sábado, 8 de diciembre de 2018

En busca de Bergman (II): Skepp till Indialand (Barco a la India, 1947)

























La semana pasada, como recordarán, comencé la revisión de la edición-Mamut de la filmografía de Bergman que Criterion ha sacado al mercado, por supuesto en soporte Blue-Ray. Tengo que confesarles que tras ver Crise (Crisis, 1946), tenía cierta aprensión hacia las siguientes obras. Entre esta primera película y las dos que le granjearon fama mundial, Det sjunde inseglet (El séptimo sello) y  Smultronstället (Fresas salvajes), ambas de 1957, mediaron doce largos años de aprendizaje. Si todas los filmes de ese periodo inicial eran como Crise, me esperaban bastantes semanas de penitencia y peregrinaje, hasta llegar al Bergman que me había fascinado y sobrecogido cuando yo era joven.

Mis temores no tenían fundamento. Crise era una mala película, es innegable, la que se esperaría de un directo primerizo que aprendido su oficio de forma autodidacta. Sin embargo, Skepp till Indialand (Barco a la India, 1947), película a la que se dedica esta entrada, es ya un buen filme, el de un director que ha prestado atenta atención al cine que se hacía en su tiempo y ha comenzado a aplicar esas lecciones, con brío, sabiduría y destreza. Entre ambas cintas media un abismo, el que corresponde a una obra mediocre de ejecución plana frente a otra de acabado visual más que interesante, si sólo porque en su ejecución se puede reconocer qué pretende el director y a quién está imitando.

Esto no quiere decir que Skepp till Indialand, sea una obra notable, ni mucho menos. Aún la lastran defectos más que evidentes, que la impiden emprender el vuelo. El primero, su dependencia clara del dramón romántico, en este caso expresado en la rivalidad amorosa entre un viejo marino, especializado en operaciones de salvamento, y su hijo, de grandes aspiraciones y mayores ambiciones. Clima de tragedia que, no obstante, como ocurre de manera rutinaria en el cine comercial, se ve negado por la necesidad de un final feliz, el obligado para que los espectadores se vayan a cada sin preocupaciones y puedan conciliar el sueño. Nada que ver, por tanto, con el Bergmann de una década después, personificación de la angustia existencial y del sinsentido del mundo, sin concesiones ni complacencias.

Por otra parte, el estilo que utiliza Bergmann en esta película es una manera que mira al pasado. La película es una amalgama de influencias estéticas varias, desde la iluminación expresionista, utilizada para subrayar el impacto emocional de ciertas escenas, a atisbos del neorralismo italiano, patentes la documentación de ambientes contemporáneas, conocidos para el público. Sin olvidarse de cierta afinidad al realismo mágico de los años 30 franceses, palpable en la manera de montar las escenas de cabaré o la caída final del padre del protagonista, así como guiños a las maneras del cine soviético, visibles en los planos con el cielo y las nubes como protagonistas, o al uso de sombras y sonido corriente para hacernos compartir los pensamientos de los protagonistas.

Rasgos que no apuntan a un estilo personal, el tan característico de una década más tarde, sino al de un estudiante avanzado que aún no ha encontrado su camino, pero que ya sabe manejar los recursos y técnicas aprendidas con completa soltura. Y es ahí donde es patente, cosa que no ocurría en la primera película de Bergman, que nos hallamos ante un gran director en ciernes. No es ya que la historia fluya sin apresuramientos ni puntos muertos, logro ya notable, sino que Bergmann ha desarrollado ya el instinto, obligado en un cineasta, que le permite narrar de forma visual. Concepto elusivo que no significa hacerlo de manera grandilocuente y efectista, como creemos ahora, sino conseguir que las imágenes nos muestren, nos anticipen, lo que no se nos dice con palabras, manera de evitar parlamentos innecesarios o de basarlo todo en asombros, pasmos y espantos.

La lista de aciertos que Bergmann se apunta en la película es larga. Desde el paseo a solas y en silencio del protagonista por su ciudad natal, en busca de no sabemos qué, en claro contraste con la molesta voz en off de Crise, al momento ya citado de la caída de su padre, en el que la cámara se queda fija en él, contemplando su soledad defiitiva, mientras los ruidos externos nos insinúan lo que se le está deparando. Desde la manera en que es capaz de dejar a un personaje que habla fuera de plano, para que observemos sin distracciones el efecto que sus palabras tienen en su interlocutor, hasta, en la secuencia ilustrada más arriba, las confidencias a medianoche de un matrimonio que ya no sea ama y que por esa misma razón sólo pueden ser sinceros el uno con el otro. O, para terminar, el largo momento, con elipsis reveladora incluida, en que el protagonista y la amante de su padre descubren que están enamorados el uno de la otra.

En definitiva, Skepp till Indialand es una buena película, bien narrada visualmente, y, lo más importante, un cambio cualitativo con respecto a Crise. Lo que me lleva a esperar con ilusión las otras obras de la etapa de aprendizaje de Bergman. 

Para presenciar su conversión en un director de los imprescindibles de la cinematografía mundial.

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