domingo, 28 de junio de 2020

Guerra contra la ciencia/Estamos bien jodidos (y XIV)

Our social "scientists" have from the beginning been less tender of conscience, or less rigorous in their views of science, or perhaps  just more confused about the questions their procedures can answer and which cannot. In any case, they have not been squeamish about imputing to their "discoveries" and the rigor of their procedures the power to direct us in how we ought rightly to behave. This is why social "scientist" are so often to be found on our television screens, and on our best-seller lists, and in the self-help of airport bookstands: not because they can tell us how some humans sometimes behave but because they purport to tell us how we should; not because  they speak to us as a fellow humans who have lived longer, or experienced more of human suffering, or thought more deeply or reasoned more carefully about some set of problems but because the consent to maintain the illusion that it is their data, their procedures, their science, and not themselves, that speak. We welcome them gladly, and the claim explicitly made or implied, because we need so desperately to find some source outside the frail and shaky judgements of mortals like ourselves to authorize our moral decisions and behaviour. And outside the moral authority of brute force, which can scarcely be called moral, we seem to have little left but the authority of procedures.

Neil Postman, Technopoly

Desde un principio, nuestros "científicos" sociales han prestado poco oído a sus conciencias, han sido poco rigurosos en su práctica científica o se han mostrado confusos sobre las preguntas que sus procedimientos podían o no responder. En cualquier caso, no han tenido remilgos a la hora de atribuir a sus "descubrimientos", además de al rigor de sus estudios, el poder para guiarnos hacia la manera justa de comportarnos. Es por ello que los "científicos" sociales aparecen con tanta frecuencia en la televisión, las listas de éxitos literarios o las librerías de los aeropuertos: no porque nos cuenten como se comportan los seres humanos en ciertas situaciones, sino porque se proponen decirnos cómo debemos comportarnos; no por que se dirijan a nosotros como iguales que han vivido más, experimentado en mayor medida el sufrimiento humano o meditado con mayor profundidad sobre un conjunto de problemas, sino porque buscan que aceptemos que son los datos, el método científico y los procedimientos de estudio los que nos hablan, no ellos mismos. Los recibimos con gusto, a ellos y a sus hipótesis, ya sean implícitas o explícitas, por que necesitamos, con desesperación, encontrar un asider, para autorizar nuestra conducta y decisiones morales, fuera de nuestros razonamientos frágiles y vacilantes. Y fuera de la autoridad moral conferida por la fuerza bruta, que poco tiene de moral, no nos queda otra que la autoridad de los métodos.

Tras haber leído el magnífico ensayo Amusing ourselves to Death de Neil Postman, sobre como el debate ideológico se ha visto viciado por las herramientas tecnológicas que utilizamos para mantenerlo, me había quedado con ganas de leer más de este autor. Si un libro escrito en los ochenta, centrado sobre el medio televisivo, era de igual relevancia cuarenta años más tarde, en el reinado de las redes sociales, era de esperar que otros análisis suyos fueran igual de certeros. Mi elección fue Technopoly, que versa sobre un problema de especial interés para mí: la difícil coexistencia entre ciencia y humanidades. Desde el siglo XVII, la ciencia ha ido ocupando parcelas de conocimiento reservadas a la filosofía, hasta pretender incluso substituirla a finales del siglo XX. Se podría incluso apuntar que la respuesta de la filosofía frente a este ataque, que amenazaba con relegarla a un puesto de curiosidad histórica, ha sido el posmodernismo, escuela que busca minar los cimientos de su enemiga, mostrándola tan opinable, subjetiva y relativa, como la magia y la superstición.

Dada mi sólida formación científica, mi primera impresión sobre Technopoly fue de rechazo. El estudio de Postman parecía situarse del lado del acientifismo, en ocasiones incluso rozando una postura anticientífica. Para él, la ciencia estaba invadiendo todos los ámbitos sociales y culturales, presentándose como única fuente válida de conocimiento. Peor aún, erigiéndose como único medio de discernimiento entre lo que era justo e injusto, entre lo que debía ser prohibido y permitido, lo que debía protegerse y lo que debía extirparse, lo que debía promoverse y lo que debía permitirse. Sin admitir, además, la intervención humana, puesto que todas esas decisiones sobre nuestra estructura social y nuestro futuro como especie se delegaban en una tecnocracía impersonal e inhumana. No el antiguo gobierno de los expertos, frente a cuyo conocimiento el resto de la población no tiene criterio ni saber para rebatirlos, sino el de unas máquinas, los ordenadores o el big data, que legislarían sin que llegasemos a saber nunca cómo habían arribado a ese veredicto.

jueves, 25 de junio de 2020

Flaneurs

























































Al ver Model Shop (Estudio de modelos, 1969), de Jacques Demy, no podía quitarme de la cabeza el Once Upon a Time in Hollywood (Érase una vez en Hollywood, 2019) de Quentin Tarantino. Por supuesto, ambos directores pertenecen a geografías fílmicas por completo opuestas, pero en ambas películas los personajes vagan a lo largo y a lo ancho de la ciudad de los Ángeles, conduciendo sus coches sin destino. Asímismo, las dos películas versaban sobre el final de los años 60 en esa ciudad, aunque con miradas muy diferentes entre sí. La de Tarantino con una nostalgia distanciadora no exenta de venganza, la de Demy desde un presente compartido en el que se infiltraba un pesimismo elegíaco. El de quien se da cuenta que lo soñado jamás ocurrirá, que lo único que queda es apechugar con una realidad frustrante y paralizadora. La de unos setenta en que los que sólo quedaría la resaca de las fiestas de los sesenta.

 Esa amarga melancolía es muy propia de la filmografía de Demy, aunque se vio un tanto contradicha en Les demoiselles de Rochefort (Las señoritas de Rochefort, 1967) y Peau d'Âne (Piel de Asno, 1970) sus dos obras más luminosas. Entre ellas, se coloca este Model Shop, sin acabar de encajar por entero, como una piedra preciosa engastada en un collar que no es el suyo. En gran medida, Model Shop, es una mirada al pasado, a Lola (1960), con la que comparte protagonista, y La  Baie des Anges (La bahía de los ángeles, 1962), lo que puede haber contribuido a que haya quedado en la penumbra, ya desde el momento de su estreno, al dar la impresión de un retroceso en una evolución hasta entonces imparable.

Sin embargo, en mi opinión, la razón del olvido está en que la película no es una obra redonda. Sacado de su ambiente habitual, el de las ciudades de provincia francesa, Demy no acaba de aclimatarse al ambiente cosmopolita norteamericano, a pesar de su bien evidente fascinación por esos nuevos territorios. No sólo por la ciudad, que recorre con igual fruición que el protagonista de la cinta, sino por los ambientes hippies y contraculturales que la jalonaban en aquellos años locos. Las veces en que la película de Demy hace escala en esos entornos, éstos se muestran envarados, un tanto falsos, incapaces de transmitir la trepidación que debía sentirse al aventurarse en ellos.

¿Por qué es así? ¿Por qué una película cuyo enamoramiento por una ciudad es más que evidente fracasa en compartir esa misma pasión? El problema es que esos elementos exploratorios son, en su mayor parte, decorativos, tienen poco que ver con la peripecia central, la obsesión del protagonista por una mujer a la que encuentra de forma casual en una gasolinera. Esa historia, o al menos en el modo en que la plasma Demy, no tiene nada de estadounidense o californiano. Podría había ocurrido en cualquier otro sitio del mundo sin apenas cambios. Peor aún, donde habría tenido sentido es en la Francia que Demy había dejado atrás, escenario de tantos amores imposibles, que sólo se consuman en su pérdida.

Tampoco ayuda que, por aquel entonces, el estilo de Demy hubiera trascendido ya el realismo, tornándose cada vez más idealizado y etéreo, desligado de cualquier realidad presente. De ahí, surge una disonancia, entre la realidad de la California hippy de los 60 y la estilización de la historia de amora central, que Demy se muestra incapaz de resolver. Ambas, además, acaban por dañarse mutuamente. Si la partes "documentales" resultan faltas de vida, de autenticidad, la historia de amor no acaba de levantar el vuelo. No se deja arrastrar por esa locura arrebatadora que, en las películas anteriores, nos había hecho aceptar lo inverosímil, tragar con la cursilería más edulcorada.

El resultado, como les adelantaba, es una película que se queda a mitad de camino, sin llegar a lo mucho a lo que aspiraba. Lástima, porque podía haberse convertido en otro de los Demys inolvidables, en vez de quedar reducido a película que se ve por el prestigio de su director.

miércoles, 24 de junio de 2020

Parangones

Rodin, Retrato de la musa trágica
Antes de compartir mis impresión sobre la muestra Rodin-Giacometti de la Mapfre - ¡al fin pude verla!-, les confesaré que cualquier muestra sobre la escultura de Giacometti me parece problemática, llena de trampas en las que es muy fácil caer. Si no se tiene cuidado, puede quedar reducida a una sucesión de objetos indistinguibles, similar al muestrario de una tienda de recuerdos en alguna carretera perdida, ambas igual de aburridas y prescindibles. Así ocurrió, hace muchos años, con una muestra enciclopédica en el MNCARS, pero por suerte los encargados de la Mapfre saben como sortear esos peligros.

Me queda otro reparo, no obstante. En principio, me parecía muy arriesgado realizar un parangón entre dos escultores tan diferentes como Rodin y Giacometti. Uno de ellos podía comerse al otro, más aún teniendo en cuenta el carácter de gozne de Rodín, último de los clásicos y primero de los modernos, así como el amplio predicamento del que goza entre el público en general, al igual que ocurre con sus coetáneos impresionistas. Giacometti, más inaccesible, más críptico, más experimental, podría haber quedado un tanto en la penumbra, borrado por la figura gigantesca de su predecesor, influencia y reto insoslayable para cualquier escultor de finales del XIX y principios del XX.

Por suerte -de nuevo- no ocurre así, sino que de la comparación entre ambos pueden sacarse conclusiones -revelaciones- muy importantes. No de las posibles similitudes o confluencias entre ambos, que no van más allá de algunas coincidencias en temas universales para un escultor, sino en las grandes diferencias que los separan. De una profundidad abismal.

domingo, 14 de junio de 2020

Estamos bien jodidos (y XIII)

You may get a sense of what this means by asking yourself another series of questions: What steps do you plan to take to reduce the conflict in the Middle East? Or the rates of inflation, crime and unemployment? What are your plans for preserving the environment or reducing the risk of nuclear war? What do you plan to do about NATO, OPEC, the CIA, affirmative action, and the monstrous treatment of the Baha'is in Iran? I shall take the liberty of answering for you: You plan to do nothing about them. You may, of course, cast a ballot for someone who claims to have some plans, as well as the power to act. But this you can do only once every two or four years by giving one hour of your time, hardly a satisfying means of expressing the broad range of opinions you hold. Voting, we might even say, is the next to last refuge of the politically impotent. The last refuge is, of course, giving your opinion to a pollster, who will get a version of it through a desiccated question, and then will submerge it in a Niagara of similar opinions, and convert them into--what else?--another piece of news. Thus, we have here a great loop of impotence: the news elicits from you a variety of opinions about which you can do nothing except to offer them as more news, about which you can do nothing.

Neil Postman. Amusing Ourselves to Death (Entreteniéndonos hasta la muerte)

El lector puede acercarse al sentido de lo que esto significa preguntándose otra serie de cuestiones: ¿Que pasos va a adoptar para reducir la tensión en el Oriente Próximo? ¿O las tasas de inflación, crimen y desempleo? ¿Cuáles son sus planes para la conservación del medio ambiente o para reducir el riesgo de una guerra nuclear? ¿Qué piensa hacer sobre la OTAN, la OPEP, la CIA, la acción directa y el horrendo tratamiento de la fe Bahai en Irán? Me tomaré la libertad de responder por el lector: No planea hacer nada. Puede, por supuesto, dar su voto a quien afirma tener planes, así como el poder para actuar, Pero esto se puede hacer sólo una vez cada dos años, consumiendo una hora de su tiempo, en donde no cabe, de manera satisfactoria, la expresión de la variedad de opiniones que el lector pueda sostener. Votar, se podría incluso decir, es lo más cercano a un último refugio para los impotentes políticamente. El último refugio, por supuestos, es dar su opinión a un encuestador, que luego dará una versión a través de una pregunta disecada, la sumergirá en un Niagara de opiniones similares y la transformara en - ¿qué otra cosa?- otra noticia. De esa forma, surge un bucle de impotencia: las noticias provocan en el espectador una variaedad de opiniones con las que no se puede hacer nada. Excepto ofrecerlas como más noticias, sobre las que no se puede hacer nada.

La fortuna del ensayo Amusing Ourselves to Death de Neil Postman es de aquéllas con las que soñaría todo intelectual. Escrito a mediados de los ochenta, no se ha convertido en un artefacto histórico, útil sólo para iluminar un periodo con el que ya no tenemos relación, como era el de la guerra fría. Con pequeñas adaptaciones, la denuncia de Postman es aplicable casi por entero a nuestro presente, de una pertinencia amombrosa, teniendo en cuenta que el blanco de sus flechas era un medio de comunicación, la televisión, omnipresente en esos años preinternet, mientras que ahora el paisaje dominante es de las redes sociales, así como el de los servicios de chat y mensajería. En cuarenta años hemos pasado de medios unidireccionales a otros que son recíprocos, donde la trasmisión de la información se realiza de forma desorganizada. descentralizada y, en apariencia, descontrolada, siguiendo enmarañadas redes de relaciones personales cuya amplitud y complejidad es invisible a nuestro entendimiento.
 

martes, 9 de junio de 2020

La economía de la guerra


Si fuéramos a creer al cine de Holywood, el resultado de la Segunda Guerra Mundial se debería a los trabajos de esforzados héroes, capaces de superar, contra viento y marea, las mayores penalidades y dificultades. Sin embargo, todo aficionado a la historia, al menos los que se precian de conocer ese conflicto, sabe que por cada soldado que peleaba en el frente se necesitaban muchas personas apoyándola en la retaguardia. Sin un aporte continuo de armas, equipos, ropas y alimentos, sin la base industrial para producir esos suministros o la capacidad logística para transportarlos a donde se necesitaban, las grandes ofensivas alemanas no habrían tenido éxito alguno, mientras que los aliados no habrían podido resistir el embate de las fuerzas del eje, mucho menos recuperarse de sus graves derrotas. La guerra moderna exige una base económica capaz de resistir, sin resentirse, la ausencia de los millones de hombres destinados al frente, así como los posibles daños causados por destrucciones y ocupaciones. La organización racional de los recursos, su planificación y su gestión, se revelan esenciales, tanto para producir el mejor material de guerra, como para mantenerlo en operación o substituirlo cuando es destruido.

No hay muchos libros que entren en estos aspectos económicos/organizativos, quizás porque no son espectaculares ni levantan pasiones, pero los pocos que hay son  de gran utilidad a la hora de derribar mitos persistentes. Por ejemplo, una obra magistral como The Wages of Destruction (El salario de la destrucción), de Adam Tooze, dejaba bien a las claras el caos organizativo de la economía nazi. Si en 1943 y 1944 consiguió batir récords de producción, a pesar de los bombardeos aliados, fue sólo porque hasta entonces había estado funcionando a medio gas, además de malgastar recursos en proyectos insensatos o una variedad demasiado amplia de armas, a menudo incompatibles entre sí. Sin contar que para suplir a los soldados destinado en el frente tuvo que recurrir a la deportación de trabajadores desde los países ocupados, así como al saqueo masivo de sus recursos. Esa labor clarificadora -y desmitificadora- es también el objetivo de Infographie de la Seconde Guerre Mondiale (Historia visual de la Segunda Guerra Mundial, en su versión española), realizada por Jean Lopez, Bernard Vincent, Nicolas Guillerat y Nicoalas Aubin.