martes, 25 de junio de 2019

Las olvidadas


No sé si se seguirá manteniendo esa metodología, pero hace muchos años se solía dividir la producción pictorica de Picasso, una vez pasados los periodos rosa, azul y cubista, de acuerdo con sus amantes/esposas. Esas mujeres quedaban reducidas a meras piedras miliares, accidentes en la vida de un genio, sin otra importancia que la de marcar y etiquetar sus cambios de estilo, tiñendo de una tonalidad unifirmae a periodos estilísticos más o menos definidos.

Con el tiempo, sin embargo, aprendí que algunas de esas mujeres había sido artistas de talento, cuya vida y obra había quedado en la penumbra causada por la cercanía al genio. El caso más claro era el de Dora Maar, artista cercana a los surrealistas, creadora de collages fotográficos turbadores, de los mejores salidos de ese movimiento. De hecho, el descubrimiento de su obra, junto con la de otras muchas mujeres que orbitaron alrededor del Surrealismo, ha supuesto un vuelco en su apreciación. No es tan cierta ya esa idea de un movimiento en exclusiva masculino, rabiosamente sexista, en el que la mujer quedaba reducida a musa, juguete un objeto de deseo, sino que en parte ha sido substituida por la constatación de que nada impedía, entonces y ahora, que las mujeres aplicasen sus presupuestos estéticos con talento y pericia. Sin deber ni envidiar nada a sus compañeros masculinos.

sábado, 22 de junio de 2019

Historia(s) de España (VII)

A partir de la segunda mitda del siglo XVII y principios del XVIII, el modo de explotar las colonias empezó a modificarse por parte de las potencias europeas. De proporcionar metales preciosos por medios no económicos y, secundariamente, ciertos productos destinados al consumo de privilegiados - especias, tintes para tejidos de alta calidad... -, se convirtieron en fuente de productos coloniales de consumo algo más general y en una ampliación del mercado interior para los artículos manufacturados de la metrópoli, adquiridos no solo por las dificultades que ésta imponía al desarrollo de un sector artesanal indiano, sino gracias al poder adquisitivo generado por la venta de coloniales en Europa. Pero el hundimiento de la industria de la monarquía hispana y la pérdida de los canales comerciales hizo que las colonias americanas siguieran siendo explotadas de forma feudal. Las Indias proveían a la corona de fuertes sumas de dinero recaudadas vía tributos y facilitaban puestos administrativos y prebendas a los segundones de la nobleza. El abastecimiento de productos manufacturados lo realizaban los extranjeros a través de Sevilla, a partir de 1717 de Cádiz, y muy frecuentemente merced al contrabando.

Historia de España dirigida por Tuñón de Lara, tomo 7, Centralismo, ilustración y agonía del Antiguo Régimen, Emiliano Fernández de Pinedo, Alberto Gil Novales, Albert Derozier.

Ya les he comentado en varias ocasiones la gran decepción que me está suponiendo la lectura de la Historia de España dirigida por Tunón de Lara. Junto a tomos magistrales - aquéllos escritos por un autor en solitario, curiosamente - se hallan volúmenes que poco aportan y que más bien parecen empecinados en marear al lector. Bien perdiéndose en disquisiciones metodológicas que sólo tenían interés para un experto de hace cuarenta años, bien citando datos fascinantes de los que no se ofrece contexto alguno ni su posible ligazón con otros. Por fortuna, en estos últimos casos, ahora se puede contar con wikipedia, pero pueden imaginar mi frustración de joven, cuando esta obra era una de las pocas al alcance de un estudiante interesado por la historia.

Gran parte de los problemas de esta obra se deben al enfoque marxista del estudio. Pero no en sus aspectos políticos, ni en sus conclusiones, sino la partición que obliga a realizar sobre el material histórico. Como podrán saber, para el marxismo la economía, junto con las relaciones de producción, es el motor de la historia, la estructura que conforma las sociedades y las fuerza a ser de una manera precisa y determinada. El resto, formas de gobierno, relaciones sociales, aspectos culturales, hechos históricos, son mera superestructura, consecuencia del sistema económico, síntoma sin mayor consecuencia, por lo que su estudio deviene secundario. Esa obligación de economy first, obliga a abordarla en primer termino en el estudio, lo que no sería reprochable, sino fuera por presentarla disociada del resto de aspectos sociales. Se muestra así como algo estático y determinado, sin verse afectadas por cuestiones climáticas, tan relevantes hoy, el impacto de guerras y conflictos, tan regidos por el azar, o las reformas políticas, que pueden acarrear resultados contrarios a los previstos -.

martes, 18 de junio de 2019

Arte y vida


De ordinario, suelo evitar hablar de la vida de los artistas al referirme a su obra. No porque crea que no tienen relación e influencia la una sobre la otra, la otra sobre la una. Tampoco por la seducción de esa falsa idea que nos habla de sublimación, de huida, como si el artista accediese a nuevos mundos, ajenos y contrarios a su experiencia vital, intentando huir de las frustraciones y limitaciones cotidianas. Es más bien porque esa disociación me permite proyectar mis propias obsesiones, temores y errores  sobre la obra que contemplo, como si fuera un lienzo en blanco. Apropiándomela, cierto, por muy derogatorio que haya devenido ese término, pero que es el único modo que conozco de hacerla mía, de sentirla como parte de mí mismo. De ahí, quizás, mi fascinación por la abstracción, ejemplo máximo de arte que se amordaza a sí mismo, prefiriendo ser lo que el espectador quiera o desee.

Sin embargo, hay veces que ese esfuerzo de separación es imposible. La obra de un artista es su vida, surgió en respuesta a ella, fue conformada por entero por fracasos y decepciones. Ocultar la biografía es amputar la obra, hurtarle su auténtico significado e impulso, traicionar al artista, de manera sutil y amable, casi compasiva, pero no menos cruel y despiadada. Ese el caso de David Wojnarowicz, de quien se puede visitar una amplia muestra en el Reina Sofia, subtitulada La historia me quita el sueño. Una exposición que es tanto encuentro con un artista de raigambre pop y expresionista como un recorrido por la bohemia/marginalidad del Nueva York de los años setenta y ochenta. A través de los ojos de un homosexual y toxicómano, asiduo de ambientes sórdidos, evitados por la gente normal, que acabaría muriendo de la nueva peste finisecular: el SIDA. Esa enfermedad que para el conservadurismo renacido de la América de Reagan era castigo divino infligido sobre pecadores, díscolos, disidentes y contestatarios.

domingo, 16 de junio de 2019

Los rincones inesperados


Desde hace un par de años, la fundación Mapfre cierra durante el verano sus salas dedicadas a la fotografía. Mejor dicho, las traslada a su recinto mayor, centrado de ordinario en la pintura y escultura, para profundizar con más detalle en la obra de un fotógrafo o un aspecto concreto de este arte. No es que me moleste ni mucho menos. Si vienen leyendo estas anotaciones, sabrán que estoy más que agradecido a esa institución por ese afán catalogador. Gracias a él, he podido colmar mis muchas lagunas en lo que se refiere a la historia de un arte que,  aunque inventado a finales del siglo XIX, ha pasado ya por muchas revoluciones, estilos y movimientos. Hasta el extremo de poder figurar como fuerza y motor fundamental de la vanguardia de primeros del XX, mientras que el cine siempre fue a remolque.

En este caso el fotógrafo alrededor del que gira la exposición es una mujer, Berenice Abbot, quien no sólo es una artista de primerísima categoría, sino una pionera en la concepción moderna de la fotografía. Por partida doble, además, puesto que no sólo consiguió hacerse un nombre en un momento histórico, a principios del siglo XX, en el que el arte, todas las artes, aún era patrimonio exclusivo de los varones, sino que contribuyó a impulsar la introducción y desarrollo de la vanguardia. Frente al retrato pictórico del siglo XIX, la vista de paisajes indistinguible de la postal o la preparación minuciosa en estudio de lo soñado y ansiado, los fotógrafos de principios del siglo pasado salieron a las calles, rompieron la frontalidad de los encuadres, aceptaron la imperfección técnica y la fealdad, cuando no la provocaron directamente, dando la vuelta y negando ese trabajo de laboratorio que buscaba repintar la belleza sobre la realidad capturada.

sábado, 1 de junio de 2019

Por otros medios


A esta alturas, es obvio que ninguna exposición va a venir a descubrirnos a Matisse, fuera de aquéllos aficionados que apenas han comenzado a serlo. El puesto de este pintor como el otro gran gigante de la vanguardias de la primera mitad del siglo XX - el primero sería Picasso - parece inamovible, fijado en el canon como artículo de fe, verdad revelada. Sin embargo, en la obra de todo artista siempre quedan áreas en la penumbra, bien por olvido, bien por no hallarse a la altura, de forma que ese descubrimiento, ese relámpago repentino, se hace realidad posible, por mucho que Matisse nos parezca conocido, trillado, de ordinaria administración. Esto es lo que ocurre con la muestra Matisse, Grabador, abierta hace nada en la Fundación Canal madrileña

Por supuesto, Matisse sigue siendo Matisse, sea cual sea la técnica en la que plasme su arte. En sus obras finales, aquellas que recortaba en papel charol, cuando la enfermedad le impedía pintar al óleo, siguen presentes esa pasión por la línea, ese enamoramiento del color, que le llevaron a ser el más fauve de los fauve. El único, quizá, que no acabó perdiéndose en los laberintos y recovecos de la revolución que habían desatado en 1905, como le ocurrió a un pintor que estimo muchísimo, Derainm, cuya obra desde 1920 hasta su muerte es la constatación de una inexorable decadencia, interrumpida por chispazos de genio, breves y aislados. Por el contrario, la evolución de Matisse, a pesar de parones y desvíos, siempre acababa por encontrar nuevos cauces por donde fluyera su creatividad, aunque fuera mutando radicalmente de formato y materiales.

Como sucede en esta exposición, en la que se comprueba como Matisse logró transmutar y destilar su arte, adaptarse a técnicas que obligaban a renunciar al color deslumbrante, suplido y substituido en parte por la infinita variedad de tonos y difuminados de gris. Una traducción que podría parecer sencilla - todo artista parte siempre de esbozos monocromos -, pero en la que sólo han logrado brillar unos pocos pintores de genio: Durero, Rembrandt, Goya, Picassa. También Matisse, quien supo conservar la elegancia de su trazo, su habilidad para el arabesco exuberante, tan avezados ambos que le permiten crear una figura con cuatro lineas, sin perder nada de su belleza, ganando incluso en fascinación