sábado, 12 de diciembre de 2009

Out of the Darkness




Todo aficionado a la arqueología sabe lo frustrante que puede llegar a ser esa disciplina.

La motivación de cualquier auténtico arqueólogo no es encontrar fabulosos tesoros (perdóneme Indiana Jones) sino llegar a comprender quienes eran nuestros antepasados, que pensaban y decidían, como organizaban sus sociedades, de qué forma expresaban sus culturas. Para ello, los medios son pocos, edificios arrasados, montones de basura, cacharros hechos añicos, testigos mudos que callan ante nuestras preguntas y que muchas veces llevan a conclusiones erróneas, existentes sólo en la mente del investigador.

Así ocurrió con la idea que durante decenios se tuvo de los mayas, gente pacífica dedicada a la investigación de los cielos, hasta que el desciframiento de sus inscripciones nos descubrió que había sido una civilización como las demás, escindida en ricos y pobres, en dominadores y dominados, entregada a la guerra y la matanza, poseída por la ambición y la codicia... algo que no sólo nuestro sentido común nos debería haber hecho sospechar, sino que cientos de indicios apuntaban en ese sentido, sus esculturas y pinturas, pero, por alguna razón, nos negábamos a aceptar, aún teniendo las pruebas ante nuestros ojos.

Por eso, la mayor recompensa de la arqueología es descubrir cualquier indicio que nos permita ver a las gentes del pasado tal y cómo ellos se veían o querían que les vieran, esculturas, pinturas, inscripciones, cualquier cosa que nos haga creer que hemos franqueado el abismo de los siglos y que estamos frente a esas personas desaparecidas. No cabe mayor emoción, como digo, que un descubrimiento de ese calibre, válido por años enteros de trabajosas excavaciones, pero al mismo tiempo es también una decepción aún mayor, puesto que ese haber roto las barreras del tiempo, pronto se revela espejismo. Esas imágenes, esas representaciones, esos mismos textos escritos. están plagados de símbolos, de sobreentendidos que se suponen conocidos por cualquier miembro de esas sociedad, del niño al anciano, pero que a nosotros se nos escapan por completo, mejor dicho podemos intuir el significado general, las lineas generales, pero los detalles se nos escapan, quedan ocultos para siempre en la obscuridad insondable del tiempo, incluso aunque se cuente con explicaciones y testimonios contemporáneos, ya que lo que aquellas gentes quisieron contarnos no tiene porqué coincidir con lo que nosotros quisiéramos oír.

Largo preámbulo, pero necesario para entender porqué la exposición Textiles de Paracas, abierta en el madrileño Museo de América, va a convertirse en una de las exposiciones estrella de la temporada, pero que apenas va a ser visitada por unos pocos, entre amantes de la arqueología y visitantes despistados. Una pena, puesto que es magnífica por importantes razones. En primer lugar porque lo que en ella se conserva son telas, los mantos y sudarios en que fueron enterrados hace 2000 años, los que suponemos que eran los dirigentes de esa cultura del Perú. Un conjunto enorme de piezas textiles que constituye una excepción arqueológica, nos ya en América, sino en el mundo, puesto que las fibras, como los cuerpos, son de los primero en descomponerse y desaparecer, habiéndose conservado únicamente por las extremas condiciones de sequedad del desierto de Paracas.

Una causalidad que nos permite una mirada imprevista e inesperada a una cultura desaparecida, ya que más allá de los monumentos oficiales, de la pintura y la escultura, que sólo representan a una élite, las vestiduras y las telas son uno de los marcadores culturales más acusados y que más nos aportan sobre una sociedad. Un marcador que suele estar casi siempre ausente del registro arqueológico, excepto en excepciones como estas.

Es más, en este caso, este conjunto riquísimo de telas, pertenece a una cultura sin escritura, con lo que aparte de estas telas, lo único que nos ha llegado de ellas son mitos, piedras y vasijas, agravado, por el hecho de que las culturas que se consideraban sucesoras de ésta, y que podrían haber guardado algún recuerdo, como nosotros de los romanos, fueron brutalmente destruidas por la cultura española, que no sólo arraso con las estructuras políticas y sociales, sino con los santuarios, las obras de arte y todo aquello que pudiera recordar un pasado con el que los conquistadores no sentían ninguna conexión, aparte de considerarlo bárbaro y pagano.

Una destrucción que, en nuestros días ha continuado realizándose sobre los yacimientos arqueológicos, brutalmente expoliados por los huáqueros, de manera que innumerables testimonios de ese pasado desconocido han desaparecido para siempre, impidiendo para siempre que podamos acceder al pasado, excepto en felices casualidades, como la que permitiera a Juan Tello, en los años 30 excavar casi intacta la necrópolis de Paracas y mostrar al mundo no ya la momias de los allí enterrados, sino los complejos rituales de enterramiento, junto con los elaborados mantos con que eran envuelto los difuntos.

Unos mantos que, milenios más tarde, nos sorprende por la perfección de su técnica, la belleza de sus colores, la imaginación siempre renovada e hirviente de los que crearon sus motivos, de un geometrismo propio de las vanguardias del siglo XX, pero al mismo tiempo de una expresividad aparentemente imposible de alcanzar con ese grado de abstracción.

Unos símbolos cuyo significado se nos escapa, puesto que nada sabemos de los dioses que adoraba esa gente sin escritura cuya voz no podemos oór, de la forma con que representaban a esos seres sobrenaturales, de la manera en que el mundo visible se relacionaba con el mundo invisible, más allá de los mitos distorsionados que recogieran los cronistas de la conquista y los últimos supervivientes de las élites, antes de que el olvido les callase a todos.

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