viernes, 14 de diciembre de 2018

Cine de cámara































































He llegado a esta película,  Liz to aoi tori (Liz y el pájaro azul, 2018), dirigida por Naoko Yamada, por pura causalidad. Me enteré de su existencia al leer una lista, publicada en Cartoon Brew, de los candidatos a la nominación para los Oscar 2018, en donde, aparte de las películas de anime obvias, aparecían dos títulos de los que no tenía referencias. O en parte sí, ya que al indagar sobre Liz to aoi tori, descubrí que era una de las varias películas continuación de la serie Hibike! Euphonium, cuya primera temporada se estreno en 2015. Esto enfrío mucho mi interés, puesto que tanto su segunda temporada como la primera película me parecían haber ido perdiendo fuelle sin remedio. Tanto, que han llegado a dañar mi buena percepción de la primera temporada.

La segunda temporada dejaba claro que las ideas del escritor del material original, otra de esas series interminables de light novel tan comunes en el Japón, se habían agotado por completo. Las tramas principales que se habían presentado en la primera entrega, entrecruzadas de manera armoniosa, ahora se habían dejado en suspenso, cediendo su lugar a historias secundarias que no las hacían ni avanzar ni retroceder. Eran la definición estricta del relleno literario, narraciones autoconclusivas que se cerraban en sí mismas, de manera que podían eliminarse con toda tranquilidad del relato sin afectar a la comprensión de la historia. Eso sí, de vez en cuando se nos recordaba que había algo más que contar, pero era sólo para ponernos la miel en los labios y obligarnos a seguir leyendo.

Respecto a la primera película de Hibike! Euphonium, se trataba de un resumen de la primera temporada a la que se había sometido a una poda radical. El resultado es que todos los defectos del material de partida, antes disimulados, quedaban ahora a la vista. El primero y principal, que una novela y una serie cuyo fundamento era la música apenas hacía hincapié en su disfrute. No sólo el del espectador, sino  en especial el de los personajes, a los que se les suponía enamorados de ese arte y de su interpretación con instrumentos, como el bombardino que da título a la serie. En su lugar quedaba la historia habitual de competición por el primer puesto, caiga quien caiga, a lo que se supeditaba cualquier otro objetivo. Incluido el goce estético.

Con esos antecedentes, pueden imaginarse que me esperaba más bien poco de Liz to aoi tori. Pues bien, mi sorpresa ha sido mayúscula: es una obra de primera categoría. No me atrevería a decir una obra maestra, pero casi. No por su historia, que no pasa de ser un estereotipo, sino por su plasmación. La directora ya se había hecho notar en 2016 por una película muy notable, Koe no Katachi (A Silent Voice), en la que se anticipaban muchas de las virtudes de esta otra obra. Virtudes que pueden resumirse en una atención obsesiva al detalle ínfimo, pero que sirve para caracterizar de manera certera y por entero a un personaje o una situación. Realizado además de manera muy sutil y muy visual, mediante el lenguaje corporar, las miradas, los silencios, la luz.  Características que son además la marca de estilo de un estudio como KyotoAnimation, que, a pesar de sus muchos patinazos, siempre ha destacado por romper el estatismo envarado de la animación japonesa.

Quizás, quien sabe, porque en sus filas siempre ha habido un alto porcentaje de mujeres, además en puesto cruciales, pero que, es obvio, también depende de la persona en particular, como demuestra el hecho de que en las dos películas de Yamada, y en especial en esta Liz to aoi tori, se lleven al extremo. En ambas se dejan de lado los molestos tópicos del anime orientado al otaku, pero tambiñen los muchos lugares comunes del cine comercial norteamericano. Se trata de una obra, como indico en el título, de cámara, sin aparentes alardes, centrada en apenas dos personajes, en su pequeña historia, en su subjetividad. Todo ello narrado con la importancia debida, la de lo que se cree tiene importancia radical y definitiva, pero luego, con el tiempo se irá atenuando y desvaneciendo. La historia de amor que jamás llegará a confesarse, a formularse en toda su extensión e irrevocabilida, y que quedará con ese recuerdo agridulce, amargo pero consolador, de lo que nunca fue pero llenó los días de luz.

Narración de la banalidad crucial que se realiza consiguiendo un raro equilibrio. El de saber no levantar la voz en ningún instante, pero al mismo tiempo conseguir emocionarnos de forma profunda. Con ejemplo como la maravillosa escena que he incluido al principio, donde se se ilustra tanto la profunda unión que existe entre los personajes protagonistas como las muchas barreras y fosos que los separan, así como la diferencia crucial entre sus personalidades. La una expansiva, derrochando su amor y vitalidad en todo momento y con toda persona. La otra, recluida en sí misma,  encerrada en su pobreza, agradeciendo que ese derroche se vuelque, por un instante, sobre ella.

O la maravillosa banda sonora. De esas que huyen todo tipo de intromisión e interferencia en lo que se ve y lo que ocurre, pero al mismo tiempo son sustento esencial en su perfección. Como en otra escena posterior, la decisiva, donde esta música incidental, queda reducida apenas a mero ruido, a elaboración de lo que podríamos escuchar, lo que podrían escuchar los personajes, en el silencio e intimidad que les ha sobrevenido.

¿Emocionado? Si, por descontado. Quizás porque este tipo de historias me atañen con especial cercanía. Ya saben. cosas de pertenecer a la hermandad, y sororidad, de los melancólicos.






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