sábado, 25 de enero de 2020

Detrás de cada objeto

Grifo de bronze andalusí conservado en el Duomo de Pisa

El principal peligro de todo museo de arqueología es el de convertirse en una tienda de venta de cerámicas. Ya saben, esos comercios al borde de la carretera, en zonas turísticos, donde dormitan desde decenios multitudes enteras de vasijas panzudas, acompañadas de muestras horteras de  escultura popular en barro. Sin embargo, lo que todo visitante de un museo -y todo museógrafo- debería tener en la mente es que cada objeto tiene una historia detrás. Más importante aún, cada fragmento de cerámica es un holograma de la sociedad que lo creó. Cómo se modeló, cómo se secó y horneó, cómo se pintó y decoró, nos está señalando el nivel tecnológico de la sociedad. El cómo y para qué fue usado, incluso el cómo se destruyó y por qué- sirve de puerta a la mentalidad colectiva, las creencias y aspiraciones, de esa cultura. Por último, detrás de cada objeto hay una persona, incluso un grupo. Gentes emparentadas, conocidas entre sí, que manejaron ese objeto, lo guardaron con cuidado y acabaron por deshacerse de él, ya fuera de manera voluntaria o forzada. Seres humanos como nosotros, con quienes nos conectaría el mero hecho de sostener ese cuenco, esa vasija, esa estatuilla.

Estas reflexiones, breves, toscas e incompletas, vienen a cuento de la magnífica exposición Las artes del metal en Al-Ándalus, que se puede visitar en el Museo Arqueológico Nacional. Una muestra que no se queda en los meros objetos, tal y como nos han llegado, sino que explora toda su dimensión, desde su creación a partir de las materias primas, hasta los azares de de su conservación y transmisión hasta nuestros días. Esa dimensión humana, esencial y necesaria, a la que me refería al principio.

miércoles, 1 de enero de 2020

Incluso la muerte tenía miedo de Auschwitz


Cuando visitaba la exposición de la pintora Ceija Stojka, titulada Esto ha pasado, en el MNCARS, recordaba la frase de Claude Lanzman en uno de las adendas a su film Shoah (1985): nunca puede llegar a conocer el holocausto en su totalidad. A cada nuevo testimonio se descubre un detalle que completa, modifica, incluso invalida, las ideas previas, ésas que parecían seguras e inamovibles. En este caso, lo que la exposición ofrece es el testimonio de una mujer de origen romaní -gitana, para que nos entendamos- , que con diez años, en 1943, fue deportada a Auschwitz con su familia. Ése fue el comienzo de un largo periplo por el sistema concentracionario nazi, del que emergería, junto con su madre, en abril de 1945 en el campo de Bergen-Belsen, tras haber pasado por por Ravensbrück. Ambos de recuerdo infame, éste por ser el único campo femenino del imperio nazi; aquél, por las imágenes horripilantes grabadas por las tropas aliadas cuando se produjo su liberación.

El caso del pueblo romaní es una de tantas paradojas en las que abunda el absurdo del Nazismo. Por un lado, en la cosmogonía nazi, los roma eran considerados como arios, dado su origen en el Punjab indio. Por tanto, material biológico valioso en la construcción del nuevo orden nazi. Por el otro, sin embargo, pertenecían a la categoría de los asociales: todas esas personas que por su modo de vida no conseguían adaptarse a la comunidad nacional propuesta por el sistema. En el caso de los Roma, por sus costumbres nómadas, sin domicilio fijo, además de mostrarse siempre refractarios a cualquier asimilación que diluyese su identidad, su lengua y su cultura. Éste ultimo aspecto fue el que prevaleció en la mentalidad nazi, conduciendo a señalarlos como candidatos del exterminio o, como mínimo, de la esterilización forzosa.