Al ver Model Shop (Estudio de modelos, 1969), de Jacques Demy, no podía quitarme de la cabeza el Once Upon a Time in Hollywood (Érase una vez en Hollywood, 2019) de Quentin Tarantino. Por supuesto, ambos directores pertenecen a geografías fílmicas por completo opuestas, pero en ambas películas los personajes vagan a lo largo y a lo ancho de la ciudad de los Ángeles, conduciendo sus coches sin destino. Asímismo, las dos películas versaban sobre el final de los años 60 en esa ciudad, aunque con miradas muy diferentes entre sí. La de Tarantino con una nostalgia distanciadora no exenta de venganza, la de Demy desde un presente compartido en el que se infiltraba un pesimismo elegíaco. El de quien se da cuenta que lo soñado jamás ocurrirá, que lo único que queda es apechugar con una realidad frustrante y paralizadora. La de unos setenta en que los que sólo quedaría la resaca de las fiestas de los sesenta.
Esa amarga melancolía es muy propia de la filmografía de Demy, aunque se vio un tanto contradicha en Les demoiselles de Rochefort (Las señoritas de Rochefort, 1967) y Peau d'Âne (Piel de Asno, 1970) sus dos obras más luminosas. Entre ellas, se coloca este Model Shop, sin acabar de encajar por entero, como una piedra preciosa engastada en un collar que no es el suyo. En gran medida, Model Shop, es una mirada al pasado, a Lola (1960), con la que comparte protagonista, y La Baie des Anges (La bahía de los ángeles, 1962), lo que puede haber contribuido a que haya quedado en la penumbra, ya desde el momento de su estreno, al dar la impresión de un retroceso en una evolución hasta entonces imparable.
Sin embargo, en mi opinión, la razón del olvido está en que la película no es una obra redonda. Sacado de su ambiente habitual, el de las ciudades de provincia francesa, Demy no acaba de aclimatarse al ambiente cosmopolita norteamericano, a pesar de su bien evidente fascinación por esos nuevos territorios. No sólo por la ciudad, que recorre con igual fruición que el protagonista de la cinta, sino por los ambientes hippies y contraculturales que la jalonaban en aquellos años locos. Las veces en que la película de Demy hace escala en esos entornos, éstos se muestran envarados, un tanto falsos, incapaces de transmitir la trepidación que debía sentirse al aventurarse en ellos.
¿Por qué es así? ¿Por qué una película cuyo enamoramiento por una ciudad es más que evidente fracasa en compartir esa misma pasión? El problema es que esos elementos exploratorios son, en su mayor parte, decorativos, tienen poco que ver con la peripecia central, la obsesión del protagonista por una mujer a la que encuentra de forma casual en una gasolinera. Esa historia, o al menos en el modo en que la plasma Demy, no tiene nada de estadounidense o californiano. Podría había ocurrido en cualquier otro sitio del mundo sin apenas cambios. Peor aún, donde habría tenido sentido es en la Francia que Demy había dejado atrás, escenario de tantos amores imposibles, que sólo se consuman en su pérdida.
Tampoco ayuda que, por aquel entonces, el estilo de Demy hubiera trascendido ya el realismo, tornándose cada vez más idealizado y etéreo, desligado de cualquier realidad presente. De ahí, surge una disonancia, entre la realidad de la California hippy de los 60 y la estilización de la historia de amora central, que Demy se muestra incapaz de resolver. Ambas, además, acaban por dañarse mutuamente. Si la partes "documentales" resultan faltas de vida, de autenticidad, la historia de amor no acaba de levantar el vuelo. No se deja arrastrar por esa locura arrebatadora que, en las películas anteriores, nos había hecho aceptar lo inverosímil, tragar con la cursilería más edulcorada.
El resultado, como les adelantaba, es una película que se queda a mitad de camino, sin llegar a lo mucho a lo que aspiraba. Lástima, porque podía haberse convertido en otro de los Demys inolvidables, en vez de quedar reducido a película que se ve por el prestigio de su director.
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