Lunes,tiempo de Forjadores de Imperios. Éste es el final de la saga alejandrina y el final de la colección de cuentos. No sé si alguien la habrá estado siguiendo estas semanas ni si la han disfrutado, pero al menos ya no está criando polvo en mi ordenador o esperando a que el disco casque para desaparecer.
Tampoco sé que haré a continuación, si publicaré aquí algún fragmento de una novela inacabada que se llamaba Ad Majorem Gloriam Dei (cuyas últimas versiones se perdieron con la muerte de mi PC en mayo pasado) o si intentaré republicar algunos de los artículos cinéfilos que ya no se pueden visitar en Tren de Sombras.
Veremos, pero por ahora me tomaré un descanso en la cita de los lunes. Les dejo con el último cuento, completamente anticlimático y sin la opresión y desesperación de los anteriores, puesto que todo estaba ún por suceder.
Final II: Año 334 a.C. Estrecho de los Dardanelos
Las palas de los remos entran en el agua, permanecen bajo su superficie un instante y vuelven a salir cubiertas de espuma. El navío avanza suavemente como lo impulsase otra fuerza distinta de la de los remeros. La costa del otro lado del estrecho se aproxima. Ya se distinguen las rocas de la orilla y las olas que rompen sobre ellas. Nuestras manos se aferran nerviosas a las asas de los escudos y las astas de las lanzas. Nuestros ojos no se apartan de la línea de rompientes, escrutándola, examinando el más mínimo detalle de su contorno. Nadie nos espera al otro lado. Nadie se opondrá a nuestro desembarco. A pesar de eso, la angustia seca nuestras bocas y pone un nudo en nuestros estómagos. Estamos en marcha, ya no podemos volver atrás aunque queramos.
La quilla de nuestra embarcación roza el fondo. El impacto nos lanza los unos sobre los otros. El barco gira violentamente y se pone de través a las olas. Un crujido se eleva de sus entrañas. La cubierta escora, pero se estabiliza repentinamente y se detiene. Gritando, salto al agua. Esta fría y me hundo en ella hasta las axilas. Apenas puedo andar, el muro de agua que me rodea me oprime y detiene, mientras que el peso de mis armas y la coraza me abruma, me empuja hacia el fondo. Trato de mantener la cabeza sobre la superficie, pero una ola tras otra pasan sobre ella. El agua salada inunda mi boca, mi nariz, ahogándome. Lucho por conseguir una bocanada de aire, pero apenas tengo tiempo de conseguirlo antes de que la siguiente ola me sumerja. Los ojos me escuecen, no puedo mantenerlos abiertos. Me aferro al hombre que me precede y continuo avanzando, un paso tras otro, hacia la orilla.
De repente hago pie. Mi cuerpo se eleva sobre las aguas. Corro hacia la costa, chapoteando y salpicando a los que me rodean, que también están corriendo, despreocupados, alegres por verse libres del mar. Rebaso la línea de rompientes y sigo corriendo por la playa, la vista fija en las colinas que la cierran, hasta que mis pies ya no se hunden en la arena, hasta que ya no se oye el rumor de las olas al romper, hasta que mi vista se pierde en los campos de Asia.
Entonces me siento, el aliento perdido, el cuerpo cubierto de sudor.
Ya hemos llegado. Todo nuestro miedo se ha desvanecido y, sin embargo, frente a nosotros se extiende la inmensidad del Asia, inabarcable y desconocida. Tendremos que medirnos con ejércitos cuya cifra sólo es superada por la de las arenas del mar y sitiar ciudades cuyo contorno se pierde en el horizonte, pero ninguno de esos peligros nos viene a la mente. Estamos en Asia y sus riquezas nos aguardan, inagotables, inimaginables, suficientes para otorgar la felicidad a un hombre hasta el fin del tiempo. Sólo tenemos que extender la mano para alcanzarlas. Otros, antes que nosotros, han pretendido lo mismo y han fracasado, pero fue porque permitieron que se pusiera término a sus sueños. No será ése nuestro caso. Nada ni nadie podrá imponernos límites excepto nosotros mismos.
Unos caballos se acercan. Alejandro viene hacia nosotros. Nos ponemos en pie, alzamos lanzas y escudos y le recibimos entre aclamaciones. Él cruza a caballo entre nosotros, seguido por sus generales. Nos dirige miradas de ánimo, estrecha nuestras manos y acaricia nuestras mejillas. El orgullo y la satisfacción le desbordan.
- Con estos hombres nada nos estará vedado – Le oímos comentar a uno de sus acompañantes.
Las aclamaciones apagan su voz. Con ese rey tampoco, gritamos.
Nota: Se ha descrito el paso de los Dardánelos por parte de Alejandro
No hay comentarios:
Publicar un comentario