martes, 31 de julio de 2018

Romper el encierro

Fotografía de Marc Pataut documentando el movimiento "Ne pas plier"
En entradas anteriores les había hablado de la exposición que el MNCARS ha dedicado al maestro del Arte Cinético Eusebio Sempere. Por ¿casualidad? esta muestra coincide con la dedicada por el Museo Thyssen al fundador del Op Art, Victor Vasarely. Sin embargo, esta coincidencia fortuita se puede llevar un poco más allá, ya que en la misma planta del MNCARS donde está la exposición de Sempere, se pueden visitar la de otros tres artistas cuyos fundamentos estéticos son diametralmente opuestos a los de esos dos maestros de la abstracción.

La abstracción, como sabrán, es un relativo recién llegado al arte occidental, siempre preocupado desde el siglo XV por la representación cabal y racional del mundo. Sin embargo, desde su "invención" en 1910, la abstracción tomó por asalto el espacio estético occidental, hasta casi convertirse en la forma por antonomasia, aquélla a la que tendía por necesidad la investigación formal que comenzó en las décadas centrales del siglo XIX. Sin embargo, contra la abstracción siempre se ha levantado una objeción esencial: su carácter autista, desligado y desinteresado de los aconteceres humanos y la marcha de la sociedad. De hecho, en su desarrollo posterior a la Segunda Guerra Mundial. la abstracción "ortodoxa" se encerró en un geometrismo debilitante y paralizante, que la llevó a los callejones sin salida que resultaron ser tanto el Op Art como el arte cinético.

viernes, 27 de julio de 2018

Escindido

Porque não acrediteis que eu escrevo para publicar, nem para escrever nem para fazer arte, mesmo. Escrevo, porque esse é o fim, o requinte supremo, o requinte temperamentalmente ilógico, da minha cultura de estados de alma. Se pego numa sensação minha e a desfio até poder com ela tecer-lhe a realidade interior a que eu chamo ou A Floresta do Alheamento, ou a Viagem Nunca Feita, acreditai que o faço não para que a prosa soe lúcida e trémula, ou mesmo para que eu goze com a prosa — ainda que mais isso quero, mais esse requinte final junto, como um cair belo de pano sobre os meus cenários sonhados — mas para que dê completa exterioridade ao que é interior, para que assim realize o irrealizável, conjugue o contraditório e, tornando o sonho exterior, lhe dê o seu máximo poder de puro sonho, estagnador de vida que sou, burilador de inexatidões, pajem doente da minha alma Rainha, lendo-lhe ao crepúsculo não os poemas que estão no livro, aberto sobre os meus joelhos, da minha Vida, mas os poemas que vou construindo e fingindo que leio, e ela fingindo que ouve, enquanto a Tarde, lá fora não sei como ou onde, dulcifica sobre esta metáfora erguida dentro de mim em Realidade Absoluta a luz ténue e última de um misterioso dia espiritual.

Fernando Pessoa, Libro del desasosiego

Porque no creáis que escribo para publicar, ni para escribir, ni incluso para crear arte. Escribo porque ése es el fin, el refinamiento supremo, la destilación temperamentalmente ilógica, de mi cultivo de los estados del almo. Si tomo una sensación mía y la devano hasta poder tejer con ella la realidad interior que llamo Bosque del aislamiento o Viaje nunca hecho, creo que lo hago no para que la prosa sea lúcida o trémula, o incluso para gozar con la prosa - aunque más quiero eso, más un refinamiento final , como un caer bello en un paño sobre los escenarios por mí soñados - sino para dar un exterior cumplido a lo que es interior, par que sí se realiza lo irrealizable, se conjugue lo contradictorio, y volvi´ñendo al sueño exterior, le dé su poder máximo de sueño puro, estancante de la vida que soy, cincelador de las inexactitudes, paje doliente de mi alma Reína, leyéndole durante el  crepúsculo no los poemas que están en el libro abierto sobre mis rodillas, de mi Vida, sino de los poemas que voy construyendo y fingiendo que leo, y ella fingiendo que oye, mientras la Tarde, allá fuera, no sé donde, como yo, dulcifica esta metáfora que se yergue dentro de mí, Realidad Absoluta, a la luz tenue y última de un misterioso día espiritual.

Entre las muchas cegueras intelectuales que nos trae la vejez está la de creernos ya de vuelta de todo. Pensar que ya nada podrá conmovernos, puesto que hemos visto, escuchado, presenciado y leído absolutamente todo. Empeorado porque, debido a ello, hemos cesado de buscar, ya que pensamos no encontrar jamás, y así nos cerramos a las experiencias que podrían hacernos reverdecer. Traer de nuevo al presente a ese yo nuestro más joven al que tanto envidiamos, quizás porque tenemos miedo que se sienta repelido por nuestra conformidad actual.

La perorata anterior viene a que no ha sido hasta ahora que he descubierto a Fernando Pessoa, escritor portugués de importancia capital en la literatura occidental. Entono el mea culpa, tanto más contrito, cuando además no he llegado a él por impulso propio, sino empujado por mi reciente aprendizaje del portugués. Como práctica, me compré unos cuantos libros en esa lengua, entre ellos el Libro del desasosiego que comento en esta entrada. No por una razón especial, mucho menos una admiración que aún no tenían sino porque me sonaba el nombre del autor y de la obra. A pesar de su carácter de tarea, o quizás precisamente por eso, este libro llevaba ya bastantes años cogiendo polvo en mis estanterías, hasta que mi visita la reciente exposición Pessoa y su tiempo, en el MNCARS, picó mi interés y me animó a leerlo de una vez por todas.

Momento en que me di cuenta de lo estúpido que había sido. De lo mucho que me había perdido dejando a Pessoa a un lado, como si no me interesase.

martes, 24 de julio de 2018

Perdido

Lorenzo Lotto, Retrato de un caballero joven

Supongo que ya les he comentado varias veces como varían las apetencias artísticas a medida que se envejece. Uno acaba por apartarse de los grandes maestros, un poco hastiado de encontrárselos por todas partes, y toma cariño por figuras de segunda fila, cuya obra ha quedado en la penumbra. Se pueden poner muchas excusas para justificar estas preferencias, pero lo cierto es que detrás de ellas se oculta un solo deseo: el de volver a enamorarse con pasión de una obra de arte, el dejarse arrebatar por el torbellino del descubrimiento repentino, aunque quizás el objeto no lo merezca y antaño ni le hubiéramos dedicado una sola mirada. Ese es el objetivo, pero, para serles sinceros, debo confesarles que rara vez se alcanza. Al final, a estas edades, sólo se puede remedar lo ya sentido, extraer los sentimientos del almacén en el que duermen, vestirse con ellos, aparentar.

Dejemos a un lado las confesiones. Esta introducción era sólo para que entendiesen el poderoso atractivo que exposiciones como la de Lorenzo Lotto, abierta recientemente en El Prado, ejercen sobre mí. No es que el nombre de este artista sea desconocido para el aficionado. Cualquiera que se haya preocupado por la pintura veneciana recuerda un par de retratos magníficos, de ésos que te llevan a querer ver más, a descubrir el artista detrás de esas maravillas, a confirmar que esos logros no eran una excepción, un golpe de suerte. Esta exposición permite cumplir ese deseo, al explorar la obra de este pintor veneciano en profundidad, abarcando toda su biografía y sus diferentes etapas estilísticas.

lunes, 23 de julio de 2018

Sin remedio

Ese boletín tan instructivo hubiera bastado, seguramente, para aclarar de forma científica la cuestión de los misteriosos monstruos marinos, que tantas polémicas habían suscitado. Por desgracia, se publicó, al mismo tiempo, el informe del experto holandés Van Hogenhouck, que incluyó esta salamandra gigante en la familia de los salamándridos (salamandras o tritones), bajo el nombre de Megatriton Moluccanus, e indicó su multiplicación en las islas holandesas del Sudán, Dzillo, Morotai y Ceram. También influyó la opinión del doctor Mignard, científico francés, que los clasificó como salamandras comunes y determinó su procedencia en las islas francesas de Takaroa, Rangioara y Raitarea y las nombró, sencillamente, Criptobranquios Salmandroides. Todavía citaremos el informe de W. Spence, que reconoció en ellas una nueva especie de pelágicos naturales de las islas Gilbert. Mediante este informe estaba dispuesto a obtener un nuevo ser científico, bajo el nombre: Pelagotriton Spence. El señor Spence consiguió transportar un ejemplar vivo hasta el Parque Zoológico de Londres, donde fue objeto de nuevas investigaciones que arrojaron los nombres de Pelagobatracio Hooker, Salamandrops Maritimus, Abranchus Giganteus, Amphiuma Gigas y tantos otros. Numerosos expertos aseguraban que el Pelagotriton Spence no era otra cosa que el Criptobranchius Zinckeri, y que la salamandra de Gignard no era otra que el Andrias Scheuchzeri. Hubo muchos debates sobre denominaciones y otras cuestiones puramente científicas, y finalmente ocurrió que la Historia Natural de cada país tuvo su propia salamandra, criticando con dureza las salamandras de los otros países. Por eso, en ese importante asunto de las salamandras, no se logró nunca una clara explicación científica.

Karel Capek, La guerra de las salamandras.

Capek es un autor checo del que todo lector ha oído hablar, incluso aunque no haya leído ninguno de sus libros. Su nombre ha quedado ligado a la invención del concepto de Robot, nombre acuñado en su obra teatral R.U.R de 1921, donde aparecían por primera vez máquinas inteligentes que la humanidad utilizaba para realizar las tareas más pesadas y desagradables. Por esa razón, se suele encuadrar a este autor en el ámbito de la ciencia ficción, como uno de tantos precursores que vieron las posibilidades que podría traer el progreso científico e intentaron evaluar el impacto que sus innovaciones tendrían sobre la humanidad y la estructura social.

Debo decirles que discrepo con esta clasificación. Para mí, Capek es un seguidor moderno de un genero muy antiguo, el de la sátira social con ribetes fantásticos, que se remonta a tiempos de la antigüedad romana. Su fundador sería Luciano, con su Historia Verdadera, copiada, adaptada y ampliada por Swift con su Gulliver o Voltaire con su Cándido. Incluso, ya en nuestro tiempo, se puede encontrar dentro de la obra polifacética de otro escritor anómalo, éste sí de ciencia ficción, como Stanislaw Lem, quien en su Ciberiada, supo renovar ese género casi olvidado, sin perder nada del humor y la acidez con que había sido fundado.

Es lo que ocurre con Capek y su Guerra de las Salamandras, en donde el autor checo se despacha a gusto con toda la sociedad de su tiempo, subrayando dos vicios principales: la codicia que rige todas las acciones, limitada y entorpecida sólo por las envidías y rencillas nacionales. Así, la caída final de la humanidad a manos de unas salamandras antropomorfas es preparada y facilitada por la propia estupidez humana,de la cual sólo puede librarnos un Deus ex Machina. Tanto más divertido cuando surge de una confesión de impotencia del autor. No sabe como culminar la trama, sin que ésta lleve a la pérdida y destrucción de la humanida, así que no le importa buscar un final feliz inverosímil, que le sirve además para reírse de otros colegas de ciencia ficción

jueves, 19 de julio de 2018

El futuro que no fue


Les confieso que siento cierta debilidad por la pintura de Víctor Vasarely. Se debe, supongo que se lo imagina, a simples razones biográficas. Mi descubrimiento del arte, así, en general, se remonta a cuando estaba en primero de BUP, en los años 1980-1981. En ese curso, la asignatura de ciencias sociales estaba dedicada por entero a la historia del arte, de las pinturas rupestres a los últimos ismos de la vanguardia. Y digo ismos con intención, ya que por aquel entonces, nadie en España se había enterado de la muerte del postmodernismo ni de la muerte de la modernidad. Más aún, el Op Art, del que Vasarely fue uno de los fundadores, parecía un escalón más en ese ascenso hacía un arte nuevo, descubridor y cartografiador de nuevos continentes estéticos. Nuevo, brillante y en "la onda", como todo lo que provenía de la década de los sesenta, tiempo cuyo fracaso aún no parecía definitivo, sino revolución destinada a repetirse en breve con fuerzas renovadas, esta vez victoriosa. A alcanzar, ya y de una vez por todas, el triunfo que le había sido negado durante las convulsiones del 68.

Que equivocados estábamos.

Con esa introducción, se pueden imaginar que el nombre de Víctor Vasarely, como representante de la vanguardía última de la modernidad, se me quedó grabado. Al igual que el de Bridget Riley, compañera de movimiento de Vasarely, y única mujer pintora, junto con María Blanchard, que se citaba en mi libro de texto. Hay que tener en cuenta, además, que en ese contexto temporal, el Op Art aparecía como esencial y radicalmente moderno, relacionado no sólo con las revueltas culturales y la transgresión/contestación propias de los sesenta, sino como parte de la psicodelía también característica  e inseparable de ese tiempo. Dotado del mismo aliento alucinatorio, en su corriente alegre y desenfadada, que diferenciaba a esa revolución global de la seriedad y del rigor, de la crueldad y la implacabilidad de las anteriores, tan avejentadas, tan fracasadas por aquel entonces. Algo chocante, contradictorio, ya que el Op Art, en sí, no era sino una evolución de la rama geométrica de la abstracción. Es decir, un juego matemático de normas rígidas y estrictas, sólo levemente disfrazado de liberación anárquica por su uso rabioso del color.

Hasta aquí la nostalgia y ahora la pregunta. Pasado medio siglo ¿qué queda de est Op Art? ¿Nos sirve aún de algo?

viernes, 13 de julio de 2018

En la intimidad

El Pater Familias, dueño de su casa y amo de su familia, era el encargado de levantarse de la cama a oscuras, pasada la media noche, para realizar el siguiente ritual. Caminando descalzo y asegurándose de no tener ningún nudo en sus vestiduras, avanzaba en la obscuridad mientras con la mano realizaba un gesto apotropaico - que aleja el mal y atrae la buen suerte - conocido como la higa, que se realiza con la mano cerrada y el pulgar sujeto entre los dedos corazón y anular. Este gesto evitaba que los espíritus malignos, que acechaban a su alrededor, le salieran al encuentro.
Antes de comenzar el ritual se lavaba las manos para purificarse y seguidamente empezaba a caminar, sin darse la vuelta en ningún momento. Mientras caminaba, iba tirando unas habas negras hacia atrás al tiempo que repetía nueve veces la frase: hace ego mitto, his redimo meque  meosque fabis - lanzo estas habas y con ellas me salvo a mí y a los míos -. Mientras tantos, los espíritus se colocaban tras él y recogían las habas que lanzaba. Éstas eran consideradas símbolos de fertilidad y podían llegar a representar un sacrificio substitutorio de las almas de los miembros de la familia que los lemures querían arrebatar. Tras hacer sonar un pequeño objeto de bronce repetía otras nueve veces: Manes exite paterni (salid de aquí, espíritus de mis antepasados; Fastos V, 435-445).
Entonces llegaba el momento más aterrador del ritual. El Pater Familias, con todos los espíritus tras él, debía darse la vuelta en la obscuridad de la noche profunda. Sólo si había realizado correctamente el ritual, los espíritus desaparecerían, liberando a su familia hasta el año siguiente.

Néstor F. Marqués. Una año en la antigua Roma.

Esta entrada se podría reducir a un problema de óptica.

Me explico. Los que estamos apasionados por la antigüedad clásica corremos el riesgo de olvidar los muchos abismos, geográficos, temporales y mentales, que nos separan de otras gentes. La lectura habitual de lo que escribieron aquellas gentes puede conducirnos a un espejismo intelectual: el de creer que podríamos establecer una conversación de igual a a igual con ellos, ser capaces de entenderles y de replicarles en el mismo idioma. No es una ilusión nueva, sino que se remonta al menos al renacimiento, cuando muchos intelectuales se imaginaban habitando un mundo ideal, el grecolatino, que sólo existía en sus mentes, de manera similar a los mundos inventados que habitan los frikis actuales. Ese espejismo es, por tanto y paradójicamente, uno de los pilares de la cultura occidental, que se imagina a sí misma, desde hace más de quinientos años, en diálogo directo con la antigüedad. Heredera y continuadora de lo que ellos construyeron.

Al menos hasta ayer mismo, cuando una doble revolución en el campo de las humanidades, la propiciada por las convulsiones de los 60 y el postmodernismo posterior, nos hizo darnos cuenta de esas distancias a las que me refería en el párrafo anterior. Aunque bien podría haberse llegado a la misma conclusión sin turbulencias ni guerras culturales. El volumen de conocimientos es tan ingente, tan propenso a ser modificado por los nuevos descubrimientos, que ir aprendiendo sobre la antigüedad acaba por ser un proceso de desaprendizaje. Al final, la realidad que descubrimos es tan multiforme, tan sujeta al punto de vista del observador - y del narrador - como es la nuestra sobre nuestra contemporaneidad. Imposible de conocer en sus más ínfimos detalles. aunque la tengamos ante nuestros ojos.

jueves, 12 de julio de 2018

Mundos aparte

Marina de Eugène Boudin
Visitando la exposición Boudin/Monet, recién abierta en la Thyssen madrileña, he llegado a la solución del problema que me planteaba, hace poco, con otra exposición muy distinta: la dedicada a Fortuny. Por edad, este pintor bien podría haber figurado en las filas de los impresionistas, pero su posible evolución posterior quedó truncada por su muerte en la década de los setenta del siglo XIX, dejando el enigma de si se habría unido a la modernidad o quedaría como otro más de los últimos pintores clásicos.

Pues no. Su formación se lo habría impedido. 

Recapitulemos. La nueva exposición de la Thyssen realiza una comparación entre dos pintores, Monet y Boudin,  estrechamente relacionados tanto en lo profesional como en lo personal, lo que sitúa sus intercambios y mutuas influencias fuera del simple esquema de maestro y discípulo, mentor y alumno. Monet nació en 1840, mientras que Boudin lo hizo en 1824, de manera que Fortuny, nacido en 1838, pertenece de manera estricta a la misma generación que el primero. Sin embargo, si se tiene en cuenta las gradaciones estilisticas, sorprende que Fortuny parezca anterior al propio Boudin.

miércoles, 4 de julio de 2018

Todos los recursos a su disposición



Ya les he comentado, en varias ocasiones, del muy loable esfuerzo que el MNCARS - Sofidú para los amigos - está realizando por explorar vías laterales o poco conocidas del arte del siglo XX. En especial, esa terra incognita para el aficionado que es la vanguardia posterior a 1945. No obstante, en el caso de la muestra Dadá ruso 1914-1924, recientemente abierta, se ha vuelto la mirada a un periodo central y bien conocido de las vanguardias históricas, la extraña alianza entre el arte contemporáneo y el régimen soviético. Eso sí, con una tesis nueva, opuesta a la concepción habitual que se tiene de ese momento.

A modo de resumen de lo conocido por cualquier aficionado: el periodo 1917-1930 en la URSS fue un paraíso para la experimentación vanguardista. Nunca antes se había producido una conjunción de ese tipo, con todo un estado poniendo todos sus recursos al servicio de la experimentación artística. Habría que esperar, paradójicamente, a tiempos de la guerra fría para para encontrar una alianza tan estrecha entre las vanguardias y el poder. En concreto, los esfuerzos del gobierno de los EEUU para promover el Expresionismo abstracto en pintura y el Estilo internacional en arquitectura, como formas distintivas del mundo libre. Aún así, la experiencia americana nunca llegó a las cotas de la soviética, debido al conservadurismo innato de la sociedad americana de la postguerra. En el caso ruso, por el contrario, un régimen revolucionario, que se había marcado el objetivo de crear una sociedad nueva que supusiese una ruptura con el pasado, se embarcó asímismo en la búsqueda de un arte también nuevo e igual de revolucionario. Un arte que inspirase a las masas, las incitase a la acción, y sirviese de estandarte del nuevo régimen.

Como sabrán, la experiencia fue corta, muy corta, y terminó de manera trágica, con los artistas que formaron parte del experimento silenciados, represaliados o ejecutados. Los más afortunados, aunque esto suene a irónico, prosiguieron su carrera sólo a costa de transigir y humillarse, de negarse a sí mismos y producir un arte opuesto al de apenas unos años antes. El Estalinismo, en su impulso totalitario, desconfiaba de las veleidades anarquistas y transgresoras de la vanguardia, mientras que necesitaba un arte adulador, al servicio de las consignas del poder. El resultado fue el repelente Realismo Socialista, una puesta al día del arte aúlico de las cortes de las monarquías absolutas. Dedicado a cantar las glorias del líder y sus triunfos, así como a glosar la felicidad que su gobierno previsor y providencial había traído al país.

Hasta aquí la introducción, ¿pero cuál es la tesis nueva y rompedora que propone la exposición? En pocas palabras, se suele relacionar el arte soviético de los años 20 con el Futurismo, al compartir ambos una fascinación con el mundo futuro, industrial y tecnológico, que tenía como símbolos el avión y el automóvil, el acero y la electricidad, mientras que rechazaban la cultura y el arte tradicional, la belleza de las estatuas clásicas, los museos vetustos y las catedrales centenarias, la ciudad de Venecia. Sin embargo, esta muestra propone una filiación muy distinta, la de la vanguardia rusa como otro brote efímero del movimiento Dadá. Y además el primeros, anticipándose a la fecha normalmente admitida para su fundación: El cabaret Voltaire de Zurich en 1916.