Our social "scientists" have from the beginning been less tender of conscience, or less rigorous in their views of science, or perhaps just more confused about the questions their procedures can answer and which cannot. In any case, they have not been squeamish about imputing to their "discoveries" and the rigor of their procedures the power to direct us in how we ought rightly to behave. This is why social "scientist" are so often to be found on our television screens, and on our best-seller lists, and in the self-help of airport bookstands: not because they can tell us how some humans sometimes behave but because they purport to tell us how we should; not because they speak to us as a fellow humans who have lived longer, or experienced more of human suffering, or thought more deeply or reasoned more carefully about some set of problems but because the consent to maintain the illusion that it is their data, their procedures, their science, and not themselves, that speak. We welcome them gladly, and the claim explicitly made or implied, because we need so desperately to find some source outside the frail and shaky judgements of mortals like ourselves to authorize our moral decisions and behaviour. And outside the moral authority of brute force, which can scarcely be called moral, we seem to have little left but the authority of procedures.
Neil Postman, Technopoly
Desde un principio, nuestros "científicos" sociales han prestado poco oído a sus conciencias, han sido poco rigurosos en su práctica científica o se han mostrado confusos sobre las preguntas que sus procedimientos podían o no responder. En cualquier caso, no han tenido remilgos a la hora de atribuir a sus "descubrimientos", además de al rigor de sus estudios, el poder para guiarnos hacia la manera justa de comportarnos. Es por ello que los "científicos" sociales aparecen con tanta frecuencia en la televisión, las listas de éxitos literarios o las librerías de los aeropuertos: no porque nos cuenten como se comportan los seres humanos en ciertas situaciones, sino porque se proponen decirnos cómo debemos comportarnos; no por que se dirijan a nosotros como iguales que han vivido más, experimentado en mayor medida el sufrimiento humano o meditado con mayor profundidad sobre un conjunto de problemas, sino porque buscan que aceptemos que son los datos, el método científico y los procedimientos de estudio los que nos hablan, no ellos mismos. Los recibimos con gusto, a ellos y a sus hipótesis, ya sean implícitas o explícitas, por que necesitamos, con desesperación, encontrar un asider, para autorizar nuestra conducta y decisiones morales, fuera de nuestros razonamientos frágiles y vacilantes. Y fuera de la autoridad moral conferida por la fuerza bruta, que poco tiene de moral, no nos queda otra que la autoridad de los métodos.
Tras haber leído el magnífico ensayo Amusing ourselves to Death de Neil Postman, sobre como el debate ideológico se ha visto viciado por las herramientas tecnológicas que utilizamos para mantenerlo, me había quedado con ganas de leer más de este autor. Si un libro escrito en los ochenta, centrado sobre el medio televisivo, era de igual relevancia cuarenta años más tarde, en el reinado de las redes sociales, era de esperar que otros análisis suyos fueran igual de certeros. Mi elección fue Technopoly, que versa sobre un problema de especial interés para mí: la difícil coexistencia entre ciencia y humanidades. Desde el siglo XVII, la ciencia ha ido ocupando parcelas de conocimiento reservadas a la filosofía, hasta pretender incluso substituirla a finales del siglo XX. Se podría incluso apuntar que la respuesta de la filosofía frente a este ataque, que amenazaba con relegarla a un puesto de curiosidad histórica, ha sido el posmodernismo, escuela que busca minar los cimientos de su enemiga, mostrándola tan opinable, subjetiva y relativa, como la magia y la superstición.
Dada mi sólida formación científica, mi primera impresión sobre Technopoly fue de rechazo. El estudio de Postman parecía situarse del lado del acientifismo, en ocasiones incluso rozando una postura anticientífica. Para él, la ciencia estaba invadiendo todos los ámbitos sociales y culturales, presentándose como única fuente válida de conocimiento. Peor aún, erigiéndose como único medio de discernimiento entre lo que era justo e injusto, entre lo que debía ser prohibido y permitido, lo que debía protegerse y lo que debía extirparse, lo que debía promoverse y lo que debía permitirse. Sin admitir, además, la intervención humana, puesto que todas esas decisiones sobre nuestra estructura social y nuestro futuro como especie se delegaban en una tecnocracía impersonal e inhumana. No el antiguo gobierno de los expertos, frente a cuyo conocimiento el resto de la población no tiene criterio ni saber para rebatirlos, sino el de unas máquinas, los ordenadores o el big data, que legislarían sin que llegasemos a saber nunca cómo habían arribado a ese veredicto.
Puede parecer una visión un tanto apocalíptica, pero lo cierto es que la ciencia informática -como pronosticara Stanislaw Lem en su Summa Technologiae- ha sido capaz de crear máquinas analgorítmicas. Podemos entrenar una red neuronal para que realice una tarea -como reconocer rostros-, pero desconocemos cómo lo hace. Sin embargo, creo que el razonamiento de Postman no va por ahí. Tras haberlo meditado, creo que sus tiros no se dirigen contra la ciencia en sí, sino contra un uso torcido e interesado. Es decir, el imbuirse de su prestigio oracular, su aura de infalibilad, para hacernos comulgar con posturas polítias y sociales que no pasan de especulaciones arriesgadas, pero que se presentan como fundamentadas en datos, así como producto de un riguroso método de comprobación, el científico.
Esta distorsión no es privativa de nuestros tiempos o de finales del siglo XX. Ya en el XIX, el Darwinismo social intento justificar las desigualdades económicas como producto de leyes naturales, inmutables y necesarias. Durante el Nazismo, el exterminio de millones de personas se fundamentó en criterios biológicos y médicos, por los cuáles unas razas bien concretas eran nocivas para el género humano, debiendo ser erradicadas como si fueran alimañas. En tiempos más recientes, la sujeción del hombre a la mujer se ha postulado como originaria, existente ya en tiempo de los cazadores recolectores del pleistoceno, sin que de ello quede prueba material alguna en el registro arqueológico; mientras que, en el campo contrario, el feminismo más extremista defiende una condena completa del género masculino, partiendo del hecho de que los hombres suelen ser, en media, más agresivos que las mujeres.
La cuestión, por tanto, no es un problema de la ciencia en sí. En sus campos de estudio clásicos -física, química, biología, medicina-, el método científico ha alcanzado una síntesis que le permite no sólo avanzar con firmeza en el conocimiento, sino distinguir hasta donde puede llegar o no. De hecho, en estos últimos tiempos, uno de los debates mayores dentro de la ciencia es hasta que punto se puede hablar de conocimiento científico en los casos en los que es imposible realizar experimentos corroboratorios. Tal sería el caso de la Teoría de cuerdas, las diferentes posibilidades de multiversos o la interpretación real de la mecánica cuántica. Asímismo, en esa zona gris entrarían fenómenos en los que media un abismo entre lo que es observable cuantitativamente y lo que es percibible cualitativamente. Por ejemplo, somos capaces de ver, con las técnicas de RMN, qué regiones cerebrales se activan ante determinados estímulos externos o internos, pero eso aún no nos dice nada sobre el funcionamiento -o el origen- de nuestra experiencia consciente.
El problema es cuando el método científico se filtra hacia otros ámbitos del conocimiento donde el rigor experimental y probatorio sólo puede alcanzarse de forma muy imperfecta o es directamente imposible. No porque la ciencia no pueda ser de ayuda en esos otros campos del saber, sino por la tentación de la impostura intelectual. Por ejemplo, en campos como la arqueología, la aplicación de los avances tecnológicos ha permitido mejorar nuestras reconstrucciónes del pasado hasta niveles impensables hace apenas medio siglo. Sin embargo, si somos honestos con nosotros mismos, aún persite la incapacidad de modelizar las sociedades pasadas o de determinar, por ejemplo, cuales fueron las causas que las llevaron al colapso. Eso sigue siendo materia de especulación, en donde el consenso -y no las pruebas materiales- juegan un papel decisivo.
Dada por tanto la existencia de zonas en permanente obscuridad, que no pueden ser iluminadas con los datos, es muy tentador atreverse a invertir los términos. No buscar respuestas basado en los datos, sino partir de nuestros convencimientos ideológicos en busca de datos que los sustenten, sin importar que sean parciales o incompletos. Ese extravío es tanto más imprudente y peligroso cuando se aplica a cuestiones candentes, decisivas para nuestro futuro y sin respuesta clara. Las propuestas que tengan ese aparente respaldo científico, pretendan estar basadas en datos, pueden alcanzar una repercusión inusitada e indebida, que sólo contribuya a confundirnos aún más. Tanto por nuestra tendencia a persistir en aquello que ya creíamos, en cuanto veamos la menor confirmación en ese sentido, como por la capacidad de los medios para difundir cualquier noticia hasta los rincones más recónditos, siempre que tenga atisbos de ser bien recibida y pueda traducirse en mayor tirada o más hits en Internet.
Por ejemplo, el progreso de nuestra civilización puede verse truncado por la desaparición de los combustibles fósiles, el agotamiento de minerales esenciales y el calentamiento global. Sin embargo, hay sesudos investigadores que demuestran que ese hundimiento es improbable, cuando no imposible. ¿Por qué? Porque si tomamos las curvas de crecimiento y de mejora social de los últimos siglos veremos una evolución positiva que se acelera con el tiempo. Sería posible, por tanto, extrapolar esas tendencias hacia el futuro y concluir que siempre vamos a ir a mejor. Muy bonito y muy reconfortante, pero sin mayor consistencia que la de una burda numerología. Baste ver como la irrupción de una pandemia como la del CoVID-19 ha bastado, en apenas un trimestre, para tumbar la economía de muchos países, sin que sepamos cuándo ni hasta qué punto vamos a poder recuperarnos. La única verdad es que nuestro triunfo sin parangón tiene cimientos de barro. Puede ser un mero destello en la historia de la humanidad, mientras que la normalidad sea el estado anterior a la Revolución Industrial.
Así que no es de extrañar que haya cundido una desconfianza creciente hacia la cienca en el mismo Occidente que la vio nacer. En ocasiones, llevada a extremos rayanos con el suidicio, como es el caso de los antivacunas y los negacionistas del cambio climático. Simplemente porque todos los embaucadores la utilizan sin miramentos, sea para fundamentar sus desvaríos, sea para exculparse de sus meteduras de pata.
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