Lo primero es lo primero. Aunque ya se haya terminado mi revisión de la lista de Beltesassar, voy a conservar este espacio dominical para mis meditaciones sobre la animación. Esa forma que, ya saben, me fascina hasta perder la cabeza por ella, pero que no acaba de pasar de Cenicienta de la cinematografía, tanto para el gran público como para la crítica de importancia. Comencemos, pues.
A estas alturas, supongo que se habrán dado cuenta que el remake ha tomado rasgos de género cinematográfico. No voy a entrar en la conveniencia, o pertinencia, de estos remakes, puesto que es un debate que me parece tedioso, pero sí voy a decirles que el anime japonés no se ha mantenido al margen de esta tendencia. En estas dos últimas décadas se han creado diferentes actualizaciones (reimaginings, que dicen en el mundo anglosajón) de series del periodo heróico de los años 70 e incluso de producciones con estatus de obras señeras, pero algo marginales, de fechas más próximos. Los resultados, por suerte han sido muy dispares, evitándose así el descrédito que sea asocia en Occidente a estas versiones remozadas, en general faltas de inspiración. mecánicas y repetitivas.
Entre esos remakes de anime se hallan obras de particular brío y energía, que no se limitan a fotocopiar el producto original, sino que exploran posibilidades muy alejadas del tono de la obra de partida, incluso adentrándose en los territorios de la vanguardia o la experimentación. Tal era el caso de Casshern Sins (2008), brillante recreación pesimista y existencial de una serie sin pretensiones de los años 70, o de la versión desaforada e hiperbólica del Devilman de GoNagai realizada por Masaaki Yuasa en 2018. Sin olvidar la versión de 2011 de Uchuu Senkan Yamato, que aprovecha todos los avances técnicos de la animación en estos años, para conseguir lo imposible en una serie de los 70.
Sin embargo, no todo han sido aciertos. En su traducción a tiempos modernos, algunas series han perdido todo su encanto. Así ha ocurrido con la versión de 2017 de Kino no Tabi (El viaje de Kino, 2003) en la que se pierde la angustia existencial y el gusto por formas de narración poco usuales, que singularizaban a la serie original, dejando en su lugar un estereotipado relato de viajes a lugares un poco más extraños de lo habítual Lo mismo me temo que habrá de ocurrir con la próxima versión de Boogiepop Phantom, de la creo que se eliminará la desesperación, la obscuridad, la frustración y el miedo, también existenciales y sin escape, que inundaban la serie del año 2000. Perdida de rigor dramático, de tensión narrativa y de audacia expresiva que, para mi sorpresa, se ha reproducido también en las dos continuaciones de FLCL realizadas en 2018, tanto la Progressive como la Alternative. O al menos en la que he podido ver, la llamada Progressive.
El problema radica en que el FLCL original, realizado en el año 2000, era insuperable. Creada enteramente por ordenador, cuando se estaba obrando la transición de los métodos tradicionales basados en acetatos a los digitales, esta producción de Gainax se bastó para demostrar el inmenso cambio cualitativo que suponían las nuevas técnicas. No se quedó ahí, si no que las aprovecho al máximo, logro tanto más notable en un instante en que ésas tecnologías aún eran imperfectas, para poner el listón tan alto en ciertos aspectos que, pasadas dos décadas, aún no se ha llegado a su altura. No obstante, su impacto no se limita a mera demostración de las posibilidades técnicas en el año 2000, sino que estaba repleta de una energía desbordante y alocada, de un sentido del humor absurdo y transgresor, de una falta de respecto por cualquier regla narrativa y estética, completado por una imaginación sin límites que iba ampliando el universo de la trama de forma casi infinita, quedándose al final sin tiempo para trazarlo por completo, pero sin dejar una sensación de vacío, de frustración en el espectador. Porque, y aquí el milagro final, en medio de toda esa anarquía y todo ese gamberrismo, había una historia, la crónica de la asquerosa confusión que supone toda adolescencia y el obligado paso a la madurez.
Con este material de partida, mal, muy mal lo tenía cualquier versión. No es que Progressive sea una mala serie, de hecho, supera con mucho a la mayoría de la series de este año, pero está desprovista de lo que hacía único al FLCL original. Le falta ese punto de locura descontrolada, que hacía creer al espectador que asistía a una improvisación libre, ni conserva ese encanto del estar esperando a ver por dónde iban a tirar los guionistas y cómo se iba a resolver todo. Mal, obviamente, pero al grande y si reparar en limites o gastos. En este caso, se nota demasiado que todo está bajo control, perfectamente planificado y delineado, que el presupuesto no es inagotable y que, quizás por eso, no se van a tolerar salidas de tono. Retención y parsimonia que se sirve para destruir a un personaje, como Haruka Haruhara, que en la serie original era la dinamita que hacía saltar por los aires el mundo del protagonista, Naota, y con él, el nuestro.
Incluso hay atisbos de una supuesta lección moral, que queda indefinida, y se retuercen las cosas para llegar a un obligado final feliz, en el que los amantes señalados por el destino terminan reunidos. En claro contraste con la soledad irreparable en que desembocaba el personaje de Naota, tan normal en los tiempos revueltos de la adolescencia.
Tan propensos a que los sueños se quiebren, a que ningún deseo fructifique.
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