viernes, 30 de diciembre de 2011

Same Way, Different Views


Alguna vez he dicho como el añadir "impresionista" a una exposición es un magnífico truco publicitario para llenar las arcas de un museo, ya que con esa etiqueta se tienen aseguradas las colas alrededor del edificio. Afortunadamente estaba equivocado, ya que no creo que la muestra Berthe Morrisot, abierta en los bajos del Museo Thyssen madrileño, vaya a convertirse en un fenómeno de masas, así que puede visitarse con total tranquilidad y sin tener que pelearse para poder contemplar los cuadros.

Esta falta de resonancia de la exposición, a pesar de tener el "impresionista" puesto en lugar visible, no se debe a que la selección de cuadros sea mala o que nos enfrentemos a una pintora sin interés. El problema es que en el imaginario popular (y crítico) Morrisot pertenece a la periferia del movimiento junto con Sisley, alejada de los astros principales, Manet, Degas, Renoir y Monet, y por tanto se tiende a dejarla en el olvido, especialmente cuando el tiempo y el espacio son exiguos.

En sí, esto es una injusticia, o mejor dicho una consecuencia indeseable de nuestro modo de narrar la historia del arte, ya que como cualquier aficionado avanzado sabe, Manet, aparte de ser el impulsor de la revolución, nunca se consideró impresionistas, mientras que Degas iba por libre, negándose a adoptar los modos de la pintura à plein air, creando sus cuadros en el estudio. Por el contrario, Morrisot siempre estuvo estrechamente relacionada con el grupo principal, participando activamente en las diferentes exposiciones impresionistas, y, sobre todo, sin abandonar la via abierta por el movimiento, más similar como veremos, a Monet que a Renoir.

La segunda causa de esa semiobscuridad en la que se halla Morrisot es, como pueden imaginarse, su calidad de mujer. Con demasiada frecuencia, se la asocia con la americana Mary Cassat, la otra pintora impresionistas, como si ambas fueran una única unidad, a pesar de que su estilo, sus fundamentos estéticos y sus temas, no pueden ser más dispares (la francesa es más vanguardista y casi abstracta, la americana más realista y académica). Esta consideración de pintora de segunda fila, que se puede catalogar con otra pintora de segunda fila, obviamente, tiene su origen en los prejuicios de la sociedad de su tiempo, en el que la pintura (o la música o la literatura) podían ser el pasatiempo de una señorita, pero no su profesión, que se limitaba a traer niños al mundo... y curiosamente era palpable entre sus mismos colegas, como demuestra la famosísima anécdota en que Manet corrige un cuadro de la joven Morrisot, modificándolo por entero, ante el horror de esta última, que ve como su obra es destrozada ante sus ojos

No obstante, la mejor prueba de que Morrisot no era una pintora de segunda fila está en el hecho de que consiguió el respeto de sus colegas y como digo participó en la mayoría de exposiciones impresionistas. Cabe pensar a que nivel habría llegado en otra época más avanzada, pero conviene recordar que aunque nuestros tiempos sean mucho más tolerantes, los prejuicios del pasado siguen actuando sobre nosotros, como demuestran los salvajes ataques de cierta críticia a las mujeres que se atreven a ser directoras de cine. Es más, aunque ya no se ataque a la mujer por dedicarse a profesiones mayoritariamente masculinas, se sigue creando un ghetto invisible donde recluirlas, hablando de temas femeninos, de toque femenino, de elegancia y belleza, de características que supuestamente las distinguen de sus colegas del otro sexo, más burdos y violentos ellos.

... y sin embargo, para destruir todos esos prejuicios, basta con dejar que se expresen con su propia voz, para ver que distintas son nuestras ideas preconcebidas a la realidad...




Pero volviendo a Morrisot y su relación con los impresionistas, lo que más llama la atención de esta exposición, aunque siempre ha estado a la vista de todos, es que, como decía antes, esta pintora es esencialmente vanguardista y experimental, de gran audacia formal, rozando en ocasiones la abstracción pura hasta el momento de su muerte a finales de la década de los 90 del siglo XIX. Si hubiera que hacer una comparación, habría que colocarla en el mismo ámbito de Monet, con el que sus paisajes tienen más de un punto en común, tanto formal como temáticamente, de manera que cabe hacerse la pregunta de como habría evolucionado esta pintora en las primeras décadas décadas del siglo XX y sobre todo, como habría reaccionado ante la explosión de las vanguardias históricas, dada su trayectoria hasta ese instante.

La anterior puede parecer una pregunta ociosa, pero es que ese parecido con Monet nos lleva a descubrir un rasgo fundamental de su carácter, la perseverancia y la tenacidad. Como es sabido, a mediados de los 80, Renoir abandonó el impresionismo y volvió a una pintura más acabada y académica que se reveló un callejón sin salida, del que ya no supo salir, de manera que su pintura final, adquirió un acabado que casi podría calificarse de femenino, en el peor sentido (ese que comentaba arriba), sino supiéramos el género de su creador. Monet, por el contrario, continúo la depuración de su arte, investigando las vías que había abierto, hasta crear en sus últimos años uno de los corpus pictóricos más impresionantes de la historia de la pintura occidental.

Es esa vía, la que sigue Morrisot, la de continuar en el camino abierto por ella misma y de perseverar en la investigación de las posibilidades que se le ofrecían. Una fuerza de carácter que nuevamente podríamos tildar de masculina (nuevamente en el mal sentido) pero que lo que nos rebela a una pintora de gran rigor y de profundo compromiso con su arte. Alguien en fin, que aún no había producido su gran obra, pero que seguía persiguiéndola sin descanso, sin repanchingarse en un estilo probado y seguro, ni dejarse tentar por lo fácil y conocido.

Una pintora, en fin, a la que es urgente sacar de la semiobscuridad en la que se la ha relegado y de la que es urgente realizar una revisión de su obra... empezando por lo que puede verse ahora mismo en los bajos del Museo Thyssen.


miércoles, 28 de diciembre de 2011

The King is Back (y I)


Supongo que los escasos lectores de este blog estarán más que hartos de mi jeremiadas referentes al anime, pero a pesar de mis quejas, debo decirles que en este año, esta escuela de animación nos ha regalado con dos obras maestras, una al principio del año y la otra al final, producto de dos personalidades orginales y claramente identificables, a pesar de moverse en el ámbito de las producciones comerciales.

La primera, que ya recibió la atención que merecía en este blog, es Mahou Shoujo Madoka Magika, realizada por Shaft al mando de su director y alma rectora, Akiyuki Shimbou. No tengo mucho más que contarle sobre esta serie y su director, ya que tanto él como Shaft, son habituales en este blog, pero cualquiera que tuviera ojos en la cara, sabe que es una de las personalidades más interesantes del anime reciente, por su capacidad de incluir modos y soluciones avanzadas e inusuales, en las fórmulas más manidas y rutinarias.. o de dar la vuelta por completo al complejo moe, utilizándolo como cebo para atraer al público, para luego desmontarlo y negarlo. Ya la magnífica Bakemonogatari mostró lo que Shaft, con el presupuesto suficiente para dar rienda suelta a su libertad creativa podía conseguir, nivel que Madoka a venido a confirmar, consiguiendo una serie de una audacia formal y visual poco habitual, enhebrada a su través por una impecable estructura narrativa, donde poco a poc se nos iba suministrando nuevos elementos que al final acababan por construir un todo coherente y único... a lo cual no es ajeno su guionista, el no menos brillante Urobuchi Gen.

La otra obra maestra de este año, que a punto estuve de perderme distraído por otras series más llamativas y nuevas (o que parecían más "serias" a priori) posee también un nombre largo e incompresible, Mawaru Penguin Drum, que traiciona las vueltas y revueltas de su argumento, pero que en su jugueton absurdo no deja traslucir los muchos niveles y matices que oculta... siendo el primero de ellos el tratarse del retorno de un nombre mítico en la historia del anime, Ikuhara Kunihiko, quien a finales de los 90 del siglo XX firmara uno de los clásicos absolutos del anime, Shoujo Kakumei Utena, tanto en versión serie como en largometraje, pero que desapareció durante más de una década hasta volver este año con esta serie.

No es el único retorno que ha tenido lugar recientemente. El más llamativo para el aficionado corriente, ha sido la reescritura que Anno Hideaki está realizando de la no menos mítica serie de los 90 Neon Genesis Evangelion, No obstante, en este último caso, los resultados no están resultando del todo redondos, como si la altura a la que se llegó con Evangelion hubiera sido mera cuestión de suerte, conjunción de una serie de factores que no pueden volver a reunirse (por ejemplo, la depresión del propio Anno, que hizo que la serie reflejara una serie de problemas existenciales que la versión actual deja de lado). En el caso de Mawaru y Ikuhara, el resultado ha sido completamente opuesto, revelando que Utena no fue una casualidad y que su director, a pesar de su largo silencio, es un artista con una visión y unos presupuestos estéticos bien definidos que imbuyen toda su obra.

En pocas palabras, para que quede claro, Mawaru, a pesar de tener un argumento y unos personajes completamente distintos a los de Utena, es una revisión completa de lo visto en esa serie. Cualquier conocedor de la misma comprobará a medida que esta se despliega como elementos similares, e incluso personajes con un mismo diseño, lo que haría pensar en una mera copia, el autor intentando repetir el éxito anterior, sino fuera porque esos elementos no pasan de ser citas, recuerdos de que nos estamos moviendo en un mismo paisaje estético y temático, mientras que la mezcla final es completamente distinta, reflejo claro de la evolución en esta década del anime, la sociedad y el mismo autor.



¿Y qué tiene de grande esta serie? De las capturas es evidente la calidad de su animación (aunque de vez en cuando pegue un resbalón), que hace que Utena parezca pertenecer a otra dimensión completamente distinta, aunque sólo hayan transcurrido 13 años entre ambas series. Sin embargo, esta brillantez y esta fluidez, son sólo un efecto secundario de los avances técnicos de este último decenio, básicamente la introducción del ordenador en el ámbito de la animación tradicional, y como ya deberían saber, no deben utilizarse como único elemento de juicio, puesto que series completamente prescindibles presumen de esa misma perfección en su acabado.

Lo que realmente distingue a Mawaru, y que convierte en irrelevantes a la gran mayoría de series de este año, es que Ikuhara sabe moverse al perfección en un doble plano simbólico, tanto temático como visual, consiguiendo que lo narrado se refleje en lo visto y viceversa, sin miedo a adentrarse en la abstracción y el simbolismo (como de manera parecida y al mismo tiempo distinta, hace Shinbou  en su Shaft). Así,  mientras que otros buscan exclusivamente un fotorrealismo a ultranza, Ikuhara hace retroceder el tiempo quince años y nos devuelve al tiempo del anime que nos enamoró a muchos, el de un forma de expresión preñada de imaginación y posibilidades, y no perdida en obsesiones de adolescentes que no mojan.

No es que el creador de Utena o de Mawaru, carezca de sentido del humor o crea estar a unas alturas inalcanzables por el resto de seres humanos. No, el mismo es capaz de jugar a la comedia más alocada (impagables la representación del mundo imaginado por Ringo en el episodio 4), llegando incluso a reírse de sí mismo, de su trabajo y de la supuesta gravedad de los conflictos que ilustra, algo que también sabía hacer, y de manera perfecta, en Utena. Es más, la serie parece recorrer, si apenas esfuerzo todos los registros posibles, de la parodia al drama, de la comedia a la tragedia, e ilustrar, como digo, lo abstracto de forma concretra, adentrándose en territorios impensables y completamente prohibidos para el cine de personajes reales.

He hablado de la multiplicidad de registros que la serie es capaz de condensar en un sólo episodio, siendo capaz de transitrar de uno a otro, y de volver al original, sin apenas esfuerzo. El riesgo de ese enfoque, el ir moviéndose de personaje en personaje, de ambiente en ambiente, de estilo en estilo, es el acabar acumulando una infinidad de escenas inconexas, sin relación alguna, o de agotar a los personajes y sus relaciones, obligando a introducir de manera continua nuevos participantes, nuevas situaciones, para olvidar inmediatamente a los ya presentados, en una huida hacia adelante demasiado títpica en el anime reciente.

Es peligro lo sortea Ikuhara, podría decirse que incluso juega con él, reduciendo a su reparto a un número mínimo de actores, algo que subraya visualmente reduciendo el resto de seres humanos a figuras escapadas de la señales de tráfico, cuyos conflictos, su dinámica y resolución, no hacen otra cosa que enredarles cada vez más. Una red de relaciones en la que los elementos aparentemente arbitrarios se revelan como esenciales, el siguiente escalón sobre el que la serie construirá sobre su historia, y que ¡Oh sorpresa! no son producto de improvisación semana a semana, sino que poco a poco se nos revela que el edificio estaba ya construido de antemano y que sólo es la niebla al levantarse la que nos lo revela por completo.

Una unidad interna, una coherencia y un rigor creativos que sólo necesitan de una prueba, el hecho de que a medida que avanza la series, todos y cada uno de los elementos que se muestran en los intro de la serie, se revela pleno de significado, completamente pertinente, lejos de la acostumbrada presentación plana del reparto y sí presagio y símbolo de lo que habrá de acontecer después.

Por último, decirles que llevo ya demasiado escrito sobre esta serie y que deberán esperar a próximas entradas (y a que me la vuelva a ver en los próximos días) para que continúe su análisis... o al menos les señale algunos de los símbolos que la pueblan.