miércoles, 30 de diciembre de 2009

Sex is Sin/Sin is Death



En el combo que suelen formar la Thyssen/Caja Madrid se expone desde hace ya unos meses la exposición Lágrimas de Eros, cuyo propósito es explorar las relaciones entre Eros y Thanatos, y en concreto como siempre detrás de la pasión amorosa se esconde la pulsión (auto)asesina. Un concepto que se toma del libro del mismo título de Georges Bataille, pero que en realidad se remonta a Freud y que, como tantas de las ideas propuestas por el psicoanalista vienés, ha influido en todos los ámbitos de la cultura Europea del siglo XX, especialmente en los más vangüardistas.

Sin embargo, no puedo evitar pensar que el propio fundamento de la exposición es falso. No ya porque las ideas de Freud se hayan desvanecido casi por entero de la práctica psiquiátrica contemporánea, al entrar en conflicto con los descubrimientos en el estudio la psique humana de 1950 para acá, y sólo quede su fantasma popular. No, no es eso, aunque podría ser tema de otra entrada, el problema es que la idea de Eros/Thanatos no deja de estar cercana a las formulaciones más retrógradas, esas que predicaban el odio al cuerpo y el desprecio por las relaciones sexuales, como si los castigos que esperaban en el infierno a los lujuriosos hubieran hallado su continuación en tiempos modernos, infiltrándose en la práctica médica y en el Zeitgeist cultural.

Unas ideas que, como ilustra perfectamente el cuadro de von Stuck con el que abro la entrada y que puede contemplarse en la exposición, eran un cliché cultural a finales del siglo XIX, precisamente en el momento en que Freud expone sus teorías, donde la mujer era la encarnación de la sexualidad y por tanto la fuente de todo mal, la tentación que apartaba al hombre del camino recto, de las ciencias, de las artes, del mundo del espíritu, que nos permitía elevarnos sobre el barro miserable que éramos, encarnado como digo en las mujeres, a las que nunca, por su sensualidad y su carnalidad, les sería concedido transitar esas altas esferas.

Extrañas ideas, como digo, las que se filtran en esta exposición propias de otro tiempos y no de éste que se ufana en haber liberado los cuerpos de sus cadenas, de no ver nada malo en lo que es natural, y de permitir que todo sea representado.

No es que crea personalmente que todo es bello en el mundo de las relaciones amorosas/sexuales. Basta darse un paseo por sitios como youporn para descubir cuan pronto la crueldad se une a la práctica del sexo, y como acaba por ser su único aliciente, como bien sabía Sade. De hecho, la propia existencia de ese nodo web hace innecesaria esta exposición. Tampoco es porque el la expresión del erotismo en la cultura occidental se haya limitado a la celebración, de hecho, lo contrario es la norma, y la mayoría de la gran poesía amorosa se reduce a dos temas, la imposibilidad de alcanzar el objeto amado y la certeza de haberlo perdido para siempre, desgracias para las cuales la única salida es la muerte, y que ciertas épocas, como el renacimiento cultivaron hasta la perfección. Ni es tampoco que los antiguos no fueran tan sofisticados como nosotros y no conocieran de los vasos comunicantes que unen las pasiones.

No, lo que pasa es que la exposición se convierte una negación de lo que pretende. Como sabían muy bien los inquisidores da igual el mensaje con que se revista un cuerpo desnudo o el abrazo de dos amantes. Aunque se vista de lección moral, lo que se ve no se puede dejar de ver, a menos que se tape, se esconda o se destruya, y así, esta exposición se convierte en una celebración de la gloria de los cuerpos, de la necesidad de amar, a pesar de la muerte, o mejor dicho precisamente por que ese es nuestro destino, para que en ese instante podamos proclamar, si es que hay alguien que pueda escucharnos, que hemos vivido.

¿Y que queda entonces de esta exposición? Los magníficos cuadros de Delvaux cuyo significado, cuya fuerza, siguen siendo inagotables.


O los vídeos de Bill Viola, como el Amantes donde la catástrofe se convierte en el elemento que los reune, o el Encarnación, que no tiene nada que ver con la exposición, pero que por ello no deja de ser menos bello, donde dos personajes surgen de la nada, nos descubren y huyen aterrorizados, para desvanecerse de nuevo en la obscuridad.

Al igual que nosotros seres nacidos del olvido y destinados al olvido

martes, 29 de diciembre de 2009

A new light

En los últimos días del año, como es de rigor, los medios se han dedicado a compilar listas de "lo mejor del año". Por supuesto, aquellos medios que se ufanan de "compromiso con la cultura" han publicado una lista con las mejores exposiciones y, como era de esperar, se han dejado llevar por los grandes nombres (Sorolla y Bacon) o las grandes instituciones (El Prado y la Thyssen)

Sin embargo en esas listas no han figurado varias de las para mí han sido esenciales este año, la magnífica sobre la escultura real de Ifé, a la que dedique un par de entradas, o la no menos sorprendente sobre el arquitecto italiano Palladio, abierta en la sede madrileña de la Fundación La Caixa.

Una exposición ya de por si notable por la dificultad que plantea, puesto que si los cuadros se pueden trasladar y las estatuas con un poco de más dificultad, los edificios están anclados a sus cimientos, convirtiendo una exposición sobre arquitectura en poco menos que un imposible. La forma en que este inconveniente físico se ha solventado es convirtiendo la exposición en una auténtica lección de historia. Sala tras sala se explican con todo lujo de detalles los diferentes edificios que Palladio construyera, utilizando maquetas para que podamos contemplarlos de un vistazo, tanto por dentro y por fuera, haciendo visible lo que se suele escapar en una visita al propio monumento, pero sobre todo, mostrando las fases por las que paso el proyecto, las soluciones que el arquitecto barajara y las que definitivamente adoptó, ilustrando su proceso creativo y la importancia del resultado final.

Una labor que no deja lado un punto crucial, que muchas veces se suele olvidar. Un edificio en particular, una obra de arte, en general, no es algo que fue creado en un fiat semejante al divino y que se ha mantenido hasta nuestros días inmutable. Accidentes y dificultades pueden haber interrumpido el proyecto, dilatando su construcción hasta mucho tiempo después de la muerte del artista, cuya finalización recaería en otras manos, más o menos respetuosas. Así vemos como Palladio termina a su manera las obras que Giulio Romano deja inacabadas, recortando su locura manierista para tornarlas más sobrias, o como los discípulos de Palladio corrigen asímismo a su muerte las construcciones de su maestro, puesto que sus soluciones les parecen demasiado audaces, como es el caso flagrante de San Giorgio Maggiore, cuya fachada es una simplificación del proyecto original de Palladio.

No obstante, esto no pasaría de ser una exposición bien montada sino fuera porque su objeto es uno de los más grandes arquitectos, no ya del renacimiento, sino de la historia. En primer lugar Palladio es un teórico, que estudia la arquitectura pasada (la romana, evidentemente) y crea una nueva manera de construir completamente original, que expone con todo lujo de detalles en Los Cuatro libros de Arquitectura, de manera que sus ideas se extenderían por toda Europa, influyendo la arquitectura occidental hasta el final del siglo XIX.

No obstante, ha habido otros grandes teóricos como Alberti, de tanta importancia como Palladio. La diferencia estriba en que la mayoría de los arquitectos del Renacimiento apenas pudieron construir un par de obras reales, limitandose su aportación a diseños, proyectos y teorías, mientras que Palladio, por el contrario, pudo construir una larga lista de edificios, entre iglesias, palacios, villas y edificios públicos, de forma que pudo experimentar sus teorías en la práctica, comprobar si eran correctas, mejorarlas y modificarlas con cada proyecto y verlas completadas tal y como él las imaginaba.

Una oportunidad que sólo él pudo disfrutar entre tantos otros, con otra ventaja añadida, que su corpus arquitectónico está concentrado en los territorios de Venecia, en la ciudad misma, en Vicenza y Padua, en las villas repartidas por la campiña del Véneto, de manera que cualquier viajero puede disfrutarlo por entero casi de una sentada, permitiendo estudiar su evolución y sus diferencias con la experiencia fresca, casi como si visitase un museo Palladiano al aire libre.

Una figura tan grande, por sus teorías, por sus resultados, por la concentración de su obra, que sólo hay otra contemporánea que pueda comparársele, aunque sea en otra cultura completamente distinta.

Se trata por supuesto de Sinán, el arquitecto de los Sultanes Otomanos.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Lackin and Wanting (y II)









En una entrada anterior, que no pensé se convertiría en el germen de una serie de ellas, ya había señalado Aoi Bungaku como una de las pocas series aprovechables de este otoño, lo cual era de esperar, al venir firmada por Madhouse. Lo que no esperaba es que iba a convertirse en una de las imprescindibles, en una de esas series que muestran la inagotable capacidad expresiva del anime y recompensan por tanta basura que se ve uno obligado a digerir en el curso de esta afición, con el agravante de que esas series huecas y vacías, son elevadas a lo más alto por el común de los otakus, los que hacen cierto el prejuicio de que el anime son ojos grandes, enormes senos y no menos gigantescos robots.

Aoi Bungaku es una sorpresa por numerosos motivos, el primero es que se trata, ni más ni menos, que de adaptaciones de obras maestras de la literatura japonesa del siglo XX, un más que difícil ejercicio de estilo, incluso si el medio fuera la imagen real. Es de sobra conocido lo difícil que es adaptar una obra famosa, especialmente aquellas que han entrado en el ámbito del mito y lo sagrado, congregando a su alrededor una legión de admiradores, los cuales parecen conocer mejor la obra que su propio autor y no están dispuestos a tolerar la más mínima transgresión. Así ocurre que se suele optar por la adaptación literal, no sólo de los escrito, sino incluso de lo imaginado, produciendo productos gélidos, atrapados por su mismo respeto.

No obstante, cuando una obra alcanza ese nivel mítico y comienza a pertenecer a una sociedad entera, erigiéndose en su representante, acaba por adoptar una vida por si misma, admitiendo todo tipo de variaciones y derivaciones, de forma que es que conocida por todos, sin haber sido leída, de tanto que es hablada, y su lectura suele provocar una decepción, al no encontrarse en su interior, aquellas imágenes que habíamos creado en nuestra imaginación, tomándolas por verdaderas. Así ocurre que la mejores adaptaciones, en el sentido de mejores obras de arte, son aquellas que no tratan de ser fieles, ni literales, sino que toman lo conocido, la anécdota, la estructura, los episodios, y a partir de ellas construyen su propio mundo, ofreciendo una nueva visión sobre temas antiguos, actualizándolas y permitiéndolas vivir algún tiempo más, al depositar su semilla en nuevas generaciones, a las que el olor a viejo apartaría de su contenido.

Así han hecho todos los grandes artistas que admiramos, unos a otros se han ido copiando, adaptándose en una cadena eterna, aportando cada uno su visión a prácticamente los mismos argumentos, las mismas tramas e historia. Sólo nosotros hemos caído en los extremos admitiendo únicamente la originalidad absoluta o la fidelidad perenne de la piedra.

Esta es la segunda excepción de Aoi Bungaku, el hecho de tratarse de adaptaciones libérrimas de estas famosas narraciones. Obviamente, desconozco los libros originales, por pertenecer a una cultura muy lejana y desconocida, pero la forma en que han sido trasladadas no puede ser la de la novela, como demuestran los episodios 5/6 que adaptan el relato En los Bosques, Bajo los cerezos en flor.

En primer lugar, toda la historia está narrada con clara ironía, jugando al anacronismo constante, un japón de la época Edo, donde aparecen todo tipo de artilugios y costumbres modernas, provocando un efecto cómico que ayuda a romper la tensión de los acontecimientos trágicos que se representan (un recurso por cierto, también muy típico de los clásicos del pasado) el descenso en la locura y el asesinato de un bandolero seducido por los encantos de una desconocida. Esto, por supuesto, no pasaría de ser una parodia, pero el juego de la serie continúa en los aspectos formales, en su adopción de los estilos pictóricos del pasado para subrayar ciertos acontecimientos, y sobre todo en sus bruscos cambios de perspectiva, ya que una historia que se nos muestra en su mayor parte como sucediendo en el mundo real, con su suciedad y sus penalidades, de repente tiene lugar en la escena de un teatro, entre los focos y los decorados, cantada y puesta en música, la cual se mueve entre la ópera y el musical.

Unas abruptas transiciones que no son arbitrarias, sino que obedecen a cambios esenciales en la historia contada, a cada uno de los puntos que marcan ese descenso hacia la locura del protagonista, señaladas por crueles actos de matanza, y que asímismo sirven para disociarnos, a nosotros los espectadores, de lo que estamos viendo, en una curiosa aproximación a las tesis Brechtianes, de forma que quede claro que lo que estamos viendo no es la realidad, sino algo recreado, una mentira.

Como el maravilloso momento que ilustro arriba, en que la mujer que ha puesto en marcha la trama, peina, acicala y juega con la amplia colección de cabezas humanas decapitadas que su amante aumenta todas las noches, en una escena tan terrible, como hermosa y cómica.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Passing Sentence (y II)

Nelte made no attempt to disprove allegations that Keitel had planned the bombardment of Warsaw, the assesination of two French generals, had passed on the commando order, or been fully involved in the inhumane treatment of Russian prisioners. Instead he fell back on claims that Keitel had regularly told OKW officers to inform him of any orders against their consciences (Lahousen had no recollection of this), that he had tried to lessen the effect of orders, that the Gestapo and SD had behaved contrary to the intention of their orders, that he had actually forbidden the circulation of the order to brand Russian prisioners but that a few copies had slipped through because of 'a regrettable, a terrible misunderstanding'. To all such claims Lahousen replied with confidence and ease. The constant theme of his replies was that of the prosecution as a whole - even if the defence claims were true, they could not alter the fact that the orders were given, they were carried out, protest and attempts to mitigate them may have been made, but the policies continued without modification and those who claimed to have protested remained in office and administered them.

Declaraciones de Erwin Lahousen, Lugarteniente del almirante Canaris, como testigo de la acusación en el juicio de Nüremberg, según se recogen en The Nuremberg Trial de Ann y John Tusa.

He elegido estas declaraciones por su importancia a la hora de entender el Juicio de Nüremberg, como hito en la historia del derecho internacional. Lahousen no era un cualquiera en el régimen nazi, como lugarteniente de Canaris, estaba a cargo del servicio de espionaje y contraespionaje alemán, con acceso y conocimiento, por tanto, a los rincones más recónditos del sistema. Además, era un opositor activo, uno de los pocos que consiguió sobrevivir a las purgas que siguieron al atentado del 20 de julio y que se llevarón por delante a su propio jefe.

Una oposición que, como en el caso de su jefe, está tenida de sombras. Muchos fueron los que se dieron cuenta del destino que le esperaba a Alemania bajo la dirección de Hitler, pero pocos se atrevieron a seguir el ejemplo del general Ludwig Beck, jefe del estado mayor alemán, que dimitió en 1938. La mayoría, gente de derechas que había apoyado a Hitler como baluarte contra la revolución de izquierda, seguían temiendo a la izquierda y al supuesto desorden que habría de traer, o encontraban que sus sentimientos patrióticos les impedían abandonar a su tierra natal en tiempo de guerra, de forma que cuando al final se atrevieron a rebelarse era ya demasiado tarde.

Lahousen, no obstante, no sólo utilizó la protección de Canaris para transmitir información a los aliados, sino que participó activamente en casi todos los atentados contra su vida. Aún más pertinente, si bien fue uno de los primeros en entrar a formar parte de la Gestapo, ya en 1933, en cuanto descubrió su carácter criminal, procuró maniobrar para ser destinado a otro puesto y así no mancharse con sus crímenes.

Este punto es primordial. Los crímenes nazis eran de tal categoría que prácticamente eran irrebatibles. Multitud de tratados habían sido rotos, países invadidos sin otra justificación que la de encontrarse en el camino de los nazis, la guerra había sido conducida con absoluta crueldad, procurando aplastar el más mínimo espíritu de resistencia y sin ningún respeto a las convenciones internacionales, mientras que las poblaciones ocupadas sólo eran de interés para los alemanes en cuanto les supusieran un beneficio, fuera de lo cual bien podían ser exterminadas. Un catálogo de crueldades que por sí solo hubiera bastado para condenar al régimen nazi y sus jerarcas, aún sin que hubiera existido el exterminio de los judíos.

Frente a estas pruebas irrefutables, la defensa intento refugiarse en múltiples y variados argumentos. Uno de los más utilizados fue que la responsabilidad recaía en otros, como Hitler, Bormann o Himmler y que los acusados, especialmente los jefes militares, habían sido meros correos de esas órdenes, las cuales no podían negarse a firmar y transmitir, obligados por su juramento de lealtad a la patria, el estado de guerra o el miedo por su propia seguridad. Unas órdenes que, en todo caso, ellos habían intentado impedir su aplicación o al menos atenuarles.


El testimonio de Lahousen es un perfecto resumen a la postura que adoptó el tribunal. Ellos, los jefes militares, no eran soldados rasos a los que podía amenazarse con el fusilamiento. Otras personas, como Ludwig Beck, habían tenido el valor de demostrar su desprecio por el nazismo apartándose del régimen, sin que por ello hubieran sido perseguidad o encarceladas, o como solución menor habían buscado puestos secundarios, para no marcharse con los crímenes. Los jerarcas allí encausados, por el contrario, habían ocupado los más altos puestos del régimen, unos cargos que le permitían decididir cual era la política a seguir y como debía implementarse, punto donde se encuentra la falsedad de sus razonamientos, ya que a pesar de su protestas de haber intentado mitigar o atenuar esas políticas, lo cierto es que estas se llevaron a cabo, con la habitual eficiencia germana, siguiendo unas órdenes que llevaban su firma y que, por tanto, le daba su aprobación, obligando a los que estaban por debajo a obedecerlas sin rechistar.

Unas órdenes que además, dado su carácter criminal, podían y debían ser desobedecidas, tal y como recogían las propias ordenanzas militares alemanas.

sábado, 26 de diciembre de 2009

All is well in this world


En la Fundación Juan March madrileña, aún se puede visitar la muestra Caspar David Friedrich: El arte de dibujar, centrada en los apuntes, bocetos y diseños que el artista alemán tomaba del natural, para luego, en el estudio, reunir vistas tomadas en diferentes lugares y tiempos para construir un cuadro completamente inventado, sin su correlato real, más allá de los elementos particulares. Unos paisajes imaginados que, no obstante, se nos aparecen reales, sin que sea fácil descubrir su artificiosidad, a menos que ésta nos sea señalada.

Una reconstrucción en estudio que se debe a que Friedrich es un pintor de ideas, las cuales intenta reflejar en cada una de sus obras. Puede decirse que casi el último pintor religioso, tras el cual cualquier intento de plasmar el cristianismo en el arte resultó una tarea estéril, incapaz de aportar nada a la historia, al contrario que lo que había sido norma en la tradición occidental, para finalmente desembocar en el Kitsch sin complejos, unos productos que nada tienen de la fuerza o la cercanía de los productos del pasado. Un pasado que aniquila al presente, de manera que el lenguaje del cristianismo es del del Gótico o el de la Polifonía, el de Bach o el de Miguel Ángel, y no el de sus sucesores actuales, en plena decadencia.

Una religiosidad que en Friedrich se presenta de manera inesperada, puesto que él ante todo es un pintor de paisajes, falto completamente de interés por la figura humana, que en sus manos es casi indistinguible de las formas naturales, de los árboles y las rocas, y que parece disolverse en ella. Una espiritualidad extraña para nosotros, puesto que para él, la naturaleza es la prueba manifiesta de dios, de manera que en ella, él siempre está presente, en un quasipanteismo, y sólo hace falta mirar a nuestro alrededor para creer, un ethos muy distinto del de los fundamentalistas de hoy en día quienes, sitiados por la ciencia, casi han acabado por concebir la naturaleza como trampa, puesta allí por el creador para probar la fe de los creyentes.


Por supuesto, no hace falta ser creyente para apreciar a Friedrich, mal artista sería aquel cuya importancia pudiera reducirse a un ideario, puesto que entonces mejor hubiera hecho dedicándose a la política o a la filosofía. Es cierto que es posible leer un cuadro de Friedrich e identificar el significado de cada elemento colocado en el lienzo, su importancia e intención, pero lo que hace grande a Friedrich hoy, 200 años más tarde, es que en su esfuerzo por mostrar a dios en la naturaleza, el la reproduce en sus dibujos y en sus lienzos con absoluto realismo.

No, no es así, si fuera con absoluto realismo, no pasaría de ser una fotografía, una reproducción fría y congelada, lo que caracteriza a Friedrich es como, a pesar de que sus cuadros son una reconstrucción en estudio de vistas tomadas aquí y allá, es capaz de insuflarles vida, de conseguir que esos paisajes soñados, inventados, recreados, trasunto de problemas teológicos, nos parezcan lugares reales, que podemos visitar, en los cuales casi se puede identificar la hora del día, la estación del año.

Sentir el frío de las montañas, el soplo del viento, el olor del mar, el silencio que atruena los oídos. Sensaciones comunes a todos los humanos y que no necesitan de una religión o una fe, para ser experimentadas y compartidas.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Old Paintings/(Re)New(ed) Visions


En la crítica artística, suele decirse que nada puede descubrirse ya del pasado, que todo está dicho, y que por lo tanto el único ejercicio crítico realmente válido es el comentario de la actualidad. Una postura que suele ocultar dos hechos, por una parte, el íntimo deseo que cada crítico tiene de ser el descubridor de un artista famoso, y así, en cierta manera, pasar a la historia con él; mientras que por otra parte, hay que constatar que seguimos hablando del pasado, por mucho que pretendamos no hacerlo, simplemente porque nuestra mirada es distinta a la de nuestros antecesores y por tanto aquello que nos atrae, nada tiene que ver con sus preferencias, una diferencia de la que, como en tantos otros aspectos, queremos que quede constancia para la posteridad.

Así, la antaño omnípresente clasificación de la pintura occidental en escuelas nacionales, cada una con un carácter que atravesaba los siglos indepedientemente de los estilos, se ha ido desmoronando, no porque esas escuelas nacionales no existan, mejor dicho, no porque en ciertas épocas no se pueda encontrar rasgos que distingan a los artistas flamencos de los italianos, sino porque su dependencia del nacionalismo, esa fuerza que intenta separar a unas naciones de otras, convirtiéndolas en unidades únicas e irrepetibles, impedía darse cuenta de las influencias, de los caracteres comunes que unificaban la pintura occidental, frente a las producciones de otras culturas.

Así, no hace tanto se definía al Greco como la expresión perfecta del espíritu y los valores castellanos y por extensión, españoles, lo cual era en sí una soberana estupidez, ya que si la pintura del Greco era la quintaesencia de los español ¿Dónde quedaban entonces los pintores del XVII, Velázquez a la cabeza? Es más ¿Cómo podía ser la expresión del espíritu español un pintor que había sido olvidado prácticamente desde 1600 a 1900 y cuya influencia había sido mínima en los derroteros de la pintura española? Unas anteojeras que nos impedían ver a un pintor educado en las tradiciones de la pintura Bizantina y cuyo estilo cristalizaría en la Venecia de Tintoreto, dos influencias internacionales contemporáneas que nos explican más del Greco que cualquier supuesto carácter español eterno e inmutable, y que hacen de él una figura internacional, desligada de una patria o de una nación.

Un caso similar sería el Ribera, ese español que vivió su vida entera en Nápoles, y que si se estudia dentro de la escuela española, no deja de ser una excepción inexplicable, sin discípulos ni maestros, pero que si se tiene el valor de colocarlo en el contexto de su tiempo, es decir, en Nápoles, nos descubre un rico tejido de artistas y de obras que no se sospechaban, a los cuales influyó, de los cuales aprendió, y que convierten a ese español de origen en otra figura internacional, un puente entre escuelas, que sirvió para enriquecerlas y engrandecerlas.

Todo esto viene a cuento de la exposición de Maíno que se puede visitar en el Prado. Una muestra que, al visitarla esta mañana, me hacía pensar en los estrecho de ese marco de las escuelas nacionales al que durante largo tiempo nos hemos atado y que nos impedía gozar del amplio marco de relaciones entre los artistas de una época.

Porque lo curioso de Maíno es que fue un pintor que se educó en la Roma de 1600 y esa Roma, en ese tiempo no era cualquier lugar. No sólo se fraguó allí la transición del Manierismo al Barroco, con figuras de la categoría de los Caracci, Caravagio, Guido Reni, Il Domenichino... sino que allí se constituyó una comunidad de artistas internacionales, procedentes de todos los rincones de la Europa católica, y que desarrollaron en Roma lo mejor de su obra, fuera de sus escuelas nacionales y del provincianismo de sus países, como fue el caso de Claudio de Lorena o Nicolas Poussin. Un auténtico laboratorio artístico, una factoría, podría decirse, del siglo XVI, de la cual partirían las semillas del barroco a toda Europa, como ocurriera con los caravagistas flamencos, cuya impronta marcaría a pintores como Rembrandt, Vermeer o Georges de la Tour, enamorados de la luz y sus efectos.

Y entre ellos Maíno, testigo de excepción de esa década prodigiosa, y que se trajó a Toledo todo lo aprendido allí, para plasmarlo en un magnífico retablo, el de la iglesia de San Pedro, alrededor del cual puede decirse que se articula la exposición, puesto que, desgraciadamente, la pintura de Maíno pronto perdió su brillo y su audacia, como si al transplantarle le hubieran cortado las raíces que le aportaban su savia.

martes, 22 de diciembre de 2009

Off Balance


A punto de cerrar en la Fundación Canal Madrileña, se exhibe una magnífica recopilación de fotografías de Alexander Rodchenko.

No voy a descubrir nada a nadie si digo que Rodchenko es uno de los grandes de la fotografía. No. Lo que quería señalar es lo extrañas que parecen sus obras ahora mismo, ya en otro siglo distinto al suyo, y con infinidad de revoluciones, tanto artísticas como políticas, terminadas, desvanecidas y olvidades.

Uno ve sus fotografías y siente la tentación de llamarlas modernas, en el sentido de contemporáneas, lo cual es una falsedad y una ilusión, producida por el hecho de que yo crecí cuando el ciclo cultural que iniciaran Rodchenko y otros, eso que damos en llamar modernismo/formalismo, vanguardias del XX, aún permanecía vigente. El mundo post en que vivimos es muy distinto y en el sólo cuenta, sólo merece la pena, la cita irónica, la distorsión y la disociación, la consciencia íntima de que no hay nada nuevo, de que todo es repetición, y que por lo tanto sólo puede mirarse con desapego, con ironía, con sarcasmo.

Distintos, muy distintos eran los tiempos de Rodchenko. Por un instante, pareció que lo imposible se había hecho imposible, que al fin el hombre era dueño de su destino, y que las puertas del paraíso en la tierra se habían abierto de par en par, forzadas por nosotros mismos, sin que hubiera que deberle nada a nadie. Luego, llegaría la resaca, el descubrimiento de que todo era mentira, propaganda, cortinas de humo, porque nuestros peores temores se habían hecho realidad, y el paraíso, convertido en infierno, no porque se hubiera malogrado el experimento, sino porque no podía ser de otra manera.

Entretanto, en el mundo que daba parto a la modernidad, donde privilegios, prejuicios, costumbres ancestrales entorpecían el camino del progreso, aquello era algo en lo que merecía la pena creer, la luz y el símbolo, la energía incontenible del futuro, del mañana que nos esperaba. Por eso, las fotografías de Rodchenko parecen, parecían, esencialmente modernas. En ellas no quedaba nada del pasado, todas las reglas, todas las normas que regían la fotografía hasta ese instante habían sido abolidas y la cámara, roto sus cadenas, sin temor a apuntar en cualquier ángulo, a aceptar cualquier encuadre. Una ruptura que afecta a los temas elegidos, la juventud, los artistas, el deporte, la diversión, la vida ciudadana, lejos de cualquier sentimiento de culpa o prohibición, cantando siempre a la alegría de vivir y estar vivo.

Tiempos como digo, en que todo parecía posible, en que todo estaba por descubrir, construir y levantar. Una década, la de los 20, donde el arte ruso alcanzaría cotas imposibles, cabalgando la ola de la revolución que arrasaba todo lo viejo y en cuyo seno estaban permitidos todos los caminos, todas las alternativas, todos los experimentos.

Un tiempo, una década, que acabarían brutal y repentinamente, cuando la revolución necesitase hacerse respetable, cuando entre las altas esferas cundiese la desconfianza hacia ese arte que sólo se necesitaba así mismo, y cuyos productos no proclamaban de forma suficientemente clara y contundente la línea general del partido, ésa que cambiaba a cada momento, pero que siempre era racional, verdadera y necesaria.

Una reacción que acabó tragándose a todos, impulsanado a unos al suicidio, como Mayakovski, modelo favorito de Rodchenko, a otros a morir en el GULAG, como Mandelstan o Bábel, a negarse a sí mismo y a su arte, en espera de tiempos mejores, como Eisenstein o Sostakovich.

O como el arte y la política no pueden seguir juntas mucho tiempo el mismo camino, y como la segunda siempre desconfiará de la primera, temerosa de que sus mensajes puedan significar lo contrario de lo pretendido.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Passing Sentence (y I)

Jackson was a crusader for the rule of law. He brought immense energy and a total commitment to the idea of a trial of major wars criminals - and to the plans recently put forward as to the form it should take. For many years Jackson has had a passionate conviction of the need to transform international law from a mere collection of hopes into an effective binding set of rules to govern the behaviour of nations. He believed that international law was the only means for realising man's wish for peace.

The Nurember Trial, Ann and Joe Tusa, comentando la elección de Robert Jackson como representante de los EEUU en la conferencia internacional de Londres, en la que se decidiría el destino de los criminales de guerra nazi capturados los aliados.

Los escasos lectores de este blog sabrán ya de mi obsesión por la segunda guerra mundial, y tengo que decir que, a pesar de haber leído más de lo necesario, cada nueva lectura supone un nuevo descubrimiento.

Así, mientras me enfrascaba en la lectura de The Nuremberg Trial de Ann and Joe Tuse, una magnífica crónica de los juicios celebrados por los aliados contra los criminales nazi, me estremecia al releer los detalles de como se llegó a tomar la decisión, una historia que había descubierto hacía pocas semanas, en el libro Interrogations de Richard Overy, objeto de varias entradas en este mismo blog.

Por resumir el proceso, los juicios estuvieron a punto de no celebrarse. Los políticos de la Inglaterra de la época, con Winston Churchill a la cabeza eran partidarios de ejecutar directamente a los cabecillas nazis en cuanto se les capturase, como mucho con un juicio sumarísimo en el que se les informase de los crímenes por los que iban a ser ajusticiados. Un posible procedimiento para el cual se aportaron toda clase de argumentos legales, desde resucitar un término jurídico medieval británico, el del Fuera de la Ley (Outlaw), pero en desuso e incluso rechazado por la práctica contemporánea, según el cual se podía condenar en ausencia a un criminal y los organismos policiales (los Sheriff) podían ajusticar al condenado en cuanto lo detuviesen sin necesidad de celebrar un nuevo proceso. Otro concepto, o si se prefiere, precedente fue el de Napoleón, cuyo destino se decidió, tras su huida de la isla de Elba, por decisión política, no judicial.

Cabe imaginar las repercusiones de una decisión tal si se hubiera llevado a cabo. El fusilamiento sin proceso de los criminales nazis sin proceso previo, hubiera supuesto una mancha indeleble para la causa de los aliados, que les hubiera arrebatado cualquier pretensión de altura moral frente al Nazismo. En otras palabras, no es que ya hubiera sido la famosa Justica del Vencedor, el supuesto derecho del vencedor a disponer a su antojo del vencido, sino que no habría sido muy distinto de los métodos nazis, destinados a descabezar las élites de un país y aterrorizar al vencedor. Además, y dado el desconocimiento de los aliados sobre como funcionaba el sistema nazi, quienes eran los responsables o qué crímenes se habían cometido, mucho de lo cual sólo se descubrió durante la instrucción del proceso de Nuremberg, se corría el riesgo evidente de castigar a inocentes y dejar escapar al culpable, sin contar que tal métod de actuación iba contra la tradición jurídica europea, que exigía que el acusado pudiera defenderse y tomaba, como digo, tintes de venganza contra Alemania.

Por supuesto, existían argumentos en favor de un procedimiento expeditivo. El propio modus operandi nazi, con su acento en ser la raza superior, la supeditación de el bienestar de las poblaciones sometidas a los intereses alemanes y el gobierno por medio del terror, no habían creado demasiados amigos, sin contar con que se corría el riesgo de que un proceso sirviese de tribuna para defender la ideología nazi y reventase en la cara de los propios aliados, impiediendo la pacificación de Alemania. De hecho, como digo, los juicios estuvieron a punto de no celebrarse, pues hacia 1943, los aliados parecían estar de acuerdo en eliminar a la alta jerarquía nazi y de reducir a Alemania a un estado agrícola, incapaz de volver a lanzar otra guerra de agresión. Una via que como, digo, habría arrojado una mancha indeleble sobre la causa de los aliados y dado alas, en la postguerra a un revival fascista, que se basaría en la práctica igualdad de los métodos aplicados por ambos contendientes.

Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar. En primer lugar, los rusos con su experiencia en la purgas masivas de los años 30, empezaron a presionar por la celebración de un juicio público. Por supuesto, ese juicio poco tendría que ver un un juicio justo, sino que se limitaría, al igual en los años 30, a un acto propagandístico, con cargos y confesiones prefabricadas y con un desarrollo perfectamente orquestado y ensayado. Otra vía que, nuevamente, habría dado al traste con las pretensiones de altura moral de los aliados.

Sin embargo, el empuje principal, aunque pueda parecer chocante en nuestro mundo actual, vino de los EEUU. Es cierto que el secretario del tesoro de los EEUU, Morghentau, propuso reducir a Alemania a un estado pastoral y eliminar sus élites, de forma que fuera incapaz de embarcarse en nuevas guerras. Sin embargo, pronto se empezaron a escuchar voces discordantes, no sólo por el coste que esto supondría para la Europa de postguerra, que dependía, como hoy, de la economía alemana, sino por razones ideológicas, al oponerse a lo que los EEUU encarnaban, o creían encarnar en esa época, una potencia anticolonialista, empeñada en propagar la democracia por el mundo ya desde tiempos de Wilson, y con una fuerte confianza en los organismos de un estado de derecho, en concreto los métodos judiciales, sin que fueran tolerables excepciones.

En ese sentido, por muy repulsivos que fueran los crímenes nazis, su tratamiento no debía ser distinto que el de un criminal cualquiera y sobre todo que el que recibiera un ciudadano de los EEUU, con derecho a un juicio y a un abogado. Un punto de partida al que se unió la visión internacional de Robert Jackson, que sería el constructor del acuerdo, la carta de Londres, que daría origen al juicio de Nuremberg y que luego sería fiscal en el proceso, según la cual era crucial que estos juicios convirtiesen las leyes y convenios internacionales, las convenciones de la Haya y Ginebra, el tratado Briand-Kellog, el estatuto de la Sociedad de Naciones, en normas cuyo incumplimiento supusiese un delito, y por lo tanto los contraventores, por alto que fuera su cargo, tuviesen que afrontar un juicio ante un tribunal penal internacional.

Una postura que convirtió al jucio de Nuremberg en un hito del derecho internacional, que acuño los términos de crímenes contra la paz, de guerra y contra la humanidad, y convirtió, como digo la guerra de agresión en un delito perseguible.

Una postura que tristemente, entra en conflicto con la actitud de los EEUU de hasta ayer mismo, empeñados en sabotear los foros internacionales, como es el caso del Tribunal Penal Internacional, y modificar las leyes internacionales para crear excepciones que permitan substraerse a ellas, como la pretensión de que los soldados de EEUU en misiones internacionales no puedan ser procesados por crímenes de guerra.

Un auténtico mundo al revés, si se tiene en cuenta como digo, el papel fundacional que tuvieron en la definición y clarificación de conceptos fundamentales del derecho internacional.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Des Interieurs Holandais



Debido a su larga duración, he tenido que repartir entre dos domingos la visión de Jeanne Dielman, 23, Quai du Commerce, 1080 Bruxelles de Chantal Akerman. Uno de los aspectos más llamativos de esta película, como ilustran las capturas de arriba, es que si encuadres, la forma en que se ordena la figura humana y los objetos es calcada a la de los pintores de género holandeses del XVII, cuyo mejor exponente fuera Vermeer.

Esos pintores se caracterizaban por intentar conseguir un efecto de realismo extremo, pero entre ellos, fue únicamente Vermeer quien lo consiguió, con una serie de trampas técnicas que pasan desapercibidas al ojo no avisado, pero que demuestran un perfecto conocimiento del arte de la pintura. En efecto, el peor enemigo del realismo en la pintura es el hecho de que, en cuanto se incluyen seres vivos en el lienzo, esperamos que se muevan, por lo que la ilusión de realidad se rompe en unos instantes, en cuanto nos percatamos que las posturas, las expresiones no cambian. Vermeer, para conseguir evitar esa quiebra de la ilusión, elegía momentos en los que sus modelos estaban completamente concentrados, como al leer una carta, pesar unos objetos en la balanza, posar frente a un pintor, verter la leche en una jarra. Unos instantes en los que suponemos inmovilidad y no esperamos movimiento, por lo que la imagen se nos aparece real, sin ruptura, y podemos observarla durante largo rato sin cansarnos.

En el cine, por el contrario, lo que no se tolera es la inmovilidad. Al ser su efecto de realidad tan grande, esperamos que todo cambie en un instante, que mute continuamente sin encontrar reposos, de manera que en cuanto un plano se alarga varias decenas de segundos, sin que nada suceda, la incomodidad del espectador empieza a ser patente. Dielman, en este filme intenta retratar la nada, la rutina absurda y sin sentido de una mujer anónima en la Bruselas de los años 70. Alguien cuya vida se reduce a preparar la comida, hacer las camas, lavar los platos, ir a comprar, sin que nada le aporte variedad, le permita huir de ese círculo infernal en el que ha caído. Una descripción que la directora realiza con todo lujo de detalles, obligándonos a acompañar a la protagonista durante tres días prácticamente iguales, haciéndonos sentir su desesperación y hastío, que nunca se expresa en palabras.

Dielman, por supuesto hace trampas, al igual que lo hacía Vermeer. Obviamente tres días no son tres horas y media, y cualquiera podrá comprobar como las tareas que realiza esta mujer no tienen una duración real, sino que han sido reducidos a bosquejos, entre las cuales vamos transitando rápidamente. Una velocidad y variedad que la directora combate, inmovilizando la cámara y montando plano fijo tras plano fijo, donde la figura humana resulta cortada cuando se mueve o desplaza, una serie de cárceles fílmicas conseguidas con el encuadre, que nos atrapan tanto a nosotros como la protagonista.

Un intento por representar la inmovilidad, el imposible en el cine, que sirve para provocar el espectador un desasosiego, al comprobar como la película avanza y ni él ni la protagonista pueden, como digo, escapara. Peor aún, porque llegados a la mitad del segundo día, nos hemos hecho a la rutina, pero esta empieza a romperse, impidiendo que podamos predecir lo que ocurrirá a continuación, y aumentando ese desasosiego que sentimos, espectador y protagonista, al descubrir que ya no podemos volver al círculo protector en el que vivíamos, y que culminará con mayor frecuencia, en la absoluta inactividad, cada vez que un elemento interrumpa la rutina, hasta que esta desaparezca por completo, y la incertidumbre se haga dueña absoluta.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Out of the Darkness




Todo aficionado a la arqueología sabe lo frustrante que puede llegar a ser esa disciplina.

La motivación de cualquier auténtico arqueólogo no es encontrar fabulosos tesoros (perdóneme Indiana Jones) sino llegar a comprender quienes eran nuestros antepasados, que pensaban y decidían, como organizaban sus sociedades, de qué forma expresaban sus culturas. Para ello, los medios son pocos, edificios arrasados, montones de basura, cacharros hechos añicos, testigos mudos que callan ante nuestras preguntas y que muchas veces llevan a conclusiones erróneas, existentes sólo en la mente del investigador.

Así ocurrió con la idea que durante decenios se tuvo de los mayas, gente pacífica dedicada a la investigación de los cielos, hasta que el desciframiento de sus inscripciones nos descubrió que había sido una civilización como las demás, escindida en ricos y pobres, en dominadores y dominados, entregada a la guerra y la matanza, poseída por la ambición y la codicia... algo que no sólo nuestro sentido común nos debería haber hecho sospechar, sino que cientos de indicios apuntaban en ese sentido, sus esculturas y pinturas, pero, por alguna razón, nos negábamos a aceptar, aún teniendo las pruebas ante nuestros ojos.

Por eso, la mayor recompensa de la arqueología es descubrir cualquier indicio que nos permita ver a las gentes del pasado tal y cómo ellos se veían o querían que les vieran, esculturas, pinturas, inscripciones, cualquier cosa que nos haga creer que hemos franqueado el abismo de los siglos y que estamos frente a esas personas desaparecidas. No cabe mayor emoción, como digo, que un descubrimiento de ese calibre, válido por años enteros de trabajosas excavaciones, pero al mismo tiempo es también una decepción aún mayor, puesto que ese haber roto las barreras del tiempo, pronto se revela espejismo. Esas imágenes, esas representaciones, esos mismos textos escritos. están plagados de símbolos, de sobreentendidos que se suponen conocidos por cualquier miembro de esas sociedad, del niño al anciano, pero que a nosotros se nos escapan por completo, mejor dicho podemos intuir el significado general, las lineas generales, pero los detalles se nos escapan, quedan ocultos para siempre en la obscuridad insondable del tiempo, incluso aunque se cuente con explicaciones y testimonios contemporáneos, ya que lo que aquellas gentes quisieron contarnos no tiene porqué coincidir con lo que nosotros quisiéramos oír.

Largo preámbulo, pero necesario para entender porqué la exposición Textiles de Paracas, abierta en el madrileño Museo de América, va a convertirse en una de las exposiciones estrella de la temporada, pero que apenas va a ser visitada por unos pocos, entre amantes de la arqueología y visitantes despistados. Una pena, puesto que es magnífica por importantes razones. En primer lugar porque lo que en ella se conserva son telas, los mantos y sudarios en que fueron enterrados hace 2000 años, los que suponemos que eran los dirigentes de esa cultura del Perú. Un conjunto enorme de piezas textiles que constituye una excepción arqueológica, nos ya en América, sino en el mundo, puesto que las fibras, como los cuerpos, son de los primero en descomponerse y desaparecer, habiéndose conservado únicamente por las extremas condiciones de sequedad del desierto de Paracas.

Una causalidad que nos permite una mirada imprevista e inesperada a una cultura desaparecida, ya que más allá de los monumentos oficiales, de la pintura y la escultura, que sólo representan a una élite, las vestiduras y las telas son uno de los marcadores culturales más acusados y que más nos aportan sobre una sociedad. Un marcador que suele estar casi siempre ausente del registro arqueológico, excepto en excepciones como estas.

Es más, en este caso, este conjunto riquísimo de telas, pertenece a una cultura sin escritura, con lo que aparte de estas telas, lo único que nos ha llegado de ellas son mitos, piedras y vasijas, agravado, por el hecho de que las culturas que se consideraban sucesoras de ésta, y que podrían haber guardado algún recuerdo, como nosotros de los romanos, fueron brutalmente destruidas por la cultura española, que no sólo arraso con las estructuras políticas y sociales, sino con los santuarios, las obras de arte y todo aquello que pudiera recordar un pasado con el que los conquistadores no sentían ninguna conexión, aparte de considerarlo bárbaro y pagano.

Una destrucción que, en nuestros días ha continuado realizándose sobre los yacimientos arqueológicos, brutalmente expoliados por los huáqueros, de manera que innumerables testimonios de ese pasado desconocido han desaparecido para siempre, impidiendo para siempre que podamos acceder al pasado, excepto en felices casualidades, como la que permitiera a Juan Tello, en los años 30 excavar casi intacta la necrópolis de Paracas y mostrar al mundo no ya la momias de los allí enterrados, sino los complejos rituales de enterramiento, junto con los elaborados mantos con que eran envuelto los difuntos.

Unos mantos que, milenios más tarde, nos sorprende por la perfección de su técnica, la belleza de sus colores, la imaginación siempre renovada e hirviente de los que crearon sus motivos, de un geometrismo propio de las vanguardias del siglo XX, pero al mismo tiempo de una expresividad aparentemente imposible de alcanzar con ese grado de abstracción.

Unos símbolos cuyo significado se nos escapa, puesto que nada sabemos de los dioses que adoraba esa gente sin escritura cuya voz no podemos oór, de la forma con que representaban a esos seres sobrenaturales, de la manera en que el mundo visible se relacionaba con el mundo invisible, más allá de los mitos distorsionados que recogieran los cronistas de la conquista y los últimos supervivientes de las élites, antes de que el olvido les callase a todos.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Face your inner Fears




En esta revisión de series pasadas, gracias a la mediocridad de este año de anime que termina, le ha tocado a los tres episodios finales de Ayakashi, los que constituyen el arco de Bakeneko, cuyo personaje principal, un vendedor ambulante de medicina, sería más tarde el protagonista de una serie propia, Mononoke, asimismo de notable calidad como estos tres episodios.

Vistos ahora, dos años más tarde, el contenido de estos episodios es aún más sorprendente que en su momento. Nos encontramos en un momento crucial del anime, cuando la marea moe/kawai parece haber triunfado, aupada por el mal gusto de los otakus, de forma que series que intentaban situarse en zonas más adultas y obscuras, como Darker than Black, han tenido que rebajar la edad de sus protagonistas en su segunda parte, para así adaptarse a los gustos de los nuevos tiempos.

Sin embargo, lo que hace especial a Bakeneko y su continuación Mononoke, no es el contar con un diseño de personajes adulto o tratar temas turbios y adultos. Esto ya era, por así decirlo, un lugar común del anime, hasta tal punto que muchos habían creído ser su sola esencia, de manera que la deriva actual les ha hecho apartarse de su afición. No, lo que destaca al primer golpe de vista es como los diseñadores han intentado personalizar a cada uno de los personajes, sin miedo a caer en la caricatura, apartándose del diseño siempre repetido del anime para conseguir que el carácter, los vicios y defectos de cada personaje se trasluzcan en su diseño, de manera que el espectador puede evaluar al primer golpe de vista la situación, las amistades, conflictos y odios que van a tener lugar en los sucesivo.

Además, aunque como digo los temas son adultos, tendentes al relato de horror, se evitan los tópicos habituales del género. La historia de Bakeneko transcurre a plena luz y descrita con colores brillantes y llamativos, en unos decorados voluntariamente hermosos y complejos, ricos en detalles y simbologías, de manera que el contraste entre el escenario y lo presenciado, le confiere una mayor resonancia. No sólo eso, la historia no es nunca lineal, sino que se ofrece en retazos, en fragmentos que es posible reconstruir, un puzzle en el que pueden faltar piezas y algunas pertenecer a otro rompecabezas o haber sido falsificadas para llevar a conclusiones erróneas, de manera que el espectador debe permanecer siempre atento y alerta, para evitar perder el menor detalle, que puede ser el que permita resolver el enigma.

Una alinealidad que no es un ejercicio de estilo caprichoso, sino que obedece a una necesidad interna de la historia, ya que la resolución de la misma, siempre obrada por el vendedor de medicinas, no se produce por medio del combate, ni por la habilidad física. En el mundo de Bakeneko y Mononoke, los monstruos son siempre creación humana, productos de nuestros vicios, nuestras debilidades, nuestros pecados, y para destruirlos es preciso conocer previamente su forma (Katachi), sus motivos (Kotowari) y su verdad (Makoto), condiciones sin las cuales cualquier arma sera inútil.

Una búsqueda de la verdad tras la verdad, que se plasma en un alarde de animación, tanto en lo que podríamos llamar su aspecto más pirotécnico, como en esa faceta tan japonesa que consiste en fijarse en cada detalle y reproducirlo en su expresión más perfecta, por muy banal o cotidiano que este sea.


martes, 8 de diciembre de 2009

In the beginning...





Se ha puesto de moda dividir la historia del cine en dos estilos principales, la que se podría llamar clásica/comercial y la autoral/independiente, con una bisagra entre ellas hacia 1960 y dos focos principales de difusión de ambos estilos, los EEUU y Francia respectivamente. Una división más que arbitraria, y que por ahora sólo ha servido para que los partidarios de ambas tendencias se tiren los trastos a la cabeza, acusándose de traicionar la esencia del cine.

Digo bien arbitraria, puesto que hasta hace nada se señalaba la fecha de 1940 como transición al cine moderno, mientras que recientemente otras tradiciones la han retrasado hasta 1970 y, como se suele decir castizamente, lo que te rondaré morena. Pero peor que arbitraria es el hecho de ser reduccionista y de desterrar a los que no caben en ninguna de las corrientes al destierro y al olvido. Así sucede que, en paralelo a ambos estilos, es posible distinguir otra corriente, que tiene su origen con el mismo cine, pero que por no poderse incluir en ninguna de ellas ni, por supuesto, en los árboles genealógicos que sirven para justificar un estilo dominante, se quedan fuera de los libros y del canon que debería ser visto por los aficionados.

Hablo, como podría suponerse, del cine experimental, esa corriente en la que han militado multitud de artistas y que se ha caracterizado por no seguir ninguna norma y utilizar cualquier tipo de formatos. Unas obras y unos creadores que, si se examina fríamente, son los más cercanos en pretensiones y resultados a los grandes nombres contemporáneos de otras artes, esos nombres cuya producción se conserva en los museos y figuran en la memoria de todas.

Uno de estos egregios olvidados es, ni más ni menos, Hans Richter, que en 1921 concibió el primer film abstracto de la historia, Rythmus 21, apenas diez años tras que ese modo tomase por asalto la pintura de mano de Kandinski, Mondrian y tantos otros. Una camino que curiosamente el artista abandonaría enseguida, porque, en sus propias palabras, en pintura la abstracción era un producto de una evolución de siglos y, en cierta manera, estaba marcado como el camino a seguir, mientras que en el cine todo estaba aún por construir y le era imposible seguir esa ruta, siendo consciente de la multiplicidad de territorios aún por explorar.

Sus siguientes obras, como Vormittagspuck (Fantasmas al Mediodía) de 1927-28, una de cuyas escenas he incluido arriba, se movieron hacia el Dadaísmo/Surrealismo (años más tarde, al final de los 40, Richter compilaría un ommnibus del Surrealismo, Dreams Money can Buy,al que contribuirían de los grandes nombres relacionados con el movimiento como Max Ernst, Alexander Calder, Ferdinand Leger, Marcel Duchamp o Man Ray). El corto citado se estructura como una serie de escenas inconexas, fuera de toda lógica, pero que comparten un mismo leit-motiv, la rebelión de los objetos cotidianos, premisa que permite a Richter utilizar todo tipo de recursos cinematográficos, en aquel tiempo completamente de vanguardia, como el uso del negativo en vez del positivo, la animación cut-out, el ralentí y la cámara rápida, la proyección en sentido contrario, o el cubrir la cámara con objetos y filmar por partes, de forma que las personas parezcan desaparecer como por ensalmo.

Una forma de entender el cine, como digo, en la línea dadaísta, desprovista de cualquier tipo de seriedad o transcendencia, atenta al juego y a la sorpresa, y por ello mismo eminentemente subversiva, al romper a cada instante lo que el espectador esperaría ver dada su experiencia... lo cual explica porque los nazis, llegados al poder, destruyeron las copias sonoras de esa obra, viendo en ella una llamada a la rebelión contra sus propósitos de convertir a Alemania en un cuartel donde nadie se moviera sino lo quería el partido.

Richter, no obstante, también se acercaría a terrenos que podríamos llamar comerciales y aceptaría encargos como Race Symphonie (1928-29), un documental sobre las carreras de caballos concebido como una introducción a una película de largometraje y que, en las propias palabras de Richter, le acarreó el odio eterno de su director, ya que el prologo resulto ser mucho mejor que la película a la que acompañaba.

Un encargo que no supone ninguna claudicación por parte de Richter, puesto que en él sigue experimentando con la imagen, con lo rodado y la forma de presentarlo, buscando en todo instante las asociaciones chocantes e inesperadas, muy en su vena dadaísta, como ocurre con la secuencia siguiente, donde se nos asocia un caballo de carreras/una mujer/dos espectadores mediante el gesto de acariciarse el cabello, transmitiendo de paso unas asociaciones de posesión, poder, encarnadas en la posesión y ostentación de objetos de prestigio, que seguramente no estaban en la mente de los comitentes del encargo.




lunes, 7 de diciembre de 2009

Faces in the mirror


Los (pocos) habituales de este blog habrán notado ya mi mala constumbre de comentar las exposiciones de arte madrileñas cuando están a punto de cerrar, un vicio que tiene su origen en otro vicio, mi manía por visitar las exposiciones un par de veces, la primera para tomarles el pulso, la segunda para ir sobre seguro.

Así, dentro de un par de semanas, se cerrará en la Fundación Mapfre la exposición Mirar y ser visto, dedicada al género del retrato (hay otras dos buenas exposiciones en esa misma sede, la de la fotografía decimonónica italiana y otra dedicada a las relaciones entre el arte de primeros del siglo XX y la danza, que desgraciadamente no voy a poder comentar), una exposición que, a pesar del pequeño número de obras, es importante por dos razones, por realizar un recorrido por ese género del XVI al XX, sin que sea imposible encontrar un cuadro que sobre u otro que falte, y por tratarse de un recordatorio de uno de los museos más inverosímiles e importantes del mundo, el Museo de Arte de Sao Paulo.

Entiéndase lo de más importante y lo de inverosimil. La importancia del museo de Sao Paulo no está en el número de obras que contiene, sino en su calidad, ya que al igual que otros museos singulares de fundación reciente, como la Fundación Gulbenkian o el Museo Thyssen, basadas en antiguas colecciones particualres, se las ha arreglado para obtener un poco de todo lo importante, permitiendo así que el visitante obtenga una visión completa del arte occidental del cuatrocento a la vanguardia. Un gusto y un cuidado que ya pude presentir hace muchos años, cuando visitando el Van Gogh de Amsterdam, me tope con una exposición temporal de los fondos modernos del Sao Paulo, que superaba, en un tiempo en que en Madrid no contábamos aún con la Thyssen, cualquiera de nuestras colecciones estatales.

Da ahí lo de inverosímil, puesto que una colección de ese calibre, podría suponerse en Europa o en nuestros hermanos culturales del otro lado del Atlántico, los EEUU, que tienen el dinero suficiente para montarla, pero no en los países empobrecidos del cono sur, a los cuales no debería sobrarles el presupuesto para esos dispendios. Pero sin embargo, por unas razones u otras, se produjo el milagro, y el Museo de Sao Paulo se convirtió en una de esas colecciones modélicas, con pocas piezas, pero cada una de ella representativa y de altísima calidad, una cualidad que esta nueva exposición corrobora y confirma.

No obstante, esta exposición no es un anuncio del museo, sino que el origen de las piezas queda muy en segundo plano, lo que interesa es ilustrar la evolución de ese genero, el retrato, que ha constituido, hasta finales del XIX, uno de los pilares de la pintura europea. Una evolución que podría caracterizarse, de manera muy grosera, como una transición de los deseos del comitente por mostrarse al resto del mundo, perfectamente ilustrados por los Tizianos y Velazquez que abren la exposición, al deseo del artista por reflejar lo que rodea, plasmando en ello sus propias apreciaciones y apetencias, hasta convertir al modelo en un objeto más, no muy diferente del mobiliario que le rodea, y sujeto a los mismos criterios de experimentación formal, como se puede apreciar en los Picasso y Modigliani que cierran la exposición.

Una deriva cuyo punto de inflexión podría situarse en los Hals que se exponen, especialmente en el que he elegido para ilustrar la entrada, donde el retrato de un capitán de la época, orientado como tantos otros a mostrar la grandeza y prestancia del modelo, aunque fuera por los medios de la corrección y el embellecimiento de su rostro, su atuendo y su postura, se convierte para Hals en un medio de desplegar toda su pericia técnica, en ese rasgo suyo, tan fascinante para nosotros los espectadores de cuatrocientos años más tarde, consistente en pintar de manera muy fluida, casi taquigráfica, insinuando texturas y detalles con rápidos toques de pincel, pero al mismo tiempo, gracias a esa ambigüedad e imprecisión, darnos la apariencia de una persona viva, que acaba de sentarse ante nosotros, cuya posición y expresión se modificará en el instante siguiente.

Y no sólo eso, puesto que nada hay en el pincel de Hals de la adulación de otros pintores, y en ese retrato, que podemos suponer fuera encargado para mayor gloria de su comitente, triunfa el realismo más radical, y podemos apreciar el desaliño de su indumentaria, el polvo acumulado a lo largo de marchas y batallas, el cansancio y el envejecimiento, tantos y tantos detalles que, nuevamente, nos hacen pensar que estamos ante una persona de verdad, y no un conjunto de manchas de color.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Prisioner in your own skull








Adaptar una novela como Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin es una tarea casi imposible, simplemente porque para ello no se pueden utilizar los recursos habituales, que en su mayor parte se reducen a una mera ilustración en imágenes de lo narrado, tarea que en manos expertas puede producir una obra notable.

Sin embargo, Berlin Alexanderplatz no es una obra cualquiera, como no lo son el Ulysses de Joyce, À la recherche du temps perdu de Proust, Der Mann Ohne Eigenschaften de Musil, el ciclo de Yoknapawata de Faulkner o el corpus entero de Robert Walser. No es porque sean obras maestras de la literatura y esa cualidad las haga intraducibles/inmejorables. Se trata en realidad que esas obras pertenecen a un mismo movimiento literario, con todas las comillas, objeciones y peros que se le quiera poner, que podría denominarse modernismo/formalismo.

Un movimiento cuyas obras comparten una misma cualidad, el hecho de que la forma es tan importante como el contenido, y muchas veces lo que se narra es una excusa para experimentar con lo que se narra. O dicho de otra forma, estas novelas se caracterizan por hacer un uso intensivo y extensivo del lenguaje intentando reflejar todas sus formas y modos, intentando investigar las maneras en que observamos y transmitimos la realidad, poniendo siempre de manifiesto la fragilidad de lo que observamos, o mejor de dicho como la realidad depende siempre de lo que se nos cuenta, sin que, en ocasiones podamos certificar lo contado o discernir si lo registrado es realmente una verdad o una mentira.

Esto lleva a que cualquier adaptación normal de las novelas de la primera mitad del siglo XX se vea abocada al fracaso, ya que si se intenta narrar la peripecia recogida en el libro, se estará prestando atención a lo secundario y no a lo esencial, es decir el modo en que esa peripecia se narra y que hace diferente esa narración a otras muchas similares. Por ello, todas las adaptaciones de Proust, que tienden a centrar su atención, à la Visconti, en la reconstrucción obsesiva del ambiente, se convierten en perfectas esculturas de hielo, sin nada del calor, la urgencia o la tragedia del original.

Por estas razones, la novela de Döblin, que narra las vueltas y revueltas, sin salida ni escape, de un pequeño delincuente Berlinés, Franz Biberkopf, sin moraleja ni conclusión evidente, sin progresión, trama o destino,, es una novela casi imposible de adaptar, ya que cualquier intento de ilustración historicista, la convertiría en una cáscara hueca, puesto que lo importante en ella, es como Döblin cambia de registro una y otra vez, narrando esas andanzas sin importancias con todos los estilos literarios posibles, desde la Biblia al informe científico, y produciendo un fuerte efecto de contraste y rechazo, puesto que esos estilos son aplicados a unos temas que no los esperados, y, por así decirlo se ven desprovistos de su solemnidad y pompa.

Sin embargo, la inmensa serie de Fassbinder, de casi 16 horas de duración, consigue lo imposible, insuflar vida a ese experimento literario y crear un producto cinematográfico perfectamente válido y autónomo, para el que no es necesario el conocimiento de la novela. El director alemán no ilustra la novela, basta un rápido cotejo para darse cuenta de los innumerables cambios que se han realizado, sino que teje sobre ella, reescribe la historia de esos pequeños delincuentes alemanes y poco a poco la trae a su mundo, convirtiendo la visión Dobliniana en una visión Fassbinderiana, marcada en todo momento por su sello personal.

Una adaptación que, a pesar de su inmensa longitud, ya para la época (en aquellos tiempos un episodio solía durar 50 minutos pero los de Fassbinder duran una hora entera) y los escasos medios que impone una producción televisiva, consigue escenas fascinantes, como el conflicto entre el protagonista y sus antiguos amigos comunistas, el asesinato de Mieze, o el episodio donde Franz huye de su casa y se dedica a emborracharse repetidamente en un piso de alquiler. Unas escenas fascinantes porque a pesar de su inmensa duración, se enrollan sobre sí mismas y parecen no terminar nunca, ofreciendo réplica sobre réplica, incidente sobre incidente, hasta el extremo, como digo, de aparecer como esos movimientos eternos de la música que podrían sonar para siempre sin terminar jamás.

O como el prodigioso episodio final, de dos horas de duración, al que pertenecen las capturas de arriba, donde el delirio de Franz, le permite a Fassbinder librarse de todas las ataduras formales, experimentar con lo narrado y sobre todo comentar el momento histórico que Döblin describe con la perspectiva de una Alemania que ha sufrido la catástrofe nacional del nazismo y la guerra mundial, desconocida para su personajes en ese instante, pero a punto de estallar y llevarse todo por delante.