sábado, 22 de diciembre de 2018

El orden del mundo

Arte del periodo de Amarna, Segunda mitad del siglo XIV a.C.





En el Caixaforum madrileño lleva abierta ya desde hace unos meses una extensa exposición dedicada a la figura del Faráon en el Antiguo Egipto. O mejor dicho, una exposición que intenta ilustrar la vida y las creencias de esa civilización mediante la figura de sus gobernantes.

Ese enfoque, como ocurre con otras culturas en las que la que la arqueología es vital para su conomimiento, se debe a las propias limitaciones y lagunas de la disciplina. Gran parte de lo que  ha llegado hasta nuestros días gira por necesidad alrededor de la figura del Faraón, en forma de pirámides, tumbas y templos funerarios. Construcciones pensadas para la eternidad, un futuro remoto en donde ellas conservarían tanto la existencia ultraterrena del Faraón como el recuerdo de sus glorias. Incluso cuando nos adentramos en entornos más privados, menos oficiales, la sombra del faraón sigue gravitando sobre ñps hallazgos. Las tumbas son ahora de funcionarios y sacerdotes al servició del gobernante, e incluso un yacimiento único, como el poblado de artesanos de Deir-el-Medina, tenía como misión la construcción y decoración de las sepulturas de la élite, los únicos con recursos necesarios para crearse moradas para el más allá.


Nuestra visión esta deformada, como muy bien señala la exposición, por lo que creían, concebían y necesitaban esas élites. Por la propaganda oficial, en definitiva, tan vieja como el hombre y tan mentirosa en todas las ocasiones. Sin embargo, tanto fue lo que los egipcios crearon y tan clemente su clima, para los restos arqueológicos, que en medio de las ingentes cantidades de loas al Faraón, a su invencibilidad y a su poder sin límite, nos han llegado también incontables cantidades de objetos, incluso testimonios escritos, que nos permiten observar esa vida cotidiana y vulgar: colecciones de cuentos populares, juegos de mesa, instrumentos musicales, cartas privadas, textos de medicina y matemáticas... Todo aquello, en definitiva, que nos permite hacernos la ilusión de poder vivir en esos tiempos y comprenderlos tan bien como los nuestros.

Es esa ausencia de lo cotidiano, tan rico y tan próximo en los hallazgos del Antiguo Egipto, lo que constituye el mayor defecto de la exposición, al verse contaminada por el carácter oficial de las representaciones del faraón. Aún así, y con esas reservas, es innegable que su figura es central en la cultura egipcia, sin que pueda comprenderse la una sin entender el otro. En un doble papel, además. que comienza con su concepción como sustentador y defensor del Maat, concepto que puede traducirse, mal que bien, como orden,. estabilidad y justicia del universo. Los egipcios, dependientes del Nilo para su alimentación, restringidos a una estrecha franja cultivable a ambas orillas de ese río, rodeados de desiertos inhospitos y ardientes, se veían sitiados por fuerzas crueles e incontenibles que en cualquier instante podían aniquilar su civilización. El orden, el Maat, era así un don divino que se les concedía, obligándoles al servicio perenne de las divinidades, y de cuya preservación era garante el faraón, como factotum de los dioses.

Paleta de Narmer, siglo XXXI a.C

Ése es el segundo factor inherente a la figura del faráon: su papel como intermediario frente a las divinidades, él mismo, un semidios. Como bien muestra la exposición, se llegó a suponer que sólo el faráon podía oficiar el culto divino, lo que, dada la imposibilidad de su ubicuidad, llevaba a transferir su esencia, sus poderes mágicos, a otros objetos y personas. La mera presencia de esos objetos, los actos de esos representantes, los convertían, en el momento del rito, en el propio faraón, asegurando así su validez y eficacia. Caracter totémico que, por analogía, se transfería de vuelta al faráon, cuya salud era la salud de Egipto, mientras que sus carencias y errores no podían ser otra cosa que signos de la ira de los dioses, del disfavor en que habían incurrido.

El arte asociado con el Faraón es, por tanto, un arte oficial, codificado y conservador, puesto que de la imagen de poder y estabilidad que transmitiese dependía el destino del reíno. Tenemos así al faraón conversando de tú a tú con los dioses, granjeándose su afecto para que por su medio se transmitiera al resto del país. Le tenemos, a su vez, revestido con los atributos del poder, la doble corona del Alto y Bajo Egipto, el Ureus y el Nemes, de manera que no quedase duda sobre quien ostentaba el poder legítimo. Poder que a su vez se expresaba en la victoria sobre los enemigos de Egipto, siempre derrotados, inermes ante la fuerza del faráon, a su completa merced y dependiendo de su clemencia.

Temas que se repetían en cada reinado y se expresaban de casi la misma forma, durante los tres milenios que duró la civilización egipcia. Una reiteración que ha dado lugar a la imagen de un Egipto monolítico e invariable, eterno, estable y seguro de sí. Concepción en parte cierta, pero que nos oculta los muchos cambios que tuvieron lugar en su larguísima existencia e incluso las frecuentes revoluciones que se produjeron en su seno. Otros Egiptos que nos atraén, precisamente, por su diferencia, por contradecir el modelo.

Como en las representaciones del Egipto predinástico, o de las dos primeras dinastías, cuando esos modelos estéticos aún no habían cristalizado, de manera que las representaciones artísticas, como las de la paleta de Narmer ilustrada arriba, nos parecen una amalgama de elementos posteriores y de influencias extrañas que no sabemos muy bien identificar. O como el arte del periodo de Amarna, cuando el hieratismo y la frontalidad de las representaciones reales fueron substituidos por una naturalidad y cercanía insospechadas en el arte Egipcio. Quizás una nueva forma de propaganda, pero a nuestros ojos más atractiva, próxima, que la del modelo más habitual.

Arte de Amarna, siglo XIV a.C.

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