Hace un par de entradas, desde Törst (La sed, 1959), les señalaba como habíamos entrado ya en territorio Bergman. Pues bien, Somarlek (Juegos de verano, 1951) es el primer Bergman con todas las de la ley. Punto.
Desde un punto de vista temático, es la primera vez que se introduce un tema fundamental en toda la filmografía posterior de Bergman: la angustia existencial, tan cara al ambiente cultural de postguerra. Pero no sólo se la nombra, se la convierte en centro argumental y se la desarrolla en todas sus consecuencias. La vida queda definida, y reducida, a inmenso desierto, sin refugios ni abrigos, sin esperanzas ni anhelos, fuera de algunos exiguos oasis esparcidos, de cuya existencia se disfrutó en el pasado, pero que ya son inalcanzables. La felicidad, por tanto, sólo existe en el recuerdo, mientras que el presente es amargura y desengaño. Desesperanza y cinismo. Protegido por un olvido necesario, puesto que sólo él, al embotar el recuerdo de los pocos momentos de plenitud, permite seguir habitando en el frío y el desierto. Los estados habituales de nuestra existencia.
Podría pensarse en una película solemne, plomiza, lastrada por largos parlamentos hacia la galería. No llega a ser así, o al menos, no por entero. En comparación, por ejemplo, con Till Glädje (Hacia la felicidad, 1950), que llegaba a ser insoportable en su impostada seriedad y profundidad, Somarlek esta mucho mejor construida, con vistas, precisamente, a evitar un efecto de cansancio y pesadez. En primer lugar, se centra en exclusiva en un personaje, la bailarina protagonista, a través de cuyos ojos observamos y percibimos la peripecia. Los flashbacks, y hay bastantes en la película, quedan así perfectamente justificados, al tratarse de los recuerdos que la van asaltando. Unos recuerdos que se ven contrastados, por otra parte, por la visión presente de los lugares en que sucedieron, permitiendo así que nosotros también constatemos el paso demoledor e implacable del tiempo.
Aún con esta concentración narrativa, la película podía haberse quedado corta, incapaz de expresar en imágenes lo que sus palabras, pronunciadas o implícitas en el guion, pretendían decir. Pero no es el caso, porque con esta película Bergman ha alcanzado al fin el dominio de sus recursos estéticos, el que le permitirá, unos años más tarde, encadenar una obra maestra tras otra. Como les indicaba, el clima de la película es introspectivo y retrospectivo, propio de quien revisa y sopesa todo su pasado. Esto se sugiere dejando vagar la cámara, entre planos medios del protagonista, sobre el paisaje y los objetos que le rodean, como suele suceder cuando divagamos y nuestra vista no encuentra donde fijarse. Pero también con el uso del silencio, casi absoluto. apenas roto por el rumor del viento, que acrecienta el sentimiento de soledad, de pérdida, que siente la protagonista.
Esa renuncia a la música, tan extraña a nuestro tiempo, tan ruidoso y vocinglero, señala a un artista que tiene el coraje suficiente para dejar de añadir elementos, que sabe pararse justo a tiempo, antes de que una inclusión más rompa el efecto que pretende. Con esa misma intención, ese silencio no sólo se aplicará a los momentos de soledad angustiosa, sino también a aquéllos en que Bergman quiere que oigamos lo que sus personajes dicen, sin que nada venga a distraernos. Como mucho, la poca música que escuchemos será interpretada por los propios personajes, como expresión de su sentir, formará parte de su trabajo cotidiano, o bien será tan tenue, tan pudorosa, que llegaremos a no oírla, aunque esté ahí y su papel sea fundamental.
Esa contención, ese recato expresivo, se extiende también a las propias imágenes. Por dos veces, al principio de la película, la protagonista se encontrará con dos personas con quienes, nos deja intuir la cámara, debió tener relación, debieron tener importancia en ese pasado rememorado. Sin embargo, ninguna palabra se cruza, la atracción queda truncada y, más importante, aún, no se utiliza ese encuentro para introducir ningún flashback. Estos se reservan para los lugares de especial relevancia para ella, aquéllos que veremos primero en un estado de abandono y luego, mediante los recuerdos, conoceremos en todo su esplendor desaparecido. En cuanto a esos personajes y al sentido con que fueron aludidos, lo conoceremos muchos más tarde, en una escena secundaria, que a alguien que no estuviera atento se le podría pasar con facilidad.
Se trata, por tanto, de una película que requiere un segundo visionado, y además con el primero fresco. Porque sólo así se podrá comprobar la hábil trama que teje Bergman y su cuidado trabajo de cámara. Como sabe aislar a sus personajes para mostrar sus momentos de desánimo y desaliento. Como usa espejos para establecer un diálogo entre ellos, sin que esto resulte forzado. O como, en fin. sabe incluir el plano justo y apropiado, el que subraya ese malestar existencial, o el que indica la relación entre dos de los personajes, rompiendo el aislamiento y su soledad de ambos.
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