jueves, 16 de noviembre de 2006

A la medida de los hombres.

Siempre que se habla del renacimiento, se señala como el centro de su pensamiento, y por tanto de su arte, es el hombre. O por decirlo de una forma más "poética", que las producciones del renacimiento están concebidas a la medida de los hombres, incluso la propia arquitectura.

La propia arquitectura. Es fácil aplicar, o mejor dicho, entender como se aplica, ese concepto de a la medida de los hombres, a las otras artes, como la literatura, la pintura, la escultura, al fin y al cabo, su propio objeto es la figura humana, su representación, tanto corporal como anímica, y hasta un necio se daría cuenta de que el renacimiento intenta conseguir una representación cabal y racional del ser humano, indistiguible del natural, de lo que se pueda encontrar en calles y campos.

¿Pero la arquitectura? Lo único que nos queda de esa época son las iglesias, cuya función es cantar la gloria de Dios, y los palacios, cuya función es cantar la gloria de los poderosos. Poca relación, más bien ninguna, parecen tener ambas plasmaciones con ese a la medida de los hombres.

Hasta que por supuesto, viaja uno a Florencia y se topa con uno de sus lugares escondidos, de esos que tanto abundan en esa ciudad y de los que ya he hablado en ocasiones.

Éste, en particular, es de los que están a la vista de todos, en concreto justo al lado de la iglesia de la Santa Croce, un lugar que como todo visitante de Florencia sabe, suele estar abarrotado de gente, tanto de sus propios ciudadanos, que dejan pasar las tardes en la plaza ante la iglesia, como de los siempre abundantes turistas, los cuales suelen abandonar la iglesia con una cierta frustración y cansancio.

No es extraño. La iglesia de la Santa Croce promete mucho y ofrece poco. Los frescos, los magníficos frescos que la decoran suelen estar, o bien demasiado altos para apreciar los detalles, o bastante mal iluminados para gozar de sus colores. Al final, como en tantas ocasiones, la única manera de hacerlo es en reproducción, en la habitación del hotel, tranquilamente, en silencio, sin aglomeraciones, sin experimentar el cansancio.

Curiosamente, el lugar secreto del que hablaba, está apenas a unos pasos a la derecha de la entrada principal. Se trata de la entrada al claustro, y lo único que lo hace secreto, o mejor dicho, que no sea invadido por las multitudes que ocupan la plaza y la iglesia, es que hay que pagar para entrar.

Basta ese pequeñísimo obstáculo, para que en todo su recinto reine el casi más absoluto silencio, y para que, como era la intención de los claustros de las iglesias y conventos, el visitante, si se me permite la exageración y el tópico, se vea trasladado a al paraíso terrenal que los constructores habían querido recrear allí.

Secreto sobre secreto. Porque la perla que encierra ese claustro no es otra que la capilla Pazzi diseñada y construida por Brunelleschi, un edificio que aparece destacado en todos los libros que glosan el arte del renacimiento. Un edificio cuya fachada, vista desde el claustro, promete maravillas, asombros, custodiados en su interior.

Un edificio que a todo el que entra le produce una inmensa decepción. La sensación de haber sido engañado, timado, simplemente porque dentro no hay nada, excepto las paredes desnudas de todo adorno y pintadas de blanco, tres absides casi banales, vulgares, que sustentan una cúpula no menos irrelevante y sin significado. Un edificio pequeño y vacio, como tantos hay en tantas otras partes.

Así que todo el mundo, mira un instante, hace un gesto de desagrado y se marcha.

Yo no lo hice, había estado caminando todo el día y estaba muy cansado, tanto que ya no podía dar un paso más, así que cruce el exíguo espacio de la capilla y me senté en uno de los poyos laterales.

Entonces lo comprendí. Entendí lo que no veían los visitantes fugaces que se asomaban a la entrada y entendí también porqué la arquitectura del renacimiento estaba hecha a la medida de los hombres.

Aquel edificio, aparentemente sin importancia, sin pretensiones, tenía las mismas proporciones que un ser humano. La cúpula era la cabeza, y la altura hasta ella, siete veces su diámetro, los absides los brazos, y el edificio entero, un cuerpo acogedor, cálido, único, donde poder refugiarse, donde encontrar el cobijo, la seguridad que no existía afuera.

...y así me sentí yo, durante largos minutos, como si hubiera vuelto al seno de mi madre, como si estuviera seguro y protegido, a salvo, para siempre, de todos los peligros que me aguardaban en el exterior, de todos las decepciones que me esperaban cuando volviera a Madrid, de todos los dolores que habría de traerme el futuro...

...y ahora, por alguna razón, he sentido el deseo de volver a ella...

miércoles, 15 de noviembre de 2006

Um ein Steppenwolf zu werden (y 1)

Waren wir alte Kenner und Vehrerer des einstigen Europa, der einstigen echten Musik, der ehemaligen echten Dichtung, waren wir bloss eine kleine Minorität von komplizierten Neurotikern, die morgen vergessen un verlacht würden? War das, was wir "Kultur", was wir Geist, was wir Seele, was wir schön, was wir heilig nannten, war das bloss ein Gespent, schon lange tot und nur vor uns paar Narren für lebendig gehalten? War es vielleicht überhaupt nie echt und lebendig gewesen? War das, worum wir Narren uns mühten, schon immer vielleicht nur ein Phantom gewesen?



Hermann Hesse, Der Steppenwolf

Acaso no seremos nosotros, los conocedores y admiradores de la Europa de antaño, de la gran musica de antaño, de la gran poesía de antaño, una pequeña minoría complice de neuróticos, que mañana serán olvidados y objeto de burla? No es acaso eso que nosotros aún llamamos "Cultura", espíritu, alma o sagrado , simplemente un fantasma, largo tiempo muerto ý sólo creído vivo por un par de locos? No será quizás que nunca estuvo vivo ni fue grande? No habra sido eso, por lo que nos esforzamos nosotros, los locos, únicamente y desde siempre un fantasma?


En todo aficionado al arte, hay un punto de bacante poseída por la divinidad, de locura suicida y homicida

Al igual que ellas, como si participasen en sus misterios, se vuelven ciegos a todo distinto de aquello que, en su arrebato, han declarado como sacro y sagrado. De la misma manera, si alguien se inmiscuye en sus rituales, secretos y obscuros, se vuelven hacia el con violencia, atacándole con todas las armas al alcance, simplemente por atreverse a mancillar el recinto sabgrado, ellos, extraños, extranjeros, paganos incapaces de reconocer la divinidad cuando la tienen ante sus ojos.

Y como las bacantes, cuando despiertan del trance, descubren el absurdo de sus acciones, la locura en que se sumieron, el vacío de sus opiniones de hace un instante.

Por ello, si es así en los aficionados al arte, no hace falta pensar como será en los críticos, comentaristas, analistas, expertos o historiadores, proclamados por ellos mismos sacerdotes de la divinidad y únicos capaces de desentrañar sus designios.

Sin embargo, la mayoría de la gente vive ajena a todas estas polémicas y debates. Más aún, es posible vivir sin el arte o, mejor dicho, sin el gran arte, esa gran palabra con que se llenan la boca todos los necios y cuya definición cambia más que la forma de las nubes azotadas por el viento. Peor aún, el gustar de unos contenidos y detestar otros distintos, no es ya que no te haga mejor persona, lo cual ya se sabía, ni que te haga más inteligente, lo que sería de esperar. Es que ni siquiera te hace más sensible, más perceptivo, más atento, que se supone era el objetivo de todo el asunto... o al menos debería serlo, si hablamos de experimentar el arte.

En el fondo, todas estas polémicas no se diferencia en nada del grupo de mujeres que discuten sobre el largo de las faldas para este verano, o el de los hombres que se gritan a la cara las alineaciones de sus equipos. No son más que modas, cuestiones pasajeras que mañana serán olvidadas, substituidas por otras nuevas, naderias que a nadie importan excepto a aquellos directamente envueltos en ellas.

Porque, en realidad, no pretenden hablar de arte, o dilucidar lo que es el arte, o intentar averiguar hacia donde marchar el arte. No. Lo que pretenden es pertenecer a un grupo, obtener las credenciales necesarias. Demostrar que ellos también son de los pocos elegidos, de los pocos que saben, de pocos los que dictaminan y regulan.

Probar que son más importantes que los artistas sin los que ellos no existirían. Proclamar que son sus nombres los que deberían ser anotados en los libros, simplemente porque señalaron con el dedo.

Al final, como todas las cosas, es simplemente una cuestión de poder y preeminencia, cuando debería ser una cuestión de placer y gozo.

...

No. Esto no es lo que quería decir. No quería perderme en juna larga e interminable lista de eremiadas o peor aún, oficiar como el único que conoce la verdad revelada y por tanto puede permitirse atacar, derrotar, destruir a los demás, quedar en solitario en el campo de batalla, como el único campeón digno de la causa.

No, lo que quería decir, es más o o menos lo que decía Hesse.

De como nos engañamos, todos, a nosotros mismos, de como partimos del gozo y el disfrute, de probar aquí y allá a ver que sabe, de como el experimentar, el intentar, el acertar y equivocarse forman parte inseparable de ese mismo gozo y disfrute.

De como nos creamos un palacio de hielo a nuestra medida, en el cual no admitimos variaciones ni modificaciones, pero que, en cuanto salga el sol, se derretirá sin dejar rastro alguno.

De como nos atrincheramos detras de nuestras ideas y atribuimos, a los artistas de ahora y el pasado, objetivos e intenciones que provocarían su risa si nos oyeran.

martes, 14 de noviembre de 2006

La melancolía de las miradas (y 3): Bronzino

Hablaba, en entradas anteriores, de los lugares escondidos que existen en todas las ciudades y de como Florencia es especialmente rica en ellos.

Uno de estos lugares mágicos y secretos se halla a la vista de todos, en uno de los monumentos, junto con la galería de los Uffizzi, más visitados por los turistas. No es difícil encontrarlo, basta con entrar al Palazzo Vecchio y dirigirse a la sala de la signoria. El que la haya visitado, sabe que es una sala enorme y completamente vacía, fuera de alguna estatua. El lugar perfecto para que el turista despistado se encuentre aún más perdido, acelere el paso y se marche, sin saber muy bien porqué ha entrado allí, ni que es lo que venía a ver, a menos que le acompañe un guía, de eso que escupen dato tras dato, con los que poder luego irse satisfecho a la cama, seguro de haber aumentado la cultura de uno, aunque luego se hayan olvidado completamente a la mañana siguiente.

Yo estuve también casi a punto de perderme en esa sala enorme y vacía. Sabía que lo buscaba estaba allí, pero no lograba localizarlo, hasta que ví, en una esquina, unos escalones de madera, que llevaban a una puerta pequeña de madera, una puerta por la que parecía imposible que pasase una persona.

Era la puerta de la capilla de los Medici, decorada por entero con pinturas de Bronzino. Una aparente decepción, simplemente porque no se permite entrar en ella para admirar los frescos, ya que sería extremadamente fácil dañarlos, mientras que el ángulo de visión te impide apreciar aquellos más cercanos, y los más lejanos están demasiado apartados para poder gozar de los detalles.

Un reciento que, de forma paradójica, no se puede disfrutar estando allí presente, sino sólo en reproducción, en la habitación del hotel, donde realmente se puede apreciar el arte de Bronzino, esa delicadeza en tratar los cuerpos, los vestidos y las facciones, esa doble perfección que alcanza en sus mejores obras, la de convertir líneas y colores en objetos reales que están ante uno, casi como si se pudieran tocar, y al mismo tiempo trazar y pintar paisajes, objetos, cuerpos de belleza casi ideal, que no pertenece a este mundo, que jamás podrás encontrar en las calles de la ciudades... y hacer todo esto, este prodigio de materialidad y carnalidad en el contexto de la pintura religiosa más ortodoxa, sin que esto pueda merecer ninguna censura, si no es por parte de las mentes más obstusas.

Desgraciadamente, no he podido encontrar un ejemplo de esa capilla, así que no he podido por menos que pegar aquí mismo el que quizás sea su cuadro más famoso, salvando sus retratos.

Se hablado tanto, y tan bien sobre este cuadro, que casi podría dejar esta entrada aquí mismo, admiter que no tengo más que decir y dejarla inconclusa, como si fuera una invitación a buscar más cuadros de Bronzino, pero dejarla así, dado los tiempos que corren, sería señalar implicitamente uno sólo de los aspectos del problema.

O dicho de otra manera, algo que hace grande a esta pintura, aparte de su técnica y ejecución, es que niega y afirma el mismo tema que presenta. Es decir, que lo que, en apariencia, es un apoteosis del amor humano, en sus aspectos más carnales y eróticos, es al mismo tiempo una negación del mismo, sin que ninguna de estas interpretaciones pueda imponerse sobre otra.

Simplemente porque el acto de amor que se nos describe con tanta franqueza, no es otro que un incesto entre madre e hijo, teñido asimismo por el engaño, pusto que Venus se entrega a Cupido para que este no consiga el objeto que buscaba.

Un acto de amor que se nos recuerda pasajero y efímero, terminado y consumido antes de tener tiempo para darse cuenta, como muestra Cronos rasgando el velo con el que se intenta preservar a los amantos. Unas relaciones, unos encuentros, que son al mismo dulces y cargados de veneno, como muestra el personaje femenino tras Venus, portando en sendas manos, un panal y un escorpión... y mostrando también que todo era una mentira, se construyo sobre mentiras y terminará en mentiras, ya que su mano izquierda esta en su brazo derecho y la mano derecha en el brazo izquierdo.

Un acto de amor que terminará finalmente en la desperación, por ver el objeto amado en brazos de otro, y en la desesperación, por haberlo perdido para siempre, como muestra el personaje que aúlla tras Cupido.

Y al mismo tiempo, a pesar de haber destruido cualquier concepción romántica del amor, esas ilusiones de sinceridad, permanencia, eternidad y unión, una vigorosa exaltación del mismo, como momento único para el que está destinada toda nuestra vida y sin el cual, nadie puede afirmar que ha vivido realmente.

Unos temas, unos pensamientos que son una constante en todo el tardorenacimiento y primer barroco, ese tiempo entre el primer brote de las guerras religiosas y el quasi apocalipsis de la guerra de los 30 años, esa época de cortes refinadas, entregadas a la exaltación del amor cortes y los goces terrenales, y de religión/policía política, entregada a la búsqueda y el exterminio físico del enemigo político, fuera protestante o contrareforma, y de la eliminación toda posible idea sospechosa que pudiera quebrar la unidad del bloque al que se pertenece.

El breve tiempo entre dos catástrofes, donde se sabe que todo es efímero y pasajero, y que, por tanto, hay que disfrutarlo ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.

domingo, 12 de noviembre de 2006

Muertos desconocidos

Resulta curioso, ahora que, en otras artes como el cine se habla tanto de la necesidad de formar el gusto, visitar una exposición como la Sorolla/Sargent Singer expuesta a medias entre el Museo Thyssen y la fundación Cajamadrid.

Y digo lo de curioso, porque en otros tiempos, de gustos distintos, y de supuesto mayor compromiso con una vanguardia perdida y desaparecida en el pasado, esta exposición hubiera sido recibida con cierto desdén y hostilidad no disimulada. A lo sumo hubiera sido calificada de ejemplo del mal gusto en la pintura, de lo viejo que afortunadamente fue substitido por lo nuevo, de lo carca en una palabra... mientras que otros, los menos y con cierta vergüenza, hablarían de justa reivindicación del arte patrio, tan olvidado frente a modernismos externos que desvirtúan las esencias culturales del terruño, las únicas que merecen la pena, aunque recuerden a esos fetos abortados conservados en formol.

Palabras. Palabras. Palabras. Siempre las mismas. Siempre ocultando un interés político bajo disfraces estéticos.

No es es, por tanto, de lo que quiero hablar. De hecho no hay nada que pase más rapidamente de moda que el buen gusto, si no es los escritos de los comentarios que pretenden enseñar a las masas en que consiste... y uno, además, es ya demasiado viejo como para pretender enredarse en polémicas y salir airoso, más aún cuando esas polémicas sólo sirven para distraer la atención del auténtico objeto de todo esto. El gozo que supone ver, contemplar y asimilar una obra de arte.

De lo que quería hablar es de otra cosa. algo más cercano a la melancolía y el pesimismo que son parte de mi carácter, y que la contemplación de los retratos pintados por Singer y Sorolla no hizo otra cosa que despertar.


Porque estas personas que estamos viendo no son más que imágenes de muertos, tan remotas para nosotros como los faraones, los reyes de mesopotamia o los cónsules romanos.

Difuntos por partida doble, no sólo en cuerpo, sino también en espíritu, simplemente porque nosotros, un siglo y pico más tarde, ya no somos capaces de reconocer los pequeños detalles que les individualizan. Ese lenguaje corporal, esos complementos en el vestir, esa forma de maquillarse o de sentarse que distinguían en aquel tiempo a una gran duquesa de una Cocotte, al intelectual del banquero, al necio del sabio.

Para nosotros todos son iguales. Rostros de personas ridículas, vestidas de trajes no menos rídículos.

Y si muertos están los cuerpos, no menos lo están las ideas. Leemos los nombres de los personajes egregios, que se posan ante el pintor como fueran a ser convertidos en estatuas clásicas, de esas que perduran por toda la eternidad, y nos damos cuenta que no hemos leído ninguna de sus obras, que no conocemos en que consistía su pensamiento, que seríamos incapaces de señalar por qué tal y tal eran enemigos, por qué les separaba un abismo infranqueable, de enemistad hasta la muerte.

Para nosotros, ambas posturas no son más que un montón de ideas viejas y caducas, ante las cuales sólo existe una respuesta, la risa, la burla y el desprecio... La misma risa, la misma burla, el mismo desprecio, con la que nos contemplaran los que vivan de aquí a cien años, si todavía perdura algo que les haga recordarnos.

....

Pero para eso, dicen, están las audioguías... y los que las compran se van tan contentos, pensando que ya lo saben todo, sobre Sargent Singer, sobre Sorolla, sobre el arte, sobre la vida.