Los hechos son que cuando compráis unas zapatillas Nike, pagáis cien euros por el nombre y cincuenta por las zapatillas. ¿Es que sois tontos? No. Estáis comprando un mundo, ¿qué demonios os importan lo que cuesten, en cuero, goma y trabajo, esas zapatillas? Compráis un mundo. Gente libre que corre, casi siempre hermosa, fundamentalmente elástica, como Michael Jordan; en todo caso, muy moderna. Y vosotros,. en ese mundo. Por ciento cincuenta euros. Si os parece un gesto infantil o idiota, entonces pensad en lo siguiente. Id a un concierto. Beethoven. Música de Beethoven. Habéisc pagado la entrada. ¿Qué habéis comprado? ¿Un poco de música? No, un mundo. Una marca. Beethoven es una marca, construida en el tiempo a partir de la figura de un genio sordo y rebelde, alimentada por dos generaciones de músicos románticos que crearon un mito. De él procede una marcha todavía más potente: la música clásica. Un mundo.
Alessandro Baricco. Next
Me decidí a leer los ensayos de Alessandro Baricco, centrados sobre las transformaciones socio-tecnológicas del mundo contemporáneo, porque me había topado con recomendaciones muy entusiastas. Según ellas, este pensador pertenecía a un grupo muy selecto: el de aquéllos que, en medio del fragor y las polémicas de nuestro presente, era capaz de discriminar las líneas de avance culturales, técnicas y sociales de nuestra sociedad globalizada, así como de trazar su origen y pasado. Desde 2002, y a razón de un ensayo cada lustro o así, Baricco habría sido capaz de deslindar lo esencial de lo pasajero en lo referente a las nuevas tecnologías, así como su impacto en nuestras vidas cotidianas. Yendo aún más allá, habría señalado a qué debemos renunciar de lo antiguo y qué debemos abrazar (embrace, otro de esos barbarismos apenas disimulados) de lo nuevo.
Sin embargo, debo confesarles que me he llevado una gran desilusión. Lo que dice en Next, el primer ensayo de la serie, tiene cierto sentido e incluso podría subscribirlo. Con reservas, pero obligado a aceptar que el mundo actual es así, tal y como él lo describe, y que no nos queda otra que asumirlo con todas sus consecuencias, puesto que no hay lugar para una marcha atrás. Mucho menos a esos paraísos nostálgicos que sólo existen en nuestra imaginación. No obstante, en los sucesivos ensayos tengo la impresión de que pierde pie, que se deja llevar por sus preconcepciones. Baricco es un optimista tecnológico, para quien todo lo nuevo es bueno, mientras que cualquier efecto deletéreo es producto de nuestros miedos ante el futuro, de nuestras ataduras con un pasado ya periclitado. Si nos entregásemos al New Brave World que Apple, Google o cualquier otra gran corporación nos promete, seríamos felices al instante.
Si han venido leyendo estas entradas, sabrán que soy algo más cauto en mi conclusiones, quizás incluso demasiado escéptico y pesimista. Es innegable que vivimos ya en la coda de una tercera revolución industrial, un cambio cualitativo e irreversible -a menos que nuestra sociedad se derrumbe- del mismo calado que la revolución industrial del carbón y el vapor de 1780 o de la segunda de la electricidad y la química de 1890. Parecería que cada cien años se producen esos saltos científico-tecnológicos que conducen a una reconfiguración completa de la sociedad y la experiencia humana. El último se inició entre 1990 y el año 2000, cuando la Internet -y el ordenador personal- se convirtieron en herramientas cotidianas e indispensables. Sin olvidar, en ese mismo periodo, la popularización de la telefonía móvil, remachada por el nacimiento, ya en el siglo XXI, del smartphone.
Ahora mismo, en nuestro bolsillo, tenemos un aparato que no es sólo superior a cualquier ordenador anterior a 1990, sino incluso a muchos que aún están en uso. Un artilugoo que, además, desde cualquier lugar y en cualquier momento, puede acceder a casi el total del conocimiento humano, de forma instantánea y en cualquier formato, sonoro, fotográfico o videográfico, que no sólo son recuperados de forma pasiva, sino que pueden ser enriquecidos con las aportaciones del propio usuario. El conocimiento, y con él su acceso, se ha universalizado, de manera que ahora, con las redes sociales, sabemos todo de todos. Es más, hemos hecho realidad sueños imposibles, como cartografía a escala 1:1 y flexibilidad completa, o la capacidad de manipular cantidades ingentes de datos y obtener resultados estadísticos en tiempo real. En el futuro, se apunta incluso la posibilidad de que surja una inteligencia no humana, cuyo funcionamiento no entendamos, capaz de enseñarnos aspectos de la realidad que nuestras limitaciones de hardware biológico son ya incapaces de intuir.
La sensación es de vértigo, sobre todo si se piensa que este cambio cualitativo se ha producido en menos de tres décadas. Nada de lo que ahora es corriente existía en 1990, como mucho estaba limitado a centros de investigación o élites enriquecidas, además de plasmarse en un estado primitivo e imperfecto. La conclusión a estos años de progreso, por tanto, debería ser abrumadoramente positiva, tal y como la concibe Barucci, pero debo disentir de él. Es cierto que la tecnología es, en sí, neutral y de ella se derivan más beneficios que desventajas. Sin embargo, su uso no lo es, depende demasiado de las ideologías de sus proponentes, de las de los gobernantes y poderes fácticos, como para que podamos adormecernos en un sentimiento de falsa seguridad. Recordemos que la física nuclear nos ha traído centrales atómicas, infinidad de métodos de diagnóstico y tratamiento médico, pero también la bomba nuclear. Y con ella, cuarenta años en que el mundo estuvo al borde del suicidio.
Sin embargo, me estoy adelantando. En este ensayo, Barucci aún no aborda estos temas tecnológicos. Su propósito es más bien defender la globalización, rebatiendo ese argumento que señala como, por las acciones de una serie de multinacionales de renombre mundial, las diferencias entre culturas y sociedades están siendo abolidas. No porque vivamos mejor o marchemos a hacia nuevas cotas de tolerancia e integración, sino porque esas marcas se han convertido en ubicuas. En todos los lugares del mundo, de Tokio a Nueva York, de El Cairo a Nueva Delhi, todos vestimos igual, comemos igual, conducimos los mismos coches, vivimos en casas similares, escuchamos la misma música, vemos las mismas películas. Productos comerciales que, por otra parte, apelan a un mínimo común denominador -como la carne de hamburguesa o el vino californiano, desprovistos de sabor distintivo y personalidad- y que además se nos cobran mucho más caros que otros locales. Pagamos el derecho a consumir una marca que a cambio, como señala Baricco, hace creer al habitante de un ghetto de Nueva York, que el pertenece a la élite: la de los famosos que aparecen en los anuncios de esa marca.
A Baricco esto no le parece mal. En su opinión todo ha sido siempre marca, de forma que nada separa a Homero y Beethoven, por un lado, de MacDonald o Nike, por otro. Es un argumento que puedo subscribir en parte, pero no en la forma presentada por Baricco. Simplemente porque me parece interesado y mentiroso, demasiado cercano a formulaciones de un claro signo político -el de los neocons y neoliberales-, que no han dudado en reducir a un país entero, como España, a mera marca. Es decir, a algo abstracto e intocable, como los invisibles accionistas a los que una empresa debe satisfacer. Al final, todo se reduce a cuestiones de prestigio intangible, imposibles de cuantificar y fiscalizar, de cuyo mantenimiento se pueden derivar los peores sacrificios y renuncias. De esos que al final siempre pagan los más desfavorecidos, mientras que la élites -los ganadores- se van de rositas.
Un realidad sociocultural, oculta detrás de un espejismo de progreso, que para Baricco no existe en absoluto. Le estropearía su ensueño.
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