lunes, 29 de julio de 2019

Caleidoscopios históricos (III)

- Un pueblo arrasa otro y el arrasado te arrasa a los dos años y si queda alguien lo vende como esclavo. Y si el rey quiere enterarse se queda a la luna de Valencia, que allí no son cristianos. Alfonso V hizo ejecutar en su misma silla al juez municipal. Los fueros y la libertad, capitán, con eso hace usted lo que quiera del pieblo. Lo mismo da que sean cristianos que moros. ¿No murió el muy católico Pedro II defendiendo a los albigenses? Los moros se quedaron cultivando la tierra cuando llegaron los reconquistadores: que aquello se parecía a todas las invasiones, la única gloria: la espada, el desprecio del trabajo y el apoderarse de las tierras con los siervos incluidos. Tanto montaba que fueran moros en el campo o judíos en las ciudades, o cristiano. Cuenta el número, que los invasores siempre entran a caballo. Pero la sangre queda, capitán. Todos hemos sido, por lo menos, mozárabes. ¿Cuántos cristianos se establecieron siguiendo los ejércitos de la reconquista? No lo sabe nadie, capitán. La demografía es una ciencia obscura. Las invasiones se parecen más a las modas que a otras cosas; no es cuestión de número, sino de que cuajen. Los invasores son siempre menos de los que dicen. La cantidad da tono, capitán. ¡Tanta sangre africana! Ya sé que corre por debajo la ibera, pero ¿quién sabe lo que es eso? Y la celta, la romana, la judía, la francesa. Tantas sangres que no nos dejan vivir. Sangre junta y dispar; de ahí el vivir muriendo y otras quisicosas literarias. Finisterre, capitán: del Asia y del África. Tanta agonía por no poder ir más allá, cercados de mar. ¿Quién había de dar el salto a América sino nosotros? Sucede que todo ha ido hundiéndose. Nos quedan sirtes y algún arrecife: las piedras y la espuma de los libros. El gran olvido de la mar y los toros paciendo por las marismas, Tartesos. Y luego la fuerza de los tranquilos. Cuando el agua está clara se puede leer en el fondo, «En tiempo de los moros...», ¿Usted cree que la guerra de Marruecos era impopular por guerra? No, capitán.

-  ¿Por qué no los dejamos en paz? ¿Qué mal nos han hecho?

- Lo que usted quiera, capitán, pero en el fondo: la solidaridad de la sangre. Y si no, ¡predique usted una guerra contra los franceses! ¡Verá usted la diferencia!

Max Aub, Campo de sangre.

En la entrada anterior, les  comentaba como en Campo abierto Aub había introducido dos personajes, los jóvenes amantes Vicente Dalmases y Asunción Meliá, que sirven al lector de hilo de Ariadna en medio del laberinto de la contienda civil. Se me olvidó señalar que no eran los únicos. En esa novela, también se incluía un grupo de amigos que van a enhebrar el relato y que en esta tercera parte, Campo de Sangre, se van a erigir en protagonistas. Se trata del juez Rivadavia, el médico Templado, el intelectual Cuartero, el capitán comunista Fajardo y el tanquista Herrera. Todos hombres y derechos en el momento del estallido del conflicto, con un pasado a cuestas, más de un lastre y demasiadas derrotas, a quienes el desarrollo de la guerra va a ir carcomiendo sus convicciones, erosionando sus ilusiones. Convirtiendo en cínico a alguno de ellos, matando a otros, desengañando sin esperanza a los más.

viernes, 26 de julio de 2019

Caleidoscopios históricos (II)

El calorcillo tenue. ¿Hasta cuándo estaría metido allí? ¿No vendría una nube? La luna parecía ahuyentarlas. Un conejo. Era un conejo. Lo habían cazado como un conejo. Y ese joven, a su lado, muerto. Seguramente había muerto el día anterior. ¿Dónde estaría su alma? El cielo, el purgatorio, el infierno. ¿Creía de verdad en todo eso? El padre Rigoberto le había absuelto. Además, había comulgado el día anterior,  en Segovia. Si moría, podía ir al cielo, cuando mucho al purgatorio. En cambio, el alma del Maño debía estar en el infierno. Sabía que no. Procuró huir de esa idea y concentrarse en el muerto que tenía al lado. ¿Cuántos años tendría? ¿Veinte? ¿Veinticinco? ¿Andaluz, gallego? Decidió que era bilbaíno, por la boina. Había muerto en defensa del orden y de la religión. De pronto, le asaltó una duda: ¿y si fuese un rojo?

Se sintió desgraciado, miserable, pequeño. Iba a morir, y no le importaba. Entonces, ¿por qué tenía miedo? Iría al cielo. No, no iría al cielo, ni al infierno, ni a ninguna parte. Moriría, y no habría más. Se quedaría como ése, hediendo. Y llovería, y nevaría, y se desharía. Y no había más. Por eso tenía miedo. Veía su mano, enorme, apretando el gatillo para que salieran en trozos los sesos del Maño, la luz redonda de la linterna, súbitamente apagada. El traquido y, luego, nada. Ahora, por lo menos, las balas silbaban. No, hacía rato que ya nadie disparaba. La luna sola, allí arriba, y, a lo lejos, holanda, tenues nubes. El silencio. La tierra, los pedruscos, que le dolían. Se atrevió a moverse un poco. Una guija desprendida le atenazó de pavor. Se quedó encogido, las manos agarrotadas al fusil. «Con el alma en un hilo». Un hilo de sangre. «No le quedaba una gota de sangre en el cuerpo». Se ciscaba de miedo. No pudo más, y, convulsivamente, se bajó los pantalones. Así le agarraron prisionero.

Max Aub. Campo abierto.

Como les comentaba en una entrada anterior, Campo cerrado, la primera novela del ciclo El  laberinto mágico de Max Aub, es al mismo tiempo la más sencilla y la más difícil. Sencilla, por centrarse en la peripecia vital de un único personaje, desde su pueblo natal en el Maestrazgo hasta la Barcelona del 19 de Julio de 1936; difícil, por la riqueza de su lenguaje, rebosante de todo tipo de localismos y arcaísmo, que pueden tornar algunos párrafos en ininteligibles. Destaca también por mostrar qué afilada, resbaladiza e invisible era la divisoria que separaba a los futuros bandos en conflicto. No porque sus posturas no fueran ya opuestas e irreconcilables, sino porque un individuo cualquiera, en un contexto de ignorancia política, enfrentado a debates cuyos términos le quedaban muy por encima de su comprensión, podía acabar uniéndose y defendiendo a sus enemigos naturales. En concreto, pensar que quienes iban a librarle de la miseria y la explotación que le aplastaba eran aquéllos mismos que sólo pretendían tornarla permanente, utilizándole para ello como carne de cañón. Contexto político del pasado, por cierto, de cercanía inquietante a nuestro hoy, cuando amplios sectores desprotegidos, o en vías de serlo, votan a partidos próximos a posturas fascistas.

Ambigüedad política en su personaje central que no quiere decir que Aub lo sea también, mucho menos ingenuo, sino que sirve para separar su obra de la novela de tesis y de tantos maniqueísmos literarios, ya sean pasados, como el Realismo socialista  plagado de abnegados líderes del proletariado, como presentes, ese neopuritanismo politicamente correcto que ensalza el final feliz y la bondad natural de sus personajes. Los personajes de Aub, como el  Rafael López Serrador de Campo cerrado, son demasiadas veces corchos arrastrados por la corriente, cuyo posicionamiento moral depende de la casualidad y las circunstancias en que se encuentren. Dependiendo de como les vengan dadas, una misma persona podría convertirse en un héroe o un traidor, o más sencillamente, sin tanto dramatismo, no pasar de ser alguien mediocre, cuyo destino lo decida el azar, mientras que su consideración y juico final depende de otros.

viernes, 19 de julio de 2019

Caleidoscopios históricos (I)

- Honra de muchos y respeto de todos. ¿Te gusta? Te lo regalo como definición del socialismo. Los anarquistas se satisfacen con la mitad: respeto de todos. La honra... Vosotros, y ves si os concedo - ,e paso de honrado -, os batiréis siempre por el honor, que es gloria y reputación, brillo y anaquelería, por la presentación y el escaparate, por la vista y el qué dirán. El honor no es una cualidad moral, es una apariencia, un signo exterior, un realidad palpable, una cosa que se toca y se cotiza, que hasta es cuestión de palabras, de partículas, de dineros, de deudas. Honor para unos y ceguera para todos. También te lo regalo como definición de lo vuestro; ya no es «de», sino «para»; no es «de adentro», sino «para afuera». Tanto monta para vosotros el ser humano; cuenta su caparazón; no os importa el talle, sino la cotilla, la vista. No niego que es muy español. Aquí nadie se asombra de pagar con su vida las apariencias. Teatro. Os vale el boato; en lo cristiano, las sobrepellices, las casullas, las ataujías. Ya sé que es hermoso morir por una palabra... Heroico, pero no honrado. Igual confundís púdico con pudiente.
- ¿Algo más?
. Sí.  Y como siempre, los idealistas nosotros; nos costará la ida, pero no escarmentamos; nosotros honrados que honrados - y deshonrados por vosotros -. Hasta que llegue el día...

Max Aub, Campo Cerrado

Se habla de la novela picaresca como un género literario característico de España, pero quizás habría que añadir otro que se podría llamar meditación o rememoración histórica. Sin confundirla con novela histórica, en el sentido habitual del término, tan cargado de consideraciones negativas. Demasiadas novelas de ese otro género, tan común en nuestros días, tienen bien poco de historia, siendo más bien excusas para liberarse del rigor del realismo novelístico estricto, de manera que se pueda narrar al antojo de la fantasía del autor, sin que nadie les venga a pedirles cuentas. Fuera, claro está,  de cuatro eruditos picajosos, especializados en esa época, a los que nadie hace mucho caso y cuyos reparos tienen más de rabieta.

Un ejemplo, en otras literaturas, de ese subgénero de la rememoración/meditación histórica sería  Guerra y Paz de León Tólstoi. La distancia que separa los acontecimientos novelados de los reales, la invasión napoleónica de Rusia, es demasiado corta, unos cuarenta años, como para producir una cisura real entre el novelista y el pasado. Lo que narra, aunque pueda parecer extraño para nuestra sociedad desmemoriada, pertenece a su presente, ya que le ha sido transmitido a través de padres y abuelos. Los sentimientos de sus mayores en ese tiempo, sus temores, aspiraciones, vacilaciones y dilemas, han sido escuchados de primera mano, en incontables reuniones familiares. Una experiencia que cualquier español crecido en los setenta reconoce como propia, puesto que la guerra civil de cuatro décadas antes, era una realidad palpable para él. Objeto de orgullo o de temor, de rencor o de exaltación, según el bando al que hubiesen pertenecido sus abuelos y los avatares que hubiesen atravesado.

Así, en la literatura española de los siglos XIX y XX, hay multitud de novelas que miran a ese pasado reciente, intentando desentrañar los hechos de los que no se fue testigo, pero cuyas repercusiones siguen pesando en las nuevas generaciones. Y no sólo en novelas aisladas, sino constituyéndose en titanovelas, que dicen en ciertos blogs, como el Herrumbrosas lanzas de Benet, incluso en ciclos completos que buscan recrear toda una época, en su inagotable variedad y complejidad, como los Episodios nacionales de Galdós o el Ruedo Ibérico de Vallé Inclán, que les he estado comentando en entradas anteriores.

O El laberinto mágico de Max Aub.

martes, 16 de julio de 2019

El pasado y el presente, la misma cosa (III)

- Una revolución no es una bullanga romántica, ni un cadalso. ¿Qué fruto promete al pueblo español el castigo de su Reína? ¿Le concede libertades? ¿Establece el reinado de la justicia? Vuestra Capeta, ajusticiada, es un episodio para figuras de cera. Carlos Estuardo, Luis Capeto, María Antonienta, una cabeza más, las cabezas de todos los tiranos no son un concepto revolucionario ni una filosofía política. Las nuevas revoluciones no son contra los reyes, sino contra la burguesía. Una revolución es como el soplo del espíritu eterno, que no destruye y no suprime sino por ser fuente de toda vida. La pasión de la destrucción es una pasión creadora. Urge educar al pueblo, imbuirle el sentimiento de la dignidad humana. 
Enrojeció Salvoechea.
- ¡Para que no grite vivan las cadenas!

Ramón María del Valle Inclán, Baza de espadas.

Es difícil adivinar como habría quedado el ciclo completo de El Ruedo Ibérico. Por lo que se sabe, Valle Inclán planeaba narrar entero el sexenio revolucionario (1868-1876), pero sólo llegó a culminar tres novelas y un par de narraciones secundarias, que llegaban hasta el estallido de la revolución de Septiembre y la batalla de Alcolea. En tres novelas para condensar seis meses de 1868, mientras que seis años enteros tenían que ser embutidos en sendas nuevas entregas. Quizás habría terminado siguiendo el camino de su odiado Galdos, quien en la sexta y última serie de los episodios nacionales, derivó a una forma quasi experimental, en la que la realidad histórica se diluía en extrañas alegorías. Con Clío, la musa de la historia, vagabundeando por la península ibérica, por encima y por debajo de su superficie

No llegaremos a saberlo nunca, incluso cabe la posibilidad de que Vallé hubiese abandonado el empeño. La última entrega, Baza de espadas, se publicó en 1932, y ella misma quedo inconclusa, sin que el escritor intentase abordar su continuación - fuera de esos fragmentos dispersos que mencionaba - en los cuatro años que le quedaban de vida. Lo que sí sabemos es que la visión amarga, desengañada y vitriólica con la que Valle contemplaba la historia reciente española se mantenía incólume. Como ya se apuntaba en la novela precedente, los espadones y almirantes implicados en la confabulación antiborbónica marchaban hacía la revuelta a regañadientes, arrastrando los pies. Nada les repugnaba más que tratar con la chusma revolucionaria, de apoyo indispensable para el triunfo del pronunciamiento, pero a la que hubieran preferido dispersar de una fusilada. Por el contrario, cualquier guiño por parte de la corona y la camarilla les habría devuelto al redil como por ensalmo. Bien satisfechos y contentos.

lunes, 15 de julio de 2019

Un pero y varios reencuentros

La callejuela, Vermeer

Antes de nada, les señalo el gran pero que tengo a la exposición Velázquez, Rembrandt, Veermer, Miradas Afines, abierta en el museo de El Prado. Su tesis pretende subrayar las semejanzas entre la escuela holandesa y la española, pero me parece un ejercicio forzado, que oscila entre lo obvio y el malabarismo, para acabar pareciendo más una excusa que cualquier otra cosa. Disculpable por traernos un buen puñado de Hals, Rembrandt y Vermeer, entre otros muchos nombres notables, pero que no deja por ello de ser un pretexto para montar una exposición con ese plantel.

La existencia de concomitancias entre ambas escuelas pictóricas es algo archiconocido, evidente cualquier estudiante o aficionado, por poco conocimiento que tenga. La sombra de Caravaggio es alargada y prácticamente no hubo pintor barroco que no lidiase con el peso su herencia, fuera para adaptarlo a sus afinidades estéticas, fuera para superarlo en busca de nuevos horizontes pictóricos, fuera para rechazarlo por entero. Sin contar que la Roma del primer tercio del siglo XVII se convirtió en lugar de encuentro de artistas de todas las procedencias, cuyos hallazgos y polémicas fertilizarían y determinarían las diferentes escuelas nacionales. Figuras como la de Poussin, Claudio de Lorena o Ribera asumieron un carácter híbrido, formalmente adscritos a las historias de sus países de origen, pero incomprensibles fuera de su Roma o Nápoles de adopción.

miércoles, 10 de julio de 2019

El pasado y el presente, la misma cosa (II)

Solana del Maestre, famosa por sus mostos y mantenimientos, se halla sobre los confines de La Mancha con Sierra Morena. Antañazo, como rezan allí los viejos, estuvo vinculado a una encomienda de Alcántara: Hogañazo, las olivas, piaras y rebaños del término se reparten entre dos casas de nobleza antigua y un beato arrepentido, comprador de bienes eclesiásticos, en los días de Mendizábal. Solana del Maestre, en la llanura fulgurante y reseca, es un ancho villar de moros renegado, y sus fiestas, un alarde berebere. - Pólvora y hartazgo, vino y puñaladas. - En aquellas ferias, con los calores, las calles eran bocanas de lumbre, y un agobio del aire con polvo de trillas y moscas tabaneras. Los negros charros, los gitanos escuetos, el haldudo mujerío con vistosos pañuelos portugueses, adquirían en aquel ambiente una luminosidad agresiva. Entre acecinados pastores de zurrón y montera, trotaban piños de cabras, escandiendo el baladro de las esquilas con un hálito agreste. Iban las piaras tardas y gruñidoras en una tolva: Ringlas de mulos movían con desgarbo las cruces anqueras, y no faltaban trifulcas de arrieros al contorno de los ornajos, por las rinconadas de paradores y mesones. Los vastos zaguanes rebosaban de gente aquel año subversivo de 1868. El cartel de ferias, bronco de rojos y gualdas, anunciaba veintitrés vaquillas de capea y cuatro novillos de muerte.

Ramón María del Valle Inclán, Viva mi dueño.

En la entrada anterior, les comentaba mi desacuerdo con la clasificación de Valle Inclán como uno de los integrantes de la generación del 98. Poco hay en él de la idolización de una Castilla austera y ascética, tan propia de un Unamuno o un Azorín.  Casi nada del uso natural del lenguaje, libre de refinamientos y florituras, casi oído en la calle, de un Machado o un Baroja. El estilo de Valle Inclán siguió siempre anclado en un preciosismo modernista, cercano al arte por el arte, esa manera poética de Rubén Dario - y de simbolistas y parnasianos franceses - en que el poema deviene joya tallada con primor, valioso en sí mismo, sin conexión con una realidad a la que vuelve la espalda.

Sin embargo, Valle Inclán supo darle la vuelta a ese esmaltado lingüistico para convertirlo en una arma con la que atacar y demoler un orden, político y estético, al que aborrecía: el de la restauración borbónica de 1875. Su conocimiento del lenguaje, de sus muchos registros y variedades locales, es tan preciso que le permite acertar con el nombre exacto, calificándolo luego con el adjetivo justo, para lo que describe o narra. El resultado es una concisión narrativa de rara intensidad y precisión, que le hermana con un escritor, como Baroja, que está en sus antípodas estéticas. Ambos son capaces de describir un lugar en un párrafo, caracterizar a un personaje en un par de réplicas, narrar un incidente entero en dos páginas escasas. Sus novelas, por tanto, marchan a una cadencia vivísima, saltando de un episodio a otro, con el lector siempre a punto de perder el resuello.

martes, 2 de julio de 2019

El pasado y el presente, la misma cosa (I)

¡Unos hartazgo, y otros tan poco, que una vuelta de las nubes basta a dejarlo sin pan y sin techo! ¡Si es más que justicia rebajarle a los ricos sus caudales! ¡Tanto vituperio sobre los caballistas, y callar la boca para el mal ejemplo del que corrompe su hacienda en el bateo de vino, baraja y mujeres! ¿Y esto no es más escarnio que tentarle las onzas a un malvado usurero que las tiene enterradas?  No les faltaba razón a los compadres cuando decían que las leyes las sacan los ricos, sin otra mira que sus prosperidades. El viejo pardo, por el hilo de sus cavilaciones y recelos, deducía el  monstruo de una revolución social. En aquella hora española, el pueblo labraba ese concepto, desde los latifundios alcarreños a la Sierra Penibética.

Ramón María del Valle Inclán, La corte de los milagros

No les voy a ocultar mi profunda admiración por Valle Inclán, cuya figura me parece que se agiganta a medida que pasa el tiempo. Entre los muchos escritores que forman esa generación que se dio en llamar del 98 - adscripciciones que me parecen forzadas y ....... - él me parece el más internacional de todos. No en el sentido de que sea el que mejor se puede vender a sensibilidades extrañas - como ocurre con García Lorca - sino por ser el que mejor conectó con lo que se estaba cocinando en la vanguardia europea de primeros del siglo XX. 

Sus esperpentos teatrales, por ejemplo, resisten la comparación con el distanciamiento Brechtiano e incluso adelantan ciertos dejes del futuro teatro del absurdo. Esa modernidad, en sintonía con Europa, le convierte en una excepción dentro del teatro español, incluso hasta mediados del siglo XX, Singularidad que se ha mantenido hasta el presente, cuando sus obras, a pesar de la dificultad lingüística que puedan suponer, son de una actualidad pasmosa. En gran medida, porque las divisiones, trincheras y bandos de tiempos de Alfonso XIII, ésas que llevaron al desgarro de la Guerra Civil, han vuelto a revivir como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto. Efecto zombie del que tiene la culpa la cisura histórica del franquismo, pesadilla de la que no acabamos de despertar, mucho menos olvidar.