martes, 14 de noviembre de 2006

La melancolía de las miradas (y 3): Bronzino

Hablaba, en entradas anteriores, de los lugares escondidos que existen en todas las ciudades y de como Florencia es especialmente rica en ellos.

Uno de estos lugares mágicos y secretos se halla a la vista de todos, en uno de los monumentos, junto con la galería de los Uffizzi, más visitados por los turistas. No es difícil encontrarlo, basta con entrar al Palazzo Vecchio y dirigirse a la sala de la signoria. El que la haya visitado, sabe que es una sala enorme y completamente vacía, fuera de alguna estatua. El lugar perfecto para que el turista despistado se encuentre aún más perdido, acelere el paso y se marche, sin saber muy bien porqué ha entrado allí, ni que es lo que venía a ver, a menos que le acompañe un guía, de eso que escupen dato tras dato, con los que poder luego irse satisfecho a la cama, seguro de haber aumentado la cultura de uno, aunque luego se hayan olvidado completamente a la mañana siguiente.

Yo estuve también casi a punto de perderme en esa sala enorme y vacía. Sabía que lo buscaba estaba allí, pero no lograba localizarlo, hasta que ví, en una esquina, unos escalones de madera, que llevaban a una puerta pequeña de madera, una puerta por la que parecía imposible que pasase una persona.

Era la puerta de la capilla de los Medici, decorada por entero con pinturas de Bronzino. Una aparente decepción, simplemente porque no se permite entrar en ella para admirar los frescos, ya que sería extremadamente fácil dañarlos, mientras que el ángulo de visión te impide apreciar aquellos más cercanos, y los más lejanos están demasiado apartados para poder gozar de los detalles.

Un reciento que, de forma paradójica, no se puede disfrutar estando allí presente, sino sólo en reproducción, en la habitación del hotel, donde realmente se puede apreciar el arte de Bronzino, esa delicadeza en tratar los cuerpos, los vestidos y las facciones, esa doble perfección que alcanza en sus mejores obras, la de convertir líneas y colores en objetos reales que están ante uno, casi como si se pudieran tocar, y al mismo tiempo trazar y pintar paisajes, objetos, cuerpos de belleza casi ideal, que no pertenece a este mundo, que jamás podrás encontrar en las calles de la ciudades... y hacer todo esto, este prodigio de materialidad y carnalidad en el contexto de la pintura religiosa más ortodoxa, sin que esto pueda merecer ninguna censura, si no es por parte de las mentes más obstusas.

Desgraciadamente, no he podido encontrar un ejemplo de esa capilla, así que no he podido por menos que pegar aquí mismo el que quizás sea su cuadro más famoso, salvando sus retratos.

Se hablado tanto, y tan bien sobre este cuadro, que casi podría dejar esta entrada aquí mismo, admiter que no tengo más que decir y dejarla inconclusa, como si fuera una invitación a buscar más cuadros de Bronzino, pero dejarla así, dado los tiempos que corren, sería señalar implicitamente uno sólo de los aspectos del problema.

O dicho de otra manera, algo que hace grande a esta pintura, aparte de su técnica y ejecución, es que niega y afirma el mismo tema que presenta. Es decir, que lo que, en apariencia, es un apoteosis del amor humano, en sus aspectos más carnales y eróticos, es al mismo tiempo una negación del mismo, sin que ninguna de estas interpretaciones pueda imponerse sobre otra.

Simplemente porque el acto de amor que se nos describe con tanta franqueza, no es otro que un incesto entre madre e hijo, teñido asimismo por el engaño, pusto que Venus se entrega a Cupido para que este no consiga el objeto que buscaba.

Un acto de amor que se nos recuerda pasajero y efímero, terminado y consumido antes de tener tiempo para darse cuenta, como muestra Cronos rasgando el velo con el que se intenta preservar a los amantos. Unas relaciones, unos encuentros, que son al mismo dulces y cargados de veneno, como muestra el personaje femenino tras Venus, portando en sendas manos, un panal y un escorpión... y mostrando también que todo era una mentira, se construyo sobre mentiras y terminará en mentiras, ya que su mano izquierda esta en su brazo derecho y la mano derecha en el brazo izquierdo.

Un acto de amor que terminará finalmente en la desperación, por ver el objeto amado en brazos de otro, y en la desesperación, por haberlo perdido para siempre, como muestra el personaje que aúlla tras Cupido.

Y al mismo tiempo, a pesar de haber destruido cualquier concepción romántica del amor, esas ilusiones de sinceridad, permanencia, eternidad y unión, una vigorosa exaltación del mismo, como momento único para el que está destinada toda nuestra vida y sin el cual, nadie puede afirmar que ha vivido realmente.

Unos temas, unos pensamientos que son una constante en todo el tardorenacimiento y primer barroco, ese tiempo entre el primer brote de las guerras religiosas y el quasi apocalipsis de la guerra de los 30 años, esa época de cortes refinadas, entregadas a la exaltación del amor cortes y los goces terrenales, y de religión/policía política, entregada a la búsqueda y el exterminio físico del enemigo político, fuera protestante o contrareforma, y de la eliminación toda posible idea sospechosa que pudiera quebrar la unidad del bloque al que se pertenece.

El breve tiempo entre dos catástrofes, donde se sabe que todo es efímero y pasajero, y que, por tanto, hay que disfrutarlo ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.

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