


Desgraciadamente, si realmente pudo haber llegado a serlo es algo que nunca sabremos. Es una auténtica pean, porque la muerte de Fortuny se produce en una década crucial en la historia de la pintura europea, justo cuando en Francia acaba de estallar el impresionismo. Desconocemos, por tanto, como habría reaccionado ante esa conmoción estética, si quizás la cercanía de edad le habría llevado a abrazar el movimiento, imagínense un Sorolla tres décadas antes, o si por el contrario su condición de pintor consagrado le habría llevado a condenarlo y perseguirlo, quedando reducido a otro pintor pompier más. El problema es que este dilema tiene difícil solución, ya que los indicios son contradictorios y, según que pruebas se elijan, pueden llevar a una conclusión o a su contraria.



Lo que es innegable es que, a principios de la década de 1870, Fortuny era un pintor consagrado, cuyo éxito temprano parecía augurar una carrera larga y provechosa. Su pintura era del gusto del público, esa burguesía que buscaba decorar sus hogares con objetos bellos que demostrasen a la claras su posición y que no provocasen polémica alguna, función en la que Fortuny parecía hallarse integrado a la perfección y más que satisfecho. Conformismo que no es una reprobación del artista, ni debe sorprendernos. Fortuny había recibido una sólida formación de artista clásico, incluyendo la obligatoria estancia en Roma, mientras que sus temas eran los obligatorios de esa época: escenas de género exóticas, con todos los resabios del orientalismo, pinturas de historia que pretendían impartir una lección y, de vez en cuando, el paisaje aislado teñido de pintoresquismo.

Fortuny sería así otro pintor de Salón más, imbuido de los ideales estéticos de la burguesía del XIX. Incluso su taller, descrito e ilustrado en una de las salas de la exposición, confirmaría esta opinión, al estar repleto de objetos de interés anticuario provenientes del pasado heroico de la patria o de una lejanía exótica, como ocurría en los palacios de los burgueses con veleidades culturales. Sin embargo, algo no cuadra. Bajo este retrato de un pintor acomodado y conformista pugna por salir otra imagen muy distinta, la de un artista que buscaba caminos muy diferentes de los marcados en su época, aunque lo hiciera a tientas, aunque quizás fuera involuntario.

La cuestión es que incluso en sus cuadros más acabados, aquellos que se podrían tildar de ademicistas, relamidos y preciosistas, la acumulación de detalles es tal que el realismo se desmorona. Casi se podría hablar de un mosaico en pintura, de manera que los contornos y las formas acaban disolviéndose en la luz, esa luz cegadora, hiriente y descarnada que conoció en sus viajes de juventud a Marruecos. No es que se pueda aplicar la etiqueta de impresionista a su obra, - si hay un apelativo estético mal utilizado, es ése -, pero sí que hay una serie de rasgos distintivos que poco tienen que ver con la pintura coetánea, mucho menos con la de sus colegas más academicistas, conservadores y retrógrados.

Ese algo al que me refiero es inconfundible en su obra "menor", en sus muchas acuarelas, grabados y dibujos, tanto en los preparatorios como en los más terminados. En todos ellos hay una tendencia al abocetamiento, a introducir imperfecciones, imprecisiones, que sirvan para dar vida a la escena, aproximándola al espectador como si éste lo estuviera viendo por sí mismo. Ya pueden ser unos perros despeluchados, cuyas figuras se mezclan entre sí, o puede ser todo el cuadro, convertido en sucesión de manchas, de impresiones, en las que el dibujo deja de tener la primacía. Rasgo aún más notable en un pintor que era un dibujante y grabador de primerísima categoría.

¿Se estaba moviendo Fortuny, al final de su vida, hacia una nueva pintura? Parece que sí, pero no puede afirmarse con seguridad. Sólo podemos imaginar lo que habría supuesto, para la pintura española, que un pintor de su talento se hubiese unido al bando de los modernos.




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