sábado, 4 de diciembre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of the New (VIII): Culture as Nature

Robert Rauschenberg, Anagram

En la reseña del capítulo anterior de The Shock of the New, la mítica serie de los 80 de Robert Hughes sobre el formalismo/modernismo, dos conclusiones habían quedado implícitas. La primera, que la vanguardia ya no era un asunto europeo, sino que el centro de la modernidad se había trasladado a los EEUU, en consonancia con la importancia política y económica de ese país. La segunda y más importante era que en su empeño por demoler los dogmas que habían gobernado el arte europeo desde el 1400, el expresionismo abstracto de los 50 había acabado con la dualidad arte-belleza, o lo que es lo mismo, el arte no necesitaba ser bello para recibir la calificación de arte.

El siguiente paso, que ocuparía la década de la 60 era fácilmente previsible, aunque nadie reparara en ello hasta verlo expuesto y aunque ciertos  movimientos, como el Dadá, y ciertos artistas, como Duchamp y Schwitters, ya lo habían anticipado. Muy brevemente, el secreto a gritos que el Pop revelaría en esa década es que el concepto de arte era un concepto huero y vacio, en concreto, que cualquier objeto, cualquier manifestación podía ser arte, sin que esa calificación supusiera un marchamo de nobleza o calidad.

Jasper Johns, Target and Cast

Para poder entender el porqué de esa revolución, esa última vuelta de tuerca en la historia del modernismo/formalismo, que junto con el concepto de arte acabaría allí también su recorrido. Hughes nos invita a realizar una reflexión histórica, tan sencilla y al mismo tiempo tan crucial, como darse cuenta de que el entorno en el que todos nosotros hemos crecido y desarrollamos nuestra vida diaria, es completamente distinta al de nuestros antepasados del siglo XIX. Ellos vivían aún en un mundo campesino y rural, donde la ciudad era una excepción y la naturaleza una norma. Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos y la ciudad es nuestro paisaje.

Un paisaje vital que conlleva unas consecuencias no menos importantes, ya que frente al silencio, el ritmo pausado, la escasez de estñimulos y el tiempo para examinarlos y asimilarlos, nuestra sociedad se caracteriza por una multiplicidad de fuentes de información, siempre en funcionamiento, de flujo constante y en continua competencia, de manera que lo importante puede y queda ahogado por lo banal, mientras que el contenido se reduce a la orden que pueda ser captada al instante, tornando la imagen en signo, que no requiera esfuerzo de estudio ni de decodificación.

Un tiempo, un modo de ver y de experimentar que se resumen en la TV, cuya principal características, signo también de nuestros tiempos, no es su contenido ni si calidad, sino la capacidad de cambiar de canal, tornando la realidad en montaje y yuxtaposición, al alcance de cualquier individuo... como habían soñado los modernistas de principios del siglo XX.

Andy Warhol, Campell Soup

En el campo del arte, esta metamorfosis de la experiencia vital supuso que al arte le había salido un competidor. Una fuente completamente distinta de  los canales habituales, el artista en su estudio, que era capaz de producir símbolos e imágenes a mayor velocidad de lo que podría conseguir cualquier pintor en solitario, y propagarla a lo largo y ancho del mundo, haciéndola visibles ante toda la humanidad.

¿Cómo reaccionó el arte frente a este nuevo mundo? Adaptándose, asimilando lo cotidiano, reproduciendo la experiencia visible de los contemporáneos, como siempre había hecho en el pasado. Así, Rauschenberg introdujo la basura en el espacio artística, eligiéndola como ejemplo paradigmático y testimonio perfecto de la realidad social de su tiempo. Johns tomo los símbolos reconocidos por todos, como la bandera de los EEUU o una diana, y los vacío del contenido simplemente transfiriéndolos a otro soporte y exhibiéndolos en lugar distino, mientras que artistas como Warhol hicieron visible el absurdo de nuestra sociedad de consumo, quizás sin ser consciente plenamente de ello, puesto como la posesión de objetos producidos en cadena, cada uno idéntico a millares de otros, debería seguirse un experiencia personal única e irrepetible.

Los hubo, como Lichtenstein, que tomaron las producciones culturales populares, las destinadas a ser consumidas en el momento y enseguida arrojadas al vertedero y las transplataron al sancta sanctorum del museo, en un ejercicio mezcla de ironía frente a los tiempos y profunda admiración. Por último, artistas como Oldenburg tomaron los objetos cotidianos, aquellos producidos en masa, banales y en cuya existencia apenas reparamos, para modificar sus proporciones, su textura y sus materiales, transformándolos en presencias inquietantes, aviso de la fragilidad de nuestra realidad.

Roy Lichtenstein , Now, Mes Petits

¿Y qué quedo de todo esto? Una puñado de grandes nombres que añadir a la lista del siglo, un buen numero de obras maestra, lo que parecía ser una resurrección del arte en la vía que había marcado el modernismo/formalismo en ese siglo de aciertos y victorias que va de 1880 a 1980. Sin embargo, y a pesar de este balance positivo, una conclusión completamente negativo, ya que el objetivo principal, el de un arte que pudiera resistir la comparación con los productos populares en su mismo ámbito no se consiguió.

Inevitablemente, el arte contemporáneo se fue convirtiendo poco a poco en un producto producido para los museos de arte contemporáneo y que sólo tenía sentido en el espacio del museo. Un arte que, al contrario, que el producido en siglos pasados e incluso durante la mayor parte de la vida del modernismo/formalismo, si fuera expuesto en la calle no atraería mirada alguna ni sería, por supuesto, apreciado.

Claes Oldenburg, Cloth Pin

Sic transit gloria modernitatis

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