viernes, 29 de diciembre de 2006

Um ein Steppenwolf zu werden (y 3)

Ich war ein Knabe, fünfzehn oder sechzen Jahre alt, mein Kopf war voll von Latein und Griechisch und schönen Dichtversen, meine Gedanken voll von Streben und Ehrgeiz, meine Phantasien voll von Künstlertraum, aber viel tiefer, stärker und furchtbarer als all diese lodernder Feuer bruckte und zuckte in mir das Feuer der Liebe, der Hunger des Geschlechts, die zehrende Vorahnung derl Wollust.

Hermann Hesse, der Steppenwolf


Yo era un muchacho, de quince o dieciséis años, mi cabeza estaba de llena de Latín, de Griego, de hermosos versos, mis pensamientos de ansias y ambiciones, mis fantasías, de sueños de artista; pero mucho más profundo, más fuerte, mas temible, que todos esos fuegos abrasadores, ardía y quemaba en mí el fuego del amor, el hambre del sexo, el devastador presentimiento de la lujuría.

Se suele decir, cuando alguien recuerda o rememora su pasado, que romantiza, en el sentido de tender a embellecer e idealizar lo que le ocurriera, como si con eso y de esa manera intentase alcanzar la perfección, la plenitud que antaño no le fuera dada. Un vervo, romantizar que se utiliza erróneamente en este contexto, puesto suele ocurrir que no hay nada de voluntario, de esfuerzo propio , de mentira conocida, sabida y buscada en esa romantización.

Lo que ocurre es muy distinto, como bien sabe el que alguna vez haya llevado un diario, y haya comparado sus recuerdos, con lo que allí está escrito, para llevarse la sorpresa de que no coinciden en nada. Poco a poco, los recuerdos se han ido desvaneciéndose, mezclandose confundiéndose, hasta el extremo de que lo que sucediera repartido en varios días, acaba resumido en uno sólo, o se nos hace imposible determinar si dos sucesos ocurrieron en el mismo año o años distintos, o simplemente en qué año ocurrieron, o si uno tuvo lugar antes que el otro.

Sólo quedan sentimientos, o mejor dicho, recuerdos de sentimientos. Las palabras, las acciones, las decisiones se borran, se pierden, se substituyen por otras, se mestizan entre sí, y al final lo que queda es simplemente, la consciencia de que entonces me sentí así, de aquello me gustó, de que fui feliz. Restos de una existencia con los que no se pueden reconstruir unas vivencias. Huellas difuminadas de la vida de un extraño, al que llamamos yo, pero del que nos separan abismos.

La idea, esa idea en la que pienso tan a menudo últimamente, de los tiempos a los que ya no podemos volver, acompañada por la amarga certeza de que ese no retorno, en parte se debe a que ese lugar al que pensamos retornar nunca ha existido, es sólo un fantasma creado por el olvido.

....

De nuevo he divagado. De nuevo me he permitido perderme.

Lo que yo buscaba señalar es algo que los pocos lectores de este blog ya habrán podido intuir. El como, en ciertas circunstancias, ciertos autores, ciertos pasajes, ciertas frases, nos retratan a la perfección, o mejor dicho, como la imagen que nos transmiten coincide con la imagen que nosotros nos formamos de nuestra existencia pasada.

Porque, al leer el pasaje de Hesse con el que abría esta entrada, no pude por menos de recordar el adolescente que fui, al joven inexperto e inocente, pero seguro de que la vida le reservaba grandes hazañas, multitud de experiencias, combates, batallas y victorias, y que vivía escindido entre lo que podríamos llamar el mundo de las ideas y este mundo de realidades.

Dos mundos que parecían separados por un abismo, irreconciables, sin posibilidad alguna de comunicación. El mundo de la cultura, el arte, el pensamiento, tal y como se concebía en España, a primeros de los 80, y el mundo de la vida, de los placeres, de las experiencias. Una dicotomía que se reflejaba también en los productos culturales, lo bajo y lo alto, lo noble y lo vulgar, lo bueno y lo malo, y que te obligaba a elegir entre un camino y otro.

Elegir entre un camino y otro. Qué tontería. No había ninguna necesidad. De hecho ambos caminos eran el mismo y único camino, aquel que podía hacer de ti una persona completa, aquella que viviese en este mundo y que supiese aprovecharlo.

Pero yo elegí. Sin pensar en las consecuencias, como suelen hacer los jóvenes, con esa inconsciencia que lleva a acometer las mayores empresas, los mayores disparates, creyendo que el triunfo es seguro, y que la derrota no se producirá.

Que la derrota no se producirá....

El tiempo pasa, irremediablemente, y, de repente, se despierta uno, y encuentra que tiene veinticinco años, que ha aprendido multitud de cosas, pero que se le ha olvidado aprender las más importantes, aquéllas que le llevan a sus semejantes, aquéllas que le permitirían conocer la amistad y el amor. Que al final todo lo que sabe, aquello de lo que se enorgullece, no son más que saberes y conocimientos inútiles, que el tiempo mostrará vacíos y hueros, que lo importa saber es lo que todos los demás, menos tú, han aprendido sin darse cuenta, lo que les permite moverse, ascender, recuperarse, mientras tú te vas quedando atrás, sólo, ajeno.

Pero hay cosas peores. Sí, hay cosas mucho peores.

Simplemente levantarse cuando uno tiene 40 y descubir que se ha abandonado uno de los caminos, pero que nunca se ha llegado al otro. Que se ha dejado de ser aquello que constituía el centro de uno, aquello de lo que se enorgullecía y que te hacía distinto, único, sin que, en ese proceso, hayas conseguido unirte, confundirte con los demás.

Que te has perdido en una tierra de nadie.

miércoles, 27 de diciembre de 2006

Generation Gap


En estos últimos meses se ha producido una curiosa polémica cinéfila, de ésas que uno no dudaría en llamar endogámica, simplemente porque sus origenes, peripecias y resultados no van a llegar a las tribunas de los periódicos o al gran público, ni siquiera a la mayoría de los que se llaman aficionados, sino que se restringe a un reducido círculo de especialistas, esos que pueden y quieren estar a la última.

Inciso: debo decir que esto de la cinefilía se parece cada vez más a la pasarela cibeles, esta temporada se ponen de moda los planos largos y todos a abjurar del montaje, la siguiente está de moda partir la pantalla, y hala todos a pedir que se utilice ese recurso hasta en la sopa, porque lo anterior era plano y manido, pero dejemos a un lado estos comentarios, que siempre pueden ser acusados de sarcásticos, retrógrados y otros epítetos también muy de moda.

Lo curioso de la polémica es como ha acabado desarrollándose, mejor dicho como se ha polarizado. Lo que en principio debería ser una cuestión de estética, es decir, constatar como el estilo dominante en una época acaba agotándose, se disuelve en una multitud de intentos solitarios, incompletos y en su mayor parte fallidos, para ser reemplazado, al cabo del tiempo, por otro estilo dominante que elimina al resto de soluciones, ha terminado por convertirse en una discusión biológica, en que los "viejos" se enfrentan a los "jóvenes" acusándolos de ignorantes y atrevidos, mientras que estos piden su jubilación y reemplazo, puesto que los "antiguos" ya no están al día y no son capaces de seguir la marcha de los "modernos".

Unos argumentos claramente de enjundia y de una altura intelectual digna de alabanza.

Pero no es eso de lo que quería hablar. Ya nadie se acuerda de la que se montó, allá a mediados del XVIII, en Paris, entre los partidarios de la Opera Bufa Italiana, representada por Pergolesi y La Serva Padrona, y los partidarios de la Opera Seria Francesa, agrupados en torno a Rameau. Un debate que no tardaría en politizarse con los "modernos" representando a la Ilustración y la Reforma, y los "antiguos" defendiendo el Ancien Régime de la monarquía borbónica.

Un debate esteril, puesto que ahora, a principios del siglo XXI, está permitido que te guste Rameau y Pergolesi, sin que nadie vaya a echarte en cara que eres un carca y un reaccionario, o un radical y un revolucionario.

Sin embargo, tampoco es esto de lo que quería hablar.

Quería hablar de algo más ambiguo, más importante a mi entender, y son esos casos, en que algunos viejos se ponen de parte de los jóvenes, y abandonan a los de su generación, especialmente en esas ocasiones en que los su generación se había caracterizado por la rebeldía y, en su vejez, se topaba con el descaro y insolencia de una generación más joven.

Un caso clásico es el de Pissarro.

Pissarro había formado parte del núcleo duro de los impresionistas, alla por los años '70 del siglo XIX. En su juventud, habría podido decirse, pero el caso es que Pissarro era ya un señor maduro frente a artistas como Renoir y Monet. De hecho pertenecía a la generación anterior y una de las razones de conectar con los jovenzuelos le venía de sus convicciones políticas. Él era anarquista y por tanto opuesto a los poderes e instituciones establecidas, un francotirador artístico en la Francia de Napoleon III, lo cual le hacía simpatizar enseguida con los contestatarios.

Lo que no podía esperarse es que en los años 80, repitiese una jugada parecida. En aquella tiempo, los impresionistas había ganado y, en cierta medida,se habían ablandado y acomodado. Las nuevas generaciones les veían como el enemigo a batir, como el stablishment contra el que se debía luchar, un espíritu que a Pissarro debía serle particularmente caro.

Así que cuando Seurat y los Puntillistas comenzaron a alborotar el patio, él se unió a ellos, abandonó su estilo y se puso a pintar como lo hacían los jóvenes , enfrentándose a sus compañeros de antaño, polemizando con ellos, llegando incluso a atacarles.

Sin embargo, nadie puede luchar contra la edad. Con el tiempo, Pissarro volvería a su estilo de antes, retrocería, abandonaría el camino de la vanguardia y pasaría el resto de su vida repitiendo una y otra vez los mismos temas, usando las mismas técnicas, lo cual, aunque pueda parecerlo, no es un reproche, puesto que olvidadas ya las polémicas, la belleza y la maestríade su obra es lo que queda.

No, lo que le pasó, es algo que cualquier persona llegada a la madurez conoce. No es lo mismo crecer con unas ideas nuevas, vivirlas hasta que se convierten en tí, hasta que su evolución y su crecimiento son tu evolución y su crecimiento, que encontrarlas cuando ya eres adulto, una vez que ya te has formado y construido.

Cuando eso ocurre, hay que realizar un esfuerzo para adaptarse a ellas. Un trabajo que nunca llega a ser definitivo, porque, siempre que se relaja la tensión, se vuelve al punto de partida, a lo que que creíste, a aquello con lo que creciste, a aquello que eres en realidad.

Por eso, todo ese intento por ser como los jóvenes, no deja de ser un ejercicio de simulación y de mentira, algo en lo que anida una falsedad, como los disfraces de carnaval, que sólo sirven para algunas ocasiones y no para llevarlos a todas horas. Un espejismo que, a menos que se sea un necio, toda persona inteligente acaba por reconocer.

El simple hecho de que no puedes seguirles. La triste certeza de que no puedes comprenderlos, de que sus modos y maneras de pensamiento están separados de los tuyos, que podéis reuniros en un terreno neutral, a mitad de camino, pero que al final volveréis cada uno a vuestro mundo.

El darse cuenta de que hay que dejar pasar las oportunidades, por mucho que se sienta uno halagado, por mucho que uno lo desee, por mucho que uno lo ansíe, ya que no conducirán a ninguna parte, o mejor dicho, porque el destino final es completamente distinto para cada uno de los participantes.

Simplemente, porque uno es ya un hombre viejo y pasado, un recuerdo de otra generación, de otras ideas, de otros combates, que no son los de ahora.

Algo irremediable en sí.

...

Y es por eso que películas como American Beauty, me parecen inmensas patochadas, escritas y dirigidas por gentes que nunca han cruzado una de esas crisis de mediana edad, que se nos suponen tan típicas de los hombres.

martes, 26 de diciembre de 2006

Unexplored Landscapes (y I): 20th Century Music

En una anotación anterior (o quizás la memoria me falle y sea de una de esas ideas que ronda de siempre mi cabeza, pero nunca ha llegado a salir de ellas) señalaba o apuntaba a cuán distinto es el concepto de cultura de ahora mismo con el que era en mi adolescencia, allá a principios de los ochenta, en esa época de la vida en que el caracter se fija y determina, y partir de la cual, lo único que realizamos son variaciones sobre un mismo tema, sin añadir cosas nuevas o borrar las existentes.

En aquel tiempo, la cultura era sólo una, o mejor dicho, sólo había una forma de cultura que se considerase como válida, como auténtica, como noble. Podía uno leer tebeos, disfrutar con ellos, descubrir un mundo al cual sólo se podía llegar por ese medio, y no por otro, pero a la hora de hablar, de cultura, de arte, de lo que era verdaderamente importante y habría de perdurar, de lo que hacía pensar y meditar, los cómics se dejaban a un lado, se disimulaba su conocimiento con esa mezcla de vergüenza y temor que es propia de lo pecaminoso, de lo prohibido, de aquello que reduce tu valía y aniquila tu prestigio.

No otra cosa distinta ocurría con la música, podía uno gustar cuanto quisiese de las formas populares, llámense Jazz, Rock o lo que se desee, pero cuando se nombraba a la música, ese era el terreno de Mozart, de Beethoven, de Wagner, de los grandes y únicos, los únicos que merecían ser escuchados y recordados, mientras que lo otro, era flor de un día, válido sólo para entretenerse un rato, objetos de consumo y de temporada... olvidando cuantas veces esos mismos grandes habían extraído su música de las formas populares de su tiempo, sin que nadie, ni por supuesto ellos mismos, se tirase de los pelos.

Muy otra es la situación actual. Decir que ya no hay una música, sino música, no es otra cosa que repetir un tópico, tan grande como es constatar que todas esas tradiciones, esos estilos, se presentan como igualmente válidos, sin que ninguno pueda situarse por encima de otro, o calificarse como más rico o mejor.

Por supuesto, dicho esto, esta anotación podría perderse en los previsibles y estériles ámbitos de la Jeremiada, el lamento por las reglas que se desvanecieron y por la seguridad que se perdió. No es ése el caso, siempre he considerado que en la cultura y en el arte, el principio fundamental debe ser enriquecerse, no empobrecerse, y que para ello, no hay mejor receta que el romper los límites y las barreras, buscar lo que hay al otro lado, en las otras tradiciones, en los otros estilos, para poder apreciar así lo grande, lo importante, lo hermoso que hay en el lugar de partida. Algo que solo se puede conseguir como digo por el contraste.

Por ello, resulta especialmente triste comprobar el empobrecimiento al que se dirige, a marchas forzadas, la música clásico, o mejor dicho, la larga tradición de la música occidental, desde el Gregoriano y los trovadores, hasta los experimentos formales de ayer mismo.

No, no es exagerado hablar de empobrecimiento. No es raro escuchar, en boca de aficionados de toda la vida, aquello de que Mozart es el mejor compositor con diferencia, como si el resto de la historia músical fuera prescindible. Incluso, en aquellos aficionados más prudentes, es difícil encontrar quien se preocupe por la música anterior a Bach, catalogada como música antigua, cuando, si se mira bien, técnicas y temáticas resultan paradójicamente similares a las formas de ahora mismo.

Y si difícil es encontrar quien se preocupe por la música antigua, más difícil es encontrar a quien lo haga por la, mal llamada, música contemporánea, y además admita hacerlo. Mientras que los compositores del siglo XIX suenan a algo para la gente normal, los del XX, como digo, son completos desconocidos, y no se encontrara a nadie que, para demostrar que sabe de Música, presuma de que su compositor favorito es, Varése, Messiaen, Bartok, Webern, Ligeti o Pierre Henry.

Muy al contrario, intentará ocultarlo.

Por ello, me gustaría, en este blog mío apenas leído, hablar de esas músicas olvidadas del siglo pasado.

Aunque sólo sea para quitarme una espina que llevo clavada. Poder decir que hecho algo por ellos, aunque sea con mis menguada fuerzas.

martes, 19 de diciembre de 2006

La melancolía de las miradas (y 4): Corregio

Había hablado ya con anterioridad, en este personal viaje mío por el renacimiento italiano tardío, de las contradicciones de la cultura de aquel tiempo. Unas contradicciones que se plasman en un casi imposible equilibrio entre paganismo y cristianismo, entre la alabanza de la naturaleza, del cuerpo y del gozo, por un lado, y ansía por el abandono de este mundo, por alcanzar la eternidad, por abandonar el cuerpo, por extinguir todo placer que no sea el propiamente espiritual e intelectual.


Algo que, en el caso de Monteverdi, la llevaría a utilizar las mismas melodías para las canciones amorosas que para las sacras, o que en el caso de Correggio, llevaría a dotar a sus composiciones religiosas de una sensualidad inusitada y a sus composiciones eróticas, de una monumentalidad y rigor, de frialdad y sacralidad, que casi se oponen al sentido pretendido.

Por supuesto, nada de lo dicho, ni Monteverdi ni Correggio, hubieran podido desarrollar sus personalidades artísticas en otro lugar que no fuera la Italia de su tiempo. Basta pensar en la España de los Austrias, donde todo ese elemento celebratorio, gozoso, mestizo y mezclador falta por completo, donde es imposible encontrar, no ya una pintura mitológica, al estilo de la Italiana, sino una pintura religiosa que no sea clara y ortodoxa, el arte de un Imperio que se pretende universal, y en el cual no se admiten figuras.

Muy distinto de la Italia de aquel tiempo, dividida en multitud de señoríos independientes, de cortes que competían en lujo y boato entre sí, de señores que podían permitirse ese lujo y ese boato, puesto que tras las guerras entre franceses y españoles de primeros del XVI, Italia se había convertido en un lugar secundario en la política de la época, un escenario donde las líneas del mapa ya habían sido fijadas, donde los potentados y las potencias de la época no podían esperar, o no se atrevían a obtener, nuevas ganancias.

Una era en la que era posible construirse, creerse, la ficción de que el tiempo se podía perder impunemente, que la vida se podía en las fiestas galantes, en los cortejos amorosos, en la discusiones sobre el modo y manera de entregarse al amor.

El único lugar donde este cuadro podía encargarse, donde un noble, culto y refinado, podía enorgullecerse de tener en su colección la representación de la leyenda de Leda y el Cisne. El único tiempo donde podía encontrarse un artista como Correggio, que lo tratase con tanta dulzura y delicadeza.

Porque si un sentimiento transmite este cuadro, es precisamente ése, dulzura y delicadeza, emociones inusitadas en un tema aparentemente tan escabroso como éste, un tema que incluso hoy, en epoca de franqueza en la exposiciones, de no ocultar nada por miedo a parecer ñoño y pusilánime, habría recibido un tratamiento completamente distinto, mas brutal y cruel, mas descarnado y despiadado.

Un contraste que resulta extraño, estremecedor, puesto que somos nosotros, nuestro tiempo y nuestra época, los tolerantes y avanzados, los que no nos asustamos de nada, los que gozamos de esa libertad, mientras que los intolerantes, los represores, los retrógrados eran los que vivieron de épocas pasadas (y eran así, no hay equivocarse, Correggio y Monteverdi son sólo una excepción, tolerada debido a delicados equilibrios de poder), para encontrar, sin embargo, que nuestras representaciones del amor, el sexo, o como lo queramos llamar, son obscuras, retorcidas y vacías de sensibilidad, casi como si lo considerásemos pecado, perverso, evitable, mientras que estas representaciones de antaño, son luminosas, gozosas, una celebración del cuerpo y de sus placeres, de la vida y de la naturaleza.


Como bien muestra la sonrisa de Leda, tras el encuentro, una expresión y una mirada, donde no hay arrepentimiento, ni culpa, ni lamentaciónes, sino alegría, agradecimiento y esperanza.



martes, 12 de diciembre de 2006

Um ein Steppenwolf zu werden (y 2)

...Diese Bilder - es waren Hunderte, mit und ohne Name - waren alle wieder da, stiegen jung und neu aus dem Brunnen dieser Liebesnacht, und ich wusste wieder, was ich lang im Elend vergessen haben, das sie der Besitz und Wert meines Leben waren und unzerstörbar fortbestanden, sterngewordene Erlebnisse, die ich vergessen und doch nicht vernichten konnte, deren Reihe der Sabe meines Lebens, deren Sternglanz der unzerstörbare Wert meines Daseins war...



Hermann Hesse, Der Steppenwolf

....esas imágenes - había cientos de ellas, con y sin nombre - de nuevo estaban todas allí, surgían nuevas, jovenes ,del pozo de la noche del amor. De nuevo sabía, lo que había olvidado largamente en mi sufrimiento, que ellas eran lo que daba valor, riqueza a mi vida, que esas experiencias, indestructibles, largo tiempo pasadas, convertidas en estrellas, esas experiencias que había olvidado pero que no había podido aniquilar, eran la savia de mi vida, su brillo, el valor indestructible de mi existencia...

¿Qué nos queda al final?

Perseguimos nuestras ambiciones, nuestras glorias, nuestras victorias.

Enarbolamos nuestros logros como si fueran estandartes, mostrándolos a los demás, para conseguir su admiración, para obtener su humillación, para que todos se vuelvan a nuestro paso, diciendo: ¡He ahí un hombre! ¡He ahí uno que ha llegado a ser! ¡Alguien que no es como el resto de nosotros! ¡Alguien que será recordado!

¿Qué nos queda al final, sin embargo?

Ocurre, nos ocurre a algunos hombres, que llega un momento en nuestra vida en que despertamos, o mejor dicho en que volvemos al punto del que partimos, a ser y creer aquel que fuimos, aquel que deseamos ser. Llegado ese momento, es imposible saber si ese estado es bueno o malo, si es un punto de partida o el del final definitivo, si es la verdad o es un error nuevo, otro de tantos.

Lo único cierto es que lo anterior, la forma y la manera en que vivías ya no es la forma y la manera en la que debes vivir.

O dicho de una manera que resulte menos trágica, menos absoluta, que las cosas por las que luchaste, por las que te esforzaste y sufriste, aunque importantes, aunque centrales en tu vida, no son aquellas que deberías haber puesto en primer lugar, aquellas por las que has sacrificado las que eran realmente importantes.

Entonces es cuando lees el texto, los textos de Hesse, esos mismos textos que leíste cuando eras joven, y es, con una mezcla de amargura y de intenso placer, que comprendes su significado, aunque sepas que ya es demasiado tarde para llevarlo a la práctica.

Porque ese texto te ha hecho recordar a cada una de ellas. A esas mujeres de las que aún recuerdas el nombre y a aquellas que ya has olvidado como se llamaban, atodas las que alguna vez se cruzaron en tu camino, las que dieron en amarte, las que te permitieron que las amases.

Así ocurre que recuerdas los momentos que pasastes con ellas, y en la rememoración de esos breves caminos compartidos, te das cuenta, como no pudiste o quisiste darte cuenta en su momento, de cuan distintas eran las unas de las otras, de cuan diferentes eran sus modos de ver el mundo, de cuan dispares eran sus maneras de comportarse, sus caracteres, sus formas de expresarse, su maneras de amar.

Como el auténtico juego, el auténtico camino, consistía precisamente en eso, en conocerlas, en descubrirlas en su individualidad, en averiguar qué era lo que les gustaba, lo que les disgustaba, lo que les sacaba de quicio, lo que les alegraba... y ser capaz de provocar esos sentimientos y asimilarlos en ti, como si fueran los tuyos propios.

Y piensas que quizás, ya que no has podido conservarlas, ni como amantes, ni como amigas, que tu destino en esta vida se limita sólo a narrarlas, a recuperar su memoria, los recuerdos que de ellas tuvistes, a regalarlas, ahora, cuando ya sólo queda la ausencia y en la lejanía, el amor y el cariño con que no les obsequiaste cuando estaban presentes.


...Mein Leben war mühsam, irrläufig und unglücklich gewesen, es führte zu Verzicht und Verneinung , aber es war reich, stolz und reich gewesen auch noch im Elend ein Königleben. Mochte das Stückchen Weges bis zum Untergang vollends noch so Kläglich vertan werden, der Kern dieses Leben war edel, es hatte Gesicht und Rassel, es ging nicht um Pfennige, es ging um die Sterne...

...mi vida había estado llena de trabajos, de equivocaciones, de infortunios, había desembocado en la renuncia y en la ngación, pero tambíen había sido rica, algo de lo que enorgullecerse, aun en el infortunio, la vida de un rey. Aunque el tramo del camino que me quedaba hasta el final estviera completamente lleno de desesperación, el corazón de esa vida había sido noble, tenía rostro, carácter, no había tratado de los centimos, sino de las estrellas...

domingo, 10 de diciembre de 2006

Blue Skies...

Desde hace varios años cada duermo menos, cuando antes necesitaba nueve, diez horas para poder funcionar.

Así que ocurre que los días de fiesta me suelo levantar sólo un poco más tarde que los días normales, como si entre ellos no existiera ninguna diferencia.

El viernes pasado no fue una excepción. Me desperté y aún no había amanecido. Llovía con fuerza, con esa rabia que se ha convertido en normal últimamente, tan distinta de la tranquilidad de otros otoños. Por ello, a punto estuve de renunciar a mi excursión matutina, a la hora que dedico, en los días de asueto, a conducir por carreteras apartadas, vacías de coches, donde puede uno dejarse llevar por la carretar, entrar casi en un estado de ensoñación, de trance.

Sin embargo, cuando terminé de desayunar, había cesado de llover, aunque el cielo continuaba encapotado. Dejando pasar el tiempo, antes de tomar una decisión, sí quedarme o marcharme, me asomé a la terraza. Allá, en el hueco entre dos torres, desde hacía unos meses, superando en altura a todos los edificios, se pueden ver los rascacielos que están construyendo en la antigua ciudad deportiva del real Madrid.

No me sorprendió la vista. Como en otros días de lluvia, como si fueran montañas lejanas, las nubes no dejaban ver sus azoteas, las luces de advertencia sobre ellas, las gruas que se elevan sobre ellas. Más aún, daba la impresión de que eran el doble de altas, que su altura no podía medirse, que aquel tramo entre cielo y tierra, no era más que la base de una columna que atravesaba las nubes.

Eran los auténticos pilares de la tierra, sujetando los cielos. Las míticas torres con las que escalar los cielos.

Cuando salí del garaje, el cielo se había quedado raso, pero, como alguna vez que otra he observado, el agua, las aguas aún corrían por las aceras., brillantes al sol que apenas había surgido tras las torres.

No tarde en llegar al monte del Pardo, de perderme por las vueltas y revueltas de esa carretera que se pierden entre los bosques, apenas a unos kilometros de los barrios recién construidos, de las autopistas que encierran y apresan la gran ciudad.

Y entonces volví a a verla. La luz que sólo desciende sobre Madrid justo cuando ha cesado de llover y el aire ha quedado completamente limpio. La luz que sólo ocurre unos cuantos días de invierno, cuando el frío aquieta la atmósfera y la hace aún más transparente.

La luz que recorta los perfiles, las siluetas, los contornos con precisión de cirujano, como si el mundo acabara de ser creado de nuevo, como si se pudiera volver a empezar de nuevo, como si al volver a casa, no se esperase uno a sí mismo.

....

...y podría asignar sentimientos personales a cada uno de los paisajes, de las iluminaciones, de las horas del día, pero sería demasiado fácil, o mejor dicho demasiado banal, puesto que cada uno de esos paisajes, de esas iluminaciones, de las horas del día, es esencialmente abstracto, no porta en sí ningún significado, más allá que el que cada uno le quiera dar, si quiere atribuirle alguno...

miércoles, 6 de diciembre de 2006

Ex oriente, lux





Entre las exposiciones, apenas visitadas, apenas comentadas, que en este Otoño se pueden ver en Madrid se encuentra la del pintor francés simbolista, de finales del XIX, Gustave Moreau.Una exposición que no está recibiendo la atención que merece simplemente porque contra él pintor y su obra pesan dos graves prejuicios, uno antiguo y otro moderno.

El antiguo es un prejuicio que podíamos llamar formalista, la acusación de ser un pintor literario, es decir la de alguien que se ocupa de plasmar una visión del mundo en imágenes, y por tanto se olvida de los aspectos formales y plásticos del arte. El nuevo es prejuicio que podríamos llamar ideológico, en el sentido de que su obra plasma un mundo de ideas que no nos parece el correcto. Por ser más claro, que su representación de la belleza ideal encarnada en la mujer es indicativo de una concepción sexista y discrimitatorio , y que la representación de esa misma belleza en el ambiente de un Oriente soñado supone una justificación del imperialismo, entendido como primacia técnica y espiritual del occidente frente al Oriente, por utilizar la fraseología de moda.

¿Pero realmente es así? o dicho de otro modo ¿la aplicación automática de los axiomas ideológicos no puede suponer un error incluso mayor que aquellos que se quieren corregir?

Examinemos brevemente cada acusación.

Por una parte tenemos la de pintor literario. Es cierto que, en el común de los simbolistas, la ideología está ante que la plástica, y que esta se supedita a la primera, para evitar que el mensaje se pierda. Se podría hablar así de pintores conservadores, retrógados, opuestos a los vanguardistas y experimentales (no hace falta nombrar movimientos) que no dudan en seguir a su arte a donde les lleve, aunque esto suponga dejar de lado, incluso ocultar, su ideario.

Sin embargo, la realidad es que Moreau es un pintor eminemente formalista, a la altura de impresionistas y los diferentes postimpresionistas, lo único que le diferencia de ellos, es que los temas que elije son aparentemente antiguos y clásicos, mientras que los de los otros, son modernos y avanzados. Una vista a los cuadros de esta exposición nos muestra que, técnicamente, Moreau es tan avanzado y moderno como cualquiera de sus contemporáneos.

En efecto, Moreau empieza por trazar amplias manchas de color sobre el lienzo que definen la composición y el ámbito donde luego aparecerán sus figuras. Unas figuras que siluetea sobre esas manchas de color y que poco a poco iran surgiendo de él, como si fueran engendradas por ese espacio ambiguo e indefinido. Una aproximación completamente contraria a la de un pintor clásico que comenzaba por los personajes, los definía y trazaba con el dibujo, para luego añadir el color y el fondo.

A la manera por tanto de todos los modernos que enzalzaban el color y que juzgaban la bondad de un cuadro por la distribución de esas mismas manchas, no por su contenido temático...

Pasemos ahora a la otra acusación, la moderna, la de ser un pintor sexista e imperialista.

Es cierto que los simbolistas oficiales plasmaban en sus cuadros una imagen de la mujer y de Oriente muy de su tiempo, la de ambos como quintaesencia de la belleza, pero, por eso mismo, alejados del mundo del pensamiento y sometidos obligatoriamente a sus portadores, los hombres y Occidente, pero como en todo, esto no es más que una visión parcial y simplificadora, digan lo que digan sus proponentes, y no se puede aplicar a todo el ambiente cultural de ese tiempo ni a todos sus exponentes.

Si observamos la pintura de Moreau, vemos claramente en qué falla la tesis que se nos propone.

En primer lugar ese Oriente, esa Mujer que se nos propone, es un Oriente y una Mujer ideal, le producto de una elaboración personal del artista, donde pueden reconocerse elementos reales, pero que es imposible adscribir a una realidad concreta, de su tiempo o del nuestro. En otras palabras, no es un espejo del mundo en el que se nos señalé una jerarquía, sino que es símbolo de las fantasías del artistas, el sueño de un algo más, situado fuera del tiempo y del mundo, y que se nos propone como ideal, pero que se sabe inalcanzable.

Es así como se llega al punto crucial de la ideología de Moreau, puesto que esa representación constante de la mujer y de oriente, no supone otra cosa que una aceptación de debilidad, de incompletidud, de la existencia en otros seres de una belleza y una sensibilidad que no existe en lo que podríamos llamar el hombre occidental, pero de la cual y ante la cual se siente una inmensa nostalgia y deseo.

Sentimientos ambos que sirven de acicate a su búsqueda, aunque esta se sepa huera y vacía... alcanzable sólo en los sueños y fantasías, como ocurre con los propios cuadros de Moreau

Lo cual nos permite entender porqué Moreau fue un pintor incómodo, tanto para la vanguardia, que no entendía su afición increbantable por lo clásico, como para los académicos, que rechazaban frontalmente su técnica y la ambigüedad de su visión

Un rebelde entre los rebeldes, por tanto, como lo sería Odilon Redon, alguien que sería descubierto y reinvidicado, años más tarde, por otros rebeldes entre los rebeldes, los surrealistas.

martes, 5 de diciembre de 2006

Capodimonte

Desde hace varias semanas, en el Palacio Real de Madrid, se puede visitar una selección de cuadros procedentes del Museo napolitano de Capodimonte.

Se podrìa hablar de la oportunidad o no de esta exposición, de su importancia o de su falta de ella, de la relevancia de las obras expuestas y del criterio en su selección... pero quizás sea más interesante centrarse en otro aspecto raramente abordado. Lo que podría llamarse, el espejismo de la firma.

En esta supuesta Europa multinacional, multicultural y multilingüistica, los aspectos nacionales, siguen teniendo una importancia determinante, incluso en ámbitos como el que podría llamarse artístico/cultural. Con demasiada frecuencia, (o al menos así era cuando yo estudiaba y dudo que las cosas hayan cambiado mucho), la enseñanza de la literatura, las artes o la música, suele centrarse en los artistas patrios con limitadas excursiones al exterior (o al contrario, una apresurada visión del exterior para volver rápidamente al interior) excepto en aquellos casos, claro ésta, que la tradición interna sea tan pobre que ni siquiera merezca la pena comentarla... aunque así sea haga también muchas veces, por una especie de orgullo infantil, del niño que quiere demostrar que él támbien tiene de eso.

De esta forma, lo que debería ser una visión de conjunto, la de una red con sus hilos entrecruzándose unos con otros y llevando de uno al otro, se convierte en una visión parcial y limitada, de ese mismo concepto, donde sólo importan la pequeña región en la que nos encontramos y los hilos que a ella llevan. O dicho de otra manera, como la historia de la pintura, tal y como se cuenta a la juventud, se convierte en una crónica de la pintura española, donde los fenómenos europeos sólo interesan en cuanto que se integran en esa narrativa.

Así, acababa uno por saber quien era Roger van der Weyden, Tiziano, Caravaggio, Rubens o el cubismo, simplemente porque habían influido o habían sido influidos por la supuesta escuela española (a menos claro está que, como los impresionistas, fueran algo así como las estrellas pop del arte mundial), mientras que fuera se quedaban Corregio, Carraci, Turner, Friedrich y tantos otros, simplemente porque no había una relación directa con nuestra (supuesta) tradición.

Esto últmimo entronca con la importancia que damos a la firma a la hora de valorar una obra de arte, o de como la falta de tiempo, nos obliga a confiar en las listas mentales que nos hemos ido construyendo a lo largo de nuestra biografía, de forma que lo que no están en ella, no merece importancia, ni interés, ni es, por supuesto, "gran" arte.

Porque, claro, si nos limitásemos a la lista mental que el español medio puede tener en su cabeza, esta exposición de Capodimonte sería una inmensa decepción ya que, aparte de un magnífico Greco y otros cuantos, no menos magníficos, Ribera, la exposición no tiene otros nombres conocidos, otras firmas de las que luego se pueda presumir haber visto y con las cuales poner una nota (alta) a la exposición.

Sin embargo, si consigue uno librarse de esa obsesión de las firmas, la primera condición para conseguir disfrutar del arte, esta exposición se convierte en una oportunidad como pocas, la de disfrutar de una "visión" de la cultura europea entre el XVI y el XVIII apenas representada en nuestros museos, y de apreciar como se aparecen, se influyen y se distinguen entre sí, artistas de muy diverso temperamento, capacidad y objetivos

Simplemente porque en la sala en la que está el Greco del que hablabamos, se puede disfrutar de una puñado de obras manierista, entre ellas un magnífico Parmigianino, para, en la siguiente sala, encontrarse con un especial de los hermanos Carraci, aquellos pintores romanos que, ellos solos, crearon y definieron lo que habría de ser el barroco. Todo esto bastaría ya para situar la exposición entre las grandes del año, pero a continuación se hallan la Pléyade de pintores flamencos a caballo entre el XVI y el XVII, tan realistas y minuciosos como los que le precedieron, no tan fríos como ellos (pensemos en Van Eyck), pero tampoco tan lumínosos y artificiosos (en el mejor de los sentidos)como los que habrían de seguirles.

Para concluir, por supuesto, con el ambiente cultural de la Nápoles de tiempos de Ribera, o como él era uno más, mejor dicho, que él no era una excepción salida de la nada, sino alguien que compartía un mundo rico y complejo, del cual tomar influencias y a su vez transmitirlas. Alguien que sólo puede concebirse en ese momento y en ese lugar, y alguien si el cual ese momento y ese lugar tampoco podría concebirse.

O como siempre suelo decir, que no nada peor que encerrarse y restringirse, que lo que se se debe hacer es ampliarse y enriquecerse.

Quizás esta la mejor enseñanza de esta exposición.

jueves, 16 de noviembre de 2006

A la medida de los hombres.

Siempre que se habla del renacimiento, se señala como el centro de su pensamiento, y por tanto de su arte, es el hombre. O por decirlo de una forma más "poética", que las producciones del renacimiento están concebidas a la medida de los hombres, incluso la propia arquitectura.

La propia arquitectura. Es fácil aplicar, o mejor dicho, entender como se aplica, ese concepto de a la medida de los hombres, a las otras artes, como la literatura, la pintura, la escultura, al fin y al cabo, su propio objeto es la figura humana, su representación, tanto corporal como anímica, y hasta un necio se daría cuenta de que el renacimiento intenta conseguir una representación cabal y racional del ser humano, indistiguible del natural, de lo que se pueda encontrar en calles y campos.

¿Pero la arquitectura? Lo único que nos queda de esa época son las iglesias, cuya función es cantar la gloria de Dios, y los palacios, cuya función es cantar la gloria de los poderosos. Poca relación, más bien ninguna, parecen tener ambas plasmaciones con ese a la medida de los hombres.

Hasta que por supuesto, viaja uno a Florencia y se topa con uno de sus lugares escondidos, de esos que tanto abundan en esa ciudad y de los que ya he hablado en ocasiones.

Éste, en particular, es de los que están a la vista de todos, en concreto justo al lado de la iglesia de la Santa Croce, un lugar que como todo visitante de Florencia sabe, suele estar abarrotado de gente, tanto de sus propios ciudadanos, que dejan pasar las tardes en la plaza ante la iglesia, como de los siempre abundantes turistas, los cuales suelen abandonar la iglesia con una cierta frustración y cansancio.

No es extraño. La iglesia de la Santa Croce promete mucho y ofrece poco. Los frescos, los magníficos frescos que la decoran suelen estar, o bien demasiado altos para apreciar los detalles, o bastante mal iluminados para gozar de sus colores. Al final, como en tantas ocasiones, la única manera de hacerlo es en reproducción, en la habitación del hotel, tranquilamente, en silencio, sin aglomeraciones, sin experimentar el cansancio.

Curiosamente, el lugar secreto del que hablaba, está apenas a unos pasos a la derecha de la entrada principal. Se trata de la entrada al claustro, y lo único que lo hace secreto, o mejor dicho, que no sea invadido por las multitudes que ocupan la plaza y la iglesia, es que hay que pagar para entrar.

Basta ese pequeñísimo obstáculo, para que en todo su recinto reine el casi más absoluto silencio, y para que, como era la intención de los claustros de las iglesias y conventos, el visitante, si se me permite la exageración y el tópico, se vea trasladado a al paraíso terrenal que los constructores habían querido recrear allí.

Secreto sobre secreto. Porque la perla que encierra ese claustro no es otra que la capilla Pazzi diseñada y construida por Brunelleschi, un edificio que aparece destacado en todos los libros que glosan el arte del renacimiento. Un edificio cuya fachada, vista desde el claustro, promete maravillas, asombros, custodiados en su interior.

Un edificio que a todo el que entra le produce una inmensa decepción. La sensación de haber sido engañado, timado, simplemente porque dentro no hay nada, excepto las paredes desnudas de todo adorno y pintadas de blanco, tres absides casi banales, vulgares, que sustentan una cúpula no menos irrelevante y sin significado. Un edificio pequeño y vacio, como tantos hay en tantas otras partes.

Así que todo el mundo, mira un instante, hace un gesto de desagrado y se marcha.

Yo no lo hice, había estado caminando todo el día y estaba muy cansado, tanto que ya no podía dar un paso más, así que cruce el exíguo espacio de la capilla y me senté en uno de los poyos laterales.

Entonces lo comprendí. Entendí lo que no veían los visitantes fugaces que se asomaban a la entrada y entendí también porqué la arquitectura del renacimiento estaba hecha a la medida de los hombres.

Aquel edificio, aparentemente sin importancia, sin pretensiones, tenía las mismas proporciones que un ser humano. La cúpula era la cabeza, y la altura hasta ella, siete veces su diámetro, los absides los brazos, y el edificio entero, un cuerpo acogedor, cálido, único, donde poder refugiarse, donde encontrar el cobijo, la seguridad que no existía afuera.

...y así me sentí yo, durante largos minutos, como si hubiera vuelto al seno de mi madre, como si estuviera seguro y protegido, a salvo, para siempre, de todos los peligros que me aguardaban en el exterior, de todos las decepciones que me esperaban cuando volviera a Madrid, de todos los dolores que habría de traerme el futuro...

...y ahora, por alguna razón, he sentido el deseo de volver a ella...

miércoles, 15 de noviembre de 2006

Um ein Steppenwolf zu werden (y 1)

Waren wir alte Kenner und Vehrerer des einstigen Europa, der einstigen echten Musik, der ehemaligen echten Dichtung, waren wir bloss eine kleine Minorität von komplizierten Neurotikern, die morgen vergessen un verlacht würden? War das, was wir "Kultur", was wir Geist, was wir Seele, was wir schön, was wir heilig nannten, war das bloss ein Gespent, schon lange tot und nur vor uns paar Narren für lebendig gehalten? War es vielleicht überhaupt nie echt und lebendig gewesen? War das, worum wir Narren uns mühten, schon immer vielleicht nur ein Phantom gewesen?



Hermann Hesse, Der Steppenwolf

Acaso no seremos nosotros, los conocedores y admiradores de la Europa de antaño, de la gran musica de antaño, de la gran poesía de antaño, una pequeña minoría complice de neuróticos, que mañana serán olvidados y objeto de burla? No es acaso eso que nosotros aún llamamos "Cultura", espíritu, alma o sagrado , simplemente un fantasma, largo tiempo muerto ý sólo creído vivo por un par de locos? No será quizás que nunca estuvo vivo ni fue grande? No habra sido eso, por lo que nos esforzamos nosotros, los locos, únicamente y desde siempre un fantasma?


En todo aficionado al arte, hay un punto de bacante poseída por la divinidad, de locura suicida y homicida

Al igual que ellas, como si participasen en sus misterios, se vuelven ciegos a todo distinto de aquello que, en su arrebato, han declarado como sacro y sagrado. De la misma manera, si alguien se inmiscuye en sus rituales, secretos y obscuros, se vuelven hacia el con violencia, atacándole con todas las armas al alcance, simplemente por atreverse a mancillar el recinto sabgrado, ellos, extraños, extranjeros, paganos incapaces de reconocer la divinidad cuando la tienen ante sus ojos.

Y como las bacantes, cuando despiertan del trance, descubren el absurdo de sus acciones, la locura en que se sumieron, el vacío de sus opiniones de hace un instante.

Por ello, si es así en los aficionados al arte, no hace falta pensar como será en los críticos, comentaristas, analistas, expertos o historiadores, proclamados por ellos mismos sacerdotes de la divinidad y únicos capaces de desentrañar sus designios.

Sin embargo, la mayoría de la gente vive ajena a todas estas polémicas y debates. Más aún, es posible vivir sin el arte o, mejor dicho, sin el gran arte, esa gran palabra con que se llenan la boca todos los necios y cuya definición cambia más que la forma de las nubes azotadas por el viento. Peor aún, el gustar de unos contenidos y detestar otros distintos, no es ya que no te haga mejor persona, lo cual ya se sabía, ni que te haga más inteligente, lo que sería de esperar. Es que ni siquiera te hace más sensible, más perceptivo, más atento, que se supone era el objetivo de todo el asunto... o al menos debería serlo, si hablamos de experimentar el arte.

En el fondo, todas estas polémicas no se diferencia en nada del grupo de mujeres que discuten sobre el largo de las faldas para este verano, o el de los hombres que se gritan a la cara las alineaciones de sus equipos. No son más que modas, cuestiones pasajeras que mañana serán olvidadas, substituidas por otras nuevas, naderias que a nadie importan excepto a aquellos directamente envueltos en ellas.

Porque, en realidad, no pretenden hablar de arte, o dilucidar lo que es el arte, o intentar averiguar hacia donde marchar el arte. No. Lo que pretenden es pertenecer a un grupo, obtener las credenciales necesarias. Demostrar que ellos también son de los pocos elegidos, de los pocos que saben, de pocos los que dictaminan y regulan.

Probar que son más importantes que los artistas sin los que ellos no existirían. Proclamar que son sus nombres los que deberían ser anotados en los libros, simplemente porque señalaron con el dedo.

Al final, como todas las cosas, es simplemente una cuestión de poder y preeminencia, cuando debería ser una cuestión de placer y gozo.

...

No. Esto no es lo que quería decir. No quería perderme en juna larga e interminable lista de eremiadas o peor aún, oficiar como el único que conoce la verdad revelada y por tanto puede permitirse atacar, derrotar, destruir a los demás, quedar en solitario en el campo de batalla, como el único campeón digno de la causa.

No, lo que quería decir, es más o o menos lo que decía Hesse.

De como nos engañamos, todos, a nosotros mismos, de como partimos del gozo y el disfrute, de probar aquí y allá a ver que sabe, de como el experimentar, el intentar, el acertar y equivocarse forman parte inseparable de ese mismo gozo y disfrute.

De como nos creamos un palacio de hielo a nuestra medida, en el cual no admitimos variaciones ni modificaciones, pero que, en cuanto salga el sol, se derretirá sin dejar rastro alguno.

De como nos atrincheramos detras de nuestras ideas y atribuimos, a los artistas de ahora y el pasado, objetivos e intenciones que provocarían su risa si nos oyeran.

martes, 14 de noviembre de 2006

La melancolía de las miradas (y 3): Bronzino

Hablaba, en entradas anteriores, de los lugares escondidos que existen en todas las ciudades y de como Florencia es especialmente rica en ellos.

Uno de estos lugares mágicos y secretos se halla a la vista de todos, en uno de los monumentos, junto con la galería de los Uffizzi, más visitados por los turistas. No es difícil encontrarlo, basta con entrar al Palazzo Vecchio y dirigirse a la sala de la signoria. El que la haya visitado, sabe que es una sala enorme y completamente vacía, fuera de alguna estatua. El lugar perfecto para que el turista despistado se encuentre aún más perdido, acelere el paso y se marche, sin saber muy bien porqué ha entrado allí, ni que es lo que venía a ver, a menos que le acompañe un guía, de eso que escupen dato tras dato, con los que poder luego irse satisfecho a la cama, seguro de haber aumentado la cultura de uno, aunque luego se hayan olvidado completamente a la mañana siguiente.

Yo estuve también casi a punto de perderme en esa sala enorme y vacía. Sabía que lo buscaba estaba allí, pero no lograba localizarlo, hasta que ví, en una esquina, unos escalones de madera, que llevaban a una puerta pequeña de madera, una puerta por la que parecía imposible que pasase una persona.

Era la puerta de la capilla de los Medici, decorada por entero con pinturas de Bronzino. Una aparente decepción, simplemente porque no se permite entrar en ella para admirar los frescos, ya que sería extremadamente fácil dañarlos, mientras que el ángulo de visión te impide apreciar aquellos más cercanos, y los más lejanos están demasiado apartados para poder gozar de los detalles.

Un reciento que, de forma paradójica, no se puede disfrutar estando allí presente, sino sólo en reproducción, en la habitación del hotel, donde realmente se puede apreciar el arte de Bronzino, esa delicadeza en tratar los cuerpos, los vestidos y las facciones, esa doble perfección que alcanza en sus mejores obras, la de convertir líneas y colores en objetos reales que están ante uno, casi como si se pudieran tocar, y al mismo tiempo trazar y pintar paisajes, objetos, cuerpos de belleza casi ideal, que no pertenece a este mundo, que jamás podrás encontrar en las calles de la ciudades... y hacer todo esto, este prodigio de materialidad y carnalidad en el contexto de la pintura religiosa más ortodoxa, sin que esto pueda merecer ninguna censura, si no es por parte de las mentes más obstusas.

Desgraciadamente, no he podido encontrar un ejemplo de esa capilla, así que no he podido por menos que pegar aquí mismo el que quizás sea su cuadro más famoso, salvando sus retratos.

Se hablado tanto, y tan bien sobre este cuadro, que casi podría dejar esta entrada aquí mismo, admiter que no tengo más que decir y dejarla inconclusa, como si fuera una invitación a buscar más cuadros de Bronzino, pero dejarla así, dado los tiempos que corren, sería señalar implicitamente uno sólo de los aspectos del problema.

O dicho de otra manera, algo que hace grande a esta pintura, aparte de su técnica y ejecución, es que niega y afirma el mismo tema que presenta. Es decir, que lo que, en apariencia, es un apoteosis del amor humano, en sus aspectos más carnales y eróticos, es al mismo tiempo una negación del mismo, sin que ninguna de estas interpretaciones pueda imponerse sobre otra.

Simplemente porque el acto de amor que se nos describe con tanta franqueza, no es otro que un incesto entre madre e hijo, teñido asimismo por el engaño, pusto que Venus se entrega a Cupido para que este no consiga el objeto que buscaba.

Un acto de amor que se nos recuerda pasajero y efímero, terminado y consumido antes de tener tiempo para darse cuenta, como muestra Cronos rasgando el velo con el que se intenta preservar a los amantos. Unas relaciones, unos encuentros, que son al mismo dulces y cargados de veneno, como muestra el personaje femenino tras Venus, portando en sendas manos, un panal y un escorpión... y mostrando también que todo era una mentira, se construyo sobre mentiras y terminará en mentiras, ya que su mano izquierda esta en su brazo derecho y la mano derecha en el brazo izquierdo.

Un acto de amor que terminará finalmente en la desperación, por ver el objeto amado en brazos de otro, y en la desesperación, por haberlo perdido para siempre, como muestra el personaje que aúlla tras Cupido.

Y al mismo tiempo, a pesar de haber destruido cualquier concepción romántica del amor, esas ilusiones de sinceridad, permanencia, eternidad y unión, una vigorosa exaltación del mismo, como momento único para el que está destinada toda nuestra vida y sin el cual, nadie puede afirmar que ha vivido realmente.

Unos temas, unos pensamientos que son una constante en todo el tardorenacimiento y primer barroco, ese tiempo entre el primer brote de las guerras religiosas y el quasi apocalipsis de la guerra de los 30 años, esa época de cortes refinadas, entregadas a la exaltación del amor cortes y los goces terrenales, y de religión/policía política, entregada a la búsqueda y el exterminio físico del enemigo político, fuera protestante o contrareforma, y de la eliminación toda posible idea sospechosa que pudiera quebrar la unidad del bloque al que se pertenece.

El breve tiempo entre dos catástrofes, donde se sabe que todo es efímero y pasajero, y que, por tanto, hay que disfrutarlo ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.

domingo, 12 de noviembre de 2006

Muertos desconocidos

Resulta curioso, ahora que, en otras artes como el cine se habla tanto de la necesidad de formar el gusto, visitar una exposición como la Sorolla/Sargent Singer expuesta a medias entre el Museo Thyssen y la fundación Cajamadrid.

Y digo lo de curioso, porque en otros tiempos, de gustos distintos, y de supuesto mayor compromiso con una vanguardia perdida y desaparecida en el pasado, esta exposición hubiera sido recibida con cierto desdén y hostilidad no disimulada. A lo sumo hubiera sido calificada de ejemplo del mal gusto en la pintura, de lo viejo que afortunadamente fue substitido por lo nuevo, de lo carca en una palabra... mientras que otros, los menos y con cierta vergüenza, hablarían de justa reivindicación del arte patrio, tan olvidado frente a modernismos externos que desvirtúan las esencias culturales del terruño, las únicas que merecen la pena, aunque recuerden a esos fetos abortados conservados en formol.

Palabras. Palabras. Palabras. Siempre las mismas. Siempre ocultando un interés político bajo disfraces estéticos.

No es es, por tanto, de lo que quiero hablar. De hecho no hay nada que pase más rapidamente de moda que el buen gusto, si no es los escritos de los comentarios que pretenden enseñar a las masas en que consiste... y uno, además, es ya demasiado viejo como para pretender enredarse en polémicas y salir airoso, más aún cuando esas polémicas sólo sirven para distraer la atención del auténtico objeto de todo esto. El gozo que supone ver, contemplar y asimilar una obra de arte.

De lo que quería hablar es de otra cosa. algo más cercano a la melancolía y el pesimismo que son parte de mi carácter, y que la contemplación de los retratos pintados por Singer y Sorolla no hizo otra cosa que despertar.


Porque estas personas que estamos viendo no son más que imágenes de muertos, tan remotas para nosotros como los faraones, los reyes de mesopotamia o los cónsules romanos.

Difuntos por partida doble, no sólo en cuerpo, sino también en espíritu, simplemente porque nosotros, un siglo y pico más tarde, ya no somos capaces de reconocer los pequeños detalles que les individualizan. Ese lenguaje corporal, esos complementos en el vestir, esa forma de maquillarse o de sentarse que distinguían en aquel tiempo a una gran duquesa de una Cocotte, al intelectual del banquero, al necio del sabio.

Para nosotros todos son iguales. Rostros de personas ridículas, vestidas de trajes no menos rídículos.

Y si muertos están los cuerpos, no menos lo están las ideas. Leemos los nombres de los personajes egregios, que se posan ante el pintor como fueran a ser convertidos en estatuas clásicas, de esas que perduran por toda la eternidad, y nos damos cuenta que no hemos leído ninguna de sus obras, que no conocemos en que consistía su pensamiento, que seríamos incapaces de señalar por qué tal y tal eran enemigos, por qué les separaba un abismo infranqueable, de enemistad hasta la muerte.

Para nosotros, ambas posturas no son más que un montón de ideas viejas y caducas, ante las cuales sólo existe una respuesta, la risa, la burla y el desprecio... La misma risa, la misma burla, el mismo desprecio, con la que nos contemplaran los que vivan de aquí a cien años, si todavía perdura algo que les haga recordarnos.

....

Pero para eso, dicen, están las audioguías... y los que las compran se van tan contentos, pensando que ya lo saben todo, sobre Sargent Singer, sobre Sorolla, sobre el arte, sobre la vida.

lunes, 30 de octubre de 2006

Eyes Wide Open

La cámara descubre a las figuras que caen, las alcanza y las adelanta...


...salta a un primer plano de las amantes, y entonces vemos que una de ellas mantiene los ojos abiertos mientras se besan...


... primer plano absoluto...


...una de ellas comienza a interumpir la caída, conduciendo a la otra...

...a punto están de salirse del encuadre...


...hasta que, con un golpe de talón, acienden y giran sobre sí mismas...



... para terminar con otro primer plano, en cual se descubre que ambas tenían los ojos abiertos durante ese beso...

Pocas series como esta de Simoun, donde se acumulen tantos besos y tan hermosos...

...hermosos, por una parte, por ser de aquellos que a uno le gustaría recibir, hermosos tambiñen por pertenecer a esa categoría de besos que apenas se ven en las pantallas, como es éste de amantes que se miran a los ojos mientras lo hacen, y hermosos finalmente por la importancia que tienen en la propia trama y en su evolución...

...como el ilustrado, muestra de aceptación y reconciliación, pero también, precisamente por ese sostener y aguantar la mirada, símbolo de que uno de los amantes ya no tiene miedo al otro, ni a ser conducido por él, ni a los lugares donde pueda ser llevado...

..al estilo del símbolo preferido por Saint Exupery para referirse al amor, el del piloto de avión, de uno esos biplanos biplazas de cabina abierta, y el de su navegante/mecánico. Él uno capaz de hacer volar la máquina, manejarla y controlarla, y él otro, encargado de planear y trazar la ruta, de mantener el aparato en funcionamiento. Ambos necesarios, sin que uno pueda prescindir del otro, ambos separados mientras vuelan, sin poder tocarse, ni apenas hablarse, pero ambos mirando y volando en la misma dirección...

... el mismo símil que de esta viñeta...

...el de los dos amantes que marchan juntos, pero al mismo tiempo separados, manteniendo siempre su libertad, puesto que en cualquier instante puede uno decidir acelerar y dejar atrás al otro o quedarse atrás y verlo marcharse, pero que, mientras decidan continuar en esa relación, deben confiar, uno, en que el otro le seguira adonde vaya, el segundo, que el primero sabe a donde a va y que conoce el camino...

lunes, 23 de octubre de 2006

Dining with friends


En las ciudades suele haber rincones escondidos, lugares desconocidos incluso para sus propios habitantes, sitios que albergan, aunque sea un tópico decirlo, tesoros mayores que las imágenes e iconos que representan la ciudad ante el mundo... y que todos asociamos con ellas.

Las ciudades italianas son especialmente ricas en estos sitios mágicos, desconocidos, solitarios, casi perdidos y abandonados. Tan grande es la riqueza artística del país que es imposible mantenerlos abiertos todo el tiempo. No habría personal suficiente para su custodia y la mayoróa de los turistas, limitados por estancias de apenas un día, atados a los caprichos de los tours operators, nunca se pasarían por allí. Así ocurre que apenas abren un día a la semana, un par de horas.


Un tiempo brevísimo, que hace que sea extremadamente fácil perdérselos, bien porque alarga uno la visita a otro lugar que, erróneamente, considera más importante, bien porque el cansancio, el agotamiento y el hambre le harían preferir restaurantes y hoteles.

Sin que ni siquiera llegase a lamentarlo después. Pues sólo entristece lo conocido y perdido, o lo al menos vislumbrado e imaginado, pero nunca lo que se desconoce por completo.

El refrectorio de Santa Apolonia, en Florencia, es uno de esos lugares.

Cuando se llega a la plaza de San Marcos, en vez de cruzarla y dirgirse al convento donde se conservan los frescos de Fra Angélico, hay que torcer a la derecha y seguir una calle completamente anodina, sin nada que nos anuncie (torres, campanarios, arquitecturas) lo que nos espera. De hecho, la puerta del refrectorio parece la de una casa de vecinos, con su timbre, su mirilla y su manija, y sólo una placa minúscula, indica que es el lugar que buscamos.


Yo recuerdo haberla pasado de largo, llegar al final de la calle y tener que retrazar mis pasos, esta vez más atentamente. Recuerdo también haber dudado ante la puerta, pensar que estaría cerrada, que había llegado demasiado tarde, hasta que me atreví a llamar al timbre y alguien desde dentro acudio a abrirla.


El hombre se sonrió cuando le pregunté cuánto costaba la entrada. Era completamente gratis, sólo, si así lo quería, podía escribir unas líneas en el libro de visitas, cosa que no hice, ni tampoco me atreví a hojearlo para ver lo que otros habían escrito, sentido, juzgado digno de recuerdo antes que yo. Yo sólo quería ver los frescos de Andrea del Castagno, y el resto (ese placer añadido a la visita, ese ritual compartido con los que me habían precedido y con los que habrían de sucederme) me parecía estúpido y prescindible.


Dentro sólo había otras dos personas. Una mujer madura y un joven. Hablaban en inglés. "Do you realise what he is doing" decía la mujer, "Yes´, I do", respondió el joven.

"Yes, I do"


Sí, yo también me daba cuenta...y me quedé largo rato frente al fresco mirándolo, intentando fijar aquello que era tan importante.


Porque, ya lo he dicho en otras ocasiones. Cada artista del cuatrocento italiano estaba involucrado en una tarea única, superar a los maestros que le habían precedido, dar un paso más en la construcción de ese nuevo arte, de esa forma nueva, que constituiría el signo definitorio de la pintura occidental hasta casi 1910 y más allá. La representación cabal de la naturaleza, la representación racional del hombre, la muestra casi fotográfica de los sentimientos y emociones humanas, de manera que el espectador se sintiese también emocionado, espectador y actor de esa misma escena.


Porque en aquel fresco, el artista había reproducida una cena entre amigos que se conocía de tiempo atrás, el momento en que el más joven de ellos, agotado, se quedaba dormido, el cuidado el cariño, con que los otros intentaban no despertaban.


Lo que hace que una pintura quede pasados los siglos, olvidadas los religiones, perdidas las razones que la crearon.


El sentimiento, terrible y consolador, de la humanidad compartida.

jueves, 19 de octubre de 2006

À Reims


Para un habitante de la península ibérica, visitar una de las antiguas ciudades de Europa es una curiosa experiencia.

A pesar de las guerras que nos han sacudido, y en especial la guerra civil de hace ya tantos años, la destrucción que han experimentado nuestras ciudades ha sido muy pequeña y apenas han quedado huellas de ella. Sin embargo, en aquellos países en los que se libraron dos guerras mundiales, es habitual encontrar, en medio del tejido urbano pertenecientes a siglos anteriores, enormes espacios vacios, donde las casas y la red de callejuelas que las unían han desaparecido por completo, sin dejar rastro, sin merecer ni siquiera una reconstrucción.

El testimonio de la inmensa destrucción que trae consigo las guerras modernas y del rigor, inimaginable para un español, con que fueron libradas antaño.

Reims no es una excepción. Durante la primera guerra mundial, aunque la ciudad permaneció en manos francesas, el frente se encontraba a unas cuantas decenas de kilómetros. Para ambos contendientes, la ciudad era un símbolo especial. En ella y en su catedral, se había procedido, desde tiempos medievales a coronar a los reyes de Francia. En cierta manera, la existencia de la catedral suponía la existencia de Francia, la certeza de que nunca sería derrotada.

Así que no extraño que la coronación en ella de delfín, en el siglo XV, supusiera una prueba de que Francia vencería a Inglaterra en la guerra de los cien años, como tampoco resulta sorprendente que, siglos más tarde, el alto mando imperial alemán decidierá el bombardeo de Reims, tomando como objetivo la catedral, para quebrar así la resistencia de los franceses.

Quien visita ahora Reims, se lleva la sorpresa de encontrar como la catedral se alza en un amplio espacio vacio, separada de las casas y las calles. Toda la zona circundante fue aplastada por el fuego de la artillería alemana y la misma catedral no se vio mejor librada. Sus techumbres se vinieron abajo, los obuses abrieron cráteres en el pavimento, y la torre norte se vino abajo, demolidos sus cimientos por los impactos.

Lo que queda ahora no es otra cosa que una reconstrucción del periodo de entreguerras. Una resurreción que no es más que un fantasma de lo que aquel edificio fue antaño

Otra de las víctimas fue su estatuaria, la obra de un genio desconocido del siglo XIII, mutilada en los casos en que hubo suerte, como en la fachada Oeste, reducida a polvo en las zonas más expuestas, como la fachada norte, visible directamente para los artilleros alemanes.


Por ello, el que visita Reims, debe recordar que la mayor parte de lo que ve no son más que reconstrucciones y que muchas de las estatuas han sido retiradas de la fachada, debido al estado, a la fragilidad, en que habían quedado. Afortunadamente, no han ido muy lejos, basta con acercarse al cercano museo diocesano, un lugar con dos grandes ventajas, una, estar a salvo de las hordas de turistas que pasean por el templo sin ver nada, otra, poder contemplar las estatuas a una distancia cercana y admirar sus detalles, en vez de tener que conformarse con adivinarlas suspendidas en la fachada, a una distancia de decenas de metros.


Es entonces cuando uno descubre la grandeza de los escultores de la catedral de Reims, grandeza que no estriba sólo en la calidad de su trabajo escultorico, sino en la originalidad de su programa.


En efecto, habría que esperar al renacimiento para encontrar unas estatuas tan corpóreas y tan sensuales como éstas, tan ricas en pequeños detalles, tan atentas al gesto, la postura, la actitud que las define. Unas formas de las que podría decirse que no difieren en casi nada del espectador que las mira. Algo que parece sorprendente en ese tiempo y en ese contexto, pero que para cualquier conocedor, es el producto de una tradición lara, de casi un siglo antes, mediados del XII, y de una serie de intentos y fracasos, la culminación la larga serie de catedrales góticas que se alzan a apenas cien kilómetros de Paris y cuyo estilo se expandiría a todo Europa.


Pero como digo, esa audacia de la forma es vencida por la audacia del pensamiento, hasta convertirse en una excepción que no volverá a verse hasta principios del siglo XX.


Estamos aconstumbrados a otra iconografía de Eva, la de lamujer que extiende la mano hacia la manzana, mientras Adan que la contempla, observados ambos por la serpiente que ha urdido todo el plan. En esta ocasión, sin embargo, Eva tiene en su regazo a la serpiente, a la cual acuna y acaricia, mientras que con una sonrisa, parece ofrecérsela a Adán... el cual unos metros más allá, retrocede aterrado, pero también con cierto placer y deseo.


La obra de un misógino, claramente, alguien para quien la mujer es la fuente de todos los males, la perdición de los hombres. Pero, al mismo tiempo, una representación única en la cultura occidental del concepto de pecado, o mejor dicho de la mezcla de fascinación y horror, de deso y repulsión, que provoca su contemplación y el ser llamado a participar en él.


Lo que, podríamos decir, es la esencia de la seducción. La invitación que se rechaza, para al final sucumbir a ella.

martes, 17 de octubre de 2006

Sufrimiento

Sufrimiento.

Gente que cruza el mar buscando el paraíso que no existe, o mejor dicho, que migran de los circulos inferiores del infierno a aquellos superiores.

Los que, hoy mismo, vayan a morir, ser heridos, quedar invalidos de por vida, perder a sus familiares o a los que quieren, en cualquiera de los conflictos de este mundo.

Los que vayan a levantarse y no encuentren otra cosa que una vida de explotación y humillación, de dolor y sufrimiento... la obscuridad que sólo puede terminar la otra obscuridad, la eterna, la liberadora, la acogedora.

¿Cómo puedo comparar mi sufrimiento, si puedo darle ese nombre, si en verdad existe, con el suyo?

Pero no hace falta ser tan melodrámatico o tan demagogo.

Cada uno de estos sufrimientos, a pesar de verlo todos los días en la televisión, de leerlo en los papeles, me es ajeno, nos es ajeno, puesto que no convivimos con ellos.

No compartimos la misma realidad.

Habría que volver la vista hacia aquellos que tengamos cerca. Hacia las sombras que vemos pasar en el metro, recorrer las calles, viajar en los autobuses. Hacia los seres anónimos a los que nadie canta, a los que no nadie recuerda, en los que nadie piensa, porque su vida no es extraordinaria, ni extraña, ni memorable, ni sirve de ejemplo.

Los que su vida se pierde en un trabajo agotador y estéril, en un ocio no menos agotador y estéril, como hamsters encerrados en su molino, corriendo y corriendo sin llegar a ninguna parte, hasta que caigan muerto.

Los que languidecen encerrados en los asilos, perdido para siempre lo que fueron, olvidados de todos, aguardando una muerte que no llega, confundiendo el mero alargar la existencia con la compasión.

Los nunca llegarán a nada, por mucho que lo intenten. Los que ya no lo intentan y no son más que muertos en vida, sombras que recorren las ciudades.

Los que tuvieron sueños y nunca vieron como se convertían en realidad. Los que los consiguieron y descubrieron que ya no los querían, que nunca los habían querido. Los que despertaron un día y se reconocieron como extraños así mismos, a todo lo que eran, a todo lo que querían.

Los que nunca tuvieron sueños, porque así se lo enseñaron, porque en este mundo sólo hay que contar con hechos y cifras.

Los que tampoco tuvieron sueños, porque los de su tipo no tenían derecho a tenerlos, porque eso era de otros, los afortunados, los privilegiados, los otros, en definitiva.

¿Qué es mi sufrimiento entonces?

¿Qué derecho tiene uno a quejarse, cuando en realidad, no es otra cosa que un afortunado?

¿Cuándo en realidad, su único problema es el aburrimiento?

¿Por qué entonces, todos esos razonamientos y demostraciones no eliminan el dolor?

¿Por qué ni siquiera lo apaciguan?

viernes, 13 de octubre de 2006

Contradicciones

Si tras tantos años, ocurre que al final mi pensamiento puede resumirse en lo siguiente.

Dios no existe.
La revolución nunca llegará.
El amor no es más que una mentira.

pero al mismo tiempo ocurre que sigo siendo capaz de expresarme...

como un creyente
como un revolucionario
como un enamorado

¿acaso no me convierte lo anterior...

en un creyente,
en un revolucionario
en un enamorado?

O lo que es lo mismo, si el rasgo de un romántico es saber que éste no es tu tiempo, ni tampoco, por supuesto, tu mundo, y que tu tiempo tendría lugar, de ocurrir, en un presente o en un pasado inalcanzables, o en tierras y lugares a los que no se puede volver ni viajar....

...y el rasgo definitorio de un realista es tener la certeza de que esos lugares y esos tiempos no son más que paraísos artificiales creados a nuestra conveniencia, para darnos una excusa por la que vivier, y que nunca existieron, ni existirán, o dicho de otra manera, que no hay otro tiempo que éste en que se vive, ni otro lugar que aquel en que se habita....

...¿Qué o quién es aquel que encierra en sí, al mismo tiempo, ambas formas de pensamiento?

...o dicho de otra manera ¿Qué camino le queda?

¿El de la muerte?

miércoles, 11 de octubre de 2006

To live in the border

Abrazados cariñosamente, se besaban sin hartura
de modo que el tiempo se demoró mucho
y quedaron impregnados de copiosas lágrimas
sin que apenas pudieran separarse el uno del otro
y sin ningún respeto a la multitud de los allí reunidos,
pues el amor natural ignora la vergüenza
y eso lo saben todos los que han conocido el amor.


Digenes Akritas, siglo X, Bizancio



El pasado no importa.


Ellos, los muertos, nunca llegaron a enterarse de en que consistía la vida, en que estriba el amor, que era lo valioso en el arte.


Sólo nosotros, los que vivimos ahora, en este preciso momento, lo sabemos. Sólo nosotros, sólo entre nosotros, ha llegado a desvelarse el secreto, ese secreto que, generación tras generación buscaron sin que su ceguera, sus prejuicios, sus vicios y sus pasiones, sus preferencias y sus odios, le permitiesen darse de cuenta de que estaba al lado de ellos mismo.


Es ahora, en este momento, en este mundo, cuando al fin va a poder construirse el paraíso.


Así piensan todas las generaciones. Ninguna escapa a esa regla. Por un instante, se creen los dueños del mundo, el centro de todo lo que les antecedió, el origen de todo lo que habrá de venir, para luego, pasado el tiempo antes de poder darse cuenta, descubrir que otros han tomado su relevo y se han adueñado de su mundo, que el único papel que les queda es el de gruñones eternos, de molestiás perennes, ancladas en el recuerdo de un pasado que no existió más que en sus cabezas.


Un pasado tan imperfecto como el presente al que han sido desterrados, como el futuro que nunca verán.


Así pensé yo en el pasado. De la misma manera que todos lo que me precedieron, creí ser el centro del mundo, soñé ser la respuesta a todas las preguntas, creí vivir el inicio de una nueva época. Ahora, como todos, debería lamentar mi juventud perdida, dolerme por el paraíso al que nunca podré volver, acusar a la juventud de los mismos defectos que yo tenía a su edad, y que, a pesar de los disfraces, aún continúo teniendo.


Pero no puedo hacerlo. Mejor dicho, no quiero hacerlo.


Porque hacerlo sería caer en el error, levantar de nuevo la misma mentira. Pensar que en realidad fuimos distintos, que fuimos la generación especial, la destinada a no-se-sabe-que glorias que se marchitaron, cuando en realidad fuimos semejantes, iguales, indistinguibles, de aquellos que nos precedieron, de aquellos que nos seguiran, que lo único que era distinto eran las circunstancias, que en si éstas fueran distintas, nosotros también hubiéramos sido distintos, y que si éstas ahora mismo fueran iguales, la generación de ahora también sería igual.


Recordar también que la experiencia no se puede transmitir, que esa experiencia no es más que el recuento de una lista interminable de errores, de los cuales no podemos asegurar que no hubieran derivado en errores aún peores, de no haberse cometido.


Que, simplemente, toda persona tiene derecho a contruirse a sí misma, por sí sola. Que no hay otra manera.


O dicho de otra manera, porque si así lo creyera, sería incapaz de mirar al pasado, o de esperar hacia el futuro, sólo me quedaría encerrarme en la contemplación melancólica del pasado, condenarme a la consideración de que lo que sucede en este tiempo no ha sucedido antes en la historia, de que lo ahora sentimos, lo que ahora nos aqueja, lo que ahora tememos, nunca hubo quien lo sintiera en el pasado, ni habrá quien lo comparta en el futuro.


Quedarme, porque yo mismo me lo he negado, sin el placer de leer el Dígenis Akritas del siglo X, otro tiempo de culturas enfrentadas, casi las mismas que ahora, que no se entendían la una a la otra, que libraban guerras entre sí, que trazaban fronteras infranqueables delimitando las zonas pertenecientes a cada una de ellas... y donde, al mismo tiempo, esas fronteras, esas barreras, esos muros, no existían en la realidad, y las gentes las cruzaban una y otra vez, sin que nada, poder, leyes, autoridad, religión, pudieran impedir ese paso, figurando un día en un bando, mañana en el otro, descubriendo que lo peores enemigos puede ser que no sean los del otro lado, sino los que militan a tu lado.


Un mundo, en fin, donde el amor, su necesidad, eran tan urgentes, tan imperiosos, tan absolutos, como lo son ahora, aunque hayamos cambiado el nombre para seguir refeririéndonos a lo mismo.


...Y aún deseaba decir incluso cosas más semejantes
cuando vió que el joven se acercaba súbitamente,
invadida por un gran decaímiento se turbó
se le abrazó al cuello con las manos
y quedó colgada sin hablar, ni derramar lágrimas.
Asímismo el Emir, como un poseído
abrazó a la joven, la apretó contra el pecho,
y permanecieron unidos durante muchas horas.

martes, 10 de octubre de 2006

Escultura para perder en un bosque


Le surrealisme est un jeu.

Buñuel, L'age d'or


Hay artistas que se resisten a ser interpretados, una característica que, como ya dicho en otras ocasiones, suele molestar bastante a los defensores de un arte siempre comprometido, transmisor de ideas y consignas... ideas, consignas y urgencias del momento que con demasiada frecuencia se tornan anticuadas a los pocos años, basta pensar en el abismo que media entre lo que significaba ser de izquierdas a principios de los ochenta o lo que significa ser ahora... o dicho de otra manera, como ideas que en aquel entonces suponían ser de centro, centro, ahora, si hemos de creer a los agoreros que pueblan radios y tertulías, son ejemplo de radicalismo, revolución, subversión, etc, etc...

Pero yo iba a hablar de Hans Arp, de quien en estas fechas se celebra una restrospectiva en el Círculo de Bellas Artes Madrileño, y no de política... y es que al pensar en Arp he pensado asímismo en Klee, otro artista que suele atraer las iras de aquellos que necesitan ver una intención, una razón, un mensaje. Algo, en definitiva, que les de material con el cual poder escribir un artículo al día siguiente, trufado de referencias y alusiones, y que de paso sirva para demostrar al lector, cuán amplios, profundos e importantes son sus conocimientos.

Curiosos párrafos los dos anteriores. Podrían pensarse injustos, agrios, sin fundamento... si no fuera porque yo también era de aquellos que buscaban un algo en el arte, una indicación sobre el camino que debería seguir en la vida, y tómese ese concepto, el camino a seguir, en la acepción más amplia posible, esa de los tan afamados manuales de autoayuda, pero con una pátina de supuesta formalización y de supuesto ennoblecimiento, espejos en los que mirarse y reconocerse, para lo bueno y para lo malo, para progresar, para mejorar, para cambiar, para reformarse.

No es de extrañar que tanto Klee como Arp, supusieran un problema para mí, algo que no podía reducir a argumentos, a reflexiones, a silogismos y conclusiones, algo que, precisamente por su propia naturaleza de irreductible e irresoluble, me fascinaba, a pesar de repelerme....y quisiera llamar a mi cambio de opinión una revelación, pero sería mentir, porque no hubo en ello nada de repentino, de radical, de explosivo.

Simplemente darse cuenta de lo mucho de juego, de alegría, de diversión que había en ese movimiento que se llamo el Surrealismo (y sus muchos aledaños, porque si hay una definición escurridiza esa es el surrealismo). Un espíritu lúdico y desenfadado que explica porque la generación de la segunda guerra mundial, aquella del existencialismo, el teatro del absurdo, y el informalismo pictórico, se sintió radicalemente extraña a la generación surrealista. Simplemente porque sus predecesores nunca habían sido serios, ni habían querido serlo.

Una falta de seriedad, que para los jóvenes supervivientes de la guerra, aquellos que acusaban precisamente a ese desapego y ese desinterés de la catástrofe que había descencido sobre Europa, era el mayor de los pecados.

Y sin embargo, ese es el signo de Arp y de Klee, el jugar con el color y la línea uno, con la forma y el relieve el segundo, sin pretender en ningún momento mayores pretensiones o profundidades que las que surjan de la propia dinámica de ese juego, de las nuevas perspectivas que vayan surgiendo a medida que se dominan las reglas, modifcando estas para hacerlo nuev, renovado, fresco, y que no aburra.

Huyendo aí del cliché del artista torturado, preso de no-se-sabe-qué corrientes espirituales, el medium que ve espectros negados al resto de los asistentes a la sesión, para encontrar un artista en zapatillas, igual al resto de sus contemporaneos, maduro y reposado, que no busca enajenarse a su público, sino que éste participe con él, en el mismo juego al que él se ha entregado.

O como decía en el título de esta entrada. Crear como Arp, una esculta de tan poco valor, de tan poca importancia, que sólo sirva para perderla en el bosque...

...pero que por eso mismo es preciosa.... más preciosa que las telas sin significado colgadas en las paredes de los museos.

sábado, 16 de septiembre de 2006

...So simple, so beautiful...

Gilgamesh ¿Por qué vagas de un lado para otro?
La vida que persigues no la encontrarás jamás.
Cuando los dioses crearon la humanidad,
asignaron la muerte para la humanidad,
pero ellos guardaron entre sus manos la Vida.
En cuanto a ti Gilgamesh, llena tu vientre,
haz fiesta cada día,
danza y canta día y noche,
que tus vestidos sean inmaculados,
lávate la cabeza, báñate,
atiende al niño que te toma de la mano,
deleita a tu mujer, abrazada contra ti,
Ésa es la única perspectiva de la humanidad.

Cantar de Gilgamesh

...que otros busquen dioses ante los que arrodillarse, por los cuales estén deseando entregarse al martirio, en cuya defensa estén dispuestos a exterminar a aquellos que los ofendan con sólo el pensamiento....

...que otros busquen la gloria y dediquen toda su vida a ella, que no vean otra cosa que la senda que les lleva a las alturas, que ansíen estar por encima de los demás, hasta que a sus ojos no sean más que hormigas, idénticas y por ello perfectamente prescindibles....

...que a mí me basta con esto... pero ¡Ay! que ni eso me será concedido.

jueves, 14 de septiembre de 2006

... Y en el principio fue el verbo....

...él sació con ella su codicia amorosa,
Durante seis y siete noches, Enkidu, excitado, cohabitó con Shamjat
Después de que hubo saciado su voluptuosidad
volvió su mirada en busca de su manada
pero al ver a Enkidu las gacelas huyeron
la manada de la estepa se alejó de su cuerpo
Enkidu había perdido su fuerzas, su cuerpo estaba flojo
sus rodillas quedaban inmóviles, al tiempo que huía su manada
Enkidu estaba débil, no podía correr como antes
pero había desarrollado su saber, su inteligencia estaba despierta.
El vino a sentarse a los pies de la hierádula
y se puso a contemplar el rostro de Shamjat
ahora comprendían sus oídos lo que le decía la hieródula...


Cantar de Gilgamesh, Tablilla I


...y así ocurrió que la literatura nació ya perfecta y casi, casi, agotó todos sus temas, sus ambiciones, sus posibilidades, en el mismo acto de su nacimiento...

domingo, 10 de septiembre de 2006

Children of Revolution

Honda recordó como había insistido en que, les gustase o no, cien años más tarde Kiyoaki y él figurarían incluidos en el sentir de la época, mezclados con aquellos por los que no tenían ningun respeto, clasificados a su lado basandose en unas frágiles similitudes.

Mishima Yukio, Caballos desbocados

Hay que generaciones que tienen suerte. Generaciones que se convertirán en el símbolo de un siglo. Generaciones cuyo brillo apagará al resto y cuya fama las reducirá al olvido más completo.

Así ocurrió con la generación de los años 60 del siglo XX.

Si creemos al mito, ellos transformaron el mundo, cambiaron su faz, triunfaron sobre todo lo que era viejo y antiguo. Antes que ellos, no hubo nada por lo que luchar, después de ellos, no hubo nadie que luchase. Sus ideas fueron las únicas que merecieran la pena, ellos, los únicos creadores.

Yo no pertenecí a esa generación. Yo formé parte de la generación posterior, aquella de los 80. La compuesta por los hijos de la revolución, esa supuesta revolucion gestada y alumbrada por los jóvenes que se convirtieron en nuestros padres.

Y como todos los jóvenes, nos rebelamos contra nuestros padres.

No nos faltaban razones. Sabíamos de su mentira. Hablaban de política, de ideas, de compromiso, de revolución, pero aquello no eran más que palabras vacías, excusas para justificar como se habían enriquecido, como habían codiciado el poder, como habían vendido todo, y a todos, por obtenerlo.

Como se ha repetido tantas veces, aunque nadie quiera aceptarlo, el 68 se acabó cuando a los estudiantes les dieron las vacaciones y se fueron a la playa. A follar, que es lo que sólo piensan los jóvenes de todos los tiempos, mientras que los sistemas políticos, las estructuras económicas, permanecían inamovibles, reclutando, a medida que pasaba el tiempo, a los mismos que habían sido sus enemigos.

Así que nos rebelamos. Mientras ellos pretextaban excusas, grandes ideales tras los que ocultar su vacío, su mentira, nosotros hacíamos lo mismo, pero sin buscar ninguna excusa. El mundo había sido creado para nosotros, para que lo disfrutásemos, sólo había que alargar la mano, sin que fuera preciso ningún esfuerzo.

Así que nos acusaban de falta de seriedad, de ausencia de ideales, de materialismo y hedonismo... y nosotros nos reíamos de ellos, les mostrábamos como eran ellos los traídores, los que habían vendido todo por la tranquilidad, por la seguridad, por un sueldo, por un piso, por vacaciones pagadas todos los años, por ver los seriales de la tele todas las noches.

Sobre todo, disfrutando con el dolor que producía, como eran ellos mismos los que nos habían educado en los ideales contrarios a los que proclamaban, como eran ellos mismos los responsables de su propia derrota, como seríamos nosotros quienes habríamos de sucederles y substituirles.

Nosotros, su mayor fracaso.

Y sin embargo, perdimos. No pudimos ganar. No podíamos ganar. Teníamos que habernos dado cuenta.

Como nuestros padres, nosotros tampoco teníamos objetivos, por tanto no conseguimos ninguno.

Como nuestros padres, nosotros también envejecimos. La generación que va a substituirnos, la de ahora mismo, primeros años del siglo XX, siente hacia nosotros lo mismo que nosotros sentíamos hacia nuestros padres, desprecio hacia nuestra comodidad, asco ante las renuncias que hemos tolerado, despecho ante nuestros olvidos, burla por nuestro falso pudor ante sus excesos.

Por todo ello, nadie va a cantar nuestras glorias, por que no existieron, ni nuestras miserias, por que no las hubo.

Sólo se dirá de nosotros que nos gustaba Mecano, como proclama la publicidad de cierto musical de moda, y que U2 era el símbolo de nuestra juventud, y sus canciones, nuestros himnos.

Aunque yo odiase profundamente a unos y los otros fueran, para mí y para mis amigos del colegio, "un grupo de pijos que gustaba a los pijos".

El tiempo ha decidido por nosotros. El tiempo nos ha arrojado a todos, amigos y enemigos, en la misma fosa.

miércoles, 6 de septiembre de 2006

Paradise on Earth (y 3)

A mi no me interesa, como no le interesa a ninguna persona culta, quien haya dicho "A". Lo que me interesa es ampliar y utilizar esa "A" hasta el final, hasta que sea posible decir "B"

Alexander Rodchenko, 1928

Leía estas palabras, escritas por Rodchenko, pintor, fotográfo y teórico, y pensaba en como son totalmente ajenas a nuestras "certezas" de ahora mismo.

En este ambiente cultural en el que vivimos, la originalidad de la obra de arte es un tabú, y como todos los tabús, aquel que lo transgrede merece todos los castigos inimaginables, entre ellos el del expulsión del grupo y el del olvido de su nombre. Resulta gracioso, por utilizar alguna palabra suave, la obsesión que algunas personas presentan por buscar cualquier señal de plagio o copia, o las eternas discusiones, sin resultado alguno, para determinar si las coincidencias, las similitudes son producto del homenaje, lo cual parece honroso, o de la copia descarada, lo cual solo merece el desprecio.

Casi da la impresión de un tribunal de la inquisición, colocado por encima de todas autoridad, sin tener que responder a nadie, y en posesión, él solo, de la auténtica doctrina. El ejercicio perfecto para aquellos incapaces de crear y de creer.

Sin embargo, siempre he pensado que esto no es más que una perversión de nuestra sociedad capitalista. En un mundo en que todo es mercancia, especialmente el objeto de arte utilizado como entretenimiento, es primordial dar una imagen de marca, algo que sea fácilmente reconocible y al mismo tiempo diferente del resto, con la intención de que el cliente, el espectador, no tenga opción a equivocarse y compre el del vecino, reduciendo nuestros ingresos.

Desde este punto de vista, resulta perfectamente comprensible esa obsesión nuestra por detectar el plagio, por evitar que alguien nos haga competencia y nos quite el pan. Sin embargo, se olvida el efecto esterilizador que esta perversión tiene sobre el arte. Al prohibir la copia, cualquier copia, se está impidiendo la reutilización, la reescritura, la reinterpretación, lo que, en cierta manera, constituye una de las esencia del arte, de la vida, y del progreso humano. Ver lo que los demás hacen y hacerlo tú mejor, dar un paso adelante, descubrir nuevos horizontes.

De ahí la importancia de la frase de Rodchenko, un artista que negaba el plagio, más aún que reclamaba el plagio, o por decirlo así la fertilización mutua entre artistas, la compartición de ideas y logros, o por utilizar una fraseología más política, la colectivización y democratización del arte, convertirlo en un inmensa biblioteca, a la cual todos tuvieran acceso, cuyos contenidos, todos pudieran utilizar, puesto que lo que no se te había ocurrido a ti, se le ocurriría a otro, y eso te pondría en el buen camino, te mostraría la dirección que deberías tomar, te abriría las vías que considerabas cerradas.

Una explosión de creatividad por tanto, al contrario del arte/entretenimiento moderno, que para evitar la acusación de plagio, se refugia en formas amorfas, que no pueden ser asociadas a ningún artista en particular, y que se repiten una y otra vez sin ninguna vergüenza, con apenas unas mínimas variaciones, que se pretenden originalidad, frescura, renovación, todas esas palabras rimbombantes con las que se descubren a diario cientos de nulidades...

...pero que no son más que un estéril ejercicio de remover la mierda, a ver si huele mejor o peor.