miércoles, 1 de julio de 2020

Siempre las mismas cuestiones

































Hace unos cuantos meses, les hablaba de mi doble descubrimiento de la figura de Delphine Seyrig, gracias a la exposición que le dedicó el MNCARS. Primero, como actriz protagonista de varios de mis films franceses favoritos de los años 60 y 70. Segundo, y aún más importante, como militante feminista de primera línea, directora de películas de combate que buscaban sacudir las conciencias y obrar el cambio. Sin olvidar su papel de cofundadora del Centro Audiovisual Simone de Beauvor, creado con el objetivo de promover y difundir el cine dirigido por mujeres, para las mujeres. Con una clara intencionalidad política: continuar la lucha en pro de la liberación de la mujer, en contra de los muchos machismos que aún perviven.

En la exposición, como puede imaginar, tenían un lugar especial las muchas películas de agitación política que dirigió Seyrig, casi siempre con la colaboración de Carole Roussopoulos. No las pude ver por entero, pero algunas me dejaron con el deseo de terminarlas en cuanto pudiese hacerme con una copia. Entre ellas, por ejemplo, Taisse toi et soit belle (Cállate, bonita) de 1976, a la que pertenecen las capturas que abren esta entrada. Se trata de un documental, rodado sobre soporte magnético, en donde una serie de actrices de esa época, americanas y francesas, unas de gran fama, otras ya olvidadas, comentan como su condición de mujer ha condicionado su trabajo y su carrera. No porque ellas no estuviesen a la altura de sus compañeros varones, sino porque el machismo de entonces, implícito y explícito, las relegaba a papeles estereotipados, impidiendo que llegasen a desarrollar todo su talento.

Visto desde nuestro presente, casi medio siglo más tarde, la conclusión de este documental es igual denegativa. Muchas de las quejas que estas mujeres planteaban en 1976, siguen siendo relevante hoy. Por ejemplo, la cuestión de los personajes femeninos en las obras de ficción. A pesar de cinco décadas de feminismo combativo, la mayoría de las películas siguen siendo historias de hombres, no porque en ellas no salgan mujeres, sino por su punto de vista. El mundo continúa siendo descrito desde la experiencia masculina, en donde la amistad, la camaradería, es un atributo exclusivo de los hombres que sólo ellos pueden experimentar, mientras que las mujeres quedan reducidas a presencias testimoniales, objetivos decorativos, personajes estereotipados.

Esto último no es baladí. Una queja constante de estas actrices es que no podían congeniar con los papeles que interpretaban. Sus personajes no salían de unos pocos modelos, repetidos hasta la saciedad: la puta, la madre, la mujer, la novia, la guapa. Sus caracteres, en especial los de las figuras independientes, oscilaban entre la sumisión, la estupidez, la maldad y la histeria, sino quedaban encasillados en un cuerpo insuperable sin cerebro alguno. Ninguno de esos papeles era el de una mujer  real con ideas y deseos propias, con arrestos suficientes para luchar por ellos. Jamás se representaba una amistad de verdad entre mujeres, sino que su relación solía ser la una enemistad atávica inseparable del género  femenino. Incluso, como Jane Fonda señala en una ocasión, las muestras de cariño y ternura entre mujeres se intentaban atenuar. Parecían, a los hombres a cargo de la dirección o el guión, como señales de lesbianismo.

Esta es otra dimensión negativa que no se debe pasar por alto: el cine, entonces y ahora, sigue siendo una cosa de hombres. Los hombres escriben los papeles que las mujeres deben interpretar, pero sin contar con ellas, ni buscar conocer -mucho menos reflejar - su experiencia. En ese sentido, ahora que se habla de los elementos sórdidos durante el rodaje de Last tango in Paris (El último tango en París, 1972, Bernardo Bertolucci), resulta inquietante escuchar el testimonio de Maria Schneider en este documental. No por la posible violación en cierta escena, sino por el evidente menosprecio con que la trataban Bertolucci y Brando. Ambos, en el testimonio de Schneider, construyeron la película en colaboración, pero nunca tuvieron la amabilidad de compartir con ella a dónde querían ir con la historia o cómo debía encarnar su personaje.

Para esos profesionales, Schneider no era otra cosa que un elemento más del decorado, como un diván o una columna. Necesario, pero sin la entidad o la inteligencia para formar parte del proceso creativo, mucho menos para tomar decisiones sobre él. Una sensación de aislamiento, de desprecio incluso, que era común a todas las actrices entrevistadas por Seyrig, sin importar que fueran profesionales de primera fila o de fama universal, como testimonian elocuentemente Jane Fonda y Shirley MacLaine

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